HOMILÍAS DEL PAPA FRANCISCO
ABRIL 2016
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 24 de abril de 2016
Domingo 24 de abril de 2016
«La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).
Queridos muchachos: Qué gran responsabilidad nos confía hoy el
Señor. Nos dice que la gente conocerá a los discípulos de Jesús por cómo
se aman entre ellos. En otras palabras, el amor es el documento de
identidad del cristiano, es el único “documento” válido para ser
reconocidos como discípulos de Jesús. El único documento válido. Si este
documento caduca y no se renueva continuamente, dejamos de ser testigos
del Maestro. Entonces os pregunto: ¿Queréis acoger la invitación de
Jesús para ser sus discípulos? ¿Queréis ser sus amigos fieles? El amigo
verdadero de Jesús se distingue principalmente por el amor concreto;
no el amor “en las nubes”, no, el amor concreto que resplandece en su
vida. El amor es siempre concreto. Quien no es concreto y habla del amor
está haciendo una telenovela, una telecomedia. ¿Queréis vivir este amor
que él nos entrega? ¿Queréis o no queréis? Entonces, frecuentemos su
escuela, que es una escuela de vida para aprender a amar. Y esto es un trabajo de todos los días: aprender a amar.
Ante todo, amar es bello, es el camino para ser felices. Pero
no es fácil, es desafiante, supone esfuerzo. Por ejemplo, pensemos
cuando recibimos un regalo: nos hace felices, pero para preparar ese
regalo las personas generosas han dedicado tiempo y dedicación y, de ese
modo, regalándonos algo, nos han dado también algo de ellas mismas,
algo de lo que han sabido privarse. Pensemos también al regalo que
vuestros padres y animadores os han hecho, al dejaros venir a Roma para
este Jubileo dedicado a vosotros. Han programado, organizado, preparado
todo para vosotros, y esto les daba alegría, aun cuando hayan renunciado
a un viaje para ellos. Esto es amor concreto. En efecto, amar quiere decir dar, no sólo algo material, sino algo de uno mismo: el tiempo personal, la propia amistad, las capacidades personales.
Miremos al Señor, que es insuperable en generosidad. Recibimos de él
muchos dones, y cada día tendríamos que darle gracias. Quisiera
preguntaros: ¿Dais gracias al Señor todos los días? Aun cuando nos
olvidemos, él se acuerda de hacernos cada día un regalo especial. No es
un regalo material para tener entre las manos y usar, sino un don más
grande para la vida. ¿Qué nos da el Señor? Nos regala su amistad fiel,
que no la retirará jamás. El Señor es el amigo para siempre. Además, si
tú lo decepcionas y te alejas de él, Jesús sigue amándote y estando
contigo, creyendo en ti más de lo que tú crees en ti mismo. Esto es lo
específico del amor que nos enseña Jesús. Y esto es muy importante.
Porque la amenaza principal, que impide crecer bien, es cuando no
importas a nadie —esto es triste—, cuando te sientes marginado. En
cambio, el Señor está siempre junto a ti y está contento de estar
contigo. Como hizo con sus discípulos jóvenes, te mira a los ojos y te
llama para seguirlo, para «remar mar a dentro» y «echar las redes»
confiando en su palabra; es decir, poner en juego tus talentos en la
vida, junto a él, sin miedo. Jesús te espera pacientemente, atiente una
respuesta, aguarda tu “sí”.
Queridos chicos y chicas, a vuestra edad surge en vosotros de una
manera nueva el deseo de afeccionaros y de recibir afecto. Si vais a la
escuela del Señor, os enseñará a hacer más hermosos también el afecto y
la ternura. Os pondrá en el corazón una intención buena, esa de amar sin poseer:
de querer a las personas sin desearlas como algo propio, sino
dejándolas libres. Porque el amor es libre. No existe amor verdadero si
no es libre. Esa libertad que el Señor nos da cuando nos ama. Él siempre
está junto a nosotros. En efecto, siempre existe la tentación de
contaminar el afecto con la pretensión instintiva de tomar, de “poseer”
aquello que me gusta; y esto es egoísmo. Y también, la cultura
consumista refuerza esta tendencia. Pero cualquier cosa, cuando se
exprime demasiado, se desgasta, se estropea; después se queda uno
decepcionado con el vacío dentro. Si escucháis la voz del Señor, os
revelará el secreto de la ternura: interesarse por otra persona, quiere decir respetarla, protegerla, esperarla. Y esta es la manifestación de la ternura y del amor.
