sábado, 3 de septiembre de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales de agosto 2016 (31, 24, 17, 10 y 3)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO

AGOSTO 2016 


Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de agosto de 2016



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que destaca por su fe y su valor. Se trata de la mujer que Jesús sanó de sus pérdidas de sangre (cf. Mt 9, 20—22). Pasando entre la gente, se acerca a la espalda de Jesús para tocar el borde de su manto. «Pues se decía para sí: Con sólo tocar su manto, me salvaré» (v. 21). ¡Cuánta fe! ¡Cuánta fe tenía esta mujer! Razonaba así porque estaba animada por mucha fe y mucha esperanza y, con un toque de astucia, se da cuenta de todo lo que tiene en el corazón. El deseo de ser salvada por Jesús es tal que le hace ir más allá de las prescripciones establecidas por la ley de Moisés. Efectivamente, esta pobre mujer durante muchos años no está simplemente enferma, sino que es considerada impura porque sufre de hemorragias (cf. Lv 15, 19—30). Por ello es excluida de las liturgias, de la vida conyugal, de las normales relaciones con el prójimo. El evangelista Marcos añade que había consultado a muchos médicos, acabando con sus medios para pagarles y soportando dolorosas curas, pero sólo había empeorado. Era una mujer descartada por la sociedad. Es importante considerar esta condición —de descartada— para entender su estado de ánimo: ella siente que Jesús puede liberarla de la enfermedad y del estado de marginación e indignidad en el que se encuentra desde hace años. En un palabra: sabe, siente que Jesús puede salvarla.


Este caso nos hace reflexionar sobre cómo a menudo la mujer es percibida y representada. A todos se nos pone en guardia, también a las comunidades cristianas, ante imágenes de la feminidad contaminadas por prejuicios y sospechas lesivas hacia su intangible dignidad. En ese sentido son precisamente los Evangelios los que restablecen la verdad y reconducen a un punto de vista liberatorio. Jesús ha admirado la fe de esta mujer que todos evitaban y ha transformado su esperanza en salvación. No sabemos su nombre, pero las pocas líneas con las cuales los Evangelios describen su encuentro con Jesús esbozan un itinerario de fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza de la dignidad de cada persona. En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y mujeres de todo lugar y todo tiempo, la senda de la liberación y de la salvación.


El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de Jesús, Él «se volvió» y «al verla» (v. 22), entonces le dirigió la palabra. Como decíamos, a causa de su estado de exclusión, la mujer actuó a escondidas, a espaldas de Jesús, con temor, para no ser vista, porque era una descartada. En cambio Jesús la vio y su mirada no fue de reproche, no dice: «¡vete!, ¡tú eres una descartada!», como si dijese: «¡tú eres una leprosa!, ¡vete!». No, no regaña, sino que la mirada de Jesús es de misericordia y ternura. Él sabe qué ha ocurrido y busca el encuentro personal con ella, lo que deseaba en el fondo la misma mujer. Esto significa que Jesús no sólo la acoge, sino que la considera digna de tal encuentro hasta el punto de donarle su palabra y su atención.


En la parte central de la narración, el término salvación se repite tres veces. «Con sólo tocar su manto, me salvaré. Jesús se volvió, y al verla le dijo: “¡Ánimo!, hija tu fe te ha salvado”. Y se salvó la mujer desde aquel momento» (vv. 21-22). Este «¡ánimo!, hija» expresa toda la misericordia de Dios por aquella persona. Y por toda persona descartada. Cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros pecados, hemos cometido tantos, hemos cometido tantos... y el Señor nos dice: «¡Ánimo!, ¡ven! Para mí tú no eres un descartado, una descartada. Ánimo hija. Tú eres un hijo, una hija». Y este es el momento de la gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia. Hoy, a todos nosotros, pecadores, que somos grandes pecadores o pequeños pecadores, pero todos lo somos, a todos nosotros el Señor nos dice: «¡Ánimo, ven! ya no eres descartado, ya no eres descartada: yo te perdono, yo te abrazo». Así es la misericordia de Dios. Debemos tener valor e ir hacia Él, pedir perdón por nuestros pecados y seguir adelante. Con valor, como hizo esta mujer. Luego, la «salvación» asume múltiples connotaciones: ante todo devuelve la salud a la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en el corazón anulando sus miedos y sus angustias; y por último, la restituye a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas. Y esto último es importante: una persona descartada actúa siempre a escondidas, alguna vez o toda la vida: pensemos en los leprosos de esos tiempos, en los sin techo de hoy...; pensemos en los pecadores, en nosotros pecadores: hacemos siempre algo a escondidas, tenemos la necesidad de hacer algo a escondidas porque nos avergonzamos de lo que somos... y Él nos libera de esto, Jesús nos libera y hace que nos pongamos de pie: «levántate, ven, ¡de pie!». Como Dios nos ha creado: Dios nos ha creado de pie, no humillados. De pie. La salvación que Jesús dona es una salvación total, que reintegra la vida de la mujer en la esfera del amor de Dios y, al mismo tiempo, la restablece con plena dignidad.


