(Julio 5 al 13 de 2015)

CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Aeropuerto Internacional “Mariscal Sucre” de Quito, Ecuador
Domingo 5 de julio de 2015
Domingo 5 de julio de 2015
Distinguidas autoridades del Gobierno,
Hermanos en el Episcopado,
Señoras y señores, amigos todos
Doy gracias a Dios por haberme permitido volver a América Latina y estar hoy aquí con ustedes, en esta hermosa tierra del Ecuador. Siento alegría y gratitud al ver esta calurosa bienvenida: es una muestra más del carácter acogedor que tan bien define a las gentes de esta noble Nación.
Le agradezco, Señor Presidente, sus palabras —le agradezco su consonancia con mi pensamiento: me ha citado demasiado, ¡gracias!—, a las que correspondo con mis mejores deseos para el ejercicio de su misión: que pueda lograr lo que quiere para el bien de su pueblo. Saludo cordialmente a las distinguidas Autoridades del Gobierno, a mis hermanos Obispos, a los fieles de la Iglesia en el país y a todos aquellos que me abren hoy las puertas de su corazón, de su hogar y de su Patria. A todos ustedes mi afecto y sincero reconocimiento.
Visité Ecuador en distintas ocasiones por motivos pastorales; así también hoy, vengo como testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo. La misma fe que durante siglos ha modelado la identidad de este pueblo y ha dado tan buenos frutos, entre los que se destacan figuras preclaras como Santa Mariana de Jesús, el santo hermano Miguel Febres, santa Narcisa de Jesús o la beata Mercedes de Jesús Molina, beatificada en Guayaquil hace treinta años durante la visita del Papa San Juan Pablo II. Ellos vivieron la fe con intensidad y entusiasmo, y practicando la misericordia contribuyeron, desde distintos ámbitos, a mejorar la sociedad ecuatoriana de su tiempo.
En el presente, también nosotros podemos encontrar en el Evangelio las claves que nos permitan afrontar los desafíos actuales, valorando las diferencias, fomentando el diálogo y la participación sin exclusiones, para que los logros en progreso y desarrollo que se están consiguiendo se consoliden y garanticen un futuro mejor para todos, poniendo una especial atención en nuestros hermanos más frágiles y en las minorías más vulnerables, que son la deuda que todavía toda América Latina tiene. Para esto, Señor Presidente, podrá contar siempre con el compromiso y la colaboración de la Iglesia, para servir a este pueblo ecuatoriano que se ha puesto de pie con dignidad.
Amigos todos, comienzo con ilusión y esperanza los días que tenemos por delante. En Ecuador está el punto más cercano al espacio exterior: es el Chimborazo, llamado por eso el lugar “más cercano al sol”, a la luna y las estrellas. Nosotros, los cristianos, identificamos a Jesucristo con el sol, y a la luna con la iglesia; y la luna no tiene luz propia, y si la luna se esconde del sol se vuelve oscura. El sol es Jesucristo y si la Iglesia se aparta o se esconde de Jesucristo se vuelve oscura y no da testimonio. Que estos días se nos haga más evidente a todos la cercanía «del sol que nace de lo alto», y que seamos reflejo de su luz y de su amor.
Desde aquí quiero abrazar al Ecuador entero. Que desde la cima del Chimborazo, hasta las costas del Pacífico; desde la selva amazónica, hasta las Islas Galápagos, nunca pierdan la capacidad de dar gracias a Dios por lo que hizo y hace por ustedes, la capacidad de proteger lo pequeño y lo sencillo, de cuidar de sus niños y de sus ancianos, que son la memoria de su pueblo, de confiar en la juventud, y de maravillarse por la nobleza de su gente y la belleza singular de su País —que según el Señor Presidente es el paraíso.
Que el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, a quienes Ecuador ha sido consagrado, derramen sobre ustedes su gracia y bendición. Muchas gracias.
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SALUDO DEL SANTO PADRE
A LAS PERSONAS REUNIDAS EN LA PLAZA DE LA CATEDRAL
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Expo Feria, Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Jueves 9 de julio de 2015
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de Ustedes: las famosas tres ''t'', tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.
Primero de todo. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general, también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y de la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en el otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo necesitamos. Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los Pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este sistema reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace ya desde mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la tierra, a los pueblos y a las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los primeros teólogos de la Iglesia- llamaba ''el estiércol del diablo''. La ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es ''el estiércol del diablo''. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre tierra.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de ''las tres t'', ¿de acuerdo? (trabajo, techo, y tierra) y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!
Segundo. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase que me gusta mucho: ''proceso de cambio''. El cambio concebido no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar espacios .Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por ''vivir bien'', dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos ''rostros y esos nombres'' se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos conmovemos… Porque ''hemos visto y oído'', no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como el derecho a ''las tres t'': tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas, necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman, nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les de alegría, les de perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia Yo rezo a la Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano se confía con fervor, para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares.
La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un ''decoroso sustento''. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a ''las tres t'' por las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad, ''prosperidad sin exceptuar bien alguno'' .Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús dice en el Evangelio que aquél que le dé espontáneamente un vaso de agua al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los Cielos. Esto implica ''las tres t'', pero también acceso a la educación, la salud, la inovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: ''vivir bien'', que no es lo mismo de ''pasarla bien''.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de ''todos los hombres y de todo el hombre''. El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a la Madre Tierra en aras de la ''productividad'', sigue negándoles a miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca derrama por si sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
Y en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y ¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de ''las tres T'' se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.
La segunda tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia porque ''la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia''. Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país, y la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros Padres de antaño, llaman la ''Patria Grande''. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la ''Patria Grande'' y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados de ''libres libre comercio'' y la imposición de medidas de ''austeridad'' que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y de los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se afirman que ''las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones'' . En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas veces se pretende convertir a los países pobres en ''piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco''.
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la mano… precisamente porque al poner la periferia en función del centro les niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso, hermanos es inequidad y la inequidad genera violencia que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que ''cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia''. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia - y cito lo que dijo él- ''se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos''.. Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto, junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la Cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos originarios.
Les pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz -dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien-, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en otros países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del idolo dinero. Hoy vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie – fuerzo la palabra- de genocidio en marcha que debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y culturas- eso que a mí me gusta llamar poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos.
Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado. Vemos con decepción creciente como se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir –pacifica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al finalizar.
Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Digamos juntos Y cada uno, repitámonos desde el corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Créanme, y soy sincero, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza. Y una cosa importante: la esperanza que no defrauda, gracias. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto, le pido que me piense bien y me mande buena onda. Gracias''.
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PALABRAS DEL SANTO PADRE EN OCASIÓN DE LA ENTREGA DE DOS CONDECORACIONES A LA VIRGEN DE COPACABANA, PATRONA DE BOLIVIA
Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Viernes 10 de julio de 2015
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VISITA AL CENTRO DE REHABILITACIÓN SANTA CRUZ - PALMASOLA
VISITA AL SANTUARIO DE LA DIVINA MISERICORDIA DE GUAYAQUIL
SALUDO DEL SANTO PADRE
Lunes 6 de julio de 2015
¡Buenos días! Los invito, todos juntos, a rezar a la Virgen:
Dios te salve María, llena eres de gracia
el Señor es contigo…..
Dios te salve María, llena eres de gracia
el Señor es contigo…..
Ahora voy a celebrar misa y los llevo a todos ustedes en el corazón.
Voy a pedir por cada uno de ustedes, le voy a decir al Señor, Vos
conocéis el nombre de los que estaban ahí. Le voy a pedir a Jesús para
cada uno de ustedes mucha misericordia, que los cubra con su
misericordia, que los cuide. Y a la Virgen que esté siempre al lado de
ustedes.
Y ahora antes de irme -porque esto es de paso- para la misa donde me
dice el señor arzobispo que nos corre el tiempo, les doy la bendición,
pero ..no, no les voy a cobrar nada…pero les pido por favor que recen
por mi. ¿Me lo prometen?
Los bendiga Dios todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Gracias por el testimonio cristiano.
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SANTA MISA POR LAS FAMILIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Parque de los Samanes, Guayaquil
Lunes 6 de julio de 2015
Lunes 6 de julio de 2015
El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo
portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La
preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» -
Le dijo - y la referencia a «la hora» se comprenderá después, en los
relatos de la Pasión.
Y está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús
por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre:
«No tienen vino».
Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia,
con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro
corazón logre asentarse en amores duraderos, en amores fecundos, en
amores alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el
evangelista. Y hagamos con ella ahora el itinerario de Caná.
María está atenta, está atenta en esas bodas ya comenzadas, es
solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se
enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Tampoco
busca a las amigas para comentar lo que está pasando y criticar la mala
preparación de las bodas. Y como está atenta, con su discreción, se da
cuenta de que falta el vino. El vino es signo de alegría, de amor, de
abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en
sus casas hace rato que ya no hay de ese vino.
Cuánta mujer sola y
entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, cuándo el amor se
escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la
fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano,
de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos. También la carencia de
ese vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, de las
enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias en todo el
mundo atraviesan. María no es una madre «reclamadora», tampoco es una
suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, de nuestros
errores o desatenciones. ¡María, simplemente, es madre!: Ahí está,
atenta y solícita. Es lindo escuchar esto: ¡María es madre! ¿Se animan a
decirlo todos juntos conmigo? Vamos: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre!
Pero María, en ese momento que se percata que falta el vino, acude
con confianza a Jesús: esto significa que María reza. Va a Jesús, reza.
No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los
esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Y qué
podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4).
Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su
apuro por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. Y
María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo
«transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres
pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium,
286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el
corazón a su hijo. Ella nos enseña a dejar nuestras familias en manos de
Dios; nos enseña a rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que
nuestras preocupaciones también son preocupaciones de Dios.
Y rezar siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace
trascender lo que nos duele, lo que nos agita o lo que nos falta a
nosotros mismos y nos ayuda a ponernos en la piel de los otros, a
ponernos en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración
también nos recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano,
patente: que vive bajo el mismo techo, que comparte la vida y está
necesitado.
Y finalmente, María actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga»
(v. 5), dirigidas a los que servían, son una invitación también a
nosotros, a ponernos a disposición de Jesús, que vino a servir y no a
ser servido. El servicio es el criterio del verdadero amor. El que ama
sirve, se pone al servicio de los demás. Y esto se aprende especialmente
en la familia, donde nos hacemos por amor servidores unos de otros. En
el seno de la familia, nadie es descartado; todos valen lo mismo.
Me acuerdo que una vez a mi mamá le preguntaron a cuál de sus cinco
hijos - nosotros somos cinco hermanos - a cuál de sus cinco hijos quería
más. Y ella dijo [muestra la mano]: como los dedos, si me pinchan éste
me duele lo mismo que si me pinchan éste. Una madre quiere a sus hijos
como son. Y en una familia los hermanos se quieren como son. Nadie es
descartado.
Allí en la familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir
“gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que
recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y allí se aprende
también a pedir perdón cuando hacemos algún daño, cuando nos peleamos.
Porque en toda familia hay peleas. El problema es después, pedir perdón.
Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una
cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Enc. Laudato si’,
213). La familia es el hospital más cercano, cuando uno está enfermo lo
cuidan ahí, mientras se puede. La familia es la primera escuela de los
niños, es el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, es el
mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza
social», que otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser
ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo sentido de los
servicios que la sociedad presta a sus ciudadanos. En efecto, estos
servicios que la sociedad presta a los ciudadanos no son una forma de
limosna, sino una verdadera «deuda social» respecto a la institución
familiar, que es la base y la que tanto aporta al bien común de todos.
La familia también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia
doméstica», que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia
divina. En la familia la fe se mezcla con la leche materna:
experimentando el amor de los padres se siente más cercano el amor de
Dios.
Y en la familia - de esto todos somos testigos - los milagros se
hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… y
muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería
ser». Hay un detalle que nos tiene que hacer pensar: el vino nuevo, ese
vino tan bueno que dice el mayordomo en las bodas de Caná, nace de las
tinajas de purificación, es decir, del lugar donde todos habían dejado
su pecado… Nace de lo ‘peorcito’ porque «donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Y en la familia de cada uno de
nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta,
nada es inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la
Misericordia, la Iglesia celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las
familias, para madurar un verdadero discernimiento espiritual y
encontrar soluciones y ayudas concretas a las muchas dificultades e
importantes desafíos que la familia hoy debe afrontar. Los invito a
intensificar su oración por esta intención, para que aun aquello que nos
parezca impuro, como el agua de las tinajas nos escandalice o nos
espante, Dios –haciéndolo pasar por su «hora»– lo pueda transformar en
milagro. La familia hoy necesita de este milagro.
Y toda esta historia comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo
hacer porque una mujer –la Virgen– estuvo atenta, supo poner en manos de
Dios sus preocupaciones, y actuó con sensatez y coraje. Pero hay un
detalle, no es menor el dato final: gustaron el mejor de los vinos. Y
esa es la buena noticia: el mejor de los vinos está por ser tomado, lo
más lindo, lo más profundo y lo más bello para la familia está por
venir. Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde
nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores
están presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está en
esperanza, está por venir para cada persona que se arriesga al amor. Y
en la familia hay que arriesgarse al amor, hay que arriesgarse a amar. Y
el mejor de los vinos está por venir, aunque todas las variables y
estadísticas digan lo contrario. El mejor vino está por venir en
aquellos que hoy ven derrumbarse todo. Murmúrenlo hasta creérselo: el
mejor vino está por venir. Murmúrenselo cada uno en su corazón: el mejor
vino está por venir. Y susúrrenselo a los desesperados o a los
desamorados: Tened paciencia, tened esperanza, haced como María, rezad,
actuad, abrid el corazón, porque el mejor de los vinos va a venir. Dios
siempre se acerca a las periferias de los que se han quedado sin vino,
los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús siente debilidad por
derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por una u otra
razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas.
Como María nos invita, hagamos «lo que el Señor nos diga». Hagan lo
que Él les diga. Y agradezcamos que en este nuestro tiempo y nuestra
hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de la familia,
el gozo de vivir en familia. Que así sea.
Que Dios los bendiga, los acompañe. Rezo por la familia de cada uno
de ustedes, y ustedes hagan lo mismo como hizo María. Y, por favor, les
pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Hasta la vuelta!
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VISITA A LA CATEDRAL DE QUITO
SALUDO DEL SANTO PADRE
A LAS PERSONAS REUNIDAS EN LA PLAZA DE LA CATEDRAL
Lunes 6 de julio de 2015
Texto del discurso preparado por el Santo Padre
Queridos hermanos:
Vengo a Quito como peregrino, para compartir con ustedes la alegría
de evangelizar. Salí del Vaticano saludando la imagen de santa Mariana
de Jesús, que desde el ábside de la Basílica de San Pedro vela el camino
que el Papa recorre tantas veces. A ella encomendé también el fruto de
este viaje, pidiéndole que todos nosotros pudiésemos aprender de su
ejemplo. Su sacrificio y su heroica virtud se representan con una
azucena. Sin embargo, en la imagen en San Pedro, lleva todo un ramo de
flores, porque junto a la suya presenta al Señor, en el corazón de la
Iglesia, las de todos ustedes, las de todo Ecuador.
Los santos nos llaman a imitarlos, a seguir su escuela, como hicieron
santa Narcisa de Jesús y la beata Mercedes de Jesús Molina,
interpeladas por el ejemplo de santa Mariana… cuántos de los que hoy
están aquí sufren o han sufrido la orfandad, cuántos han tenido que
asumir a su cargo a hermanos aún siendo pequeños, cuántos se esfuerzan
cada día cuidando enfermos o ancianos; así lo hizo Mariana, así la
imitaron Narcisa y Mercedes. No es difícil si Dios está con nosotros.
Ellas no hicieron grandes proezas a los ojos del mundo.
Sólo
amaron mucho, y lo demostraron en lo cotidiano hasta llegar a tocar la
carne sufriente de Cristo en el pueblo (cf. Evangelii gaudium
24). Ellas no lo hicieron solas, lo hicieron «junto a» otros; el
acarreo, labrado y albañilería de esta catedral han sido hechos con ese
modo nuestro, de los pueblos originarios, la minga; ese trabajo de todos
en favor de la comunidad, anónimo, sin carteles ni aplausos: quiera
Dios que como las piedras de esta catedral así nos pongamos a los
hombros las necesidades de los demás, así ayudemos a edificar o reparar
la vida de tantos hermanos que no tienen fuerzas para construirlas o las
tienen derrumbadas.
Hoy estoy aquí con ustedes, que me regalan el júbilo de sus
corazones: «Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae
la buena noticia» (Is 52,7). Es la belleza que estamos llamados a
difundir, como buen perfume de Cristo: Nuestra oración, nuestras buenas
obras, nuestro sacrificio por los más necesitados. Es la alegría de
evangelizar y «ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las
practican» (Jn 13,17).
Que Dios los bendiga.
Palabras improvisadas por el Santo Padre al salir de la Catedral de Quito
Les voy a dar la bendición, para cada uno de
ustedes, para sus familias, para todos los seres queridos y para este
gran pueblo y noble pueblo ecuatoriano, para que no haya diferencias,
que no haya exclusivo, que no haya gente que se descarte, que todos sean
hermanos, que se incluyan a todos y no haya ninguno que esté fuera de
esta gran nación ecuatoriana. A cada uno de ustedes, a sus familias, les
doy la bendición.
Pero recemos juntos primero el Ave María.
[Ave María]
La bendición de Dios Todopoderoso, del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca para
siempre.
Y por favor les pido que recen por mi. Buenas noches y hasta mañana.
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SANTA MISA POR LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Parque Bicentenario, Quito
Martes 7 de julio de 2015
Martes 7 de julio de 2015
La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.
Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en
esta misa que celebramos en «El Parque Bicentenario». Imaginémoslos
juntos. El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de
Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de
libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, «sometidos a
conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno» (Evangelii gaudium, 213).
Quisiera que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de
la evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos
complicados, sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el
corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se
dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío
interior, del aislamiento, de la conciencia aislada» (ibid., 1).
Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús
somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia
nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable» (ibid., 14).
«Padre, que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando
al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú
me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese
momento, el Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de
este mundo al que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas,
traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros
constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y
la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan
sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En
realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos
separa y nos enfrenta (cf. ibid., 99), son manifestación de la
herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias
sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este
mundo desafiante, con sus egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta
no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la
realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y
acepta la gracia y la tarea de la unidad.
A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no
le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo
fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de
liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios
con características distintas pero no por eso antagónicas.
Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones,
sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso
creemos y gritamos. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos
países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro,
de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de
ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (ibid., 67). El anhelo
de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la
convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo,
se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia
adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. ibid.,
9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los
niveles, ¡luchar por la inclusión a todos los niveles! Evitando
egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la
colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin
recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, porque la paz es algo artesanal» (ibid.,
244), es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual
nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de
poder, prestigio, placer o seguridad económica. Y esto a costillas de
los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que
no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días.
Esta unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La
evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una
caricatura de la evangelización, sino evangelizar es atraer con nuestro
testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se
sienten lejos de Dios en la Iglesia, acercarse a los que se
sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y
puros. Acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para
decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace
con gran respeto y amor» (ibid., 113). Porque nuestro Dios nos
respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Este llamamiento
del Señor con qué humildad y con qué respeto lo describe el texto del
Apocalipsis: “Mirá, estoy a la puerta y llamo, si querés abrir...”. No
fuerza, no hace saltar la cerradura, simplemente, toca el timbre, golpea
suavemente y espera ¡ése es nuestro Dios!
La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice
con su identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su
marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la
comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan
Pablo II, Pastores gregis,
22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la
comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera… nos
misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera
manifestándonos como se manifiesta «una madre que sale al encuentro,
como se manifiesta una casa acogedora, una escuela permanente de
comunión misionera» (Doc. de Aparecida, 370).
Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos
me consagro a mí mismo dice, para que ellos también sean consagrados en
la verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace
de esta verdad tan honda, que no se confunde con algunos momentos
religiosos que brindan cierto alivio; una espiritualidad quizás difusa.
Jesús nos consagra para suscitar un encuentro con Él, persona a persona,
un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en
el mundo y la pasión evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 78).
La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela
con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor.
Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme
armonía que atrae» (ibid., 117). La inmensa riqueza de lo
variado, de lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos
memoria de aquel Jueves Santo, nos aleja de tentaciones de propuestas
unicistas más cercanas a dictaduras, a ideologías, a sectarismos. La
propuesta de Jesús, la propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no
es de idea. Es concreta: andá y hacé lo mismo, le dice a aquel que le
preguntó ¿Quién es tu prójimo? Después de haber contado la parábola del
buen samaritano, andá y hacé lo mismo.
Tampoco
la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a nuestra medida,
en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y
excluimos a los demás. Una religiosidad de élite… Jesús reza para que
formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre,
todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta
en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos
talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha
destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos
hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque,
justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de
la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga
3,26-29; Rm
8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la
Iglesia: formar parte de un «nosotros» que llega hasta el nosotros
divino.
Nuestro
grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza
el de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co
9,16). Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de
independencia. Tiene una similar fascinación, tiene el mismo fuego que
atrae. Hermanos, tengan los sentimientos de Jesús. ¡Sean un testimonio
de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!
Y qué lindo sería que todos pudieran admirar cómo nos cuidamos unos a
otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don
de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera
dando «cosas», sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece
la propia persona. «Darse», darse, significa dejar actuar en sí mismo
toda la potencia del amor que es Espíritu de Dios y así dar paso a su
fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles como aquel
Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía cómo se tejían las traiciones y
las intrigas pero se dio y se dio, se dio a nosotros mismos con su
proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí
mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y,
como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es
evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es
revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito.
(Bendición)
Palabras improvisadas al final de la Misa en el Parque Bicentenario
Queridos hermanos:
Les agradezco esta concelebración, este habernos
reunido junto al Altar del Señor, que nos pide que seamos uno, que
seamos verdaderamente hermanos, que la Iglesia sea una casa de hermanos.
Que Dios los bendiga y les pido que no se olviden de rezar por mí.
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ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA ENSEÑANZA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Pontificia Universidad Católica de Ecuador, Quito
Martes 7 de julio de 2015
Martes 7 de julio de 2015
Hermanos en el Episcopado,
Señor Rector,
Distinguidas autoridades,
Queridos profesores y alumnos,
Amigos y amigas:
Señor Rector,
Distinguidas autoridades,
Queridos profesores y alumnos,
Amigos y amigas:
Siento mucha alegría por estar esta tarde con ustedes en esta Pontificia Universidad del Ecuador, que,
desde hace casi setenta años, realiza y actualiza la fructífera misión
educadora de la Iglesia al servicio de los hombres y mujeres de la
Nación. Agradezco las amables palabras con las que me han recibido y me
han transmitido las inquietudes y las esperanzas que brotan en ustedes
ante el reto personal y social, de la educación. Pero veo que hay
algunos nubarrones ahí en el horizonte, espero que no venga la tormenta,
no más una leve garúa.
En el Evangelio acabamos de escuchar cómo Jesús, el Maestro, enseñaba
a la muchedumbre y al pequeño grupo de los discípulos, acomodándose a
su capacidad de comprensión. Lo hacía con parábolas, como la del
sembrador (Lc 8, 4-15). El Señor siempre fue plástico en el modo
de enseñar. De una forma que todos podían entender. Jesús, no buscaba,
«doctorear». Por el contrario, quiere llegar al corazón del hombre, a su
inteligencia, a su vida y para que ésta dé fruto.