En estos años de juventud percibís también un gran deseo de libertad.
Muchos os dirán que ser libres significa hacer lo que se quiera. Pero
en esto se necesita saber decir no. Si no sabes decir no, no eres libre.
Libre es quien sabe decir sí y sabe decir no. La libertad no es poder
hacer siempre lo que se quiere: esto nos vuelve cerrados, distantes y
nos impide ser amigos abiertos y sinceros; no es verdad que cuando estoy
bien todo vaya bien. No, no es verdad. En cambio, la libertad es el don
de poder elegir el bien: esto es libertad. Es libre quien elige
el bien, quien busca aquello que agrada a Dios, aun cuando sea fatigoso y
no sea fácil. Pero yo creo que vosotros, jóvenes, no tenéis miedo al
cansancio, sois valientes. Sólo con decisiones valientes y fuertes se
realizan los sueños más grandes, esos por los que vale la pena dar la
vida. Decisiones valientes y fuertes. No os contentéis con la
mediocridad, con “ir tirando”, estando cómodos y sentados; no confiéis
en quien os distrae de la verdadera riqueza, que sois vosotros,
cuando os digan que la vida es bonita sólo si se tienen muchas cosas;
desconfiad de quien os quiera hacer creer que sois valiosos cuando os
hacéis pasar por fuertes, como los héroes de las películas, o cuando
lleváis vestidos a la última moda. Vuestra felicidad no tiene precio y
no se negocia; no es un “app” que se descarga en el teléfono
móvil: ni siquiera la versión más reciente podrá ayudaros a ser libres y
grandes en el amor. La libertad es otra cosa.
Porque el amor es el don libre de quien tiene el corazón abierto; es una responsabilidad, pero una responsabilidad bella que dura toda la vida; es el compromiso cotidiano
de quien sabe realizar grandes sueños. ¡Ay de los jóvenes que no saben
soñar, que no se atreven a soñar! Si un joven, a vuestra edad, no es
capaz de soñar, ya está jubilado, no sirve. El amor se alimenta de
confianza, de respeto y de perdón. El amor no surge porque hablemos de
él, sino cuando se vive; no es una poesía bonita para aprender de
memoria, sino una opción de vida que se ha de poner en práctica. ¿Cómo
podemos crecer en el amor? El secreto está en el Señor: Jesús se nos da a
sí mismo en la Santa Misa, nos ofrece el perdón y la paz en la
Confesión. Allí aprendemos a acoger su amor, hacerlo nuestro, y a
difundirlo en el mundo. Y cuando amar parece algo arduo, cuando es
difícil decir no a lo que es falso, mirad la cruz del Señor, abrazadla y
no dejad su mano, que os lleva hacia lo alto y os levanta cuando caéis.
Durante la vida siempre se cae, porque somos pecadores, somos débiles.
Pero está la mano de Jesús que nos levanta y nos eleva. Jesús nos quiere
de pie. Esa palabra bonita que Jesús decía a los paralíticos:
“levántate”. Dios nos ha creado para estar de pie. Hay una canción
hermosa que cantan los alpinos cuando suben a la montaña. La canción
dice así: «en el arte de subir, lo importante no es no caer, sino no
permanecer caído». Tener la valentía de levantarse, de dejarse levantar
por la mano de Jesús. Y esta mano muchas veces viene a través de la mano
de un amigo, de la mano de los padres, de la mano de aquellos que nos
acompañan en la vida. También el mismo Jesús está allí. Levantaos. Dios
os quiere de pie, siempre de pie.
Sé que sois capaces de gestos grandes de amistad y bondad. Estáis llamados a construir así el futuro: junto con los otros y por los otros, pero jamás contra
alguien. No se construye “contra”: esto se llama destrucción. Haréis
cosas maravillosas si os preparáis bien ya desde ahora, viviendo
plenamente vuestra edad, tan rica de dones, y no temiendo al cansancio.
Haced como los campeones del mundo del deporte, que logran metas altas
entrenándose con humildad y tenacidad todos los días. Que vuestro
programa cotidiano sea las obras de misericordia: Entrenaos con
entusiasmo en ellas para ser campeones de vida, campeones de amor.