Es decir, no es el manto que la mujer ha tocado el que le da la salvación, sino la palabra de Jesús acogida en su fe, capaz de consolarla, sanarla y restablecerla en la relación con Dios y con su pueblo. Jesús es la única fuente de bendición de la cual brota la salvación para todos los hombres, y la fe es la disposición fundamental para acogerla. Jesús, una vez más, con su comportamiento, lleno de misericordia, indica a la Iglesia el camino a seguir para salir al encuentro de cada persona, para que cada uno pueda ser sanado en cuerpo y espíritu y recuperar la dignidad de hijos de Dios. Gracias.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Que el ejemplo de Jesús nos ayude a salir al encuentro de quien está solo y necesitado, para llevar su misericordia y ternura, que sana las heridas y restablece la dignidad de hijos de Dios. Muchas gracias.
 
 
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 Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de agosto de 2016



Había preparado la catequesis de hoy, como para todos los miércoles de este Año de la Misericordia, sobre el tema de la cercanía de Jesús, pero ante la noticia del terremoto que ha golpeado el centro de Italia, devastando zonas enteras y dejando muertos y heridos, no puedo dejar de manifestar mi gran dolor y mi cercanía a todas las personas presentes en los lugares azotados por los temblores, a todas las personas que han perdido sus seres queridos y a aquellas que todavía están afectadas por el miedo y el terror. Oír lo que el Alcalde de Amatrice ha dicho: «el pueblo ya no existe», y saber que entre los muertos hay también niños, me conmueve mucho.


A todas estas personas en Accumoli, Amatrice y en otras partes, en la Diócesis de Rieti y de Ascoli Piceno y todo el Lazio, en Umbría y en Las Marcas, quiero asegurarles nuestra oración y decirles que confíen en la caricia y en el abrazo de toda la Iglesia, que en este momento desea estrecharse a ellos con su amor materno, también en el abrazo de los que estamos aquí en la plaza.


Agradecemos a todos los voluntarios y personal de protección civil que están socorriendo a estas poblaciones, y os pido que nos unamos en oración, para que, por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, el Señor Jesús, que siempre se ha conmovido ante el dolor humano, consuele a estos corazones afligidos y les dé la paz.


Dejémonos conmover con Jesús.


Por tanto, posponemos para la próxima semana la catequesis de este miércoles. Y los invito ahora a rezar conmigo una parte del Santo Rosario: “Los Misterios dolorosos”.


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a salir al encuentro de las necesidades del prójimo, para que cada uno de nosotros pueda experimentar en su vida la mirada misericordiosa de Dios, y ser curado en el cuerpo y en el espíritu, recuperando la dignidad de ser hijos de un mismo Padre. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de agosto de 2016



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy queremos reflexionar sobre el milagro de la multiplicación de los panes. Al inicio de la narración que hace Mateo (cf. 14, 13-21), Jesús acaba de recibir la noticia de la muerte de Juan Bautista, y con una barca cruza el lago en busca de «un lugar solitario» (v. 13). La gente lo descubre y le precede a pie de manera que «al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (v. 14). Así era Jesús: siempre con la compasión, siempre pensando en los demás. Impresiona la determinación de la gente, que teme ser dejada sola, como abandonada. Muerto Juan Bautista, profeta carismático, se encomienda a Jesús, del cual el mismo Juan había dicho: «aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo» (Mt 3, 11). Así la muchedumbre le sigue por todas partes, para escucharle y para llevarle a los enfermos. Y viendo esto Jesús se conmueve. Jesús no es frío, no tiene un corazón frío. Jesús es capaz de conmoverse. Por una parte, Él se siente ligado a esta muchedumbre y no quiere que se vaya; por otra, necesita momentos de soledad, de oración, con el Padre. Muchas veces pasa la noche orando con su Padre.


