AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
AGOSTO 2016
Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de agosto de 2016
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Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de agosto de 2016
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Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de agosto de 2016
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Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de agosto de 2016
Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de agosto de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que destaca
por su fe y su valor. Se trata de la mujer que Jesús sanó de sus
pérdidas de sangre (cf. Mt 9, 20—22). Pasando entre la
gente, se acerca a la espalda de Jesús para tocar el borde de su manto.
«Pues se decía para sí: Con sólo tocar su manto, me salvaré» (v. 21).
¡Cuánta fe! ¡Cuánta fe tenía esta mujer! Razonaba así porque estaba
animada por mucha fe y mucha esperanza y, con un toque de astucia, se da
cuenta de todo lo que tiene en el corazón. El deseo de ser salvada por
Jesús es tal que le hace ir más allá de las prescripciones establecidas
por la ley de Moisés. Efectivamente, esta pobre mujer durante muchos
años no está simplemente enferma, sino que es considerada impura porque
sufre de hemorragias (cf. Lv 15, 19—30). Por ello es excluida de
las liturgias, de la vida conyugal, de las normales relaciones con el
prójimo. El evangelista Marcos añade que había consultado a muchos
médicos, acabando con sus medios para pagarles y soportando dolorosas
curas, pero sólo había empeorado. Era una mujer descartada por la
sociedad. Es importante considerar esta condición —de descartada— para
entender su estado de ánimo: ella siente que Jesús puede liberarla de la
enfermedad y del estado de marginación e indignidad en el que se
encuentra desde hace años. En un palabra: sabe, siente que Jesús puede
salvarla.
Este caso nos hace reflexionar sobre cómo a menudo la mujer es
percibida y representada. A todos se nos pone en guardia, también a las
comunidades cristianas, ante imágenes de la feminidad contaminadas por
prejuicios y sospechas lesivas hacia su intangible dignidad. En ese
sentido son precisamente los Evangelios los que restablecen la verdad y
reconducen a un punto de vista liberatorio. Jesús ha admirado la fe de
esta mujer que todos evitaban y ha transformado su esperanza en
salvación. No sabemos su nombre, pero las pocas líneas con las cuales
los Evangelios describen su encuentro con Jesús esbozan un itinerario de
fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza de la dignidad de cada
persona. En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y
mujeres de todo lugar y todo tiempo, la senda de la liberación y de la
salvación.
El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de
Jesús, Él «se volvió» y «al verla» (v. 22), entonces le dirigió la
palabra. Como decíamos, a causa de su estado de exclusión, la mujer
actuó a escondidas, a espaldas de Jesús, con temor, para no ser vista,
porque era una descartada. En cambio Jesús la vio y su mirada no fue de
reproche, no dice: «¡vete!, ¡tú eres una descartada!», como si dijese:
«¡tú eres una leprosa!, ¡vete!». No, no regaña, sino que la mirada de
Jesús es de misericordia y ternura. Él sabe qué ha ocurrido y busca el
encuentro personal con ella, lo que deseaba en el fondo la misma mujer.
Esto significa que Jesús no sólo la acoge, sino que la considera digna
de tal encuentro hasta el punto de donarle su palabra y su atención.
En la parte central de la narración, el término salvación se repite
tres veces. «Con sólo tocar su manto, me salvaré. Jesús se volvió, y al
verla le dijo: “¡Ánimo!, hija tu fe te ha salvado”. Y se salvó la mujer
desde aquel momento» (vv. 21-22). Este «¡ánimo!, hija» expresa toda la
misericordia de Dios por aquella persona. Y por toda persona descartada.
Cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros
pecados, hemos cometido tantos, hemos cometido tantos... y el Señor nos
dice: «¡Ánimo!, ¡ven! Para mí tú no eres un descartado, una descartada.
