A las 16:30 en la iglesia de San Anselmo en el Aventino, hubo unos momentos de oración seguidos de una procesión penitencial hacia la Basílica de Santa Sabina. Participaron en la procesión los Cardenales, Arzobispos y Obispos, los monjes benedictinos de San Anselmo, los padres dominicos de Santa Sabina y algunos fieles participan.
Al final de la procesión, en la Basílica de Santa Sabina, el Santo Padre FRANCISCO presidió la celebración de la Eucaristía con el rito de bendición e imposición de las cenizas.





Texto de la homilía pronunciada por el Papa después de la proclamación del santo evangelio.
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Basílica de Santa Sabina
Miércoles, 14 de febrero de 2018
Basílica de Santa Sabina
Miércoles, 14 de febrero de 2018
El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes
disonantes de nuestra vida cristiana y recibir la siempre nueva, alegre y
esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal
sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que
pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno
de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste
constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces
que, aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es
sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad —como le
gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta—, el fruto de la
desconfianza es la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y
resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo
creyente.
La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras
tentaciones y dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar del
Corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y
podríamos decir que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para
volver a «recalentar el corazón creyente»: Detente, mira y vuelve.
Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que
llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún
lado. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa,
divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la
amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de
la gratuidad… el tiempo de Dios.
Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser
visto por todos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar
el valor de la intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y
despreciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la
reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son
vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo,
saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente
al don de la vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y
aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del
silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos
estériles, infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y
llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las
cargas y sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz
que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y
de sabernos siempre en camino.
¡Detente para mirar y contemplar!
Mira los signos que impiden apagar la caridad, que mantienen
viva la llama de la fe y la esperanza. Rostros vivos de la ternura y la
bondad operante de Dios en medio nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a
día, con mucho esfuerzo para sacar la vida adelante y, entre tantas
premuras y penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus hogares
una escuela de amor.
Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes
cargados de futuro y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que
exigen dedicación y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida
que siempre se abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y
egoístas.
Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros
ancianos; rostros portadores de la memoria viva de nuestros pueblos.
Rostros de la sabiduría operante de Dios.
Mira el rostro de nuestros enfermos y de tantos que se hacen
cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad y en el servicio nos
recuerdan que el valor de cada persona no puede ser jamás reducido a una
cuestión de cálculo o de utilidad.
Mira el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus
errores y equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por
transformar las situaciones y salir adelante.
Mira y contempla el rostro del Amor crucificado, que hoy desde
la cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida para aquellos
que se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de sus
fracasos, desengaños y desilusión.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por
amor a todos y sin exclusión. ¿A todos? Sí, a todos. Mirar su rostro es
la invitación esperanzadora de este tiempo de Cuaresma para vencer los
demonios de la desconfianza, la apatía y la resignación. Rostro que nos
invita a exclamar: ¡El Reino de Dios es posible!
Detente, mira y vuelve. Vuelve a la casa de tu Padre.
¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.
¡Vuelve!, sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn
20,17). Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… Permanecer en
el camino del mal es sólo fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera
vida es algo bien distinto y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no se
cansa ni se cansará de tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).
¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.
¡Vuelve!, sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y
reconciliadora de Dios. Deja que el Señor sane las heridas del pecado y
cumpla la profecía hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y
pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el
corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
¡Detente, mira y vuelve!
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