Aquel día, entonces, el Maestro se dedicó a la gente. Su compasión no es un vago sentimiento; muestra en cambio toda la fuerza de su voluntad de estar cerca de nosotros y de salvarnos. Jesús nos ama mucho, y quiere estar con nosotros.


Según llega la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y hambrientas y cuida de cuantos le siguen. Y quiere hacer participes de esto a sus discípulos. Efectivamente les dice: «dadles vosotros de comer» (v. 16). Y les demostró que los pocos panes y peces que tenían, con la fuerza de la fe y de la oración, podían ser compartidos por toda aquella gente. Jesús cumple un milagro, pero es el milagro de la fe, de la oración, suscitado por la compasión y el amor. Así Jesús «partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente» (v. 19). El Señor resuelve las necesidades de los hombres, pero desea que cada uno de nosotros sea partícipe concretamente de su compasión.


Ahora detengámonos en el gesto de bendición de Jesús: Él «tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, y partiendo los panes se los dio» (v. 19). Como se observa, son los mismos signos que Jesús realizó en la Última Cena; y son también los mismos que cada sacerdote realiza cuando celebra la Santa Eucaristía. La comunidad cristiana nace y renace continuamente de esta comunión eucarística.


Por ello, vivir la comunión con Cristo es otra cosa distinta a permanecer pasivos y ajenos a la vida cotidiana; por el contrario, nos introduce cada vez más en la relación con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para ofrecerles la señal concreta de la misericordia y de la atención de Cristo. Mientras nos nutre de Cristo, la Eucaristía que celebramos nos transforma poco a poco también a nosotros en cuerpo de Cristo y nutrimento espiritual para los hermanos. Jesús quiere llegar a todos, para llevar a todos el amor de Dios. Por ello convierte a cada creyente en servidor de la misericordia. Jesús ha visto a la muchedumbre, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes; así hace lo mismo con la Eucaristía. Y nosotros, creyentes que recibimos este pan eucarístico, estamos empujados por Jesús a llevar este servicio a los demás, con su misma compasión. 
Este es el camino.


La narración de la multiplicación de los panes y de los peces se concluye con la constatación de que todos se han saciado y con la recogida de los pedazos sobrantes (cfr v. 20). Cuando Jesús con su compasión y su amor nos da una gracia, nos perdona los pecados, nos abraza, nos ama, no hace las cosas a medias, sino completamente. Como ha ocurrido aquí: todos se han saciado. Jesús llena nuestro corazón y nuestra vida de su amor, de su perdón, de su compasión. Jesús, por lo tanto, ha permitido a sus discípulos seguir su orden. De esta manera ellos conocen la vía que hay que recorrer: dar de comer al pueblo y tenerlo unido; es decir, estar al servicio de la vida y de la comunión. Invoquemos al Señor, para que haga siempre a su Iglesia capaz de este santo servicio, y para que cada uno de nosotros pueda ser instrumento de comunión en la propia familia, en el trabajo, en la parroquia y en los grupos de pertenencia, una señal visible de la misericordia de Dios que no quiere dejar a nadie en soledad o con necesidad, para que descienda la comunión y la paz entre los hombres y la comunión de los hombres con Dios, porque esta comunión es la vida para todos.


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a alimentarse constantemente de la Eucaristía para ser a su vez alimento para los demás e instrumento de comunión en la familia, en el trabajo, en el ámbito donde viven, siendo testigos de la misericordia y de la ternura de Dios. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de agosto de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7, 11-17) nos presenta un milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección de un chico. Y, sin embargo, el corazón de esta narración no es el milagro, sino la ternura de Jesús hacia la mamá de este chico. La misericordia toma aquí el nombre de gran compasión hacia una mujer que había perdido el marido y que ahora acompaña al cementerio a su único hijo. Es este gran dolor de una mamá que conmueve a Jesús y le inspira el milagro de la resurrección.


Presentando este episodio, el Evangelista se recrea en muchos detalles. En la puerta de la ciudad de Naím —un pueblo— se encuentran dos grupos numerosos, que provienen de direcciones opuestas y no tienen nada en común. Jesús, seguido por los discípulos y por una gran muchedumbre, está a punto de entrar en el pueblo, mientras está saliendo de allí el triste cortejo que acompaña a un difunto, con la madre viuda y mucha gente. En la puerta los dos grupos solamente se rozan, siguiendo cada uno por su propio camino, es entonces cuando san Lucas anota el sentimiento de Jesús: «Viendo [a la mujer], el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: “no llores”. Y, acercándose tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon» (vv. 13-14). Gran compasión guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene el cortejo tocando el féretro y, movido por la profunda misericordia hacia esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, cara a cara. Y la afrontará definitivamente, cara a cara, en la Cruz.


Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar el umbral de la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos recordasen este episodio del Evangelio, acaecido en la puerta de Naím. Cuando Jesús vio a esta madre llorar, ¡ella entró en su corazón! A la Puerta Santa cada uno llega llevando su propia vida, con sus alegrías y sus sufrimientos, sus proyectos y sus fracasos, sus dudas y sus temores, para presentarlos ante la misericordia del Señor. Estamos seguros de que, en la Puerta Santa, el Señor se acerca para encontrarse con cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su potente palabra de consolación: «no llores» (v. 13). Esta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Superando el umbral, nosotros realizamos nuestra peregrinación dentro de la misericordia de Dios que, como al chico muerto, repite a todos: «Joven a ti te digo, ¡levántate!» (v. 14). A cada uno de nosotros dice: «¡levántate!». Dios nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por eso, la compasión de Jesús lleva a ese gesto de la sanación, a sanarnos, cuya palabra clave es: «¡levántate! ¡ponte de pie como te ha creado Dios!». De pie. «Pero, Padre, nosotros nos caemos muchas veces» —«¡Vamos, levántate!». Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al pasar el umbral de la Puerta Santa, buscamos sentir en nuestro corazón esta palabra: «¡levántate!». La palabra potente de Jesús puede hacernos levantar y obrar en nosotros también el paso de la muerte a la vida. Su palabra nos hace revivir, regala esperanza, da sosiego a los corazones cansados, abre una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte. Sobre la Puerta santa está grabado para cada uno de nosotros ¡el inagotable tesoro de la misericordia de Dios!


Alcanzado por la palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre» (v. 15). Esta frase es muy bonita: indica la ternura de Jesús: «se lo dio a su madre». La madre vuelve a encontrar a su hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Y es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se convierte en madre y cada uno de nosotros se convierte en hijo.


Ante el chico que volvió a vivir y fue devuelto a la madre, «el temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo “un gran profeta se ha levantado entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”». Lo que Jesús ha hecho no es sólo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitado a esa población. A través del auxilio misericordioso de Jesús, Dios va a encontrarse con su pueblo, en Él se refleja y seguirá reflejándose para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo, y no sólo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por ello, acercándonos a la Puerta de la Misericordia, cada uno sabe que se acerca a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es precisamente Él la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye una vida nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que nace del corazón para llegar a las manos. ¿Qué significa esto? Jesús te mira, te cura con su misericordia, te dice: «¡Levántate!», y tu corazón es nuevo. ¿Qué significa recorrer un camino del corazón a las manos? Significa que con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús puedo realizar obras de misericordia con las manos, intentando ayudar, sanar a muchos que tienen necesidad. La misericordia es un camino que parte del corazón y llega a las manos, es decir a las obras de misericordia.


He dicho que la misericordia es un camino que va del corazón a las manos. En el corazón, nosotros recibimos la misericordia de Jesús, que nos da el perdón de todo, porque Dios perdona todo y nos alivia, nos da la vida nueva y nos contagia con su compasión. De aquel corazón perdonado y con la compasión de Jesús, empieza el camino hacia las manos, es decir, hacia las obras de misericordia. Me decía un obispo, el otro día, que en su catedral y en otras iglesias ha hecho puertas de misericordia de entrada y de salida. Yo le he preguntado: «¿Por qué lo has hecho?». —«Porque una puerta es para entrar, pedir perdón y obtener la misericordia de Jesús; la otra es la puerta de la misericordia de salida, para llevar la misericordia a los demás, con nuestras obras de misericordia». ¡Qué inteligente es este obispo! También nosotros hacemos lo mismo con el camino que va del corazón a las manos: entramos en la iglesia por la puerta de la misericordia, para recibir el perdón de Jesús, que dice «¡levántate, ve, ve!»; y con este «¡ve!» —en pie— salgamos por la puerta de salida. Es la Iglesia en salida: el camino de la misericordia que va del corazón a las manos. ¡Haced este camino!


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España, Latinoamérica y Guinea Ecuatorial. Que Jesús nos conceda el don de su gracia para que aprendamos a ser misericordiosos y atentos a las necesidades de nuestros hermanos, recordando que la misericordia es un camino que sale del corazón pero tiene que llegar a las manos, es decir, hacer obras de misericordia. Muchas gracias.