La parábola del sembrador, nos habla de cultivar. Nos muestra los
tipos de tierra, los tipos de siembra, los tipos de fruto y la relación
que entre ellos se genera. Y ya desde el Génesis, Dios le susurra al
hombre esta invitación: cultivar y cuidar.
No solo le da la vida, le da la tierra, la creación. No solo le da
una pareja y un sinfín de posibilidades. Le hace también una invitación,
le da una misión. Lo invita a ser parte de su obra creadora y le dice:
¡cultiva! Te doy las semillas, te doy la tierra, el agua, el sol, te doy
tus manos y la de tus hermanos. Ahí lo tienes, es también tuyo. Es un
regalo, es un don, es una oferta. No es algo adquirido, no es algo
comprado. Nos precede y nos sucederá.
Es un don dado por Dios para que con Él podamos hacerlo nuestro. Dios
no quiere una creación para sí, para mirarse a sí mismo. Todo lo
contrario. La creación, es un don para ser compartido. Es el espacio que
Dios nos da, para construir con nosotros, para construir un nosotros.
El mundo, la historia, el tiempo es el lugar donde vamos construyendo
ese nosotros con Dios, el nosotros con los demás, el nosotros con la
tierra. Nuestra vida, siempre esconde esa invitación, una invitación más
o menos consciente, que siempre permanece.
Pero notemos una peculiaridad. En el relato del Génesis, junto a la
palabra cultivar, inmediatamente dice otra: cuidar. Una se explica a
partir de la otra. Una va de mano de la otra. No cultiva quien no cuida y
no cuida quien no cultiva.
No sólo estamos invitados a ser parte de la obra creadora
cultivándola, haciéndola crecer, desarrollándola, sino que estamos
también invitados a cuidarla, protegerla, custodiarla. Hoy esta
invitación se nos impone a la fuerza. Ya no como una mera recomendación,
sino como una exigencia que nace por el daño que provocamos a causa del
uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en la
tierra. Hemos crecido pensado tan solo que debíamos “cultivar”, que
éramos sus propietarios y dominadores, autorizados quizás a
expoliarla... por eso entre los pobres más abandonados y maltratados
está nuestra oprimida y devastada tierra (Enc. Laudato si’ 2).
Existe una relación entre nuestra vida y la de nuestra madre la
tierra. Entre nuestra existencia y el don que Dios nos dio. «El ambiente
humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podemos afrontar
adecuadamente la degradación humana y social si no prestamos atención a
las causas que tiene que ver con la degradación humana y social» (ibid.,
48) Pero así como decimos se «degradan», de la misma manera podemos
decir, «se sostienen y se pueden transfigurar». Es una relación que
guarda una posibilidad, tanto de apertura, de transformación, de vida
como de destrucción, de muerte.
Hay algo que es claro, no podemos seguir dándole la espalda a nuestra
realidad, a nuestros hermanos, a nuestra madre la tierra. No nos es
lícito ignorar lo que está sucediendo a nuestro alrededor como si
determinadas situaciones no existiesen o no tuvieran nada que ver con
nuestra realidad. No nos es lícito, más aún no es humano entrar en el
juego de la cultura del descarte.
Una y otra vez, sigue con fuerza esa pregunta de Dios a Caín: «¿Dónde
está tu hermano?». Yo me pregunto si nuestra respuesta seguirá siendo:
«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9).
Yo vivo en Roma, en invierno hace frío. Sucede que muy
cerquita del Vaticano aparezca un anciano, a la mañana, muerto de frío.
No es noticia en ninguno de los diarios, en ninguna de las crónicas. Un
pobre que muere de frío y de hambre hoy no es noticia, pero si las
bolsas de las principales capitales del mundo bajan dos o tres puntos se
arma el gran escándalo mundial. Yo me pregunto: ¿dónde está tu hermano?
Y les pido que se hagan otra vez, cada uno, esa pregunta, y la hagan a
la universidad. A vos Universidad católica, ¿dónde está tu hermano?
En este contexto universitario sería bueno preguntarnos sobre nuestra educación de frente a esta tierra que clama al cielo.
Nuestros centros educativos son un semillero, una posibilidad, tierra
fértil para cuidar, estimular y proteger. Tierra fértil sedienta de
vida.
Me pregunto con Ustedes educadores: ¿Velan por sus alumnos,
ayudándolos a desarrollar un espíritu crítico, un espíritu libre, capaz
de cuidar el mundo de hoy? ¿Un espíritu que sea capaz de buscar nuevas
respuestas a los múltiples desafíos que la sociedad hoy plantea a la
humanidad? ¿Son capaces de estimularlos a no desentenderse de la
realidad que los circunda, no desentenderse de lo que pasa alrededor?
¿Son capaces de estimularlos a eso? Para eso hay que sacarlos del aula,
su mente tiene que salir del aula, su corazón tiene que salir del aula.
¿Cómo entra en la currícula universitaria o en las distintas áreas del
quehacer educativo, la vida que nos rodea, con sus preguntas, sus
interrogantes, sus cuestionamientos? ¿Cómo generamos y acompañamos el
debate constructor, que nace del diálogo en pos de un mundo más humano?
El diálogo, esa palabra puente, esa palabra que crea puentes.
Y hay una reflexión que nos involucra a todos, a las familias, a los
centros educativos, a los docentes: ¿cómo ayudamos a nuestros jóvenes a
no identificar un grado universitario como sinónimo de mayor status,
sinónimo de mayor dinero o prestigio social? No son sinónimos. Cómo
ayudamos a identificar esta preparación como signo de mayor
responsabilidad frente a los problemas de hoy en día, frente al cuidado
del más pobre, frente al cuidado del ambiente.
Y ustedes, queridos jóvenes que están aquí, presente y futuro de Ecuador, son los que tienen que hacer lío. Con ustedes, que son semilla
de transformación de esta sociedad, quisiera preguntarme: ¿saben que
este tiempo de estudio, no es sólo un derecho, sino también un
privilegio que ustedes tienen? ¿Cuántos amigos, conocidos o
desconocidos, quisieran tener un espacio en esta casa y por distintas
circunstancias no lo han tenido? ¿En qué medida nuestro estudio, nos
ayuda y nos lleva a solidarizarnos con ellos? Háganse estas preguntas
queridos jóvenes.
Las comunidades educativas tienen un papel fundamental, un papel
esencial en la construcción de la ciudadanía y de la cultura. Cuidado,
no basta con realizar análisis, descripciones de la realidad; es
necesario generar los ámbitos, espacios de verdadera búsqueda, debates
que generen alternativas a las problemática existentes, sobre todo hoy.
Que es necesario ir a lo concreto.
Ante la globalización del paradigma tecnocrático que tiende a creer
«que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un
aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital y de
plenitud de valores, como si la realidad, el bien, la verdad brotaran
espontáneamente del mismo poder tecnológico y económico» (Enc. Laudato si’, 105), hoy a ustedes, a mi, a todos, se
nos pide que con urgencia nos animemos a pensar, a buscar, a discutir
sobre nuestra situación actual. Y digo urgencia, que nos animemos a
pensar sobre qué cultura, qué tipo de cultura queremos o pretendemos no
solo para nosotros, sino para nuestros hijos y nuestros nietos. Esta
tierra, la hemos recibido en herencia, como un don, como un
regalo. Qué bien nos hará preguntarnos: ¿Cómo la queremos dejar? ¿Qué
orientación, qué sentido queremos imprimirle a la existencia? ¿Para qué
pasamos por este mundo? ¿para qué luchamos y trabajamos? (cf. ibid., 160), ¿para qué estudiamos?
Las iniciativas individuales siempre son buenas y fundamentales, pero
se nos pide dar un paso más: animarnos a mirar la realidad
orgánicamente y no fragmentariamente; a hacernos preguntas que nos
incluyen a todos, ya que todo «está relacionado entre sí» (ibid., 138). No hay derecho a la exclusión.
Como Universidad, como centros educativos, como docentes y
estudiantes, la vida nos desafía a responder a estas dos preguntas:
¿Para qué nos necesita esta tierra? ¿Dónde está tu hermano?
El Espíritu Santo que nos inspire y acompañe, pues Él nos ha
convocado, nos ha invitado, nos ha dado la oportunidad y, a su vez, la
responsabilidad de dar lo mejor de nosotros. Nos ofrece la fuerza y la
luz que necesitamos. Es el mismo Espíritu, que el primer día de la
creación aleteaba sobre las aguas queriendo transformar, queriendo dar
vida. Es el mismo Espíritu que le dio a los discípulos la fuerza de
Pentecostés. Es el mismo Espíritu que no nos abandona y se hace uno con
nosotros para que encontremos caminos de vida nueva. Que sea Él nuestro
compañero y nuestro maestro de camino. Muchas gracias.
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ENCUENTRO CON LA SOCIEDAD CIVIL
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Iglesia de San Francisco, Quito (Ecuador)
Martes 7 de julio de 2015
Martes 7 de julio de 2015
Queridos amigos:
Buenas tardes. Y perdonen si me pongo de costado, pero necesito la
luz sobre el papel. No veo bien. Me alegra poder estar con ustedes,
hombres y mujeres que representan y dinamizan la vida social, política y
económica del País.
Justo antes de entrar en la Iglesia, el Señor Alcalde me ha
entregado las llaves de la ciudad. Así puedo decir que aquí, en San
Francisco de Quito, soy de casa. Ese símbolo, que es muestra de
confianza y cariño, al abrirme las puertas, me permite presentarles
algunas claves de la convivencia ciudadana a partir de este ser de casa,
es decir, a partir de la experiencia de la vida familiar.
Nuestra sociedad gana cuando cada persona, cada grupo social, se
siente verdaderamente de casa. En una familia, los padres, los abuelos,
los hijos son de casa; ninguno está excluido. Si uno tiene una
dificultad, incluso grave, aunque se la haya buscado él, los demás
acuden en su ayuda, lo apoyan; su dolor es de todos. Me viene a la mente
la imagen de esas madres o esposas. Las he visto en Buenos Aires
haciendo colas los días de visita para entrar a la cárcel, para ver a su
hijo o a su esposo que no se portó bien, por decirlo en lenguaje
sencillo, pero no los dejan porque siguen siendo de casa. Cómo nos
enseñan esas mujeres. En la sociedad, ¿no debería suceder también lo
mismo? Y, sin embargo, nuestras relaciones sociales o el juego político
en el sentido más amplio de la palabra –no olvidemos que la política,
decía el beato Pablo VI, es una de las formas más altas de la caridad–,
muchas veces este actuar nuestro se basa en la confrontación, que
produce descarte. Mi posición, mi idea, mi proyecto se consolidan si soy
capaz de vencer al otro, de imponerme, de descartarlo. Así vamos
construyendo una cultura del descarte que hoy día ha tomado dimensiones
mundiales, de amplitud. ¿Eso es ser familia? En las familias todos
contribuyen al proyecto común, todos trabajan por el bien común, pero
sin anular al individuo; al contrario, lo sostienen, lo promueven. Se
pelean, pero hay algo que no se mueve: ese lazo familiar. Las peleas de
familia son reconciliaciones después. Las alegrías y las penas de cada
uno son asumidas por todos. ¡Eso sí es ser familia! Si pudiéramos lograr
ver al oponente político o al vecino de casa con los mismos ojos que a
los hijos, esposas, esposos, padres o madres, qué bueno sería. ¿Amamos
nuestra sociedad o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos
involucra, no nos mete, no nos compromete? ¿Amamos nuestro país, la
comunidad que estamos intentando construir? ¿La amamos sólo en los
conceptos disertados, en el mundo de las ideas? San Ignacio –permítanme
el aviso publicitario-, san Ignacio nos decía en los Ejercicios que el
amor se muestra más en las obras que en las palabras. ¡Amémosla a la
sociedad en las obras más que en las palabras! En cada persona, en lo
concreto, en la vida que compartimos. Y además nos decía que el amor
siempre se comunica, tiende a la comunicación, nunca al aislamiento. Dos
criterios que nos pueden ayudar a mirar la sociedad con otros ojos. No
solo a mirarla, a sentirla, a pensarla, a tocarla, a amasarla.
A partir de este afecto, irán surgiendo gestos sencillos que
refuercen los vínculos personales. En varias ocasiones me he referido a
la importancia de la familia como célula de la sociedad. En el ámbito
familiar, las personas reciben los valores fundamentales del amor, la
fraternidad y el respeto mutuo, que se traducen en valores sociales
esenciales, y son la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad.
Entonces, partiendo de este ser de casa, mirando la familia, pensemos en
la sociedad a través de estos valores sociales que mamamos en casa, en
la familia: la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad.
La gratuidad: para los padres, todos sus hijos, aunque cada uno tenga
su propia índole, son igual de queribles. En cambio, el niño, cuando se
niega a compartir lo que recibe gratuitamente de ellos, de los padres,
rompe esta relación o entra en crisis, fenómeno más común. Las primeras
reacciones, que a veces suelen ser anteriores a la autoconciencia de la
madre, empiezan cuando la madre está embarazada: el chico empieza con
actitudes raras, empieza a querer romper, porque su psiquis le prende el
semáforo rojo: cuidado que hay competencia, cuidado que ya no sos el
único. Curioso. El amor de los padres lo ayuda a salir de su egoísmo
para que aprenda a convivir con el que viene y con los demás, que
aprenda a ceder, para abrirse al otro. A mí me gusta preguntarle a los
chicos: “Si tenés dos caramelos y viene un amigo, ¿qué hacés?”
Generalmente, me dicen: “Le doy uno”. Generalmente. “Y si tenés un
caramelo y viene tu amigo, ¿qué hacés?” Ahí dudan. Y van desde el “se lo
doy”, “lo partimos”, al “me lo meto en el bolsillo”. Ese chico que
aprende a abrirse al otro. En el ámbito social, esto supone asumir que
la gratuidad no es complemento sino requisito necesario para la
justicia. La gratuidad es requisito necesario para la justicia. Lo que
somos y tenemos nos ha sido confiado para ponerlo al servicio de los
demás –gratis lo recibimos, gratis lo damos–. Nuestra tarea consiste en
que fructifique en obras de bien. Los bienes están destinados a todos, y
aunque uno ostente su propiedad, que es lícito, pesa sobre ellos una
hipoteca social. Siempre. Se supera así el concepto económico de
justicia, basado en el principio de compraventa, con el concepto de
justicia social, que defiende el derecho fundamental de la persona a una
vida digna. Y, siguiendo con la justicia, la explotación de los
recursos naturales, tan abundantes en el Ecuador, no debe buscar
beneficio inmediato. Ser administradores de esta riqueza que hemos
recibido nos compromete con la sociedad en su conjunto y con las futuras
generaciones, a las que no podremos legar este patrimonio sin un
adecuado cuidado del medio ambiente, sin una conciencia de gratuidad que
brota de la contemplación del mundo creado. Nos acompañan aquí hoy
hermanos de pueblos originarios provenientes de la amazonía ecuatoriana.
Esa zona es de las “más ricas en variedad de especies, en especies
endémicas, poco frecuentes o con menor grado de protección efectiva…
Requiere un cuidado particular por su enorme importancia para el
ecosistema mundial, pues tiene una biodiversidad con una enorme
complejidad, casi imposible de reconocer integralmente. Pero, cuando es
quemada, cuando es arrasada para desarrollar cultivos, en pocos años se
pierden innumerables especies, cuando no se convierten en áridos
desiertos (cf.LS 37-38). Y ahí Ecuador –junto a los otros países con
franjas amazónicas– tiene una oportunidad para ejercer la pedagogía de
una ecología integral. ¡Nosotros hemos recibido como herencia de
nuestros padres el mundo, pero también recordemos que lo hemos recibido
como un préstamo de nuestros hijos y de las generaciones futuras a las
cuales lo tenemos que devolver! Y mejorado. ¡Y esto es gratuidad!
De la fraternidad vivida en la familia, nace ese segundo valor, la
solidaridad en la sociedad, que no consiste únicamente en dar al
necesitado, sino en ser responsables los unos a los otros. Si vemos en
el otro a un hermano, nadie puede quedar excluido, nadie puede quedar
apartado.
El Ecuador, como muchos pueblos latinoamericanos, experimenta hoy
profundos cambios sociales y culturales, nuevos retos que requieren la
participación de todos los actores sociales. La migración, la
concentración urbana, el consumismo, la crisis de la familia, la falta
de trabajo, las bolsas de pobreza producen incertidumbre y tensiones que
constituyen una amenaza a la convivencia social. Las normas y las
leyes, así como los proyectos de la comunidad civil, han de procurar la
inclusión, abrir espacios de diálogo, espacios de encuentro y así dejar
en el doloroso recuerdo cualquier tipo de represión, el control
desmedido y la merma de libertades. La esperanza de un futuro mejor pasa
por ofrecer oportunidades reales a los ciudadanos, especialmente a los
jóvenes, creando empleo, con un crecimiento económico que llegue a
todos, y no se quede en las estadísticas macroeconómicas, crear un
desarrollo sostenible que genere un tejido social firme y bien
cohesionado. Si no hay solidaridad esto es imposible. Me referí a los
jóvenes y me referí a la falta de trabajo. Mundialmente es alarmante.
Países europeos, que estaban en primera línea hace décadas, hoy están
sufriendo en la población juvenil –de veinticinco años hacia abajo– un
cuarenta, un cincuenta por ciento de desocupación. Si no hay solidaridad
eso no se soluciona. Les decía a los salesianos: “¡Ustedes que Don
Bosco los creó para educar, hoy educación de emergencia para esos
jóvenes que no tienen trabajo!”. ¿Por qué? Emergencia para prepararlos a
pequeños trabajos que le otorguen la dignidad de poder llevar el pan a
casa. A estos jóvenes desocupados que son los que llamamos los “ni ni”
–ni estudian ni trabajan–, ¿qué horizontes les queda? ¿Las adicciones,
la tristeza, la depresión, el suicidio –no se publican íntegramente las
estadísticas de suicidio juvenil– o enrolarse en proyectos de locura
social, que al menos le presenten un ideal? Hoy se nos pide cuidar, de
manera especial, con solidaridad, este tercer sector de exclusión de la
cultura del descarte. Primero son los chicos, porque o no se los quiere
–hay países desarrollados que tienen natalidad casi cero por cien–, o no
se los quiere o se los asesina antes de que nazcan. Después los
ancianos, que se los abandona y se los va dejando y se olvida que son la
sabiduría y la memoria de su pueblo. Se los descarta. Ahora le tocó el
turno a los jóvenes. ¿A quién le queda lugar? A los servidores del
egoísmo, del dios dinero que está al centro de un sistema que nos
aplasta a todos.
Por último, el respeto del otro que se aprende en la familia se
traduce en el ámbito social en la subsidiariedad. O sea, gratuidad,
solidaridad, subsidiariedad. Asumir que nuestra opción no es
necesariamente la única legítima es un sano ejercicio de humildad. Al
reconocer lo bueno que hay en los demás, incluso con sus limitaciones,
vemos la riqueza que entraña la diversidad y el valor de la
complementariedad. Los hombres, los grupos tienen derecho a recorrer su
camino, aunque esto a veces suponga cometer errores. En el respeto de la
libertad, la sociedad civil está llamada a promover a cada persona y
agente social para que pueda asumir su propio papel y contribuir desde
su especificidad al bien común. El diálogo es necesario, es fundamental
para llegar a la verdad, que no puede ser impuesta, sino buscada con
sinceridad y espíritu crítico. En una democracia participativa, cada una
de las fuerzas sociales, los grupos indígenas, los afroecuatorianos,
las mujeres, las agrupaciones ciudadanas y cuantos trabajan por la
comunidad en los servicios públicos son protagonistas, son protagonistas
imprescindibles en ese diálogo, no son espectadores. Las paredes,
patios y claustros de este lugar lo dicen con mayor elocuencia: asentado
sobre elementos de la cultura incaica y caranqui, la belleza de sus
proporciones y formas, el arrojo de sus diferentes estilos combinados de
modo notable, las obras de arte que reciben el nombre de “escuela
quiteña”, condensan un extenso diálogo, con aciertos y errores, de la
historia ecuatoriana. El hoy está lleno de belleza y, si bien es cierto
que en el pasado ha habido torpezas y atropellos –¿cómo negarlo? incluso
en nuestras historias personales, ¿cómo negarlo?–, podemos afirmar que
la amalgama irradia tanta exuberancia que nos permite mirar el futuro
con mucha esperanza.
También la Iglesia quiere colaborar en la búsqueda del bien común,
desde sus actividades sociales, educativas, promoviendo los valores
éticos y espirituales, siendo un signo profético que lleve un rayo de
luz y esperanza a todos, especialmente a los más necesitados. Muchos me
preguntarán: “Padre, ¿por qué habla tanto de los necesitados, de las
personas necesitadas, de las personas excluidas, de las personas al
margen del camino?”. Simplemente porque esta realidad y la respuesta a
esta realidad está en el corazón del Evangelio. Y precisamente porque la
actitud que tomemos frente a esta realidad está inscrita en el
protocolo sobre el cual seremos juzgados, en Mateo 25.
Muchas gracias por estar aquí, por escucharme; les pido, por favor,
que lleven mis palabras de aliento a los grupos que ustedes representan
en las diversas esferas sociales. Que el Señor conceda a la sociedad
civil que ustedes representan ser siempre ese ámbito adecuado donde se
viva en casa, donde se vivan estos valores de la gratuidad, de la
solidaridad y de la subsidiariedad. Muchas gracias.
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ENCUENTRO CON EL CLERO, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Santuario nacional mariano de El Quinche, Quito
Miércoles 8 de julio de 2015
Miércoles 8 de julio de 2015
Buenos días, hermanos y hermanas.
En estos dos días, 48 horas, que tuve contacto con ustedes, noté que
había algo raro –perdón–, algo raro en el pueblo ecuatoriano. En todos
los lugares donde voy, siempre el recibimiento es alegre, contento,
cordial, religioso, piadoso, en todos lados. Pero acá había en la
piedad, en el modo, por ejemplo, en pedir la bendición desde el más
viejo hasta la ‘wawa’, que lo primero que aprendé es hacer
así. Había algo distinto, yo también tuve la tentación, como el obispo
de Sucumbíos, de preguntar: ¿Cuál es la receta de este pueblo? ¿Cuál es?
Y me daba vuelta en la cabeza y rezaba; le pregunté a Jesús varias
veces en la oración: ¿Qué tiene este pueblo de distinto? Y esta mañana,
orando, se me impuso aquella consagración al Sagrado Corazón.
Pienso que se lo debo decir como un mensaje de Jesús: Todo esto de
riqueza que tienen ustedes, de riqueza espiritual, de piedad, de
profundidad, viene de haber tenido la valentía –porque fueron momentos
muy difíciles–, la valentía de consagrar la nación al Corazón de Cristo,
ese Corazón divino y humano que nos quiere tanto. Y yo los noto un poco
con eso: divinos y humanos. Seguro que son pecadores, yo también pero…
pero el Señor perdona todo y… ¡Custodien eso! Y después, pocos años
después, la consagración al Corazón de María. No olviden: esa
consagración es un hito en la historia del pueblo de Ecuador y de esa
consagración siento como que les viene esa gracia que tienen ustedes,
esa piedad, esa cosa que los hace distintos.