Así seréis conocidos como discípulos de Jesús. Así tendréis el
documento de identidad de cristianos. Y os aseguro: vuestra alegría será
plena.
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Basílica Vaticana
Domingo 17 de abril de 2016
Domingo 17 de abril de 2016
Queridos hermanos:
Estos nuestros hijos han sido llamados al orden presbiteral. Como
vosotros sabéis el Señor Jesús es el único sumo sacerdote del Nuevo
Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido
constituido pueblo sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos,
el Señor Jesús quiso elegir algunos, en particular, para que ejerciendo
públicamente en la Iglesia en su nombre la función sacerdotal a favor de
todos los hombres, continuaran su misión personal de maestro, sacerdote
y pastor.
Después de una madura reflexión, ahora estamos por elevar al orden
presbiteral a estos nuestros hermanos, para que al servicio de Cristo,
maestro, sacerdote y pastor, cooperen a edificar el Cuerpo de Cristo que
es la Iglesia en Pueblo de Dios y Templo santo del Espíritu Santo.
Ellos serán configurados a Cristo sumo y eterno sacerdote, o sea
serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, y con
este título, que les une en el sacerdocio a su obispo, serán
predicadores del Evangelio, Pastores del Pueblo de Dios, y presidirán
las acciones de culto, especialmente en las celebraciones del sacrificio
del Señor.
A vosotros, hijos y hermanos dilectísimos que vais a ser promovidos
al orden del presbiterado, considerad que ejerciendo el ministerio de la
sagrada doctrina seréis partícipes de la misión de Cristo, único
maestro. Dispensad a todos la Palabra de Dios, esa Palabra que vosotros
mismos habéis recibido con alegría. Haced memoria de vuestra historia,
de ese don de la Palabra que el Señor os dio, a través de la mamá, la
abuela —como dice san Pablo—, de los catequistas y de toda la Iglesia.
Leed y meditad asiduamente la Palabra del Señor para creer lo que habéis
leído, enseñar lo que habéis aprendido en la fe, vivir lo que habéis
enseñado.
Que vuestra doctrina, por lo tanto, sea alimento para el pueblo de
Dios, el perfume de vuestra vida, alegría y apoyo para los fieles de
Cristo, para que con la palabra y el ejemplo —van juntos: palabra y
ejemplo— edifiquéis la casa de Dios, que es la Iglesia. Vosotros
continuaréis la obra santificadora de Cristo. Mediante vuestro
ministerio el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto,
porque está unido al Sacrificio de Cristo, que por vuestras manos, en
nombre de toda la Iglesia, es ofrecido de forma incruenta en el altar en
la celebración de los santos misterios.
Reconoced, por tanto, lo que hacéis. Imitad lo que celebréis, para
que participando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor,
llevéis la muerte de Cristo en vuestros miembros y caminéis con Él en
novedad de vida. Llevad la muerte de Cristo en vosotros mismos, y
caminad con Cristo en novedad de vida. Sin cruz no encontraréis nunca al
verdadero Jesús; y una cruz sin Cristo no tiene sentido.
Con el Bautismo agregaréis nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el
sacramento de la Penitencia perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y
de la Iglesia.
Por favor, os pido en nombre del mismo Jesucristo, el Señor, y en
nombre de la Iglesia, que seáis misericordiosos, muy misericordiosos.
Con el óleo santo daréis alivio a los enfermos.
Celebrando los sagrados ritos y elevando en las distintas horas del
día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del Pueblo de
Dios y de la humanidad entera. Conscientes de haber sido elegidos entre
los hombres. Elegidos, no os olvidéis de esto. ¡Elegidos! Es el Señor
quien os ha llamado, uno por uno.
Elegidos entre los hombres y constituidos a favor de ellos, ¡no a favor mío!
En comunión filial con vuestro obispo, comprometeos a unir a los
fieles en una única familia, para conducirlos a Dios Padre por medio de
Cristo en el Espíritu Santo. Tened siempre delante de los ojos el
ejemplo del Buen Pastor, que no ha venido para ser servido, sino para
servir; para buscar y salvar lo que estaba perdido.
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JUBILEO DE LA DIVINA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 3 de abril de 2016
Domingo 3 de abril de 2016
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, la misión de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Maestro resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, salir para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre.
Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender: es tan grande. Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir aquellas paginas del Evangelio que el apóstol Juan no ha escrito.
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