Ánimo hija. Tú eres un hijo, una hija». Y este es el momento de la
gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la
vida de Jesús, en la vida de la Iglesia. Es el momento de la
misericordia. Hoy, a todos nosotros, pecadores, que somos grandes
pecadores o pequeños pecadores, pero todos lo somos, a todos nosotros el
Señor nos dice: «¡Ánimo, ven! ya no eres descartado, ya no eres
descartada: yo te perdono, yo te abrazo». Así es la misericordia de
Dios. Debemos tener valor e ir hacia Él, pedir perdón por nuestros
pecados y seguir adelante. Con valor, como hizo esta mujer. Luego, la
«salvación» asume múltiples connotaciones: ante todo devuelve la salud a
la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y
religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en el corazón
anulando sus miedos y sus angustias; y por último, la restituye a la
comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas. Y esto
último es importante: una persona descartada actúa siempre a escondidas,
alguna vez o toda la vida: pensemos en los leprosos de esos tiempos, en
los sin techo de hoy...; pensemos en los pecadores, en nosotros
pecadores: hacemos siempre algo a escondidas, tenemos la necesidad de
hacer algo a escondidas porque nos avergonzamos de lo que somos... y Él
nos libera de esto, Jesús nos libera y hace que nos pongamos de pie:
«levántate, ven, ¡de pie!». Como Dios nos ha creado: Dios nos ha creado
de pie, no humillados. De pie. La salvación que Jesús dona es una
salvación total, que reintegra la vida de la mujer en la esfera del amor
de Dios y, al mismo tiempo, la restablece con plena dignidad.
Es decir, no es el manto que la mujer ha tocado el que le da la
salvación, sino la palabra de Jesús acogida en su fe, capaz de
consolarla, sanarla y restablecerla en la relación con Dios y con su
pueblo. Jesús es la única fuente de bendición de la cual brota la
salvación para todos los hombres, y la fe es la disposición fundamental
para acogerla. Jesús, una vez más, con su comportamiento, lleno de
misericordia, indica a la Iglesia el camino a seguir para salir al
encuentro de cada persona, para que cada uno pueda ser sanado en cuerpo y
espíritu y recuperar la dignidad de hijos de Dios. Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Que el ejemplo de
Jesús nos ayude a salir al encuentro de quien está solo y necesitado,
para llevar su misericordia y ternura, que sana las heridas y restablece
la dignidad de hijos de Dios. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de agosto de 2016
Había preparado la catequesis de hoy, como para todos los miércoles
de este Año de la Misericordia, sobre el tema de la cercanía de Jesús,
pero ante la noticia del terremoto que ha golpeado el centro de Italia,
devastando zonas enteras y dejando muertos y heridos, no puedo dejar de
manifestar mi gran dolor y mi cercanía a todas las personas presentes en
los lugares azotados por los temblores, a todas las personas que han
perdido sus seres queridos y a aquellas que todavía están afectadas por
el miedo y el terror. Oír lo que el Alcalde de Amatrice ha dicho: «el
pueblo ya no existe», y saber que entre los muertos hay también niños,
me conmueve mucho.
A todas estas personas en Accumoli, Amatrice y en otras partes, en la
Diócesis de Rieti y de Ascoli Piceno y todo el Lazio, en Umbría y en
Las Marcas, quiero asegurarles nuestra oración y decirles que confíen en
la caricia y en el abrazo de toda la Iglesia, que en este momento desea
estrecharse a ellos con su amor materno, también en el abrazo de los
que estamos aquí en la plaza.
Agradecemos a todos los voluntarios y personal de protección civil
que están socorriendo a estas poblaciones, y os pido que nos unamos en
oración, para que, por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María,
el Señor Jesús, que siempre se ha conmovido ante el dolor humano,
consuele a estos corazones afligidos y les dé la paz.
Dejémonos conmover con Jesús.
Por tanto, posponemos para la próxima semana la catequesis de este
miércoles. Y los invito ahora a rezar conmigo una parte del Santo
Rosario: “Los Misterios dolorosos”.
* * * * *
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a salir
al encuentro de las necesidades del prójimo, para que cada uno de
nosotros pueda experimentar en su vida la mirada misericordiosa de Dios,
y ser curado en el cuerpo y en el espíritu, recuperando la dignidad de
ser hijos de un mismo Padre. Muchas gracias.
Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de agosto de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos reflexionar sobre el milagro de la multiplicación de los
panes. Al inicio de la narración que hace Mateo (cf. 14, 13-21), Jesús
acaba de recibir la noticia de la muerte de Juan Bautista, y con una
barca cruza el lago en busca de «un lugar solitario» (v. 13). La gente
lo descubre y le precede a pie de manera que «al desembarcar, vio mucha
gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (v. 14). Así era
Jesús: siempre con la compasión, siempre pensando en los demás.
Impresiona la determinación de la gente, que teme ser dejada sola, como
abandonada. Muerto Juan Bautista, profeta carismático, se encomienda a
Jesús, del cual el mismo Juan había dicho: «aquel que viene detrás de mí
es más fuerte que yo» (Mt 3, 11). Así la muchedumbre le sigue
por todas partes, para escucharle y para llevarle a los enfermos. Y
viendo esto Jesús se conmueve. Jesús no es frío, no tiene un corazón
frío. Jesús es capaz de conmoverse. Por una parte, Él se siente ligado a
esta muchedumbre y no quiere que se vaya; por otra, necesita momentos
de soledad, de oración, con el Padre. Muchas veces pasa la noche orando
con su Padre.
Aquel día, entonces, el Maestro se dedicó a la gente. Su compasión no
es un vago sentimiento; muestra en cambio toda la fuerza de su voluntad
de estar cerca de nosotros y de salvarnos. Jesús nos ama mucho, y
quiere estar con nosotros.
Según llega la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todas
aquellas personas, cansadas y hambrientas y cuida de cuantos le siguen. Y
quiere hacer participes de esto a sus discípulos. Efectivamente les
dice: «dadles vosotros de comer» (v. 16). Y les demostró que los pocos
panes y peces que tenían, con la fuerza de la fe y de la oración, podían
ser compartidos por toda aquella gente. Jesús cumple un milagro, pero
es el milagro de la fe, de la oración, suscitado por la compasión y el
amor. Así Jesús «partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los
discípulos a la gente» (v. 19). El Señor resuelve las necesidades de los
hombres, pero desea que cada uno de nosotros sea partícipe
concretamente de su compasión.
Ahora detengámonos en el gesto de bendición de Jesús: Él «tomó luego
los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo,
pronunció la bendición, y partiendo los panes se los dio» (v. 19). Como
se observa, son los mismos signos que Jesús realizó en la Última Cena; y
son también los mismos que cada sacerdote realiza cuando celebra la
Santa Eucaristía. La comunidad cristiana nace y renace continuamente de
esta comunión eucarística.
Por ello, vivir la comunión con Cristo es otra cosa distinta a
permanecer pasivos y ajenos a la vida cotidiana; por el contrario, nos
introduce cada vez más en la relación con los hombres y las mujeres de
nuestro tiempo, para ofrecerles la señal concreta de la misericordia y
de la atención de Cristo. Mientras nos nutre de Cristo, la Eucaristía
que celebramos nos transforma poco a poco también a nosotros en cuerpo
de Cristo y nutrimento espiritual para los hermanos. Jesús quiere llegar
a todos, para llevar a todos el amor de Dios. Por ello convierte a cada
creyente en servidor de la misericordia. Jesús ha visto a la
muchedumbre, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes;
así hace lo mismo con la Eucaristía. Y nosotros, creyentes que recibimos
este pan eucarístico, estamos empujados por Jesús a llevar este
servicio a los demás, con su misma compasión.
Este es el camino.
La narración de la multiplicación de los panes y de los peces se
concluye con la constatación de que todos se han saciado y con la
recogida de los pedazos sobrantes (cfr v. 20). Cuando Jesús con su
compasión y su amor nos da una gracia, nos perdona los pecados, nos
abraza, nos ama, no hace las cosas a medias, sino completamente. Como ha
ocurrido aquí: todos se han saciado. Jesús llena nuestro corazón y
nuestra vida de su amor, de su perdón, de su compasión. Jesús, por lo
tanto, ha permitido a sus discípulos seguir su orden. De esta manera
ellos conocen la vía que hay que recorrer: dar de comer al pueblo y
tenerlo unido; es decir, estar al servicio de la vida y de la comunión.