Hoy tengo que hablarles a los sacerdotes, a los seminaristas, las
religiosas, a los religiosos y decirles algo. Tengo un discurso
preparado, pero no tengo ganas de leer. Así que se lo doy al Presidente
de la Conferencia de Religiosos para que lo haga público después.
Y pensaba en la Virgen, pensaba en María. Dos palabras de María –acá
me está fallando la memoria pero no sé si dijo alguna otra, ¿eh?–:
«Hágase en mí». Bueno sí, pidió explicaciones de por qué la elegían a
ella, al ángel. Pero dice: “Hágase en mí”. Y otra palabra: “Hagan lo que
Él les diga”. María no protagonizó nada. Discipuleó toda su
vida. La primera discípula de su Hijo. Y tenía conciencia de que todo lo
que ella había traído era pura gratuidad de Dios. Conciencia de
gratuidad. Por eso, “hágase”, “hagan”, que se manifieste la gratuidad de
Dios. Religiosas, religiosos, sacerdotes, seminaristas, todos los días
vuelvan, hagan ese camino de retorno hacia la gratuidad con que Dios los
eligió. Ustedes no pagaron entrada para entrar al seminario, para
entrar a la vida religiosa. No se
lo merecieron. Si algún religioso,
sacerdote o seminarista o monja que hay aquí cree que se lo mereció, que
levante la mano. Todo gratuito. Y toda la vida de un religioso, de una
religiosa, de un sacerdote y de un seminarista que va por ese camino –y
bueno, ya que estamos, digamos: y de los obispos– tiene que ir por este
camino de la gratuidad, volver todos los días: “Señor, hoy hice esto, me
salió bien esto, tuve esta dificultad, todo esto pero… todo viene de
Vos, todo es gratis”. Esa gratuidad. Somos objeto de gratuidad de Dios.
Si olvidamos esto, lentamente, nos vamos haciendo importantes. “Y mirá
vos, a este… qué obras que está haciendo y…” o “Mirá vos a este lo
hicieron obispo de tal… qué importante, a este lo hicieron monseñor, o a
este…”. Y ahí lentamente nos vamos apartando de esto que es la base, de
lo que María nunca se apartó: la gratuidad de Dios. Un consejo de
hermano: todos los días, a la noche quizás es lo mejor, antes de irse a
dormir, una mirada a Jesús y decirle: “Todo me lo diste gratis”, y
volverse a situar. Entonces cuando me cambian de destino o cuando hay
una dificultad, no pataleo, porque todo es gratis, no merezco nada. Eso
hizo María.
San Juan Pablo II, en la Redemptoris Mater…
que les recomiendo que la lean. Sí, agárrenla, léanla. Es verdad, el
Papa San Juan Pablo II tenía un estilo de pensamiento circular,
profesor, pero era un hombre de Dios; entonces hay que leerla varias
veces para sacarle todo el jugo que tiene. Y dice que quizás María –no
recuerdo bien la frase; estoy citando, pero quiero citar el hecho– en el
momento de la cruz de su fidelidad hubiera tenido ganas de decir: “¡Y
éste me dijeron que iba salvar Israel! ¡Me engañaron!”. No lo dijo. Ni
se permitió… pensarlo, porque era la mujer que sabía que todo lo había
recibido gratuitamente. Consejo de hermano y de padre: todas las noches
resitúense en la gratuidad. Y digan: “Hágase, gracias porque todo me lo
diste Vos”.
Una segunda cosa que les quisiera decir es que cuiden la salud, pero
sobre todo cuid
en de no caer en una enfermedad, una enfermedad que es
media peligrosa para… o del todo peligrosa para los que el Señor nos
llamó gratuitamente a seguirlo o a servirlo. No caigan en el alzheimer espiritual,
no pierdan la memoria, sobre todo la memoria de dónde me sacaron. La
escena esa del profeta Samuel cuando es enviado a ungir al rey de
Israel: va a Belén, a la casa de un señor que se llama Jesé, que tiene 7
u 8 hijos –no sé–, y Dios le dice que entre esos hijos va estar el rey.
Y, claro, los ve y dice: “Debe ser este, porque el mayor era alto,
grande, apuesto, parecía valiente… Y Dios le dice: “No, no es ese”. La
mirada de Dios es distinta a la de los hombres. Y así los hace pasar a
todos los hijos y Dios le dice: “No, no es”. Se encuentra con que no
sabe qué hacer el profeta; entonces le pregunta al padre: “Che, ¿no
tenés otro?”. Y le dice: “Sí, está el más chico ahí cuidando las cabras o
las ovejas”. “Mandálo llamar”, y viene el mocosito, que tendría 17, 18
años –no sé–, y Dios le dice: “Ese es”. Lo sacaron de detrás del rebaño.
Y otro profeta cuando Dios le dice que haga ciertas cosas como profeta:
“Pero yo quién soy si a mí me sacaron de detrás del rebaño”. No se
olviden de dónde los sacaron. No renieguen las raíces.
San
Pablo se ve que intuía este peligro de perder la memoria y a su
hijo más querido, el obispo Timoteo, a quien él ordenó, le da consejos
pastorales, pero hay uno que toca el corazón: “No te olvides de la fe
que tenía tu abuela y tu madre”, es decir: “No te olvides de dónde te
sacaron, no te olvides de tus raíces, no te sientas promovido”.
La gratuidad es una gracia que no puede convivir con la promoción y,
cuando un sacerdote, un seminarista, un religioso, una religiosa entra
en carrera –no digo mal, en carrera humana–, empieza a enfermarse de
alzheimer espiritual y empieza a perder la memoria de dónde me sacaron.
Dos principios para ustedes sacerdotes, consagrados y consagradas:
todos los días renueven el sentimiento de que todo es gratis, el
sentimiento de gratuidad de la elección de cada uno de ustedes, –ninguno
la merecimos–, y pidan la gracia de no perder la memoria, de no
sentirse más importante. Es muy triste cuando uno ve a un sacerdote o a
un consagrado, una consagrada, que en su casa hablaba el dialecto o
hablaba otra lengua, una de esas nobles lenguas antiguas que tienen los
pueblos –Ecuador cuántas tiene–, y es muy triste cuando se olvidan de la
lengua, es muy triste cuando no la quieren hablar. Eso significa que se
olvidaron de dónde los sacaron. No se olviden de eso, pidan esa gracia
de la memoria, y esos son los dos principios que quisiera marcar.
Y esos dos principios, si los viven –pero todos los días, es un
trabajo de todos los días, todas las noches recordar esos dos principios
y pedir la gracia–, esos dos principios, si los viven, les van a dar en
la vida, los van a hacer vivir con dos actitudes.
Primero, el servicio. Dios me eligió, me sacó ¿para qué? Para servir.
Y el servicio que me es peculiar a mí. No, que tengo mi tiempo, que
tengo mis cosas, que tengo esto, que no, que ya cierro el despacho, que
esto, que si tendría que ir a bendecir las casas pero… no, estoy cansado
o… hoy pasan una telenovela linda por televisión y entonces –para las
monjitas–, y entonces: Servicio, servir, servir, y no hacer otra cosa, y
servir cuando estamos cansados y servir cuando la gente nos harta.
Me
decía un viejo cura, que fue toda su vida profesor en colegios y
universidad, enseñaba literatura, letras, un genio… Cuando se jubiló le
pidió al provincial que lo mandara a un barrio pobre, a un barrio… de
esos barrios que se forman de gente que viene, que emigran buscando
trabajo, gente muy sencilla. Y este religioso una vez por semana iba a
su comunidad y hablaba; era muy inteligente. Y la comunidad era una
comunidad de facultad de teología; hablaba con los otros curas de
teología al mismo nivel, pero un día le dice a uno: “Ustedes que son…
¿Quién da el tratado de Iglesia aquí? El profesor levanta la mano: “yo”.
“Te faltan dos tesis”. “¿Cuáles?”. “El santo Pueblo fiel de Dios es
esencialmente olímpico, o sea, hace lo que quiere, y ontológicamente
hartante”.
Y eso tiene mucha sabiduría, porque quien va por el camino del servir
tiene que dejarse hartar sin perder la paciencia, porque está al
servicio, ningún momento le pertenece, ningún momento le pertenece.
Estoy para servir, servir en lo que debo hacer, servir delante del
sagrario, pidiendo por mi pueblo, pidiendo por mi trabajo, por la gente
que Dios me ha encomendado.
Servicio, mezclálo con lo de gratuidad y entonces… aquello de Jesús:
“Lo que recibiste gratis dalo gratis”. Por favor, por favor, no cobren
la gracia; por favor, que nuestra pastoral sea gratuita. Y es tan feo
cuando uno va perdiendo este sentido de gratuidad y se transforma en…
Sí, hace cosas buenas, pero ha perdido eso.
Y lo segundo, la segunda actitud que se ve en un consagrado, una
consagrada, un sacerdote que vive esta gratuidad y esta memoria –estos
dos principios que dije al principio, gratuidad y memoria– es el gozo y
la alegría. Y es un regalo de Jesús, ese, y es un regalo que Él da, que
Él nos da si se lo pedimos y si no nos olvidamos de esas dos columnas de
nuestra vida sacerdotal o religiosa, que son el sentido de gratuidad,
renovado todos los días, y no perder la memoria de dónde nos sacaron.
Yo les deseo esto. Sí, Padre, usted nos habló que quizás la receta de
nuestro pueblo era… somos así por lo del Sagrado Corazón. Sí, es verdad
eso, pero yo les propongo otra receta que está en la misma línea, en la
misma del Corazón de Jesús: sentido de gratuidad. Él se hizo nada, se
abajó, se humilló, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Pura
gratuidad. Y sentido de la memoria… y hacemos memoria de las maravillas
que hizo el Señor en nuestra vida.
Que el Señor les conceda esta gracia a todos, nos la conceda a todos
los que estamos aquí, y que siga –iba a decir premiando–, siga
bendiciendo a este pueblo ecuatoriano a quienes ustedes tienen que
servir y son llamados a servir, lo siga bendiciendo con esa peculiaridad
tan especial que yo noté desde el principio al llegar acá. Que Jesús
los bendiga y la Virgen los cuide.
* * *
Recemos
todos juntos al Padre, que nos dio todo gratuitamente, que nos
mantiene la memoria de Jesús con nosotros. [Padre nuestro…]
Los bendiga Dios Todopoderoso, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Y, por favor, por favor, les pido que recen por mí, porque yo también
siento muchas veces la tentación de olvidarme de la gratuidad con la que
Dios me eligió y de olvidarme de dónde me sacaron. Pidan por mí.
Discurso preparado por el Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas:
Traigo a los pies de Nuestra Señora de Quinche lo vivido en estos
días de mi visita; quiero dejar en su corazón a los ancianos y enfermos
con los que he compartido un momento en la casa de las Hermanas de la
Caridad, y también todos los otros encuentros que he tenido con
anterioridad. Los dejo en el corazón de María, pero también los deposito
en el corazón de ustedes: sacerdotes, religiosos y religiosas,
seminaristas, para que llamados a trabajar en la viña del Señor, sean
custodios de todo lo que este pueblo de Ecuador vive, llora y se alegra.
Doy gracias a Mons. Lazzari, al Padre Mina y a la hermana Sandoval
por sus palabras, que me dan pie para compartir con todos ustedes
algunas cosas en la común solicitud por el Pueblo de Dios.
En el Evangelio, el Señor nos invita a aceptar la misión sin poner
condiciones. Es un mensaje importante que no conviene olvidar, y que en
este Santuario dedicado a la Virgen de la Presentación resuena con un
acento especial. María es ejemplo de discípula para nosotros que, como
ella, hemos recibido una vocación. Su respuesta confiada: «Hágase en mí
según tu Palabra», nos recuerda sus palabras en las bodas de Caná:
«Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Su ejemplo es una invitación a servir como ella.
En la Presentación de la Virgen podemos encontrar algunas sugerencias
para nuestro propio llamado. La Virgen Niña fue un regalo de Dios para
sus padres y para todo el pueblo, que esperaba la liberación. Es un
hecho que se repite frecuentemente en la Escritura: Dios responde al
clamor de su pueblo, enviando un niño, débil, destinado a traer la
salvación y, que al mismo tiempo, restaura la esperanza de unos padres
ancianos. La palabra de Dios nos dice que en la historia de Israel, los
jueces, los profetas, los reyes son un regalo del Señor para hacer
llegar su ternura y su misericordia a su pueblo. Son signo de la
gratuidad de Dios: es Él quien los ha elegido, escogido y destinado.
Esto nos aleja de la autoreferencialidad, nos hace comprender que ya no
nos pertenecemos, que nuestra vocación nos pide alejarnos de todo
egoísmo, de toda búsqueda de lucro material o compensación afectiva,
como nos ha dicho el Evangelio. No somos mercenarios, sino servidores;
no hemos venido a ser servidos, sino a servir y lo hacemos en el pleno
desprendimiento, sin bastón y sin morral.
Algunas tradiciones sobre la advocación de Nuestra Señora de Quinche
nos dice que Diego de Robles confeccionó la imagen por encargo de los
indígenas Lumbicí. Diego no lo hacía por piedad, lo hacía por un
beneficio económico. Como no pudieron pagarle, la llevó a Oyacachi y la
cambió por tablas de cedro. Pero Diego se negó al pedido de ese pueblo
para que le hiciera también un altar a la imagen, hasta que, cayéndose
del caballo, se encontró en peligro y sintió la protección de la Virgen.
Volvió al pueblo e hizo el pie de la imagen. También todos nosotros
hemos hecho experiencia de un Dios que nos sale al cruce, que en nuestra
realidad de caídos, derrumbados, nos llama. ¡Que la vanagloria y
la mundanidad no nos hagan olvidar de dónde Dios nos ha rescatado!,
¡que María de Quinche nos haga bajar de los lugares de ambiciones,
intereses egoístas, cuidados excesivos de nosotros mismos!
La «autoridad» que los apóstoles reciben de Jesús no es para su
propio beneficio: nuestros dones son para renovar y edificar la Iglesia.
No se nieguen a compartir, no se resistan a dar, no se encierren en la
comodidad, sean manantiales que desbordan y refrescan, especialmente a
los oprimidos por el pecado, la desilusión, el rencor (cf. Evangelii gaudium 272).
El segundo trazo que me evoca la Presentación de la Virgen es la
perseverancia. En la sugestiva iconografía mariana de esta fiesta, la
Virgen niña se aleja de sus padres subiendo las escaleras del Templo.
María no mira atrás y, en una clara referencia a la admonición
evangélica, marcha decidida hacia delante. Nosotros, como los discípulos
en el Evangelio, también nos ponemos en camino para llevar a cada
pueblo y lugar la buena noticia de Jesús. Perseverancia en la misión
implica no andar cambiando de casa en casa, buscando donde nos traten
mejor, donde haya más medios y comodidades. Supone unir nuestra suerte
con la de Jesús hasta el final. Algunos relatos de las apariciones de la
Virgen de Quinche nos dicen que una “señora con un niño en brazos”
visitó varias tardes seguidas a los indígenas de Oyacachi cuando éstos
se refugiaban del acoso de los osos. Varias veces fue María al encuentro
de sus hijos; ellos no le creían, desconfiaban de esta señora, pero les
admiró su perseverancia de volver cada tarde al caer el sol. Perseverar
aunque nos rechacen, aunque se haga la noche y crezcan el desconcierto y
los peligros. Perseverar en este esfuerzo sabiendo que no estamos
solos, que es el Pueblo Santo de Dios que camina.
De algún modo, en la imagen de la Virgen niña subiendo al Templo,
podemos ver a la Iglesia que acompaña al discípulo misionero. Junto a
ella están sus padres, que le han transmitido la memoria de la fe y
ahora generosamente la ofrecen al Señor para que pueda seguir su camino;
está su comunidad representada en el «séquito de vírgenes», «sus
compañeras», con las lámparas encendidas (cf. Sal 44,15) y, en
las que los Padres de la Iglesia, ven una profecía de todos los que,
imitando a María, buscan con sinceridad ser amigos de Dios, y están los
sacerdotes que la esperan para recibirla y que nos recuerdan que en la
Iglesia los pastores tienen la responsabilidad de acoger con ternura y
ayudar a discernir cada espíritu y cada llamado.
Caminemos juntos, sosteniéndonos unos a otros y pidamos con humildad el don de la perseverancia en su servicio.
Nuestra Señora del Quinche fue ocasión de encuentro, de comunión,
para este lugar que desde tiempos del incario se había constituido en un
asentamiento multiétnico. ¡Qué lindo es cuando la iglesia persevera en
su esfuerzo por ser casa y escuela de comunión, cuando generamos esto
que me gusta llamar la cultura del encuentro!
La imagen de la Presentación nos dice que una vez bendecida por los
sacerdotes, la Virgen niña se sentó en las gradas del altar y bailó
sobre sus pies. Pienso en la alegría que se expresa en las imágenes del
banquete de las bodas, de los amigos del novio, de la esposa adornada
con sus joyas. Es la alegría de quien ha descubierto un tesoro y lo ha
dejado todo por conseguirlo. Encontrar al Señor, vivir en su casa,
participar de su intimidad, compromete a anunciar el Reino y llevar la
salvación a todos. Atravesar los umbrales del Templo exige convertirnos
como María en templos del Señor y ponernos en camino para llevarlo a los
hermanos. La Virgen, como primera discípula misionera, después del
anuncio del Ángel, partió sin demora a un pueblo de Judá para compartir
este inmenso gozo, el mismo que hizo saltar a san Juan Bautista en el
seno de su madre. Quien escucha su voz «salta de gozo» y se convierte a
su vez en pregonero de su alegría. La alegría de evangelizar mueve a la
Iglesia, la hace salir, como a María.
Si bien son múltiples las razones que se argumentan para el traslado
del santuario desde Oyacachi a este lugar, me quedo con una: «aquí es y
ha sido más accesible, más fácil para estar cerca de todos». Así lo
entendió el Arzobispo de Quito, Fray Luis López de Solís, cuando mandó
edificar un Santuario capaz de convocar y acoger a todos. Una iglesia en
salida es una iglesia que se acerca, que se allana para no estar
distante, que sale de su comodidad y se atreve a llegar a todas las
periferias que necesitan la luz del evangelio (cf. Evangelii gaudium 20).
Volveremos ahora a nuestras tareas, interpelados por el Santo Pueblo
que nos ha sido confiado. Entre ellas, no olvidemos cuidar, animar y
educar la devoción popular que palpamos en este santuario y tan
extendida en muchos países latinoamericanos. El pueblo fiel ha sabido
expresar la fe con su propio lenguaje, manifestar sus más hondos
sentimientos de dolor, duda, gozo, fracaso, agradecimiento con diversas
formas de piedad: procesiones, velas, flores, cantos que se convierten
en una bella expresión de confianza en el Señor y de amor a su Madre,
que es también la nuestra.
En Quinche, la historia de los hombres y la historia de Dios
confluyen en la historia de una mujer, María. Y en una casa, nuestra
casa, la hermana madre tierra. Las tradiciones de esta advocación evocan
a los cedros, los osos, la hendidura en la piedra que fuera aquí la
primera casa de la Madre de Dios. Nos hablan en el ayer de pájaros que
rodearon el lugar, y en el hoy de flores que engalanan los alrededores.
Los orígenes de esta devoción nos llevan a tiempos donde era más
sencilla «la serena armonía con la creación... contemplar al Creador que
vive entre nosotros y en lo que nos rodea y cuya presencia no hace
falta fabricar» (Laudato si’ 225)
y que se nos devela en el mundo creado, en su Hijo amado, en la
Eucaristía que permite a los cristianos sentirse miembros vivos de la
Iglesia y participar activamente en su misión (cf. Aparecida,
264), en Nuestra Señora del Quinche, que acompañó desde aquí los albores
del primer anuncio de la fe a los pueblos indígenas. A ella
encomendemos nuestra vocación; que ella nos haga regalo para nuestro
pueblo, que ella nos dé la perseverancia en la entrega y la alegría de
salir a llevar el Evangelio de su hijo Jesús –unidos a nuestros
pastores– hasta los confines, hasta las periferias de nuestro querido
Ecuador.
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CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Aeropuerto internacional El Alto de La Paz, Bolivia
Miércoles 8 de julio de 2015
Miércoles 8 de julio de 2015
Señor Presidente,
Distinguidas Autoridades,
Hermanos en el Episcopado,
Queridos hermanos y hermanas: Buenas tardes
Al iniciar esta visita pastoral, quiero dirigir mi saludo a todos los hombres y mujeres de Bolivia con los mejores deseos de paz y prosperidad. Agradezco al Señor Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia la cálida y fraternal acogida que me ha dispensado y sus amables palabras de bienvenida. Doy las gracias también a los señores Ministros y Autoridades del Estado, de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, que han tenido la bondad de venir a recibirme. A mis hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles cristianos, a toda la Iglesia que peregrina en Bolivia, quiero expresarle mis sentimientos de fraterna comunión en el Señor. Llevo en el corazón especialmente a los hijos de esta tierra, que por múltiples razones no están aquí y han tenido que buscar «otra tierra» que los cobije; otro lugar donde esta madre los haga fecundos y posibilite la vida.
Me alegro de estar en este país de singular belleza, bendecido por Dios en sus diversas zonas: el altiplano, los valles, las tierras amazónicas, los desiertos, los incomparables lagos; el preámbulo de su Constitución lo ha acuñado de modo poético: «En tiempos inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos. Nuestra amazonía, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles se cubrieron de verdores y flores», y esto me recuerda que «el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (Enc. Laudato si’ 12 ). Pero sobre todo, es una tierra bendecida en sus gentes, con su variada realidad cultural y étnica, que constituye una gran riqueza y un llamado permanente al respeto mutuo y al diálogo: pueblos originarios milenarios y pueblos originarios contemporáneos; cuánta alegría nos da saber que el castellano traído a estas tierras hoy convive con 36 idiomas originarios, amalgamándose –como lo hacen en las flores nacionales de kantuta y patujú el rojo y el amarillo– para dar belleza y unidad en lo diverso. En esta tierra y en este pueblo, arraigó con fuerza el anuncio del Evangelio, que a lo largo de los años ha ido iluminando la convivencia, contribuyendo al desarrollo del pueblo y fomentando la cultura.
Como huésped y peregrino, vengo para confirmar la fe de los creyentes en Cristo resucitado, para que cuantos creemos en Él, mientras peregrinamos en esta vida, seamos testigos de su amor, fermento de un mundo mejor, y colaboremos en la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Bolivia está dando pasos importantes para incluir a amplios sectores en la vida económica, social y política del País; cuenta con una Constitución que reconoce los derechos de los individuos, de las minorías, del medio ambiente, y con unas instituciones sensibles a estas realidades. Todo ello requiere un espíritu de colaboración ciudadana, de diálogo y de participación en los individuos y los actores sociales en las cuestiones que interesan a todos. El progreso integral de un pueblo incluye el crecimiento en valores de las personas y la convergencia en ideales comunes que consigan aunar voluntades, sin excluir ni rechazar a nadie. Si el crecimiento es solo material, siempre se corre el riesgo de volver a crear nuevas diferencias, de que la abundancia de unos se construya sobre la escasez de otros. Por eso, además de la transparencia institucional, la cohesión social requiere un esfuerzo en la educación de los ciudadanos.