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Aula Pablo VI
Miércoles 3 de agosto de 2016


Viaje a Polonia, 31a Jornada Mundial de la Juventud


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy quisiera reflexionar brevemente sobre el Viaje Apostílico que he realizado en los días pasados a Polonia.


La ocasión del Viaje ha sido la Jornada Mundial de la Juventud, a 25 años de aquella histórica celebrada en Częstochowa poco después de la caída de la “cortina de hierro”. En estos 25 años, ha cambiado Polonia, ha cambiado Europa y ha cambiado el mundo, y esta JMJ se ha convertido en un signo profético para Polonia, para Europa y para el mundo. La nueva generación de jóvenes, herederos y continuadores de la peregrinación iniciada por San Juan Pablo II, han dado la respuesta a los desafíos de hoy, han dado un signo de esperanza, y este signo se llama fraternidad. Porque, justamente en este mundo en guerra, se necesita fraternidad; se necesita cercanía; se necesita dialogo; se necesita amistad. Y este es el signo de la esperanza: cuando hay fraternidad.


Partamos justamente de los jóvenes, que han sido el primer motivo del Viaje. Ahora una vez más han respondido al llamado: han venido de todo el mundo – algunos de ellos todavía están aquí [indica a los peregrinos en el Aula] – una fiesta de colores, de rostros diversos, de lenguas, de historia diversas. ¡Yo no sé cómo hacen: hablan diferentes lenguas, pero logran entenderse! ¿Y por qué? Porque tienen esta voluntad de andar juntos, de hacer puentes, de fraternidad. Han venido también con sus heridas, con sus interrogantes, pero sobre todo con la alegría de encontrarse; y ahora una vez más han formado un mosaico de fraternidad. Se puede hablar de un mosaico de fraternidad. Una imagen emblemática de las Jornadas Mundiales de la Juventud es la vastedad multicolor de banderas llevadas por los jóvenes: de hecho, en la JMJ, las banderas de las naciones se hacían más bellas, por así decir, “se purificaban”, y también las banderas de naciones en conflicto entre ellas ondeaban juntas. ¡Y esto es bello! ¡También aquí están las banderas! ¡Háganlas ver!


Así, en este gran encuentro jubilar, los jóvenes del mundo han recibido el mensaje de la Misericordia, para llevarlo a todas partes en las obras espirituales y corporales. ¡Agradezco a todos los jóvenes que fueron a Cracovia! ¡Y agradezco a aquellos que se han unido a nosotros de diferentes partes de la Tierra! Porque en muchos países se han hecho pequeñas Jornadas de la Juventud en relación con aquella en Cracovia. El don que han recibido se haga respuesta cotidiana a la llamada del Señor. Un recuerdo lleno de afecto va para Susana, la joven romana de esta diócesis, que ha fallecido de repente después de haber participado en la JMJ, en Viena. El Señor, que ciertamente la ha recibido en el Cielo, conforte a sus familiares y amigos. 



En este Viaje he visitado también el Santuario di Chęstochowa. Ante el ícono de la Virgen, he recibido el don de la mirada de la Madre, que es de modo particular Madre del pueblo polaco, de aquella noble nación que ha sufrido tanto y, con la fuerza de la fe y su mano materna, se ha levantado siempre. He saludado a algunos polacos aquí [en el Aula]. ¡Sois buenos, sois buenos vosotros! Ahí, bajo esta mirada, se entiende el sentido espiritual del camino de este pueblo, cuya historia está ligada de modo indisoluble a la Cruz de Cristo. Ahí se toca con la mano la fe del santo pueblo fiel de Dios, que custodia la esperanza a través de las pruebas; y custodia también aquella sabiduría que es equilibrio entre tradición e innovación, entre memoria y futuro. Y Polonia hoy recuerda a toda Europa que no puede haber futuro para el continente sin sus valores fundantes, los cuales a su vez tienen al centro la visión cristiana del hombre. Entre estos valores esta la misericordia, de la cual han sido especiales apóstoles, dos grandes hijos de esta tierra polaca: Santa Faustina Kowalska e San Juan Pablo II.