Invoquemos al Señor, para que haga siempre a su Iglesia capaz de este
santo servicio, y para que cada uno de nosotros pueda ser instrumento de
comunión en la propia familia, en el trabajo, en la parroquia y en los
grupos de pertenencia, una señal visible de la misericordia de Dios que
no quiere dejar a nadie en soledad o con necesidad, para que descienda
la comunión y la paz entre los hombres y la comunión de los hombres con
Dios, porque esta comunión es la vida para todos.
* * * * *
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a
alimentarse constantemente de la Eucaristía para ser a su vez alimento
para los demás e instrumento de comunión en la familia, en el trabajo,
en el ámbito donde viven, siendo testigos de la misericordia y de la
ternura de Dios. Muchas gracias.
Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de agosto de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7, 11-17) nos
presenta un milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección
de un chico. Y, sin embargo, el corazón de esta narración no es el
milagro, sino la ternura de Jesús hacia la mamá de este chico. La
misericordia toma aquí el nombre de gran compasión hacia una mujer que
había perdido el marido y que ahora acompaña al cementerio a su único
hijo. Es este gran dolor de una mamá que conmueve a Jesús y le inspira
el milagro de la resurrección.
Presentando este episodio, el Evangelista se recrea en muchos
detalles. En la puerta de la ciudad de Naím —un pueblo— se encuentran
dos grupos numerosos, que provienen de direcciones opuestas y no tienen
nada en común. Jesús, seguido por los discípulos y por una gran
muchedumbre, está a punto de entrar en el pueblo, mientras está saliendo
de allí el triste cortejo que acompaña a un difunto, con la madre viuda
y mucha gente. En la puerta los dos grupos solamente se rozan,
siguiendo cada uno por su propio camino, es entonces cuando san Lucas
anota el sentimiento de Jesús: «Viendo [a la mujer], el Señor tuvo
compasión de ella, y le dijo: “no llores”. Y, acercándose tocó el
féretro. Los que lo llevaban se pararon» (vv. 13-14). Gran compasión
guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene el cortejo tocando el
féretro y, movido por la profunda misericordia hacia esta madre, decide
afrontar la muerte, por así decir, cara a cara. Y la afrontará
definitivamente, cara a cara, en la Cruz.
Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar el umbral de
la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos
recordasen este episodio del Evangelio, acaecido en la puerta de Naím.
Cuando Jesús vio a esta madre llorar, ¡ella entró en su corazón! A la
Puerta Santa cada uno llega llevando su propia vida, con sus alegrías y
sus sufrimientos, sus proyectos y sus fracasos, sus dudas y sus temores,
para presentarlos ante la misericordia del Señor. Estamos seguros de
que, en la Puerta Santa, el Señor se acerca para encontrarse con cada
uno de nosotros, para llevar y ofrecer su potente palabra de
consolación: «no llores» (v. 13). Esta es la Puerta del encuentro entre
el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Superando el umbral,
nosotros realizamos nuestra peregrinación dentro de la misericordia de
Dios que, como al chico muerto, repite a todos: «Joven a ti te digo,
¡levántate!» (v. 14). A cada uno de nosotros dice: «¡levántate!». Dios
nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por eso, la
compasión de Jesús lleva a ese gesto de la sanación, a sanarnos, cuya
palabra clave es: «¡levántate! ¡ponte de pie como te ha creado Dios!».
De pie. «Pero, Padre, nosotros nos caemos muchas veces» —«¡Vamos,
levántate!». Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al pasar el umbral de
la Puerta Santa, buscamos sentir en nuestro corazón esta palabra:
«¡levántate!». La palabra potente de Jesús puede hacernos levantar y
obrar en nosotros también el paso de la muerte a la vida. Su palabra nos
hace revivir, regala esperanza, da sosiego a los corazones cansados,
abre una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y
de la muerte. Sobre la Puerta santa está grabado para cada uno de
nosotros ¡el inagotable tesoro de la misericordia de Dios!