En estos días me gustaría alentar la vocación de los discípulos de Cristo a comunicar la alegría del Evangelio, a ser sal de la tierra y luz del mundo. La voz de los Pastores, que tiene que ser profética, habla a la sociedad en nombre de la Iglesia madre –porque la Iglesia es madre– y lo habla desde la opción preferencial y evangélica por los últimos, por los descartados, por los excluidos: ésa es la opción preferencial de la Iglesia. La caridad fraterna, expresión viva del mandamiento nuevo de Jesús, se expresa en programas, obras e instituciones que buscan la promoción integral de la persona, así como el cuidado y la protección de los más vulnerables. No se puede creer en Dios Padre sin ver un hermano en cada persona, y no se puede seguir a Jesús sin entregar la vida por los que Él murió en la cruz.
En una época en la que tantas veces se tiende a olvidar o a tergiversar los valores fundamentales, la familia merece una especial atención por parte de los responsables del bien común porque es la célula básica de la sociedad, que aporta lazos sólidos de unión sobre los que se basa la convivencia humana y, con la generación y educación de sus hijos, asegura el futuro y la renovación de la sociedad.
La Iglesia también siente una preocupación especial por los jóvenes que, comprometidos con su fe y con grandes ideales, son promesa de futuro, «vigías que anuncian la luz del alba y la nueva primavera del Evangelio» decía San Juan Pablo II (Mensaje para la XVIII Jornada mundial de la Juventud, 6). Cuidar a los niños, hacer que la juventud se comprometa en nobles ideales, es garantía de futuro para una sociedad; y la Iglesia quiere una sociedad que encuentra su reaseguro cuando valora, admira y custodia también a sus mayores, que son los que nos traen la sabiduría de los pueblos; custodiar a los que hoy son descartados por tantos intereses que ponen al centro de la vida económica al dios dinero; son descartados los niños y los jóvenes que son el futuro de un país, y los ancianos que son la memoria del pueblo; por eso hay que cuidarlos, hay que protegerlos, son nuestro futuro. La Iglesia hace opción por ir generando una «cultura memoriosa» que le garantiza a los ancianos no solo la calidad de vida en sus últimos años sino la calidez, como bien lo expresa la constitución de ustedes.
Señor Presidente, queridos hermanos, gracias por estar aquí. Estos días nos permitirán tener diversos momentos de encuentro, diálogo y celebración de la fe. Lo hago alegre y contento de estar en esta Patria que se dice a sí misma pacifista, patria de paz, y que promueve la cultura de la paz y el derecho a la paz.
Pongo esta visita bajo el amparo de la Santísima Virgen de Copacabana, Reina de Bolivia, y a Ella pido que proteja a todos sus hijos. Muchas gracias y que el Señor los bendiga. Jallalla Bolivia.
Distinguidas Autoridades,
Hermanos en el Episcopado,
Queridos hermanos y hermanas: Buenas tardes
Al iniciar esta visita pastoral, quiero dirigir mi saludo a todos los hombres y mujeres de Bolivia con los mejores deseos de paz y prosperidad. Agradezco al Señor Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia la cálida y fraternal acogida que me ha dispensado y sus amables palabras de bienvenida. Doy las gracias también a los señores Ministros y Autoridades del Estado, de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, que han tenido la bondad de venir a recibirme. A mis hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles cristianos, a toda la Iglesia que peregrina en Bolivia, quiero expresarle mis sentimientos de fraterna comunión en el Señor. Llevo en el corazón especialmente a los hijos de esta tierra, que por múltiples razones no están aquí y han tenido que buscar «otra tierra» que los cobije; otro lugar donde esta madre los haga fecundos y posibilite la vida.
Me alegro de estar en este país de singular belleza, bendecido por Dios en sus diversas zonas: el altiplano, los valles, las tierras amazónicas, los desiertos, los incomparables lagos; el preámbulo de su Constitución lo ha acuñado de modo poético: «En tiempos inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos. Nuestra amazonía, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles se cubrieron de verdores y flores», y esto me recuerda que «el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (Enc. Laudato si’ 12 ). Pero sobre todo, es una tierra bendecida en sus gentes, con su variada realidad cultural y étnica, que constituye una gran riqueza y un llamado permanente al respeto mutuo y al diálogo: pueblos originarios milenarios y pueblos originarios contemporáneos; cuánta alegría nos da saber que el castellano traído a estas tierras hoy convive con 36 idiomas originarios, amalgamándose –como lo hacen en las flores nacionales de kantuta y patujú el rojo y el amarillo– para dar belleza y unidad en lo diverso. En esta tierra y en este pueblo, arraigó con fuerza el anuncio del Evangelio, que a lo largo de los años ha ido iluminando la convivencia, contribuyendo al desarrollo del pueblo y fomentando la cultura.
Como huésped y peregrino, vengo para confirmar la fe de los creyentes en Cristo resucitado, para que cuantos creemos en Él, mientras peregrinamos en esta vida, seamos testigos de su amor, fermento de un mundo mejor, y colaboremos en la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Bolivia está dando pasos importantes para incluir a amplios sectores en la vida económica, social y política del País; cuenta con una Constitución que reconoce los derechos de los individuos, de las minorías, del medio ambiente, y con unas instituciones sensibles a estas realidades. Todo ello requiere un espíritu de colaboración ciudadana, de diálogo y de participación en los individuos y los actores sociales en las cuestiones que interesan a todos. El progreso integral de un pueblo incluye el crecimiento en valores de las personas y la convergencia en ideales comunes que consigan aunar voluntades, sin excluir ni rechazar a nadie. Si el crecimiento es solo material, siempre se corre el riesgo de volver a crear nuevas diferencias, de que la abundancia de unos se construya sobre la escasez de otros. Por eso, además de la transparencia institucional, la cohesión social requiere un esfuerzo en la educación de los ciudadanos.
En estos días me gustaría alentar la vocación de los discípulos de Cristo a comunicar la alegría del Evangelio, a ser sal de la tierra y luz del mundo. La voz de los Pastores, que tiene que ser profética, habla a la sociedad en nombre de la Iglesia madre –porque la Iglesia es madre– y lo habla desde la opción preferencial y evangélica por los últimos, por los descartados, por los excluidos: ésa es la opción preferencial de la Iglesia. La caridad fraterna, expresión viva del mandamiento nuevo de Jesús, se expresa en programas, obras e instituciones que buscan la promoción integral de la persona, así como el cuidado y la protección de los más vulnerables. No se puede creer en Dios Padre sin ver un hermano en cada persona, y no se puede seguir a Jesús sin entregar la vida por los que Él murió en la cruz.
En una época en la que tantas veces se tiende a olvidar o a tergiversar los valores fundamentales, la familia merece una especial atención por parte de los responsables del bien común porque es la célula básica de la sociedad, que aporta lazos sólidos de unión sobre los que se basa la convivencia humana y, con la generación y educación de sus hijos, asegura el futuro y la renovación de la sociedad.
La Iglesia también siente una preocupación especial por los jóvenes que, comprometidos con su fe y con grandes ideales, son promesa de futuro, «vigías que anuncian la luz del alba y la nueva primavera del Evangelio» decía San Juan Pablo II (Mensaje para la XVIII Jornada mundial de la Juventud, 6). Cuidar a los niños, hacer que la juventud se comprometa en nobles ideales, es garantía de futuro para una sociedad; y la Iglesia quiere una sociedad que encuentra su reaseguro cuando valora, admira y custodia también a sus mayores, que son los que nos traen la sabiduría de los pueblos; custodiar a los que hoy son descartados por tantos intereses que ponen al centro de la vida económica al dios dinero; son descartados los niños y los jóvenes que son el futuro de un país, y los ancianos que son la memoria del pueblo; por eso hay que cuidarlos, hay que protegerlos, son nuestro futuro. La Iglesia hace opción por ir generando una «cultura memoriosa» que le garantiza a los ancianos no solo la calidad de vida en sus últimos años sino la calidez, como bien lo expresa la constitución de ustedes.
Señor Presidente, queridos hermanos, gracias por estar aquí. Estos días nos permitirán tener diversos momentos de encuentro, diálogo y celebración de la fe. Lo hago alegre y contento de estar en esta Patria que se dice a sí misma pacifista, patria de paz, y que promueve la cultura de la paz y el derecho a la paz.
Pongo esta visita bajo el amparo de la Santísima Virgen de Copacabana, Reina de Bolivia, y a Ella pido que proteja a todos sus hijos. Muchas gracias y que el Señor los bendiga. Jallalla Bolivia.
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PALABRAS DEL SANTO PADRE
EN MEMORIA DEL PADRE LUIS ESPINAL
EN MEMORIA DEL PADRE LUIS ESPINAL
La Paz, Bolivia
Miércoles 8 de julio de 2015
Miércoles 8 de julio de 2015
Buenas tardes, queridas hermanas y hermanos, me
detuve aquí para saludarlos y sobre todo para recordar. Recordar un
hermano, un hermano nuestro, víctima de intereses que no querían que se
luchara por la libertad de Bolivia. El P. Espinal predicó el Evangelio y
ese Evangelio molestó y por eso lo eliminaron. Hagamos un minuto de
silencio en oración y después recemos todos juntos.
(silencio)
Que el Señor tenga en su gloria al P. Luis Espinal
que predicó el Evangelio, ese Evangelio que nos trae la libertad, que
nos hace libres. Como todo hijo de Dios, Jesús nos trajo esa libertad,
él predicó ese Evangelio. Que Jesús lo tenga junto a Él. Dale Señor el
descanso Eterno y brille para él la luz que no tiene fin. Que descanse
en paz.
Y a todos ustedes, queridos hermanos, los bendigan
Dios Todopoderoso, el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo. Y por favor,
por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí. Gracias.
ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES CIVILES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de La Paz, Bolivia
Miércoles 8 de julio de 2015
Miércoles 8 de julio de 2015
Hermano Presidente,
Hermanos y hermanas:
Hermanos y hermanas:
Me alegro de este encuentro con ustedes, autoridades políticas y
civiles de Bolivia, miembros del Cuerpo diplomático y personas
relevantes del mundo de la cultura y del voluntariado. Agradezco a mi
hermano Edmundo Abastoflor, Arzobispo de esta Iglesia de la Paz, su
amable bienvenida. Les ruego que me permitan cooperar, alentando con
algunas palabras, la tarea de cada uno de ustedes, la que ya realizan. Y
les agradezco la cooperación que ustedes, con su testimonio de calurosa
acogida, me dan a mí para que yo pueda seguir adelante. Muchas gracias.
Cada uno a su manera, todos los aquí presentes compartimos la vocación de trabajar por el bien común. Ya hace 50 años, el Concilio Vaticano II
definía el bien común como «el conjunto de condiciones de la vida
social que hacen posible a los grupos y a cada uno de sus miembros
conseguir más plena y fácilmente de la propia perfección»; gracias a
ustedes por aspirar –desde su rol y misión– para que las personas y la
sociedad se desarrollen, alcancen su perfección. Estoy seguro de sus
búsquedas de lo bello, lo verdadero, lo bueno en este afán por el bien
común. Que este esfuerzo ayude siempre a crecer en un mayor respeto a la
persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables
ordenados a su desarrollo integral, a la paz social, es decir, la
estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una
atención particular a la justicia distributiva (cf. Enc. Laudato si’, 157). Que la riqueza se distribuya, dicho sencillamente.
En el trayecto hacia la catedral, desde el aeropuerto, he podido
admirarme de las cumbres del Hayna Potosí y del Illimani, de ese «cerro
joven» y de aquel que indica «el lugar por donde sale el sol». También
he visto cómo de manera artesanal muchas casas y barrios se confundían
con las laderas y me he maravillado de algunas obras de su arquitectura.
El ambiente natural y el ambiente social, político y económico están
íntimamente relacionados. Nos urge poner las bases de una ecología
integral –es problema de salud– una ecología integral que incorpore
claramente todas las dimensiones humanas en la resolución de las graves
cuestiones socioambientales de nuestros días – si no los glaciares de
esos mismos montes seguirán retrocediendo – y la lógica de la recepción,
la conciencia del mundo que queremos dejar a los que nos sucedan, su
orientación general, su sentido, sus valores también se derretirán como
esos hielos (cf. ibid., 159-160).
Y de esto hay que tomar conciencia. Ecología integral – y me arriesgo–
supone ecología de la madre tierra, cuidar la madre tierra; ecología
humana, cuidarnos entre nosotros; y ecología social, forzada la palabra.
Como todo está relacionado, nos necesitamos unos a otros. Si la
política se deja dominar por la especulación financiera o la economía se
rige únicamente por el paradigma tecnocrático y utilitarista de la
máxima producción, no podrán ni siquiera comprender, y menos aún
resolver, los grandes problemas que afectan a la humanidad. Es necesaria
también la cultura, de la que forma parte no solo el desarrollo de la
capacidad intelectual del ser humano en las ciencias y de la capacidad
de generar belleza en las artes, sino también las tradiciones populares
locales –eso también es cultura– con su particular sensibilidad al medio
de donde han surgido y del que han salido, al medio que le da sentido.
Se requiere de igual forma una educación ética y moral, que cultive
actitudes de solidaridad y corresponsabilidad entre las personas.
Debemos reconocer el papel específico de las religiones en el desarrollo
de la cultura y los beneficios que puedan aportar a la sociedad. Los
cristianos, en particular, como discípulos de la Buena Noticia, somos
portadores de un mensaje de salvación que tiene en sí mismo la capacidad
de ennoblecer a las personas, de inspirar grandes ideales capaces de
impulsar líneas de acción que vayan más allá del interés individual,
posibilitando la capacidad de renuncia en favor de los demás, la
sobriedad y las demás virtudes que nos contienen y nos unen. Esas
virtudes que en vuestra cultura tan sencillamente se expresan en esos
tres mandamientos: no mentir, no robar y no ser flojo.
Pero debemos estar alerta pues muy fácilmente nos habituamos al
ambiente de inequidad que nos rodea, que nos volvemos insensibles a sus
manifestaciones. Y así confundimos sin darnos cuenta el «bien común» con
el «bien-estar», y ahí se va resbalando de a poquito, de a poquito, y
el ideal del bien común, como que se va perdiendo, termina en el
bienestar, sobre todo cuando somos nosotros los que lo disfrutamos y no
los otros. El bienestar que se refiere solo a la abundancia material
tiende a ser egoísta, tiende a defender los intereses de parte, a no
pensar en los demás, y a dejarse llevar por la tentación del consumismo.
Así entendido, el bienestar, en vez de ayudar, incuba posibles
conflictos y disgregación social; instalado como la perspectiva
dominante, genera el mal de la corrupción que cuánto desalienta y tanto
mal hace. El bien común, en cambio, es algo más que la suma de intereses
individuales; es un pasar de lo que «es mejor para mí» a lo que «es
mejor para todos», e incluye todo aquello que da cohesión a un pueblo:
metas comunes, valores compartidos, ideales que ayudan a levantar la
mirada, más allá de los horizontes particulares.
Los diferentes agentes sociales tienen la responsabilidad de
contribuir a la construcción de la unidad y el desarrollo de la
sociedad. La libertad siempre es el mejor ámbito para que los
pensadores, las asociaciones ciudadanas, los medios de comunicación
desarrollen su función, con pasión y creatividad, al servicio del bien
común. También los cristianos, llamados a ser fermento en el pueblo,
aportan su propio mensaje a la sociedad. La luz del Evangelio de Cristo
no es propiedad de la Iglesia; ella es su servidora: la Iglesia debe
servir al Evangelio de Cristo para que llegue hasta los extremos del
mundo. La fe es una luz que no encandila; las ideologías encandilan, la
fe no encandila, la fe es una luz que no obnubila, sino que alumbra y
guía con respeto la conciencia y la historia de cada persona y de cada
convivencia humana. Respeto. El cristianismo ha tenido un papel
importante en la formación de la identidad del pueblo boliviano. La
libertad religiosa –como es acuñada habitualmente esa expresión en el
fuero civil– es quien también nos recuerda que la fe no puede reducirse
al ámbito puramente subjetivo. No es una subcultura. Será nuestro
desafío alentar y favorecer que germinen la espiritualidad y el
compromiso de la fe, el compromiso cristiano en obras sociales, en
extender el bien común, a través de las obras sociales.
Entre los diversos actores sociales, quisiera destacar la familia,
amenazada en todas partes, por tantos factores, por la violencia
doméstica, el alcoholismo, el machismo, la drogadicción, la falta de
trabajo, la inseguridad ciudadana, el abandono de los ancianos, los
niños de la calle y recibiendo pseudo-soluciones desde perspectivas que
no son saludables a la familia sino que provienen claramente de
colonizaciones ideológicas. Son tantos los problemas sociales que
resuelve la familia, y las resuelve en silencio, son tantos, que no
promover la familia es dejar desamparados a los más desprotegidos.
Una nación que busca el bien común no se puede cerrar en sí misma;
las redes de relaciones afianzan a las sociedades. El problema de la
inmigración en nuestros días nos lo demuestra. El desarrollo de la
diplomacia con los países del entorno, que evite los conflictos entre
pueblos hermanos y contribuya al diálogo franco y abierto de los
problemas, hoy es indispensable. Y estoy pensando acá, en el mar:
diálogo, es indispensable. Construir puentes en vez de levantar muros.
Construir puentes en vez de levantar muros. Todos los temas, por más
espinosos que sean, tienen soluciones compartidas, tienen soluciones
razonables, equitativas y duraderas. Y, en todo caso, nunca han de ser
motivo de agresividad, rencor o enemistad que agravan más la situación y
hacen más difícil su resolución.
Bolivia transita un momento histórico: la política, el mundo de la
cultura, las religiones son parte de este hermoso desafío de la unidad.
En esta tierra donde la explotación, la avaricia y múltiples egoísmos y
perspectivas sectarias han dado sombra a su historia, hoy puede ser el
tiempo de la integración. Y hay que caminar ese camino. Hoy Bolivia
puede crear, es capaz de crear con su riqueza nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosos son los países que superan la desconfianza
enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un
nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindos cuando están llenos de espacios
que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro! (cf. Evangelii gaudium, 210). Bolivia, en la integración y en su búsqueda de la unidad, está llamada a ser «esa multiforme armonía que atrae» (ibid., 117), y que atrae en el camino hacia la consolidación de la patria grande.
Muchas gracias por su atención. Pido al Señor que Bolivia, «esta
tierra inocente y hermosa» siga progresando cada vez más para que sea
esa «patria feliz donde el hombre vive el bien de la dicha y la paz».
Que la Virgen santa los cuide y el Señor los bendiga abundantemente. Y
por favor, por favor les pido, que no se olviden rezar por mí. Muchas
gracias.
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SANTA MISA EN LA PLAZA DE CRISTO REDENTOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia
Jueves 9 de julio de 2015
Jueves 9 de julio de 2015
Hemos venido desde distintos lugares, regiones, poblados, para
celebrar la presencia viva de Dios entre nosotros. Salimos hace horas de
nuestras casas y comunidades para poder estar juntos, como Pueblo Santo
de Dios. La cruz y la imagen de la misión nos traen el recuerdo de
todas las comunidades que han nacido en el nombre de Jesús en estas
tierras, de las cuales nosotros somos sus herederos.
En el Evangelio que acabamos de escuchar se nos describía una
situación bastante similar a la que estamos viviendo ahora. Al igual que
esas cuatro mil personas, estamos nosotros queriendo escuchar la
Palabra de Jesús y recibir su vida. Ellos ayer y nosotros hoy junto al
Maestro, Pan de vida.
Me conmuevo cuando veo a muchas madres cargando a sus hijos en las
espaldas. Como lo hacen aquí tantas de ustedes. Llevando sobre sí la
vida y el futuro de su gente. Llevando sus motivos de alegría, sus
esperanzas. Llevando la bendición de la tierra en los frutos. Llevando
el trabajo realizado por sus manos. Manos que han labrado el presente y
tejerán las ilusiones del mañana. Pero también cargando sobre sus
hombros desilusiones, tristezas y amarguras, la injusticia que parece no
detenerse y las cicatrices de una justicia no realizada. Cargando sobre
sí el gozo y el dolor de una tierra. Ustedes llevan sobre sí la memoria
de su pueblo. Porque los pueblos tienen memoria, una memoria que pasa
de generación en generación, los pueblos tienen una memoria en camino.
Y no son pocas las veces que experimentamos el cansancio de este
camino. No son pocas las veces que faltan las fuerzas para mantener viva
la esperanza. Cuántas veces vivimos situaciones que pretenden
anestesiarnos la memoria y así se debilita la esperanza y se van
perdiendo los motivos de alegría. Y comienza a ganarnos una tristeza que
se vuelve individualista, que nos hace perder la memoria de pueblo
amado, de pueblo elegido. Y esa pérdida nos disgrega, hace que nos
cerremos a los demás, especialmente a los más pobres.
A nosotros nos puede suceder lo que a los discípulos de ayer, cuando
vieron esa cantidad de gente que estaba ahí. Le piden a Jesús que los
despida: “Mandálos a casa”, ya que es imposible alimentar a tanta gente.
Frente a tantas situaciones de hambre en el mundo podemos decir:
“Perdón, no nos dan los números, no nos cierran las cuentas”. Es
imposible enfrentar estas situaciones, entonces la desesperación termina
ganándonos el corazón.
En un corazón desesperado es muy fácil que gane espacio la lógica que
pretende imponerse en el mundo, en todo el mundo, en nuestros días. Una
lógica que busca transformar todo en objeto de cambio, todo en objeto
de consumo, todo negociable. Una lógica que pretende dejar espacio a muy
pocos, descartando a todos aquellos que no «producen», que no se los
considera aptos o dignos porque aparentemente «no nos dan los números». Y
Jesús, una vez más, vuelve a hablarnos y nos dice: “No, no, no es
necesario excluirlos, no es necesario que se vayan, denles ustedes de
comer”.
Es una invitación que resuena con fuerza para nosotros hoy: “No es
necesario excluir a nadie. No es necesario que nadie se vaya, basta de
descartes, denles ustedes de comer”. Jesús nos lo sigue diciendo en esta
plaza. Sí, basta de descartes, denles ustedes de comer. La mirada de
Jesús no acepta una lógica, una mirada que siempre “corta el hilo” por
el más débil, por el más necesitado. Tomando “la posta” Él mismo nos da
el ejemplo, nos muestra el camino. Una actitud en tres palabras, toma un
poco de pan y unos peces, los bendice, los parte y entrega para que los
discípulos lo compartan con los demás. Y este es el camino del milagro.
Ciertamente no es magia o idolatría. Jesús, por medio de estas tres
acciones, logra transformar una lógica del descarte en una lógica de
comunión, en una lógica de comunidad. Quisiera subrayar brevemente cada
una de estas acciones.
Toma. El punto de partida es tomar muy en serio la vida de los suyos.
Los mira a los ojos y en ellos conoce su vivir, su sentir. Ve en esas
miradas lo que late y lo que ha dejado de latir en la memoria y el
corazón de su pueblo. Lo considera y lo valora. Valoriza todo lo bueno
que pueden aportar, todo lo bueno desde donde se puede construir. Pero
no habla de los objetos, o de los bienes culturales, o de las ideas;
sino habla de las personas. La riqueza más plena de una sociedad se mide
en la vida de su gente, se mide en sus ancianos que logran transmitir
su sabiduría y la memoria de su pueblo a los más pequeños. Jesús nunca
se saltea la dignidad de nadie, por más apariencia de no tener nada para
aportar y compartir. Toma todo como viene.