Y, finalmente, también este Viaje tenía el horizonte del mundo, un mundo llamado a responder al desafío de una guerra “a pedazos” que la está amenazando. Y aquí el gran silencio de la visita a Auschwitz-Birkenau ha sido más elocuente de cualquier palabra. En aquel silencio he escuchado, he sentido la presencia de todas las almas que han pasado por ahí; he sentido la compasión, la misericordia de Dios, que algunas almas santas han sabido llevar también a este abismo. En aquel gran silencio he orado por todas la víctimas de la violencia y de la guerra. Y ahí, en aquel lugar, he comprendido más que nunca el valor de la memoria, no sólo como recuerdo de eventos pasados, sino como exhortación y responsabilidad para el hoy y el mañana, para que la semilla del odio y de la violencia no crezca en los surcos de la historia. Y en esta memoria de las guerras y de tantas heridas, de tantos dolores vividos, también existen hombres y mujeres de hoy, que sufren las guerras: tantos hermanos y hermanas nuestros. Mirando aquella crueldad, en aquel campo de concentración, he pensado de inmediato en la crueldad de hoy, que es mimilar: no así concentrada como en aquel lugar, sino por todas partes en el mundo; este mundo que está enfermo de crueldad, de dolor, de guerra, de odio, de tristeza. Y por esto siempre les pido una oración: ¡que el Señor nos de la paz!


Por todo esto, agradezco al Señor y a la Virgen María. Y expreso nuevamente mi gratitud al Presidente de Polonia y a las Autoridades, al Cardenal Arzobispo de Cracovia y al entero Episcopado polaco, y a todos aquellos que, de mil modos, han hecho posible este evento, que ha ofrecido un signo de fraternidad y de paz a Polonia, a Europa y al mundo. Deseo agradecer a los jóvenes voluntarios, que durante más de un año han trabajado para llevar adelante este evento; y también a los medios, quienes trabajan en estos medios: gracias por haber hecho que esta Jornada se viese en todo el mundo. Y aquí no puedo olvidarme de Anna Maria Jacobini, una periodista italiana que ha perdido la vida, imprevistamente. Oremos también por ella: ella se ha ido en el cumplimiento de su servicio. 


¡Gracias!
 






Mensaje del Santo Padre en ocasión de las Olimpiadas en Río de Janeiro


Quisiera dirigir ahora un saludo afectuoso al pueblo brasileño, en particular a la ciudad de Río de Janeiro, que hospeda a los atletas y aficionados de todo el mundo, con ocasión de las Olimpiadas. En un mundo que tiene sed de paz, tolerancia y reconciliación, deseo que el espíritu de los Juegos Olímpicos pueda inspirar a todos, participantes y espectadores, en combatir “la buena batalla” y terminar juntos la carrera (cfr 2 Tm 4, 7-8), deseando conseguir como premio no una medalla, sino algo mucho más precioso: la realización de una civilización en la cual reine la solidaridad, fundada en el reconocimiento de que todos somos miembros de una única familia humana, independientemente de las diferencias de cultura, color de la piel o religión. Y para los brasileños, que con su alegría y característica hospitalidad organizan la Fiesta del Deporte, les deseo que ésta sea una oportunidad para superar los momentos difíciles y comprometerse en el “trabajo de equipo”, para la construcción de un país más justo y más seguro, apostando por un futuro lleno de esperanza y de alegría ¡Que Dios los bendiga a todos!
 



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Queridos fieles de lengua italiana, ¡bienvenidos! Me complace dar la bienvenida a los jóvenes músicos y bailarines del Festival de Folklor de Coros; a los peregrinos del Camino de San Benito y San Francisco de la diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino y los miembros del Centro de Solidaridad de Pesaro. La visita a las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo, con ocasión del Jubileo de la Misericordia alimente a todos la fe y el compromiso en concretar obras de caridad.


Dirijo un particular saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana celebramos la memoria de San Juan Maria Vianney, patrono de los sacerdotes y especialmente de los párrocos. Que su gran humildad sea ejemplo para vosotros, queridos jóvenes, para vivir la vida como don de Dios; su abandono confiado en Cristo Salvador los sostenga a vosotros, queridos enfermos, en la hora del sufrimiento; y en su testimonio cristiano de coraje a vosotros, queridos recién casados, de profesar vuestra ve sin vergüenza.


Mañana iré a la Basílica Papal de Santa María de los Ángeles, en la Porciuncula, en ocasión del octavo centenario del “Perdón de Asís”, que se celebró ayer. Será una peregrinación muy sencilla , pero muy significativa en este Año Santo de la Misericordia. Pido a todos que me acompañen en la oración, invocando la luz y la fuerza del Espíritu Santo y la celeste intercesión de San Francisco. 


(Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx)



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