Alcanzado por la palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y se puso a
hablar, y Él se lo dio a su madre» (v. 15). Esta frase es muy bonita:
indica la ternura de Jesús: «se lo dio a su madre». La madre vuelve a
encontrar a su hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en
madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha
recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva
identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso.
Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos
reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Y es en
virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se
convierte en madre y cada uno de nosotros se convierte en hijo.
Ante el chico que volvió a vivir y fue devuelto a la madre, «el temor
se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo “un gran profeta
se ha levantado entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”». Lo
que Jesús ha hecho no es sólo una acción de salvación destinada a la
viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitado a esa población. A
través del auxilio misericordioso de Jesús, Dios va a encontrarse con su
pueblo, en Él se refleja y seguirá reflejándose para la humanidad toda
la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera
vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las
iglesias del mundo, y no sólo en Roma, es como si toda la Iglesia
extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor.
También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por ello,
acercándonos a la Puerta de la Misericordia, cada uno sabe que se acerca
a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es precisamente Él la
verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye una vida
nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que
nace del corazón para llegar a las manos. ¿Qué significa esto? Jesús te
mira, te cura con su misericordia, te dice: «¡Levántate!», y tu corazón
es nuevo. ¿Qué significa recorrer un camino del corazón a las manos?
Significa que con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús
puedo realizar obras de misericordia con las manos, intentando ayudar,
sanar a muchos que tienen necesidad. La misericordia es un camino que
parte del corazón y llega a las manos, es decir a las obras de
misericordia.
He dicho que la misericordia es un camino que va del corazón a las
manos. En el corazón, nosotros recibimos la misericordia de Jesús, que
nos da el perdón de todo, porque Dios perdona todo y nos alivia, nos da
la vida nueva y nos contagia con su compasión. De aquel corazón
perdonado y con la compasión de Jesús, empieza el camino hacia las
manos, es decir, hacia las obras de misericordia. Me decía un obispo, el
otro día, que en su catedral y en otras iglesias ha hecho puertas de
misericordia de entrada y de salida. Yo le he preguntado: «¿Por qué lo
has hecho?». —«Porque una puerta es para entrar, pedir perdón y obtener
la misericordia de Jesús; la otra es la puerta de la misericordia de
salida, para llevar la misericordia a los demás, con nuestras obras de
misericordia». ¡Qué inteligente es este obispo! También nosotros hacemos
lo mismo con el camino que va del corazón a las manos: entramos en la
iglesia por la puerta de la misericordia, para recibir el perdón de
Jesús, que dice «¡levántate, ve, ve!»; y con este «¡ve!» —en pie—
salgamos por la puerta de salida. Es la Iglesia en salida: el camino de
la misericordia que va del corazón a las manos. ¡Haced este camino!
* * * * *
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los provenientes de España, Latinoamérica y Guinea
Ecuatorial. Que Jesús nos conceda el don de su gracia para que
aprendamos a ser misericordiosos y atentos a las necesidades de nuestros
hermanos, recordando que la misericordia es un camino que sale del
corazón pero tiene que llegar a las manos, es decir, hacer obras de
misericordia. Muchas gracias.
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Aula Pablo VI
Miércoles 3 de agosto de 2016
Miércoles 3 de agosto de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera reflexionar brevemente sobre el Viaje Apostílico que he realizado en los días pasados a Polonia.
La ocasión del Viaje ha sido la Jornada Mundial de la Juventud, a 25 años de aquella histórica celebrada en Częstochowa poco después de la caída de la “cortina de hierro”. En estos 25 años, ha cambiado Polonia, ha cambiado Europa y ha cambiado el mundo, y esta JMJ se ha convertido en un signo profético para Polonia, para Europa y para el mundo. La nueva generación de jóvenes, herederos y continuadores de la peregrinación iniciada por San Juan Pablo II, han dado la respuesta a los desafíos de hoy, han dado un signo de esperanza, y este signo se llama fraternidad. Porque, justamente en este mundo en guerra, se necesita fraternidad; se necesita cercanía; se necesita dialogo; se necesita amistad. Y este es el signo de la esperanza: cuando hay fraternidad.