Bendice. Jesús toma sobre sí, y bendice al Padre que está en los
cielos. Sabe que estos dones son un regalo de Dios. Por eso, no los
trata como “cualquier cosa” ya que toda vida, toda esa vida, es fruto
del amor misericordioso. Él lo reconoce. Va más allá de la simple
apariencia, y en este gesto de bendecir y alabar, pide a su Padre el don
del Espíritu Santo. El bendecir tiene esa doble mirada, por un lado
agradecer y por el otro poder transformar. Es reconocer que la vida
siempre es un don, un regalo que puesto en las manos de Dios, adquiere
una fuerza de multiplicación. Nuestro Padre no nos quita nada, todo lo
multiplica.
Entrega. En Jesús, no existe un tomar que no sea una bendición, y no
existe una bendición que no sea una entrega. La bendición siempre es
misión, tiene un destino, compartir, el condividir lo que se ha
recibido, ya que sólo en la entrega, en el compartir es cuando las
personas encontramos la fuente de la alegría y la experiencia de
salvación. Una entrega que quiere reconstruir la memoria de pueblo
santo, de pueblo invitado a ser y a llevar la alegría de la salvación.
Las manos que Jesús levanta para bendecir al Dios del cielo son las
mismas que distribuyen el pan a la multitud que tiene hambre. Y podemos
imaginarnos, podemos imaginar ahora cómo iban pasando de mano en mano
los panes y los peces hasta llegar a los más alejados. Jesús logra
generar una corriente entre los suyos, todos iban compartiendo lo
propio, convirtiéndolo en don para los demás y así fue como comieron
hasta saciarse, increíblemente sobró: lo recogieron en siete canastas.
Una memoria tomada, una memoria bendecida, una memoria entregada siempre
sacia al pueblo.
La Eucaristía es el «Pan partido para la vida del mundo», como
dice el lema del V Congreso Eucarístico que hoy inauguramos y tendrá
lugar en Tarija. Es Sacramento de comunión, que nos hace salir del
individualismo para vivir juntos el seguimiento y nos da la certeza de
lo que tenemos, de lo que somos, que si es tomado, si es bendecido y si
es entregado, con el poder de Dios, con el poder de su amor, se
convierte en pan de vida para los demás.
Y la Iglesia celebra la Eucaristía, celebra la memoria del Señor, el
sacrificio del Señor. Porque la Iglesia es comunidad memoriosa. Por eso
fiel al mandato del Señor, dice una y otra vez: «Hagan esto en memoria
mía» (Lc 22,19) Actualiza, hace real, generación tras generación,
en los distintos rincones de nuestra tierra, el misterio del Pan de
vida. Nos lo hace presente, nos lo entrega. Jesús quiere que
participemos de su vida y a través nuestro se vaya multiplicando en
nuestra sociedad. No somos personas aisladas, separadas, sino somos el
Pueblo de la memoria actualizada y siempre entregada.
Una vida memoriosa necesita de los demás, del intercambio, del
encuentro, de una solidaridad real que sea capaz de entrar en la lógica
del tomar, bendecir y entregar en la lógica del amor.
María, al igual que muchas de ustedes llevó sobre sí la memoria de su
pueblo, la vida de su Hijo, y experimentó en sí misma la grandeza de
Dios, proclamando con júbilo que Él «colma de bienes a los hambrientos» (Lc
1,53), que Ella sea hoy nuestro ejemplo para confiar en la bondad del
Señor, que hace obras grandes con poca cosa, con la humildad de sus
siervos. Que así sea.
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ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Coliseo del Colegio Don Bosco, Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Jueves 9 de julio de 2015
Jueves 9 de julio de 2015
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes
Estoy contento con este encuentro con ustedes para compartir la
alegría que llena el corazón y la vida entera de los discípulos
misioneros de Jesús. Así lo han manifestado las palabras de saludo de
Mons. Roberto Bordi, y los testimonios del Padre Miguel, de la hermana
Gabriela y del seminarista Damián. Muchas gracias por compartir la
propia experiencia vocacional.
Y en el relato del Evangelio de Marcos hemos escuchado también la
experiencia de otro discípulo Bartimeo, que se unió al grupo de los
seguidores de Jesús. Fue un discípulo de última hora. Era el último
viaje, que el Señor hacía de Jericó a Jerusalén, adonde iba a ser
entregado. Ciego y mendigo, Bartimeo estaba al borde del camino –¡más
exclusión imposible!–, marginado, y cuando se enteró del paso de Jesús,
comenzó a gritar, se hizo sentir, como esa buena hermanita que con la
batería se hacía sentir y decía: “Aquí estoy”. Te felicito, tocás bien.
En torno a Jesús iban los apóstoles, los discípulos, las mujeres que
lo seguían habitualmente, con quienes recorrió durante su vida los
caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios y una gran
muchedumbre. Si traducimos esto forzando el lenguaje, en torno a Jesús
iban los obispos, los curas, las monjas, los seminaristas, los laicos
comprometidos, todos los que lo seguían, escuchando a Jesús, y el pueblo
fiel de Dios.
Dos realidades aparecen con fuerza, se nos imponen. Por un lado, el
grito, el grito del mendigo y, por otro, las distintas reacciones de los
discípulos. Pensemos las distintas reacciones de los obispos, los
curas, las monjas, los seminaristas a los gritos que vamos sintiendo o
no sintiendo. Parece como que el evangelista nos quisiera mostrar cuál
es el tipo de eco que encuentra el grito de Bartimeo en la vida de la
gente, en la vida de los seguidores de Jesús; cómo reaccionan frente al
dolor de aquél que está al borde del camino, que nadie le hace caso –no
más le dan una limosna– de aquel que está sentado sobre su dolor, que no
entra en ese círculo que está siguiendo al Señor.
Son tres las respuestas frente a los gritos del ciego, y hoy también
estas tres respuestas tienen actualidad. Podríamos decirlo con las
palabras del propio Evangelio: “pasar”, “calláte”, “ánimo, levantáte”.
1. “Pasar”. Pasar de largo, y algunos porque ya no escuchan. Estaban
con Jesús, miraban a Jesús, querían oír a Jesús. No escuchaban. Pasar es
el eco de la indiferencia, de pasar al lado de los problemas y que
éstos no nos toquen. No es mi problema. No los escuchamos, no los
reconocemos. Sordera. Es la tentación de naturalizar el dolor, de
acostumbrarse a la injusticia. Y sí, hay gente así: Yo estoy acá con
Dios, con mi vida consagrada, elegido por Jesús para el ministerio y,
sí, es natural que haya enfermos, que haya pobres, que haya gente que
sufre, entonces ya es tan natural que no me llama la atención un grito,
un pedido de auxilio. Acostumbrarse. Y nos decimos: Es normal, siempre
fue así, mientras a mí no me toque, –pero eso entre paréntesis–. Es el
eco que nace en un corazón blindado, en un corazón cerrado, que ha
perdido la capacidad de asombro y, por lo tanto, la posibilidad de
cambio. ¿Cuántos seguidores de Jesús corremos este peligro de perder
nuestra capacidad de asombro, incluso con el Señor? Ese estupor del
primer encuentro como que se va degradando, y eso le puede pasar a
cualquiera, le pasó al primer Papa: “¿Adónde vamos a ir Señor si tú
tienes palabras de vida eterna?”. Y después lo traicionan, lo niega, el
estupor se le degradó. Es todo un proceso de acostumbramiento. Corazón
blindado. Se trata de un corazón que se ha acostumbrado a pasar sin
dejarse tocar, una existencia que, pasando de aquí para allá, no logra
enraizarse en la vida de su pueblo simplemente porque está en esa elite que sigue al Señor.
Podríamos
llamarlo, la espiritualidad del zapping. Pasa y pasa, pasa y pasa, pero
nada queda. Son quienes van atrás de la última novedad, del último
bestseller
pero no logran tener contacto, no logran relacionarse, no logran
involucrarse incluso con el Señor al que están siguiendo, porque la
sordera avanza.
Ustedes me podrán decir: «Pero esa gente estaba siguiendo al Maestro
estaba atenta a las palabras del Maestro. Lo estaba escuchando a él».
Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritualidad cristiana,
como el evangelista Juan nos lo recuerda: ¿Cómo puede amar a Dios, a
quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4,
20b). Ellos creían que escuchaban al Maestro, pero también traducían, y
las palabras del Maestro pasaban por el alambique de su corazón
blindado. Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al
hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan a lo largo
de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y tenemos que ser
conscientes de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es
como escuchamos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos
oídos, con la misma capacidad de escuchar, con el mismo corazón, algo
se quebró.
Pasar sin escuchar el dolor de nuestra gente, sin enraizarnos en sus
vidas, en su tierra, es como escuchar la Palabra de Dios sin dejar que
eche raíces en nuestro interior y sea fecunda. Una planta, una historia
sin raíces es una vida seca.
2. Segunda palabra: “Calláte”. Es la segunda actitud frente al grito
de Bartimeo. “Calláte, no molestes, no disturbes, que estamos haciendo
oración comunitaria, que estamos en una espiritualidad de profunda
elevación. No molestes, no disturbes”. A diferencia de la actitud
anterior, ésta escucha ésta reconoce, toma contacto con el grito del
otro. Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo.
Son los obispos, los curas, los monjes, los Papas del dedo así [el dedo
en señal amenazadora]. En Argentina decimos de las maestras del dedo
así: “Ésta es como la maestra del tiempo de Yrigoyen, que estudiaban la
disciplina muy dura”. Y pobre Pueblo fiel de Dios, cuántas veces es
retado, por el mal humor o por la situación personal de un seguidor o de
una seguidora de Jesús. Es la actitud de quienes, frente al Pueblo de
Dios, lo están continuamente reprendiendo, rezongando, mandándolo
callar. Dale una caricia, por favor, escuchálo, decíle que Jesús lo
quiere. “No, eso no se puede hacer”. “Señora, saque al chico de la
iglesia que está llorando y yo estoy predicando”. Como si el llanto de
un chico no fuera una sublime predicación.
Es el drama de la conciencia aislada, de aquellos discípulos y
discípulas que piensan que la vida de Jesús es sólo para los que se
creen aptos. En el fondo hay un profundo desprecio al santo Pueblo fiel
de Dios: “Este ciego qué tiene que meterse, que se quede ahí”. Parecería
lícito que encuentren espacio solamente los “autorizados”, una “casta
de diferentes”, que poco a poco se separa, se diferencia de su Pueblo.
Han hecho de la identidad una cuestión de superioridad. Esa identidad
que es pertenencia se hace superior, ya no son pastores sino capataces:
“Yo llegué hasta acá, ponéte en tu sitio”. Escuchan pero no oyen, ven
pero no miran. Me permito un anécdota que viví hace como… año 75, en tu
diócesis, en tu arquidiócesis. Yo le había hecho una promesa al Señor
del Milagro de ir todos los años a Salta en peregrinación para El
Milagro si mandaba 40 novicios. Mandó 41. Bueno, después de una
concelebración - porque ahí es como en todo gran santuario, misa tras
misa, confesiones y no parás, yo salía hablando con un cura que me
acompañaba, que estaba conmigo, había venido conmigo, y se acerca una
señora, ya a la salida, con unos santitos, una señora muy sencilla, no
sé, sería de Salta o habrá venido de no sé dónde, que a veces tardan
días en llegar a la capital para la fiesta de El Milagro: “Padre, me lo
bendice” –le dice al cura que me acompañaba–. “Señora usted estuvo en
misa”. “Sí, padrecito”. “Bueno, ahí la bendición de Dios, la presencia
de Dios bendice todo, todo, las…” “Sí, padrecito, sí, padrecito..”. “Y
después la bendición final bendice todo”. “Sí, padrecito, sí,
padrecito”. En ese momento sale otro cura amigo de este, pero que no se
habían visto. Entonces: “¡Oh!, vos acá”. Se da la vuelta y la señora que
no sé cómo se llamaba –digamos la señora ‘sí, padrecito’– me mira y me
dice: “Padre, me lo bendice usted”. Los que siempre le ponen barreras al
Pueblo de Dios, lo separan. Escuchan pero no oyen, le echan un sermón,
ven pero no miran. La necesidad de diferenciarse les ha bloqueado el
corazón. La necesidad, consciente o inconsciente, de decirse: “Yo no soy
como él, no soy como ellos”, los ha apartado no sólo del grito de su
gente, ni de su llanto, sino especialmente de los motivos de la alegría.
Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del
misterio del corazón sacerdotal y del corazón consagrado. A veces hay
castas que nosotros con esta actitud vamos haciendo y nos separamos. En
Ecuador, me permití decirle a los curas que, por favor –también estaban
las monjas–, que, por favor, pidieran todos los días la gracia de la
memoria de no olvidarse de dónde te sacaron. Te sacaron de detrás del
rebaño. No te olvides nunca, no te la creas, no niegues tus raíces, no
niegues esa cultura que aprendiste de tu gente porque ahora tenés una
cultura más sofisticada, más importante. Hay sacerdotes que les da
vergüenza hablar su lengua originaria y entonces se olvidan de su
quechua, de su aymara, de su guaraní: “Porque no, no, ahora hablo en
fino”. La gracia de no perder la memoria del Pueblo fiel. Y es una
gracia. El libro del Deuteronomio, cuántas veces Dios le dice a su
Pueblo: “No te olvides, no te olvides, no te olvides”. Y Pablo, a su
discípulo predilecto, que él mismo consagró obispo, Timoteo, le dice: “Y
acordáte de tu madre y de tu abuela”.
3. La tercera palabra: “Ánimo, levantáte”. Y este es el tercer eco.
Un eco que no nace directamente del grito de Bartimeo, sino de la
reacción de la gente que mira cómo Jesús actuó ante el clamor del ciego
mendicante. Es decir, aquellos que no le daban lugar al reclamo de él,
no le daban paso, o alguno que lo hacía callar… Claro, cuando ve que
Jesús reacciona así, cambia: “Levantáte, te llama”.
Es un grito que se transforma en Palabra, en invitación, en cambio,
en propuestas de novedad frente a nuestras formas de reaccionar ante el
santo Pueblo fiel de Dios.
A diferencia de los otros, que pasaban, el Evangelio dice que Jesús
se detuvo y preguntó: ¿Qué pasa? ¿Quién toca la batería?”. Se detiene
frente al clamor de una persona. Sale del anonimato de la muchedumbre
para identificarlo y de esa forma se compromete con él. Se enraíza en su
vida. Y lejos de mandarlo callar, le pregunta: Decíme, “qué puedo hacer
por vos”. No necesita diferenciarse, no necesita separarse, no le echa
un sermón, no lo clasifica y le pregunta si está autorizado o no para
hablar. Tan solo le pregunta, lo identifica queriendo ser parte de la
vida de ese hombre, queriendo asumir su misma suerte. Así le restituye
paulatinamente la dignidad que tenía perdida, al borde del camino y
ciego. Lo incluye. Y lejos de verlo desde fuera, se anima a
identificarse con los problemas y así manifestar la fuerza
transformadora de la misericordia. No existe una compasión, una
compasión, no una lástima, –no existe una compasión que no se detenga.
Si no te detenés, no padecés con, no tenés la divina compasión. No
existe una compasión que no escuche. No existe una compasión que no se
solidarice con el otro. La compasión no es zapping, no es
silenciar el dolor, por el contrario, es la lógica propia del amor, el
padecer con. Es la lógica que no se centra en el miedo sino en la
libertad que nace de amar y pone el bien del otro por sobre todas las
cosas. Es la lógica que nace de no tener miedo de acercarse al dolor de
nuestra gente. Aunque muchas veces no sea más que para estar a su lado y
hacer de ese momento una oportunidad de oración.
Y esta es la lógica del discipulado, esto es lo que hace el Espíritu
Santo con nosotros y en nosotros. De esto somos testigos. Un día Jesús
nos vio al borde del camino, sentados sobre nuestros dolores, sobre
nuestras miserias, sobre nuestras indiferencias. Cada uno conoce su
historia antigua. No acalló nuestros gritos, por el contrario se detuvo,
se acercó y nos preguntó qué podía hacer por nosotros. Y gracias a
tantos testigos que nos dijeron “ánimo, levantáte”, paulatinamente
fuimos tocando ese amor misericordioso, ese amor transformador, que nos
permitió ver la luz. No somos testigos de una ideología, no somos
testigos de una receta, o de una manera de hacer teología. No somos
testigos de eso. Somos testigos del amor sanador y misericordioso de
Jesús. Somos testigos de su actuar en la vida de nuestras comunidades.
Y
esta es la pedagogía del Maestro, esta es la pedagogía de Dios con su
Pueblo. Pasar de la indiferencia del zapping al «ánimo, levántate, el
Maestro te llama» (Mc
10,49). No porque seamos especiales, no porque seamos mejores, no
porque seamos los funcionarios de Dios, sino tan solo porque somos
testigos agradecidos de la misericordia que nos transforma. Y, cuando se
vive así, hay gozo y alegría, y podemos adherirnos al testimonio de la
hermana, que en su vida hizo suyo el consejo de San Agustín: “Canta y
camina”. Esa alegría que viene del testigo de la misericordia que
transforma.
No estamos solos en este camino. Nos ayudamos con el ejemplo y la
oración los unos a los otros. Tenemos a nuestro alrededor una nube de
testigos (cf. Hb 12,1). Recordemos a la beata Nazaria Ignacia de
Santa Teresa de Jesús, que dedicó su vida al anuncio del Reino de Dios
en la atención a los ancianos, con la «olla del pobre» para quienes no
tenían qué comer, abriendo asilos para niños huérfanos, hospitales para
heridos de la guerra, e incluso creando un sindicato femenino para la
promoción de la mujer. Recordemos también a la venerable Virginia Blanco
Tardío, entregada totalmente a la evangelización y al cuidado de las
personas pobres y enfermas. Ellas y tantos otros anónimos, del montón,
de los que seguimos a Jesús, son estímulo para nuestro camino. ¡Esa nube
de testigos! Vayamos adelante con la ayuda de Dios y colaboración de
todos. El Señor se vale de nosotros para que su luz llegue a todos los
rincones de la tierra. Y adelante, canta y camina. Y, mientras cantan y
caminan, por favor, recen por mí, que lo necesito. Gracias.
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PARTICIPACIÓN EN EL II ENCUENTRO MUNDIAL DE LOS MOVIMIENTOS POPULARES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Jueves 9 de julio de 2015
''Hace
algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en
mis oraciones. Y me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores
caminos para superar las graves situaciones de injusticia que sufren
los excluidos en todo el mundo. Gracias Señor Presidente Evo Morales por
acompañar tan decididamente este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de Ustedes: las famosas tres ''t'', tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.
Primero de todo. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general, también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes
–en sus cartas y en nuestros encuentros – me han relatado las múltiples
exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada
barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y
diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible
que une cada una de las exclusiones. No están aisladas, están unidas
por un hilo invisible. ¿Podemos reconocerlo? Porque no se trata de esas
cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que esas
realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global.
¿Reconocemos que ese sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a
cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la
naturaleza?
Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y de la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en el otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo necesitamos. Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los Pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este sistema reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace ya desde mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la tierra, a los pueblos y a las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los primeros teólogos de la Iglesia- llamaba ''el estiércol del diablo''. La ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es ''el estiércol del diablo''. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre tierra.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de ''las tres t'', ¿de acuerdo? (trabajo, techo, y tierra) y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!
Segundo. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase que me gusta mucho: ''proceso de cambio''. El cambio concebido no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar espacios .Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por ''vivir bien'', dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos ''rostros y esos nombres'' se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos conmovemos… Porque ''hemos visto y oído'', no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como el derecho a ''las tres t'': tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas, necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman, nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les de alegría, les de perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia Yo rezo a la Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano se confía con fervor, para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares.
La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un ''decoroso sustento''. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a ''las tres t'' por las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad, ''prosperidad sin exceptuar bien alguno'' .Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús dice en el Evangelio que aquél que le dé espontáneamente un vaso de agua al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los Cielos. Esto implica ''las tres t'', pero también acceso a la educación, la salud, la inovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: ''vivir bien'', que no es lo mismo de ''pasarla bien''.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de ''todos los hombres y de todo el hombre''. El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a la Madre Tierra en aras de la ''productividad'', sigue negándoles a miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca derrama por si sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
Y en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y ¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de ''las tres T'' se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.
La segunda tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia porque ''la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia''. Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país, y la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros Padres de antaño, llaman la ''Patria Grande''. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la ''Patria Grande'' y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados de ''libres libre comercio'' y la imposición de medidas de ''austeridad'' que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y de los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se afirman que ''las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones'' . En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas veces se pretende convertir a los países pobres en ''piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco''.
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la mano… precisamente porque al poner la periferia en función del centro les niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso, hermanos es inequidad y la inequidad genera violencia que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que ''cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia''. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia - y cito lo que dijo él- ''se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos''.. Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto, junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la Cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos originarios.
Les pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz -dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien-, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en otros países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del idolo dinero. Hoy vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie – fuerzo la palabra- de genocidio en marcha que debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y culturas- eso que a mí me gusta llamar poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos.
Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado. Vemos con decepción creciente como se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir –pacifica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al finalizar.
Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Digamos juntos Y cada uno, repitámonos desde el corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Créanme, y soy sincero, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza. Y una cosa importante: la esperanza que no defrauda, gracias. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto, le pido que me piense bien y me mande buena onda. Gracias''.
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PALABRAS DEL SANTO PADRE EN OCASIÓN DE LA ENTREGA DE DOS CONDECORACIONES A LA VIRGEN DE COPACABANA, PATRONA DE BOLIVIA
Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Viernes 10 de julio de 2015
''Madre
del Salvador y Madre nuestra, tu, Reina de Bolivia, desde la altura de
tu Santuario en Copacabana, atiendes a las súplicas y a las necesidades
de tus hijos, especialmente de los más pobres y abandonados, y los
proteges.
Recibe
como obsequio del corazón de Bolivia y de mi afecto filial los símbolos
del cariño y de la cercanía que – en nombre del Pueblo boliviano – me
ha entregado con afecto cordial y generoso el Señor Presidente Evo
Morales Ayma, en ocasión de este viaje apostólico, que he confiado a tu
solicita intercesión.
Te
ruego que estos reconocimientos, que dejo aquí en Bolivia a tus pies, y
que recuerdan la nobleza del vuelo del cóndor en los cielos de los
Andes y el conmemorado sacrificio del Padre Luis Espinal, S.I., sean
emblemas del amor perenne y de la perseverante gratitud del Pueblo
boliviano a tu solícita y fuerte ternura.
En
este momento pongo en tu corazón mis oraciones por todas las peticiones
de tus hijos, que he recibido en estos días: te suplico que les
escuches; concede a ellos tu aliento y tu protección, y manifiesta a
toda Bolivia tu ternura de mujer y Madre de Dios, que vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén''.
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VISITA AL CENTRO DE REHABILITACIÓN SANTA CRUZ - PALMASOLA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Viernes 10 de julio de 2015
Viernes 10 de julio de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
No podía dejar Bolivia sin venir a verlos, sin dejar de compartir la
fe y la esperanza que nace del amor entregado en la cruz. Gracias por
recibirme. Sé que se han preparado y rezado por mí. Muchas gracias.
En las palabras de Mons. Jesús Juárez y en el testimonio de los
hermanos que han intervenido he podido comprobar cómo el dolor no es
capaz de apagar la esperanza en lo más profundo del corazón, y que la
vida sigue brotando con fuerza en circunstancias adversas.
¿Quién está ante ustedes?, podrían preguntarse. Me gustaría
responderles la pregunta con
una certeza de mi vida, con una certeza que
me ha marcado para siempre. El que está ante ustedes es un hombre
perdonado. Un hombre que fue y es salvado de sus muchos pecados. Y es
así es como me presento. No tengo mucho más para darles u
ofrecerles, pero lo que tengo y lo que amo, sí quiero dárselo, sí quiero
compartirlo: es Jesús, Jesucristo, la misericordia del Padre.
Él vino a mostrarnos, a hacer visible el amor que Dios tiene por
nosotros. Por vos, por vos, por vos, por mí. Un amor activo, real. Un
amor que tomó en serio la realidad de los suyos. Un amor que sana,
perdona, levanta, cura. Un amor que se acerca y devuelve dignidad. Una
dignidad que la podemos perder de muchas maneras y formas. Pero Jesús es
un empecinado de esto: dio su vida por esto, para devolvernos la
identidad perdida, para revestirnos con toda su fuerza de dignidad.
Me viene a la memoria una experiencia que nos puede ayudar: Pedro y
Pablo, discípulos de Jesús también estuvieron presos. También fueron
privados de la libertad. En esa circunstancia hubo algo que los sostuvo,
algo que no los dejó caer en la desesperación, que no los dejó caer en
la oscuridad que puede brotar del sin sentido. Y fue la oración. Fue
orar. Oración personal y comunitaria. Ellos rezaron y por ellos rezaban.
Dos movimientos, dos acciones que generan entre sí una red que sostiene
la vida y la esperanza. Nos sostiene de la desesperanza y nos estimula a
seguir caminando. Una red que va sosteniendo la vida, la de ustedes y
la de sus familias. Vos hablabas de tu madre [Dirigiéndose a la persona
que ha dado su testimonio al principio]. La oración de las madres, la
oración de las esposas, la oración de los hijos, y la de ustedes: eso es
una red, que va llevando adelante la vida.
Porque cuando Jesús entra en la vida, uno no queda detenido en su
pasado sino que comienza a mirar el presente de otra manera, con otra
esperanza. Uno comienza a mirar con otros ojos su propia persona, su
propia realidad. No queda anclado en lo que sucedió, sino que es capaz
de llorar y encontrar ahí la fuerza para volver a empezar. Y si en algún
momento estamos tristes, estamos mal, bajoneados, los invito a mirar el
rostro de Jesús crucificado. En su mirada, todos podemos encontrar
espacio. Todos podemos poner junto a Él nuestras heridas, nuestros
dolores, así como también nuestros errores, nuestros pecados, tantas
cosas en las que nos podemos haber equivocado. En las llagas de Jesús
encuentran lugar nuestras llagas. Porque todos estamos llagados, de una u
otra manera. Y llevar nuestras llagas a las llagas de Jesús. ¿Para qué?
Para ser curadas, lavadas, transformadas, resucitadas. El murió por
vos, por mí, para darnos su mano y levantarnos. Charlen, charlen con los
curas que vienen, charlen. Charlen con los hermanos y las hermanas que
vienen, charlen. Charlen con todos los que vienen a hablarles de Jesús.
Jesús quiere levantarlos siempre.
Y esta certeza nos moviliza a trabajar por nuestra dignidad.
Reclusión no es lo mismo que exclusión –que quede claro–, porque la
reclusión forma parte de un proceso de reinserción en la sociedad. Son
muchos los elementos que juegan en su contra en este lugar –lo sé bien, y
vos mencionaste algunos con mucha claridad [Dirigiéndose de nuevo a la
persona que ha dado su testimonio al principio]–: el hacinamiento, la
lentitud de la justicia, la falta de terapias ocupacionales y de
políticas de rehabilitación, la violencia, la carencia de facilidades de
estudios universitarios, lo cual hace necesaria una rápida y eficaz
alianza interinstitucional para encontrar respuestas.
Sin embargo, mientras se lucha por eso, no podemos dar todo por perdido. Hay cosas que hoy podemos hacer.
Aquí, en este Centro de Rehabilitación, la convivencia depende en
parte de ustedes. El sufrimiento y la privación pueden volver nuestro
corazón egoísta y dar lugar a enfrentamientos, pero también tenemos la
capacidad de convertirlo en ocasión de auténtica fraternidad. Ayúdense
entre ustedes. No tengan miedo a ayudarse entre ustedes. El demonio
busca la pelea, busca la rivalidad, la división, los bandos. No le hagan
el juego. Luchen por salir adelante unidos.
Me gustaría pedirles también que lleven mi saludo a sus familias .
Algunas están aquí. ¡Es tan importante la presencia y la ayuda de la
familia! Los abuelos, el padre, la madre, los hermanos, la pareja, los
hijos. Nos recuerdan que merece la pena vivir y luchar por un mundo
mejor.
Por último, una palabra de aliento a todos los que trabajan en este
Centro: a sus dirigentes, a los agentes de la Policía penitenciaria, a
todo el personal. Ustedes cumplen un servicio público y fundamental.
Tienen una importante tarea en este proceso de reinserción. Tarea de
levantar y no rebajar; de dignificar y no humillar; de animar y no
afligir. Este proceso pide dejar una lógica de buenos y malos para pasar
a una lógica centrada en ayudar a la persona. Y esta lógica de ayudar a
la persona los va a salvar a ustedes de todo tipo de corrupción y
mejorará las condiciones para todos. Ya que un proceso así vivido nos
dignifica, nos anima y nos levanta a todos.
Antes de darles la bendición me gustaría que rezáramos un rato en
silencio, en silencio cada uno desde su corazón. Cada uno sepa cómo
hacerlo...
[silencio]
Por favor, les pido que sigan rezando por mí, porque yo también tengo mis errores y debo hacer penitencia. Muchas gracias.
Y que Dios nuestro Padre mire nuestro corazón, y que Dios nuestro
Padre, que nos quiere, nos dé su fuerza, su paciencia, su ternura de
Padre, nos bendiga. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Y no se olviden de rezar por mí. Gracias.

ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES Y CON EL CUERPO DIPLOMÁTICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Jardín del Palacio de López, Asunción (Paraguay)
Viernes 10 de julio de 2015
Viernes 10 de julio de 2015
Señor Presidente
Autoridades de la República
Miembros del Cuerpo diplomático
Señoras y señores:
Autoridades de la República
Miembros del Cuerpo diplomático
Señoras y señores:
Saludo cordialmente a Vuestra Excelencia, Señor Presidente de la
República, y le agradezco las deferentes palabras de bienvenida y de
afecto que me ha dirigido, en nombre también del gobierno, de las altas
magistraturas del Estado y del querido pueblo paraguayo. Saludo también a
los distinguidos miembros del Cuerpo diplomático y, a través de ellos,
hago llegar mis sentimientos de respeto y aprecio a sus respectivos
países.
Un «gracias» especial para todas las personas e instituciones que han
colaborado con esfuerzo y dedicación en la preparación de este viaje y a
que me sienta en casa. Y no es difícil sentirse en casa en esta tierra
tan acogedora. Paraguay es conocido como el corazón de América, y no
sólo por la posición geográfica, sino también por el calor de la
hospitalidad y cercanía de sus gentes.
Ya desde sus primeros pasos como nación independiente, y hasta épocas
muy recientes, la historia de Paraguay ha conocido el sufrimiento
terrible de la guerra, del enfrentamiento fratricida, de la falta de
libertad y de la conculcación de los derechos humanos. ¡Cuánto dolor y
cuánta muerte! Pero es admirable el tesón y el espíritu de superación
del pueblo paraguayo para rehacerse ante tanta adversidad y seguir
esforzándose por construir una Nación próspera y en paz. Aquí –en el
jardín de este palacio que ha sido testigo de la historia paraguaya:
desde cuando sólo era ribera del río y lo usaban los guaraníes, hasta
los últimos acontecimientos contemporáneos – quiero rendir tributo a
esos miles de paraguayos sencillos, cuyos nombres no aparecerán escritos
en los libros de historia, pero que han sido y seguirán siendo
verdaderos protagonistas de su pueblo. Y quiero reconocer con emoción y
admiración el papel desempeñado por la mujer paraguaya en esos momentos
tan dramáticos de la historia, de modo especial esa guerra inicua que
llegó a destruir casi la fraternidad de nuestros pueblos. Sobre sus
hombros de madres, esposas y viudas, han llevado el peso más grande, han
sabido sacar adelante a sus familias y a su País, infundiendo en las
nuevas generaciones la esperanza en un mañana mejor. Dios bendiga a la
mujer paraguaya, la más gloriosa de América.
Un pueblo que olvida su pasado, su historia, sus raíces, no tiene
futuro, es un pueblo seco. La memoria, asentada firmemente sobre la
justicia, alejada de sentimientos de venganza y de odio, transforma el
pasado en fuente de inspiración para construir un futuro de convivencia y
armonía, haciéndonos conscientes de la tragedia y la sinrazón de la
guerra. ¡Nunca más guerras entre hermanos! ¡Construyamos siempre la paz!
También una paz del día a día, una paz de la vida cotidiana, en la que
todos participamos evitando gestos arrogantes, palabras hirientes,
actitudes prepotentes, y fomentando en cambio la comprensión, el diálogo
y la colaboración.
Desde hace algunos años, Paraguay se está comprometiendo en la
construcción de un proyecto democrático sólido y estable. Y es justo
reconocer con satisfacción lo mucho que se ha avanzado en este camino
gracias al esfuerzo de todos, aun en medio de grandes dificultades e
incertidumbres. Los animo a que sigan trabajando con todas sus fuerzas
para consolidar las estructuras e instituciones democráticas que den
respuesta a las justas aspiraciones de los ciudadanos. La forma de
gobierno adoptada en su Constitución, «democracia representativa,
participativa y pluralista», basada en la promoción y respeto de los
derechos humanos, nos aleja de la tentación de la democracia formal, que
Aparecida definía como la que se «contentaba con estar fundada en la
limpieza de procesos electorales» (cf. Aparecida, 74). Esa es una
democracia formal.
En todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en la
actividad pública, se ha de potenciar el diálogo como medio privilegiado
para favorecer el bien común, sobre la base de la cultura del
encuentro, del respeto y del reconocimiento de las legítimas diferencias
y opiniones de los demás. No hay que detenerse en lo conflictivo, la
unidad siempre es superior al conflicto; es un ejercicio interesante
decantar en el amor a la patria, en el amor al pueblo, toda perspectiva
que nace de las convicciones de una opción partidaria o ideológica. Y en
ese mismo amor tiene que ser el impulso para crecer cada día más en
gestiones transparentes y que luchan impetuosamente contra la
corrupción. Sé que existe una firme voluntad para desterrar hoy la
corrupción.
Queridos amigos, en la voluntad de servicio y de trabajo por el bien
común, los pobres y necesitados han de ocupar un lugar prioritario. Se
están haciendo muchos esfuerzos para que Paraguay progrese por la senda
del crecimiento económico. Se han dado pasos importantes en el campo de
la educación y la sanidad. Que no cese ese esfuerzo de todos los actores
sociales, hasta que no haya más niños sin acceso a la educación,
familias sin hogar, obreros sin trabajo digno, campesinos sin tierras
que cultivar y tantas personas obligadas a emigrar hacia un futuro
incierto; que no haya más víctimas de la violencia, la corrupción o el
narcotráfico. Un desarrollo económico que no tiene en cuenta a los más
débiles y desafortunados no es verdadero desarrollo. La medida del
modelo económico ha de ser la dignidad integral de la persona,
especialmente la persona más vulnerable e indefensa.
Señor Presidente, queridos amigos. En nombre también de mis hermanos
Obispos del Paraguay, deseo asegurarles el compromiso y la colaboración
de la Iglesia católica en el afán común por construir una sociedad justa
e inclusiva, en la que se pueda convivir en paz y armonía. Porque
todos, también los pastores de la Iglesia, estamos llamados a
preocuparnos por la construcción de un mundo mejor (cf. Evangelii gaudium,
183). Nos mueve a ello la certeza de nuestra fe en Dios, que quiso
hacerse hombre y, viviendo entre nosotros, compartir nuestra suerte.
Cristo nos abre el camino de la misericordia, que asentado sobre la
justicia, va más allá, y alumbra la caridad, para que nadie se quede al
margen de esta gran familia que es el Paraguay, al que aman y quieren
servir.
Con la inmensa alegría de encontrarme en esta tierra consagrada a la
Virgen de Caacupé –y quiero recordar también especialmente a mis
hermanos paraguayos de Buenos Aires, de mi anterior diócesis; ellos
tienen la parroquia de la Virgen de los Milagros de Caacupé–, imploro la
bendición del Señor sobre todos ustedes, sobre sus familias y sobre
todo el querido pueblo paraguayo. Que Paraguay sea fecundo, como lo
indica la flor de la pasiflora en el manto de la Virgen y, como esa
cinta con los colores paraguayos que tiene la imagen, así se abrace a la
Madre de Caacupé. Muchas gracias.
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VISITA AL HOSPITAL GENERAL PEDIÁTRICO “NIÑOS DE ACOSTA ÑU”
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Asunción
Sábado 11 de julio de 2015
Sábado 11 de julio de 2015
Señor Director
Queridos niños
Miembros del personal
Amigos todos
Queridos niños
Miembros del personal
Amigos todos
Gracias por el recibimiento tan cálido con el que me han recibido. Gracias por este tiempo que me permiten estar con ustedes.
Queridos niños, quiero hacerles una pregunta, a ver si me ayudan. Me
han dicho que son muy inteligentes, por eso me animo. ¿Jesús se enojó
alguna vez?, ¿se acuerdan cuándo?. Sé que es una pregunta difícil, así
que los voy a ayudar. Fue cuando no dejaron que los niños se acercaran a
Él. Es la única vez en todo el evangelio de Marcos que usó esta
expresión (10,13-15) Algo parecido a nuestra expresión: se llenó de
bronca. ¿Alguna vez se enojaron? Bueno, de esa misma manera se puso
Jesús, cuando no lo dejaron estar cerca de los niños, cerca de ustedes.
Le vino mucha rabia. Los niños están dentro de los predilectos de Jesús.
No es que no quiera a los grandes, pero se sentía feliz cuando podía
estar con ellos. Disfrutaba mucho de su amistad y compañía. Pero no
solo, quería tenerlos cerca, sino que aún más. Los ponía como ejemplo.
Le dijo a los discípulos que si «no se hacen como niños, no podrán
entrar en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3)
Los niños estaban alejados, los grandes no los dejaban acercarse,
pero Jesús, los llamó, los abrazó y los puso en el medio para que todos
aprendieramos a ser como ellos. Hoy nos diría lo mismo a nosotros. Nos
mira y dice, aprendan de ellos.
Debemos aprender de ustedes, de su confianza, alegría, ternura. De su
capacidad de lucha, de su fortaleza. De su incomparable capacidad de
aguante. Son unos luchadores. Y cuanto uno tiene semejantes «guerreros»
adelante, se siente orgulloso. ¿Verdad mamás? ¿Verdad padres y abuelos?
Verlos a ustedes, nos da fuerza, nos da ánimo para tener confianza, para
seguir adelante.
Mamás, papás, abuelos sé que no es nada fácil estar acá. Hay momentos
de mucho dolor, incertidumbre. Hay momentos de una angustia fuerte que
oprime el corazón y hay momentos de gran alegría. Los dos sentimientos
conviven, están en nosotros. Pero no hay mejor remedio que la ternura de
ustedes, que su cercanía. Y me alegra saber que entre ustedes familias,
se ayudan, estimulan, «palanquean» para salir adelante y atravesar este
momento.
Cuentan con el apoyo de los médicos, los enfermeros y de todo el
personal de esta casa. Gracias por esta vocación de servicio, de ayudar
no solo a curar sino a acompañar el dolor de sus hermanos.
No nos olvidemos, Jesús está cerca de sus hijos. Está bien cerca, en
el corazón. No duden en pedirle, no duden en hablar con Él, en compartir
sus preguntas, dolores. Él esta siempre, pero siempre, y no los dejará
caer.
Y de algo estamos seguros y una vez más lo confirmo. Donde hay un
hijo está la madre. Donde está Jesús está María, la Virgen de Caacupe.
Pidamosle a ella, que los proteja con su manto, que interceda por
ustedes y por su familias.
Y no se olviden, de rezar por mí. Estoy seguro que sus oraciones, llegan al cielo.
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ENCUENTRO CON REPRESENTANTES DE LA SOCIEDAD CIVIL
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Estadio León Condou del colegio San José, Asunción
Sábado 11 de julio de 2015
Sábado 11 de julio de 2015
Buenas tardes:
Yo escribí esto en base a las preguntas que me llegaron, que no son
todas las que hicieron ustedes, así que lo que falta lo iré completando
en la medida que voy hablando. De tal manera que, en la medida que yo
pueda, logre dar mi opinión sobre las reflexiones de ustedes.
Y estoy contento de estar con ustedes, representantes de la sociedad
civil, para compartir esos sueños, ilusiones, en un futuro mejor y
problemas. Agradezco a Mons. Adalberto Martínez Flores, Secretario de la
Conferencia Episcopal del Paraguay, esas palabras de bienvenida que me
ha dirigido en nombre de todos. Y agradezco a las seis personas que han
hablado, cada una de ellas presentando un aspecto de su reflexión.
Verlos a todos, cada uno proveniente de un sector, de una
organización, de esta sociedad paraguaya, con sus alegrías,
preocupaciones, luchas y búsquedas, me lleva a hacer una acción de
gracias a Dios. O sea, parece que Paraguay no está muerto, gracias a
Dios. Porque un pueblo que vive, un pueblo que no mantiene viva sus
preocupaciones, un pueblo que vive en la inercia de la aceptación
pasiva, es un pueblo muerto. Por el contrario, veo en ustedes la savia
de una vida que corre y que quiere germinar. Y eso siempre Dios lo
bendice. Dios siempre está a favor de todo lo que ayude a levantar,
mejorar, la vida de sus hijos. Hay cosas que están mal, sí. Hay
situaciones injustas, sí. Pero verlos y sentirlos me ayuda a renovar la
esperanza en el Señor que sigue actuando en medio de su gente. Ustedes
vienen desde distintas miradas, distintas situaciones y búsquedas, todos
juntos forman la cultura paraguaya. Todos son necesarios en la búsqueda
del bien común. «En las condiciones actuales de la sociedad mundial,
donde hay tantas iniquidades y cada vez más las personas son
descartables» (Laudato si’ 158)
verlos a ustedes aquí es un regalo. Es un regalo porque en las personas
que han hablado vi la voluntad por el bien de la patria.
1. Con relación a la primera pregunta, me gustó escuchar en boca de
un joven la preocupación por hacer que la sociedad sea un ámbito de
fraternidad, de justicia, de paz y dignidad para todos. La juventud es
tiempo de grandes ideales. A mí me viene decir muchas veces que me da
tristeza ver un joven jubilado. Qué importante es que ustedes los
jóvenes – y ¡vaya que hay jóvenes acá en Paraguay!–, que ustedes los
jóvenes vayan intuyendo que la verdadera felicidad pasa por la lucha de
un país fraterno. Y es bueno que ustedes los jóvenes vean que felicidad y
placer no son sinónimos. Una cosa es la felicidad y el gozo… y otra
cosa es un placer pasajero. La felicidad construye, es sólida, edifica.
La felicidad exige compromiso y entrega. Son muy valiosos para andar por
la vida como anestesiados. Paraguay tiene abundante población joven y
es una gran riqueza. Por eso, pienso que lo primero que se ha de hacer
es evitar que esa fuerza se apague, que esa luz que hay en sus corazones
desaparezca, y contrarrestar la creciente mentalidad que considera
inútil y absurdo aspirar a cosas que valen la pena: “No, que no te
metás, no, eso no se arregla más”. Esa mentalidad, en cambio, que
pretende ir más adelante es considerada como absurda. A jugársela por
algo, a jugársela por alguien. Esa es la vocación de la juventud y no
tengan miedo de dejar todo en la cancha. Jueguen limpio, jueguen con
todo. No tengan miedo de entregar lo mejor de sí. No busquen el arreglo
previo para evitar el cansancio, la lucha. No coiméen al réferi.
Eso sí, esta lucha no lo hagan solos. Busquen charlar, aprovechen a
escuchar la vida, las historias, los cuentos de sus mayores y de sus
abuelos, que hay sabiduría allí. Pierdan mucho tiempo en escuchar todo
lo bueno que tienen para enseñarles. Ellos son los custodios de ese
patrimonio espiritual de fe y valores que definen a un pueblo y alumbran
el camino. Encuentren también consuelo en la fuerza de la oración, en
Jesús. En su presencia cotidiana y constante. Él no defrauda. Jesús
invita a través de la memoria de su pueblo. Es el secreto para que su
corazón – el de ustedes– se mantenga siempre alegre en la búsqueda de
fraternidad, de justicia, de paz y dignidad para todos. Esto puede ser
un peligro: “Sí, sí, yo quiero fraternidad, justicia, paz, dignidad”,
pero puede convertirse en un nominalismo: ¡pura palabra! ¡No! La
fraternidad, la justicia, la paz y la dignidad son concretas, sino no
sirven. ¡Son de todos los días! ¡Se hacen todos los días! Entonces, yo
te pregunto a vos, joven: “¿Cómo esos ideales los amasás, día a día, en
lo concreto? Aunque te equivoques, ¿te corregís y volvés a andar?”. Pero
lo concreto.
Yo les confieso que a veces a mí me da un poquito de alergia, o para
no decirlo así en términos tan finos, un poquito de “moquillo”, el
escuchar discursos grandilocuentes con todas estas palabras y, cuando
uno conoce la persona que habla, dice: “Qué mentiroso que sos”. Por eso,
palabras solas no sirven. Si vos decís una palabra comprometéte con esa
palabra, amasá día a día, día a día. ¡Sacrificáte por eso!
¡Comprometéte!
Me gustó la poesía de Carlos Miguel Giménez, que Mons. Adalberto ha
citado. Creo que resume muy bien lo que he querido decirles: «[Sueño] un
paraíso sin guerra entre hermanos, rico en hombres sanos de alma y
corazón… y un Dios que bendice su nueva ascensión». Sí, es un sueño. Y
hay dos garantías: que el sueño se despierte y sea realidad de todos los
días, y que Dios sea reconocido como la garantía de la dignidad nuestra
como hombres.
2. La segunda pregunta se refirió al diálogo como medio para forjar
un proyecto de nación que incluya a todos. El diálogo no es fácil.
También está el “diálogo-teatro”, es decir, representemos al diálogo,
juguemos al diálogo, y después hablamos entre nosotros dos, entre
nosotros dos, y aquello quedó borrado. El diálogo es sobre la mesa,
claro . Si vos, en el diálogo, no decís realmente lo que sentís, lo que
pensás, y no te comprometés a escuchar al otro, ir ajustando lo que vas
pensando vos y conversando, el diálogo no sirve, es una pinturita.