Partamos justamente de los jóvenes, que han sido el primer motivo del Viaje. Ahora una vez más han respondido al llamado: han venido de todo el mundo – algunos de ellos todavía están aquí [indica a los peregrinos en el Aula] – una fiesta de colores, de rostros diversos, de lenguas, de historia diversas. ¡Yo no sé cómo hacen: hablan diferentes lenguas, pero logran entenderse! ¿Y por qué? Porque tienen esta voluntad de andar juntos, de hacer puentes, de fraternidad. Han venido también con sus heridas, con sus interrogantes, pero sobre todo con la alegría de encontrarse; y ahora una vez más han formado un mosaico de fraternidad. Se puede hablar de un mosaico de fraternidad. Una imagen emblemática de las Jornadas Mundiales de la Juventud es la vastedad multicolor de banderas llevadas por los jóvenes: de hecho, en la JMJ, las banderas de las naciones se hacían más bellas, por así decir, “se purificaban”, y también las banderas de naciones en conflicto entre ellas ondeaban juntas. ¡Y esto es bello! ¡También aquí están las banderas! ¡Háganlas ver!
Así, en este gran encuentro jubilar, los jóvenes del mundo han recibido el mensaje de la Misericordia, para llevarlo a todas partes en las obras espirituales y corporales. ¡Agradezco a todos los jóvenes que fueron a Cracovia! ¡Y agradezco a aquellos que se han unido a nosotros de diferentes partes de la Tierra! Porque en muchos países se han hecho pequeñas Jornadas de la Juventud en relación con aquella en Cracovia. El don que han recibido se haga respuesta cotidiana a la llamada del Señor. Un recuerdo lleno de afecto va para Susana, la joven romana de esta diócesis, que ha fallecido de repente después de haber participado en la JMJ, en Viena. El Señor, que ciertamente la ha recibido en el Cielo, conforte a sus familiares y amigos.
En este Viaje he visitado también el Santuario di Chęstochowa. Ante el ícono de la Virgen, he recibido el don de la mirada de la Madre, que es de modo particular Madre del pueblo polaco, de aquella noble nación que ha sufrido tanto y, con la fuerza de la fe y su mano materna, se ha levantado siempre. He saludado a algunos polacos aquí [en el Aula]. ¡Sois buenos, sois buenos vosotros! Ahí, bajo esta mirada, se entiende el sentido espiritual del camino de este pueblo, cuya historia está ligada de modo indisoluble a la Cruz de Cristo. Ahí se toca con la mano la fe del santo pueblo fiel de Dios, que custodia la esperanza a través de las pruebas; y custodia también aquella sabiduría que es equilibrio entre tradición e innovación, entre memoria y futuro. Y Polonia hoy recuerda a toda Europa que no puede haber futuro para el continente sin sus valores fundantes, los cuales a su vez tienen al centro la visión cristiana del hombre. Entre estos valores esta la misericordia, de la cual han sido especiales apóstoles, dos grandes hijos de esta tierra polaca: Santa Faustina Kowalska e San Juan Pablo II.
Y, finalmente, también este Viaje tenía el horizonte del mundo, un mundo llamado a responder al desafío de una guerra “a pedazos” que la está amenazando. Y aquí el gran silencio de la visita a Auschwitz-Birkenau ha sido más elocuente de cualquier palabra. En aquel silencio he escuchado, he sentido la presencia de todas las almas que han pasado por ahí; he sentido la compasión, la misericordia de Dios, que algunas almas santas han sabido llevar también a este abismo. En aquel gran silencio he orado por todas la víctimas de la violencia y de la guerra. Y ahí, en aquel lugar, he comprendido más que nunca el valor de la memoria, no sólo como recuerdo de eventos pasados, sino como exhortación y responsabilidad para el hoy y el mañana, para que la semilla del odio y de la violencia no crezca en los surcos de la historia. Y en esta memoria de las guerras y de tantas heridas, de tantos dolores vividos, también existen hombres y mujeres de hoy, que sufren las guerras: tantos hermanos y hermanas nuestros. Mirando aquella crueldad, en aquel campo de concentración, he pensado de inmediato en la crueldad de hoy, que es mimilar: no así concentrada como en aquel lugar, sino por todas partes en el mundo; este mundo que está enfermo de crueldad, de dolor, de guerra, de odio, de tristeza. Y por esto siempre les pido una oración: ¡que el Señor nos de la paz!
Por todo esto, agradezco al Señor y a la Virgen María. Y expreso nuevamente mi gratitud al Presidente de Polonia y a las Autoridades, al Cardenal Arzobispo de Cracovia y al entero Episcopado polaco, y a todos aquellos que, de mil modos, han hecho posible este evento, que ha ofrecido un signo de fraternidad y de paz a Polonia, a Europa y al mundo. Deseo agradecer a los jóvenes voluntarios, que durante más de un año han trabajado para llevar adelante este evento; y también a los medios, quienes trabajan en estos medios: gracias por haber hecho que esta Jornada se viese en todo el mundo. Y aquí no puedo olvidarme de Anna Maria Jacobini, una periodista italiana que ha perdido la vida, imprevistamente. Oremos también por ella: ella se ha ido en el cumplimiento de su servicio.
¡Gracias!
Mensaje del Santo Padre en ocasión de las Olimpiadas en Río de Janeiro
Quisiera dirigir ahora un saludo afectuoso al pueblo brasileño, en particular a la ciudad de Río de Janeiro, que hospeda a los atletas y aficionados de todo el mundo, con ocasión de las Olimpiadas. En un mundo que tiene sed de paz, tolerancia y reconciliación, deseo que el espíritu de los Juegos Olímpicos pueda inspirar a todos, participantes y espectadores, en combatir “la buena batalla” y terminar juntos la carrera (cfr 2 Tm 4, 7-8), deseando conseguir como premio no una medalla, sino algo mucho más precioso: la realización de una civilización en la cual reine la solidaridad, fundada en el reconocimiento de que todos somos miembros de una única familia humana, independientemente de las diferencias de cultura, color de la piel o religión. Y para los brasileños, que con su alegría y característica hospitalidad organizan la Fiesta del Deporte, les deseo que ésta sea una oportunidad para superar los momentos difíciles y comprometerse en el “trabajo de equipo”, para la construcción de un país más justo y más seguro, apostando por un futuro lleno de esperanza y de alegría ¡Que Dios los bendiga a todos!
* * *
Queridos fieles de lengua italiana, ¡bienvenidos! Me complace dar la bienvenida a los jóvenes músicos y bailarines del Festival de Folklor de Coros; a los peregrinos del Camino de San Benito y San Francisco de la diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino y los miembros del Centro de Solidaridad de Pesaro. La visita a las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo, con ocasión del Jubileo de la Misericordia alimente a todos la fe y el compromiso en concretar obras de caridad.
Dirijo un particular saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana celebramos la memoria de San Juan Maria Vianney, patrono de los sacerdotes y especialmente de los párrocos. Que su gran humildad sea ejemplo para vosotros, queridos jóvenes, para vivir la vida como don de Dios; su abandono confiado en Cristo Salvador los sostenga a vosotros, queridos enfermos, en la hora del sufrimiento; y en su testimonio cristiano de coraje a vosotros, queridos recién casados, de profesar vuestra ve sin vergüenza.
Mañana iré a la Basílica Papal de Santa María de los Ángeles, en la Porciuncula, en ocasión del octavo centenario del “Perdón de Asís”, que se celebró ayer. Será una peregrinación muy sencilla , pero muy significativa en este Año Santo de la Misericordia. Pido a todos que me acompañen en la oración, invocando la luz y la fuerza del Espíritu Santo y la celeste intercesión de San Francisco.
(Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx)
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