Ahora, también es verdad que el diálogo no es fácil, hay que superar
muchas las dificultades y, a veces, parece que nosotros nos empecinamos
en hacer las cosas más difíciles todavía. Para que haya diálogo es
necesaria una base fundamental, una identidad. Cierto, por ejemplo, yo
pienso en el diálogo nuestro, el diálogo interreligioso, donde
representantes de las diversas religiones hablamos. Nos reunimos, a
veces, para hablar… y los puntos de vista, pero cada uno habla desde su
identidad: “Yo soy budista, yo soy evangélico, yo soy ortodoxo, yo soy
católico”. Cada uno dice, pero su identidad. No negocia su identidad. O
sea, para que haya diálogo es necesaria esa base fundamental. ¿Y cuál es
la identidad en un país? –estamos hablando del diálogo social acá–. El
amor a la patria. La patria primero, después mi negocio. ¡La patria
primero! Esa es la identidad. Entonces, yo, desde esa identidad, voy a
dialogar. Si yo voy a dialogar sin esa identidad el diálogo no sirve.
Además, el diálogo presupone y nos exige buscar esa cultura del
encuentro. Es decir, un encuentro que sabe reconocer que la diversidad
no solo es buena, es necesaria. La uniformidad nos anula, nos hace
autómatas. La riqueza de la vida está en la diversidad. Por lo que el
punto de partida no puede ser: “Voy a dialogar pero aquel está
equivocado”. No, no, no podemos presumir que el otro está equivocado. Yo
voy con lo mío y voy a escuchar qué dice el otro, en qué me enriquece
el otro, en qué el otro me hace caer en la cuenta que yo estoy
equivocado, y en qué cosas le puedo dar yo al otro. Es un ida y vuelta,
ida y vuelta, pero con el corazón abierto. Con presunciones de que el
otro está equivocado, mejor irse a casa y no intentar un diálogo, ¿no es
cierto? El diálogo es para el bien común, y el bien común se busca,
desde nuestra diferencias, dándole posibilidad siempre a nuevas
alternativas. Es decir, busca algo nuevo. Siempre, cuando hay verdadero
diálogo, se termina –permítanme la palabra pero la digo noblemente– en
un acuerdo nuevo, donde todos nos pusimos de acuerdo en algo. ¿Hay
diferencias? Quedan a un costado, en la reserva. Pero en ese punto en
que nos pusimos de acuerdo o en esos puntos en que nos pusimos de
acuerdo, nos comprometemos y los defendemos. Es un paso adelante. Esa es
la cultura del encuentro. Dialogar no es negociar. Negociar es procurar
sacar la propia tajada. A ver cómo saco la mía. No, no dialogues, no
pierdas tiempo. Si vas con esa intención no pierdas tiempo. Es buscar el
bien común para todos. Discutir juntos, pensar una mejor solución para
todos. Muchas veces esta cultura del encuentro se ve envuelta en el
conflicto. Es decir.. Vimos un ballet precioso recién. Todo estaba
coordinado y una orquesta que era una verdadera sinfonía de acordes.
Todo estaba perfecto. Todo andaba bien. Pero en el diálogo no siempre es
así, no todo es un ballet perfecto o una orquesta coordinada. En el
diálogo se da el conflicto. Y es lógico y esperable. Porque si yo pienso
de una manera y vos de otra, y vamos andando, se va a crear un
conflicto. ¡No le tenemos que temer! No tenemos que ignorar el
conflicto. Por el contrario, somos invitados a asumir el conflicto. Si
no asumimos el conflicto – “No, es un dolor de cabeza, que vaya con su
idea a su casa, yo me quedo con la mía”- no podemos dialogar nunca. Esto
significa: «Aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en
un eslabón de un nuevo proceso» (Evangelii gaudium
227). Vamos a dialogar, hay conflicto, lo asumo, lo resuelvo y es un
eslabón de un nuevo proceso. Es un principio que nos tiene que ayudar
mucho. «La unidad es superior al conflicto» (ibíd. 228) El
conflicto existe: hay que asumirlo, hay que procurar resolverlo hasta
donde se pueda, pero con miras a lograr una unidad que no es
uniformidad, sino que es unidad en la diversidad. Una unidad que no
rompe las diferencias, sino que las vive en comunión por medio de la
solidaridad y la comprensión. Al tratar de entender las razones del
otro, al tratar de escuchar su experiencia, sus anhelos, podemos ver que
en gran parte son aspiraciones comunes. Y esta es la base del
encuentro: todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre, de un Padre
celestial, y cada uno con su cultura, su lengua, sus tradiciones, tiene
mucho que aportar a la comunidad. Ahora, “¿yo estoy dispuesto a recibir
eso?”. Si estoy dispuesto a recibir, y a dialogar con eso, entonces sí
me siento a dialogar; si no estoy dispuesto, mejor no perder el tiempo.
Las verdaderas culturas nunca están cerradas en sí mismas –mueren, si se
cierran en sí mismas mueren–, sino que están llamadas a encontrarse con
otras culturas y crear nuevas realidades. Cuando estudiamos historia
encontramos culturas milenarias que ya no están más. Han muerto. Por
muchas razones. Pero una de ellas es haberse cerrado en sí mismas. Sin
este presupuesto esencial, sin esta base de hermandad será muy difícil
arribar al diálogo. Si alguien considera que hay personas, culturas,
situaciones de segunda, tercera o de cuarta... algo, seguro, saldrá mal,
porque simplemente carece de lo mínimo, que es el reconocimiento de la
dignidad del otro. Que no hay persona de primera, de segunda, de
tercera, de cuarta: son de la misma línea.
3. Y esto me da pie para responder a la inquietud manifestada en la
tercera pregunta: acoger el clamor de los pobres para construir una
sociedad más inclusiva. Es curioso: el egoísta se excluye. Nosotros
queremos incluir. Acuérdense de la parábola del hijo pródigo, ese hijo
que le pidió la herencia al padre, se llevó toda la plata, la malgastó
en la buena vida y, al cabo de un largo tiempo que había perdido todo
–porque le dolía el estómago de hambre–, se acordó de su padre. Y su
padre lo esperaba. Es la figura de Dios, que siempre nos espera. Y,
cuando lo ve venir, lo abraza y hace fiesta. En cambio, el otro hijo, el
que había estado en la casa, se enoja y se autoexcluye: “Yo con esta
gente no me junto, yo me porté bien, yo tengo una gran cultura, estudié
en tal o tal universidad, tengo esta familia y esta alcurnia. Así que
con éstos no me mezclo”. No excluir a nadie, pero no autoexcluirse,
porque todos necesitamos de todos. También un aspecto fundamental para
promover a los pobres está en el modo en que los vemos. No sirve una
mirada ideológica, que termina usando a los pobres al servicio de otros
intereses políticos y personales (cf. Evangelii gaudium
199). Las ideologías terminan mal, no sirven. Las ideologías tienen una
relación o incompleta o enferma o mala con el pueblo. Las ideologías no
asumen al pueblo. Por eso, fíjense en el siglo pasado. ¿En qué
terminaron las ideologías? En dictaduras, siempre, siempre. Piensan por
el pueblo, no dejan pensar al pueblo. O como decía aquel agudo crítico
de la ideología, cuando le dijeron: “Sí, pero esta gente tiene buena
voluntad y quiere hacer cosas por el pueblo”. –“Sí, sí, sí, todo por el
pueblo, pero nada con el pueblo”. Estas son las ideologías. Para buscar
efectivamente su bien, lo primero es tener una verdadera preocupación
por su persona –estoy hablando de los pobres-, valorarlos en su bondad
propia. Pero, una valoración real exige estar dispuestos a aprender de
los pobres, aprender de ellos. Los pobres tienen mucho que enseñarnos en
humanidad, en bondad, en sacrificio, en solidaridad. Los cristianos,
además, tenemos además un motivo mayor para amar y servir a los pobres,
porque en ellos tenemos el rostro, vemos el rostro y la carne de Cristo,
que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co
8,9). Los pobres son la carne de Cristo. A mí me gusta preguntarle a
alguien, cuando confieso gente –ahora no tengo tantas oportunidades para
confesar como tenía en mi diócesis anterior-, pero me gusta
preguntarle: “¿Y usted ayuda a la gente?” –“Sí, sí, doy limosna”. –“Ah, y
dígame, cuando da limosna, ¿le toca la mano al que da limosna o tira la
moneda y hace así?”. Son actitudes. “Cuando usted da esa limosna, ¿lo
mira a los ojos o mira para otro lado?”. Eso es despreciar al pobre. Son
los pobres. Pensemos bien. Es uno como yo y, si está pasando un mal
momento por miles razones –económicas, políticas, sociales o
personales-, yo podría estar en ese lugar y podría estar deseando que
alguien me ayude. Y además de desear que alguien me ayude, si estoy en
ese lugar, tengo el derecho de ser respetado. Respetar al pobre. No
usarlo como objeto para lavar nuestras culpas. Aprender de los pobres,
con lo que dije, con las cosas que tienen, con los valores que tienen. Y
los cristianos tenemos ese motivo, que son la carne de Jesús.
Ciertamente, es muy necesario para un país el crecimiento económico y
la creación de riqueza, y que esta llegue a todos los ciudadanos sin
que nadie quede excluido. Y eso es necesario. La creación de esta
riqueza debe estar siempre en función del bien común, de todos, y no de
unos pocos. Y en esto hay que ser muy claros. «La adoración del antiguo
becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y
despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía
sin rostro» (Evangelii gaudium
55). Las personas cuya vocación es ayudar al desarrollo económico
tienen la tarea de velar para que éste siempre tenga rostro humano. El
desarrollo económico tiene que tener rostro humano. ¡No, a la economía
sin rostro! Y en sus manos está la posibilidad de ofrecer un trabajo a
muchas personas y dar así una esperanza a tantas familias. Traer el pan a
casa, ofrecer a los hijos un techo, ofrecer salud y educación, son
aspectos esenciales de la dignidad humana, y los empresarios, los
políticos, los economistas, deben dejarse interpelar por ellos. Les pido
que no cedan a un modelo económico idolátrico que necesita sacrificar
vidas humanas en el altar del dinero y de la rentabilidad. En la
economía, en la empresa, en la política, lo primero siempre es la
persona y el habitat donde vive.
Con justa razón, Paraguay es conocido en el mundo por haber sido la
tierra donde comenzaron las Reducciones, una de las experiencias de
evangelización y organización social más interesantes de la historia. En
ellas, el Evangelio fue alma y vida de comunidades donde no había
hambre, no había desocupación ni analfabetismo ni opresión. Esta
experiencia histórica nos enseña que una sociedad más humana también hoy
es posible. Ustedes la vivieron en sus raíces acá. ¡Es posible! Cuando
hay amor al hombre, y voluntad de servirlo, es posible crear las
condiciones para que todos tengan acceso a los bienes necesarios, sin
que nadie sea descartado. Buscar en cada caso las soluciones por el
diálogo.
En la cuarta pregunta, he respondido con esto de una economía toda en
función de la persona y no en función del dinero. La señora, la
empresaria, hablaba de la poca efectividad de ciertos caminos. Y
mencionaba uno que yo había mencionado en la Evangelii gaudium,
que es el populismo irresponsable, ¿no es cierto? Y parece que no dan
efecto, ¿no? Y hay tantas teorías, ¿no? ¿Cómo hacerlo? Creo que con esto
que digo de una economía con rostro humano está la inspiración para
responder a esa pregunta.
En la quinta pregunta creo que la respuesta está dada a lo largo de
lo que dije cuando hablé de las culturas. O sea, hay una cultura
ilustrada, que es cultura y es buena y hay que respetarla, ¿cierto? Hoy,
por ejemplo, en una parte del ballet, se tocó música de una cultura
ilustrada y buena. Pero hay otra cultura, que tiene el mismo valor, que
es la cultura de los pueblos, de los pueblos originarios, de las
diversas etnias. Una cultura que me atrevería a llamarla –pero en el
buen sentido– una cultura popular. Los pueblos tienen su cultura y hacen
su cultura. Es importante ese trabajo por la cultura en el sentido más
amplio de la palabra. No es cultura solamente haber estudiado o poder
gozar de un concierto, o leer un libro interesante, sino también es
cultura mil cosas. Hablaban del tejido de Ñandutí. Por ejemplo, eso es
cultura. Y es cultura nacida del pueblo. Por poner un ejemplo, ¿cierto? Y
hay dos cosas que, antes de terminar, quisiera referirme. Y en esto,
como hay políticos aquí presentes, –incluso está el Presidente de la
República–, lo digo fraternalmente, ¿no? Alguien me dijo: “Mire, “fulano
de tal” está secuestrado por el ejército, ¡haga algo!”. Yo no digo si
es verdad, si no es verdad, si es justo, si no es justo, pero uno de los
métodos que tenían las ideologías dictatoriales del siglo pasado, a las
que me referí hace un rato, era apartar a la gente, o con el exilio o
con la prisión o, en el caso de los campos de exterminio, nazis o
estalinistas, la apartaban con la muerte, ¿no? Para que haya una
verdadera cultura en un pueblo, una cultura política y del bien común,
rápido juicios claros, juicios nítidos. Y no sirve otro tipo de
estratagema. La justicia nítida, clara. Eso nos va a ayudar a todos. Yo
no sé si acá existe eso o no, lo digo con todo respeto. Me lo dijeron
cuando entraba. Me lo dijeron acá. Y que pidiera por no sé quién. No oí
bien el apellido. Y después está otra cosa que también por honestidad
quiero decir: un método que no da libertad a las personas para asumir
responsablemente su tarea de construcción de la sociedad, y es el
chantaje. El chantaje siempre es corrupción: “Si vos hacés esto, te
vamos a hacer esto, con lo cual te destruimos”. La corrupción es la
polilla, es la gangrena de un pueblo. Por ejemplo, ningún político puede
cumplir su rol, su trabajo, si está chantajeado por actitudes de
corrupción: “Dame esto, dame este poder, dame esto o, si no, yo te voy a
hacer esto o aquello”. Eso que se da en todos los pueblos del mundo,
porque eso se da, si un pueblo quiere mantener su dignidad, tiene que
desterrarlo. Estoy hablando de algo universal.
Y termino. Para mí es una gran alegría ver la cantidad y variedad de
asociaciones que están comprometidas en la construcción de un Paraguay
cada vez mejor y próspero, pero, si no dialogan, no sirve para nada. Si
chantajean, no sirve para nada. Esta multitud de grupos y personas son
como una sinfonía, cada uno con su peculiaridad y su riqueza propia,
pero buscando la armonía final, la armonía, y eso es lo que cuenta. Y no
le tengan miedo al conflicto, pero háblenlo y busquen caminos de
solución.
Amen a su patria, a sus conciudadanos y, sobre todo, amen a los más
pobres. Así serán ante el mundo un testimonio de que otro modelo de
desarrollo es posible. Estoy convencido, por la propia historia de
ustedes, de que tienen la fuerza más grande que existe: su humanidad, su
fe, su amor. Ese ser del pueblo paraguayo que lo distingue tan
ricamente entre las naciones del mundo.
Y pido a la Virgen de Caacupé, nuestra Madre, que los cuide, que los
proteja, que los aliente en sus esfuerzos. Que Dios los bendiga y recen
por mí. Gracias.
(DESPUÉS DEL CANTO)
Un consejo, como despedida, antes de la bendición: Lo peor que les
puede pasar a cada uno de ustedes cuando salgan de aquí es pensar: “Qué
bien lo que le dijo el Papa a fulano, a sultano, a aquél otro”. Si
alguno de ustedes acepta pensar así –porque el pensamiento suele venir, a
mí también me viene a veces–, pero hay que rechazarlo: “¿El Papa a
quién le dijo eso?” –“A mí”. Cada uno, quien sea: “A mí”. Y los invito a
rezar a nuestro Padre común, todos juntos, cada uno en su lengua:
Padre nuestro...
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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON OBISPOS, SACERDOTES, DIÁCONOS, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS,
SEMINARISTAS Y MOVIMIENTOS CATÓLICOS
SEMINARISTAS Y MOVIMIENTOS CATÓLICOS
MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE
Catedral Metropolitana de Asunción
Sábado 11 de julio de 2015
Sábado 11 de julio de 2015
Qué lindo es rezar todos juntos las Vísperas. ¿Cómo no soñar con una
iglesia que refleje y repita la armonía de las voces y del canto en la
vida cotidiana? Y lo hacemos en esta Catedral, que tantas veces ha
tenido que comenzar de nuevo; esta catedral es signo de la Iglesia y de
cada uno de nosotros: a veces las tempestades de afuera y de adentro nos
obligan a tirar lo construido y empezar de nuevo, pero siempre con la
esperanza puesta en Dios Y, si miramos este edificio, sin duda no los ha
defraudado a los paraguayos. Porque Dios nunca defrauda Y por eso le
alabamos agradecidos.
La oración litúrgica, su estructura y modo pausado, quiere expresar a
la Iglesia toda, esposa de Cristo, que intenta configurarse con su
Señor. Cada uno de nosotros en nuestra oración queremos ir pareciéndonos
más a Jesús.
La oración hace emerger aquello que vamos viviendo o deberíamos vivir
en la vida cotidiana, al menos la oración que no quiere ser alienante o
solo preciosista. La oración nos da impulso para poner en acción o
revisarnos en aquello que rezábamos en los salmos: somos nosotros las
manos de Dios «que alza de la basura al pobre» (Sal 112,7); y
somos nosotros los que trabajamos para que la tristeza de la esterilidad
se convierta en la alegría del campo fértil. Nosotros que cantamos que
«vale mucho a los ojos del señor la vida de los fieles», somos los que
luchamos, peleamos, defendemos la valía de toda vida humana, desde la
concepción hasta que los años son muchos y las fuerzas pocas. La oración
es reflejo del amor que sentimos por Dios, por los otros, por el mundo
creado; el mandamiento del amor es la mejor configuración con Jesús del
discípulo misionero. Estar apegados a Jesús da profundidad a la vocación
cristiana, que interesada en el «hacer» de Jesús –que es mucho más que
actividades– busca asemejarse a Él en todo lo realizado. La belleza de
la comunidad eclesial nace de la adhesión de cada uno de sus miembros a
la persona de Jesús, formando un «conjunto vocacional» en la riqueza de
la diversidad armónica.
Las antífonas de los cánticos evangélicos de este fin de semana nos
recuerdan el envío de Jesús a los doce. Siempre es bueno crecer en esa
conciencia de trabajo apostólico en comunión. Es hermoso verlos
colaborando pastoralmente, siempre desde la naturaleza y función
eclesial de cada una de las vocaciones y carismas. Quiero exhortarlos a
todos ustedes, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y
seminaristas, obispos, a comprometerse en esta colaboración eclesial,
especialmente en torno a los planes de pastoral de las diócesis y la
misión continental, cooperando con toda su disponibilidad al bien común.
Si la división entre nosotros provoca esterilidad, (cf. Evangelii gaudium,
98-101), no cabe duda de que de la comunión y la armonía nacen la
fecundidad, porque son profundamente consonantes con el Espíritu Santo.
Todos tenemos limitaciones, ninguno puede reproducir en su totalidad a
Jesucristo, y si bien cada vocación se configura principalmente con
algunos rasgos de la vida y la obra de Jesús, hay algunos comunes e
irrenunciables. Recién hemos alabado al Señor porque «no hizo alarde de
su categoría de Dios» (Flp 2,6) y esa es una característica de
toda vocación cristiana, «no hizo alarde de su categoría de Dios». El
llamado por Dios no se pavonea, no anda tras reconocimientos ni aplausos
pasatistas, no siente que subió de categoría ni trata a los demás como
si estuviera en un peldaño más alto.
La supremacía de Cristo es claramente descrita en la liturgia de la
Carta a los Hebreos; nosotros acabamos de leer casi el final de esa
carta: «Hacernos perfectos como el gran pastor de las ovejas» (Hb
13,20). Y esto supone asumir que todo consagrado se configura con Aquel
que en su vida terrena, «entre ruegos y súplicas, con poderoso clamor y
lágrimas», alcanzó la perfección cuando aprendió, sufriendo, qué
significaba obedecer; y eso también es parte del llamado.
Terminemos de rezar nuestras vísperas; el campanario de esta Catedral
fue rehecho varias veces; el sonido de las campanas antecede y acompaña
en muchas oportunidades nuestra oración litúrgica: hechos de nuevo por
Dios cada vez que rezamos, firmes como un campanario, gozosos de
predicar las maravillas de Dios, compartamos el Magnificat y lo dejemos
al Señor hacer –que Él haga–, a través de nuestra vida consagrada,
grandes cosas en el Paraguay.
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VISITA A LA POBLACIÓN DEL BAÑADO NORTE
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Capilla de San Juan Bautista, Asunción
Domingo 12 de julio de 2015
Domingo 12 de julio de 2015
Queridas hermanas y hermanos, ¡buenos días!
Estoy muy alegre por visitarlos a ustedes esta mañana. No podía
estar en Paraguay sin estar con ustedes, sin estar en ésta ‘su’ tierra.
Nos encontramos en esta Parroquia llamada Sagrada Familia y les
confieso que desde que comencé a pensar en esta visita, desde que
comencé a caminar desde Roma hacia acá, venía pensando en la Sagrada
Familia. Y, cuando pensaba en ustedes, me recordaba la Sagrada Familia.
Ver sus rostros, sus hijos, sus abuelos. Escuchar sus historias y todo
lo que han realizado para estar aquí, todo lo que pelean para tener una
vida digna, un techo. Todo lo que hacen para superar la inclemencia del
tiempo, las inundaciones de estas últimas semanas, me trae al recuerdo,
todo esto, a la pequeña familia de Belén. Una lucha que no les ha robado
la sonrisa, la alegría, la esperanza. Una pelea que no les ha sacado la
solidaridad, por el contrario, la ha estimulado y la ha hecho crecer.
Me quiero detener con José y María en Belén. Ellos tuvieron que dejar
su lugar, los suyos, sus amigos. Tuvieron que dejar lo propio e ir a
otra tierra. Una tierra en la que no conocían a nadie, no tenían casa,
no tenían familia. En ese momento, esa joven pareja tuvo a Jesús. En ese
contexto, en una cueva preparada como pudieron, esa joven pareja nos
regaló a Jesús. Estaban solos, en tierra extraña, ellos tres. De
repente, empezó a aparecer gente: pastores, personas igual que ellos,
que tuvieron que dejar lo propio en función de conseguir mejores
oportunidades familiares. Vivían en función también de las inclemencias
del tiempo y de otro tipo de inclemencias…
Cuando se enteraron del nacimiento de Jesús se acercaron, se hicieron
prójimos, se hicieron vecinos. Se volvieron de pronto la familia de
María y José. La familia de Jesús.
Esto es lo que sucede cuando aparece Jesús en nuestra vida. Eso es
lo que despierta la fe. La fe nos hace prójimos, nos hace prójimos a la
vida de los demás, nos aproxima a la vida de los demás. La fe despierta
nuestro compromiso con los demás, la fe despierta nuestra solidaridad:
una virtud, humana y cristiana, que ustedes tienen y que muchos, muchos,
tienen y tenemos que aprender. El nacimiento de Jesús despierta nuestra
vida. Una fe que no se hace solidaridad es una fe muerta, o una fe
mentirosa. “No, yo soy muy católico, yo soy muy católica, voy a misa
todos los domingos”. Pero dígame, señor, señora, “¿qué pasa allá en los
Bañados? ‒“Ah, no sé, sí…, no…, no sé, sí…, sé que hay gente ahí, pero
no sé…”. Por más misa de los domingos, si no tenés un corazón solidario,
si no sabés lo que pasa en tu pueblo, tu fe es muy débil o es enferma o
está muerta. Es una fe sin Cristo. La fe sin solidaridad es una fe sin
Cristo, es una fe sin Dios, es una fe sin hermanos. Entonces viene ese
dicho, que espero recordarlo bien, pero que pinta este problema de una
fe sin solidaridad: “Un Dios sin pueblo, un pueblo sin hermanos, un
pueblo sin Jesús”. Esa es la fe sin solidaridad. Y Dios se metió en
medio del pueblo que Él eligió para acompañarlo, y le mandó su Hijo a
ése pueblo para salvarlo, para ayudarlo. Dios se hizo solidario con ese
pueblo, y Jesús no tuvo ningún problema de bajar, humillarse, abajarse,
hasta morir por cada uno de nosotros, por esa solidaridad de hermano,
solidaridad que nace del amor que tenía a su Padre y del amor que tenía a
nosotros. Acuérdense, cuando una fe no es solidaria, o es débil o está
enferma o está muerta. No es la fe de Jesús. Como les decía, el primero
en ser solidario fue el Señor, que eligió vivir entre nosotros, eligió
vivir en medio nuestro. Y yo vengo aquí como esos pastores que fueron a
Belén. Me quiero hacer prójimo.
Quiero bendecir la fe de ustedes, quiero
bendecir sus manos, quiero bendecir su comunidad. Vine a dar gracias
con ustedes, porque la fe se ha hecho esperanza y es una esperanza que
estimula al amor. La fe que despierta Jesús es una fe con capacidad de
soñar futuro y de luchar por eso en el presente. Precisamente por eso yo
los quiero estimular a que sigan siendo misioneros de esta fe, a seguir
contagiando esta fe por estas calles, por estos pasillos. Esta fe que
nos hace solidarios entre nosotros, con nuestro hermano mayor, Jesús, y
nuestra Madre, la Virgen. Haciéndose prójimos especialmente de los más
jóvenes y de los ancianos. Haciéndose soporte de las jóvenes familias, y
de todos aquellos que están pasando momentos de dificultad. Quizás el
mensaje más fuerte que ustedes pueden dar hacia afuera es esa fe
“solidaria”. El diablo quiere que se peleen entre ustedes, porque así
divide y los derrota y les roba la fe. ¡Solidaridad de hermanos para
defender la fe! ¡Solidaridad de hermanos para defender la fe! Y, además,
que esa fe solidaria sea mensaje para toda la ciudad.
Quiero rezar por sus familias y rezar a la Sagrada Familia, para que
su modelo, su testimonio siga siendo luz en el camino, estimulo en los
momentos difíciles y que nos dé la gracia de un regalo, que lo pedimos
juntos, todos: que la Sagrada Familia nos regale “pastores”, que nos
regale curas, obispos, capaces de acompañar, y de sostener y estimular,
la vida de sus familias. Capaces de hacer crecer esa fe solidaria que
nunca es vencida.
Los invito a rezar juntos y les pido también que no se olviden de
rezar por mí. Y recemos juntos una oración a nuestro Padre que nos hace
hermanos, nos mandó a nuestro Hermano mayor, su Hijo Jesús, y nos dio
una Madre que nos acompañara. Padre Nuestro….
Que los bendiga Dios Todopoderoso, el Padre, y el Hijo y el Espíritu
Santo. Y sigan adelante. ¡Y no dejen que el diablo los divida! Adiós.
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SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Campo grande de Ñu Guazú, Asunción
Domingo 12 de julio de 2015
Domingo 12 de julio de 2015
«El Señor
nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto», así dice el Salmo
(84,13). Esto estamos invitados a celebrar, esa misteriosa comunión
entre Dios y su Pueblo, entre Dios y nosotros. La lluvia es signo de su
presencia en la tierra trabajada por nuestras manos. Una comunión que
siempre da fruto, que siempre da vida. Esta confianza brota de la fe,
saber que contamos con su gracia, que siempre transformará y regará
nuestra tierra.
Una
confianza que se aprende, que se educa. Una confianza que se va gestando
en el seno de una comunidad, en la vida de una familia. Una confianza
que se vuelve testimonio en los rostros de tantos que nos estimulan a
seguir a Jesús, a ser discípulos de Aquel que no decepciona jamás. El
discípulo se siente invitado a confiar, se siente invitado por Jesús a
ser amigo, a compartir su suerte, a compartir su vida. «A ustedes no los
llamo siervos, los llamo amigos porque les di a conocer todo lo que
sabía de mi Padre» (Jn 15,15). Los discípulos son aquellos que aprenden a
vivir en la confianza de la amistad de Jesús.
Y el
Evangelio nos habla de este discipulado. Nos presenta la cédula de
identidad del cristiano. Su carta de presentación, su credencial.
Jesús llama a
sus discípulos y los envía dándoles reglas claras, precisas. Los
desafía con una serie de actitudes, comportamientos que deben tener. Y
no son pocas las veces que nos pueden parecer exageradas o absurdas;
actitudes que sería más fácil leerlas simbólicamente o
«espiritualmente». Pero Jesús es bien claro. No les dice: «Hagan como
que…» o «hagan lo que puedan».
Recordemos
juntos esas recomendaciones: «No lleven para el camino más que un
bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero... permanezcan en la casa donde
les den alojamiento» (cf. Mc 6,8-11). Parecería algo imposible.
Podríamos
concentrarnos en las palabras: «pan», «dinero», «alforja», «bastón»,
«sandalias», «túnica». Y es lícito. Pero me parece que hay una palabra
clave, que podría pasar desapercibida frente a la contundencia de las
que acabo de enumerar. Una palabra central en la espiritualidad
cristiana, en la experiencia del discipulado: hospitalidad. Jesús como
buen maestro, pedagogo, los envía a vivir la hospitalidad. Les dice:
«Permanezcan donde les den alojamiento». Los envía a aprender una de las
características fundamentales de la comunidad creyente. Podríamos decir
que cristiano es aquel que aprendió a hospedar, que aprendió a alojar.
Jesús no los
envía como poderosos, como dueños, jefes o cargados de leyes, normas;
por el contrario, les muestra que el camino del cristiano es simplemente
transformar el corazón. El suyo, y ayudar a transformar el de los
demás. Aprender a vivir de otra manera, con otra ley, bajo otra norma.
Es pasar de la lógica del egoísmo, de la clausura, de la lucha, de la
división, de la superioridad, a la lógica de la vida, de la gratuidad,
del amor. De la lógica del dominio, del aplastar, manipular, a la lógica
del acoger, recibir y cuidar.
Son dos las lógicas que están en juego, dos maneras de afrontar la vida y de afrontar la misión.
Cuántas
veces pensamos la misión en base a proyectos o programas. Cuántas veces
imaginamos la evangelización en torno a miles de estrategias, tácticas,
maniobras, artimañas, buscando que las personas se conviertan en base a
nuestros argumentos. Hoy el Señor nos lo dice muy claramente: en la
lógica del Evangelio no se convence con los argumentos, con las
estrategias, con las tácticas, sino simplemente aprendiendo a alojar, a
hospedar.
La Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a quien
tiene necesidad de
mayor cuidado, que está en mayor dificultad. La Iglesia, como la quería
Jesús, es la casa de la hospitalidad. Y cuánto bien podemos hacer si
nos animamos a aprender este lenguaje de la hospitalidad, este lenguaje
de recibir, de acoger. Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede
curar en un hogar donde uno se pueda sentir recibido. Para eso hay que
tener las puertas abiertas, sobre todo las puertas del corazón.
Hospitalidad
con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo,
con el enfermo, con el preso (cf. Mt 25,34-37), con el leproso, con el
paralítico. Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que
no tiene fe o la ha perdido. Y, a veces, por culpa nuestra. Hospitalidad
con el perseguido, con el desempleado. Hospitalidad con las culturas
diferentes, de las cuales esta tierra paraguaya es tan rica.
Hospitalidad con el pecador, porque cada uno de nosotros también lo es.
Tantas veces
nos olvidamos que hay un mal que precede a nuestros pecados, que viene
antes. Hay una raíz que causa tanto, pero tanto, daño, y que destruye
silenciosamente tantas vidas. Hay un mal que, poco a poco, va haciendo
nido en nuestro corazón y «comiendo» nuestra vitalidad: la soledad.
Soledad que puede tener muchas causas, muchos motivos. Cuánto destruye
la vida y cuánto mal nos hace. Nos va apartando de los demás, de Dios,
de la comunidad. Nos va encerrando en nosotros mismos. De ahí que lo
propio de la Iglesia, de esta madre, no sea principalmente gestionar
cosas, proyectos, sino aprender la fraternidad con los demás. Es la
fraternidad acogedora, el mejor testimonio que Dios es Padre, porque «de
esto sabrán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman los unos a
los otros» (Jn 13,35).
De esta manera, Jesús nos abre a una nueva lógica. Un horizonte lleno de vida, de belleza, de verdad, de plenitud.
Dios nunca
cierra horizontes, Dios nunca es pasivo a la vida, nunca es pasivo al
sufrimiento de sus hijos. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Por
eso nos envía a su Hijo, lo dona, lo entrega, lo comparte; para que
aprendamos el camino de la fraternidad, el camino del don. Es
definitivamente un nuevo horizonte, es una nueva palabra, para tantas
situaciones de exclusión, disgregación, encierro, aislamiento. Es una
palabra que rompe el silencio de la soledad.
Y cuando
estemos cansados, o se nos haga pesada la tarea de evangelizar, es bueno
recordar que la vida que Jesús nos propone responde a las necesidades
más hondas de las personas, porque todos hemos sido creados para la
amistad con Jesús y para el amor fraterno (cf. Evangelii gaudium, 265).
Hay algo que es cierto,:
no podemos obligar a nadie a recibirnos, a hospedarnos; es cierto y es
parte de nuestra pobreza y de nuestra libertad. Pero también es cierto
que nadie puede obligarnos a no ser acogedores, hospederos de la vida de
nuestro Pueblo. Nadie puede pedirnos que no recibamos y abracemos la
vida de nuestros hermanos, especialmente la vida de los que han perdido
la esperanza y el gusto por vivir. Qué lindo es imaginarnos nuestras
parroquias, comunidades, capillas, donde están los cristianos, no con
las puertas cerradas sino como verdaderos centros de encuentro entre
nosotros y con Dios. Como lugares de hospitalidad y de acogida.
La Iglesia
es madre, como María. En ella tenemos un modelo. Alojar como María, que
no dominó ni se adueñó de la Palabra de Dios sino que, por el contrario,
la hospedó, la gestó, y la entregó.
Alojar como la tierra, que no domina la semilla, sino que la recibe, la nutre y la germina.
Así queremos
ser los cristianos, así queremos vivir la fe en este suelo paraguayo,
como María, alojando la vida de Dios en nuestros hermanos con la
confianza, con la certeza que «el Señor nos dará la lluvia y nuestra
tierra dará su fruto». Que así sea.
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ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
Campo Grande de Ñu Guazú, Asunción
Domingo 12 de julio de 2015
Domingo 12 de julio de 2015
Agradezco al
Señor Arzobispo de Asunción, Mons. Edmundo Ponziano Valenzuela Mellid, y
al Señor Arzobispo [ortodoxo] de Sudamérica, Tarasios, las amables
palabras.
Al terminar esta celebración dirigimos
nuestra mirada confiada a la Virgen María, Madre de Dios y Madre
nuestra. Ella es el regalo de Jesús a su pueblo. Nos la dio como madre
en la hora de la cruz y del sufrimiento. Es fruto de la entrega de
Cristo por nosotros. Y, desde entonces, siempre ha estado y estará con
sus hijos, especialmente los más pequeños y necesitados.
Ella ha
entrado en el tejido de la historia de nuestros pueblos y sus gentes.
Como en tantos otros países de Latinoamérica, la fe de los paraguayos
está impregnada de amor a la Virgen. Acuden con confianza a su madre, le
abren su corazón y le confían sus alegrías y sus penas, sus ilusiones y
sus sufrimientos. La Virgen los consuela y con la ternura de su amor
les enciende la esperanza. No dejen de invocar y confiar en María, madre
de misericordia para todos sus hijos sin distinción.
A la Virgen,
que perseveró con los Apóstoles en espera del Espíritu Santo
(cf. Hch 1,13-14), le pido también que vele por la Iglesia, y fortalezca
los vínculos fraternos entre todos sus miembros. Que con la ayuda de
María, la Iglesia sea casa de todos, una casa que sepa hospedar, una
madre para todos los pueblos.
Queridos
hermanos: les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí. Yo sé
muy bien cuánto se quiere al Papa en Paraguay. También los llevo en mi
corazón y rezo por ustedes y por su País.
Y ahora los invito a rezar el Ángelus a la Virgen.
Bendición
Que el Señor
los bendiga y los proteja, haga brillar su Rostro sobre ustedes y les
otorgue su misericordia. Vuelva su mirada hacia ustedes y les conceda la
paz. La bendición de Dios Todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo descienda sobre ustedes y permanezca para siempre.
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ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Costanera de Asunción, Paraguay
Domingo 12 de julio de 2015
Domingo 12 de julio de 2015
Queridos jóvenes, buenas tardes.
Después de haber leído el Evangelio, Orlando se acercó a saludarme y
me dijo: “Te pido que reces por la libertad de cada uno de nosotros, de
todos”. Es la bendición que pidió Orlando para cada uno de nosotros. Es
la bendición que pedimos ahora todos juntos: la libertad. Porque
la libertad es un regalo que nos da Dios, pero hay que saber recibirlo,
hay que saber tener el corazón libre, porque todos sabemos que en el
mundo hay tantos lazos que nos atan el corazón y no dejan que el corazón
sea libre. La explotación, la falta de medios para sobrevivir, la
drogadicción, la tristeza, todas esas cosas nos quitan la libertad.
Así
que todos juntos, agradeciéndole a Orlando que haya pedido esta
bendición, tener el corazón libre, un corazón que pueda decir lo que
piensa, que pueda decir lo que siente y que pueda hacer lo que piensa y
lo que siente. ¡Ese es un corazón libre! Y eso es lo que vamos a pedir
todos juntos, esa bendición que Orlando pidió para todos. Repitan
conmigo: “Señor Jesús, dame un corazón libre. Que no sea esclavo de
todas las trampas del mundo. Que no sea esclavo de la comodidad, del
engaño. Que no sea esclavo de la buena vida. Que no sea esclavo de los
vicios. Que no sea esclavo de una falsa libertad, que es hacer lo que me
gusta en cada momento”. Gracias, Orlando, por hacernos caer en la
cuenta de que tenemos que pedir un corazón libre. ¡Pídanlo todos los
días!
Y hemos escuchado dos testimonios: el de Liz y el de Manuel. Liz nos
enseña una cosa. Así como Orlando nos enseñó a rezar para tener un
corazón libre, Liz con su vida nos enseña que no hay que ser como Poncio
Pilato: lavarse las manos. Liz podía haber tranquilamente puesto a su
mamá en un asilo, a su abuela en otro asilo y vivir su vida de joven,
divirtiéndose, estudiando lo que quería. Y Liz dijo: “No, la abuela, la
mamá…”. Y Liz se convirtió en sierva, en servidora y, si quieren más
fuerte todavía, en sirvienta de la mamá y de la abuela. ¡Y lo hizo con
cariño! Hasta tal punto –decía ella–, que hasta se cambiaron los roles y
ella terminó siendo la mamá de su mamá, en el modo como la cuidaba. Su
mamá, con esa enfermedad tan cruel que confunde las cosas. Y ella quemó
su vida, hasta ahora, hasta los 25 años, sirviendo a su mamá y a su
abuela. ¿Sola? No, Liz no estaba sola. Ella dijo dos cosas que nos
tienen que ayudar: habló de un ángel, de una tía que fue como un ángel; y
habló del encuentro con los amigos los fines de semana, con la
comunidad juvenil de evangelización, con el grupo juvenil que alimentaba
su fe. Y esos dos ángeles –esa tía que la custodiaba y ese grupo
juvenil– le daban más fuerza para seguir adelante. Y eso se llama solidaridad.
¿Cómo se llama? [Responden los jóvenes: “Solidaridad”]. Cuando nos
hacemos cargo del problema de otro. Y ella encontró allí un remanso para
su corazón cansado. Pero hay algo que se nos escapa. Ella no dijo:
“Hago esto y nada más”. ¡Estudió! Y es enfermera. Y haciendo todo eso,
la ayuda, la solidaridad que recibió de ustedes, del grupo de ustedes,
que recibió de esa tía que era como un ángel, la ayudó a seguir
adelante. Y hoy, a los 25 años, tiene la gracia que Orlando nos hacía
pedir: tiene un corazón libre. Liz cumple el cuarto mandamiento:
“Honrarás a tu padre y a tu madre”. Liz muestra su vida, ¡la quema!, en
el servicio a su madre. Es un grado altísimo de solidaridad, es un grado
altísimo de amor. Un testimonio. “Padre, ¿entonces se puede amar?”. Ahí
tienen a alguien que nos enseña a amar.
Primero: libertad, corazón libre. Entonces, todos juntos: [Los
jóvenes repiten cada frase] “Primero: corazón libre”. “Segundo:
solidaridad para acompañar”. Solidaridad. Eso es lo que nos enseña este
testimonio. Y a Manuel no le regalaron la vida. Manuel no es un “nene
bien”. No es un “nene”, no fue un “nene”, no es un chico, un muchacho
hoy, a quien la vida le fue fácil. Dijo palabras duras: “Fui explotado,
fui maltratado, a riesgo de caer en las adicciones, estuve solo”.
Explotación, maltrato y soledad. Y en vez de salir a hacer maldades, en
vez de salir a robar, se fue a trabajar. En vez de salir a vengarse de
la vida, miró adelante. Y Manuel usó una frase linda: “Pude salir
adelante porque en la situación en que yo estaba era difícil hablar de
futuro”. ¿Cuántos jóvenes, ustedes, hoy tienen la posibilidad de
estudiar, de sentarse a la mesa con la familia todos los días, tienen la
posibilidad de que no les falte lo esencial? ¿Cuántos de ustedes tienen
eso? Todos juntos, los que tienen eso, digan: “¡Gracias Señor!” [Los
jóvenes repiten: “¡Gracias Señor!”]. Porque acá tuvimos un testimonio de
un muchacho que desde chico supo lo que era el dolor, la tristeza, que
fue explotado, maltratado, que no tenía qué comer y que estaba solo.
¡Señor, salvá a esos chicos y chicas que están en esa situación! Y para
nosotros, ¡Señor, gracias! ¡Gracias, Señor! Todos: ¡Gracias, Señor!
Libertad de corazón. ¿Se acuerdan? Libertad de corazón; lo que nos
decía Orlando. Servicio, solidaridad; lo que nos decía Liz. Esperanza,
trabajo, luchar por la vida, salir adelante; lo que nos decía Manuel.
Como ven, la vida no es fácil para muchos jóvenes. Y esto quiero que lo
entiendan, quiero que se lo metan en la cabeza: “Si a mí la vida me es
relativamente fácil, hay otros chicos y chicas que no le es
relativamente fácil”. Más aún, que la desesperación los empuja a la
delincuencia, los empuja al delito, los empuja a colaborar con la
corrupción. A esos chicos, a esas chicas, les tenemos que decir que
nosotros les estamos cerca, queremos darles una mano, que queremos
ayudarlos, con solidaridad, con amor, con esperanza.
Hubo dos frases que dijeron los dos que hablaron, Liz y Manuel. Dos
frases, son lindas. Escúchenlas. Liz dijo que empezó a conocer a Jesús,
conocer a Jesús, y eso es abrir la puerta a la esperanza. Y Manuel dijo:
“Conocí a Dios, mi fortaleza”. Conocer a Dios es fortaleza. O sea,
conocer a Dios, acercarse a Jesús, es esperanza y fortaleza. Y eso es lo
que necesitamos de los jóvenes hoy: jóvenes con esperanza y jóvenes con
fortaleza. No queremos jóvenes “debiluchos”, jóvenes que están ahí no
más, ni sí ni no. No queremos jóvenes que se cansen rápido y que vivan
cansados, con cara de aburridos. Queremos jóvenes fuertes. Queremos
jóvenes con esperanza y con fortaleza. ¿Por qué? Porque conocen a Jesús,
porque conocen a Dios. Porque tienen un corazón libre. Corazón libre,
repitan. [Los jóvenes repiten cada una de las palabras] Solidaridad.
Trabajo. Esperanza. Esfuerzo. Conocer a Jesús. Conocer a Dios, mi
fortaleza. Un joven que viva así, ¿tiene la cara aburrida? [respuesta de
los jóvenes: “No”] ¿Tiene el corazón triste? [respuesta de los jóvenes:
“No”]. ¡Ese es el camino! Pero para eso hace falta sacrificio, hace
falta andar contracorriente. Las Bienaventuranzas que leímos hace un
rato son el plan de Jesús para nosotros. El plan... Es un plan
contracorriente. Jesús les dice: “Felices los que tienen alma de pobre”.
No dice: “Felices los ricos, los que acumulan plata”. No. Los que
tienen el alma de pobre, los que son capaces de acercarse y comprender
lo que es un pobre. Jesús no dice: “Felices los que lo pasan bien”, sino
que dice: “Felices los que tienen capacidad de afligirse por el dolor
de los demás”. Y así, yo les recomiendo que lean después, en casa, las
Bienaventuranzas, que están en el capítulo quinto de San Mateo. ¿En qué
capítulo están? [respuesta de los jóvenes: “quinto”] ¿De qué Evangelio?
[respuesta de los jóvenes: “San Mateo”]. Léanlas y medítenlas, que les
va a hacer bien.
Tengo que agradecer a vos, Liz; te agradezco, Manuel; e te agradezco, Orlando. Corazón libre, que es lo que debe ser.
Y me tengo que ir [jóvenes: “No!”]. El otro día, un cura en broma me
dijo: “Sí, usted siga haciéndole… aconsejando a los jóvenes que hagan
lío. Siga, siga. Pero después, los líos que hacen los jóvenes los
tenemos que arreglar nosotros”. ¡Hagan lío! Pero también ayuden a
arreglar y a organizar el lío que hacen. Las dos cosas: hagan lío y
organícenlo bien. Un lío que nos dé un corazón libre, un lío que nos dé
solidaridad, un lío que nos dé esperanza, un lío que nazca de haber
conocido a Jesús y de saber que Dios, a quien conocí, es mi fortaleza.
Ese es el lío que hagan.
Como sabía las preguntas, porque me las habían pasado antes, había
escrito un discurso para ustedes, para dárselo, pero los discursos son
aburridos, así que, se lo dejo al Señor Obispo encargado de la Juventud
para que lo publique.
Y ahora, antes de irme, [“No!”] les pido, primero, que sigan rezando
por mí; segundo, que sigan haciendo lío; tercero, que ayuden a organizar
el lío que hacen para que no destruya nada. Y todos juntos ahora, en
silencio, vamos a elevar el corazón a Dios. Cada uno desde su corazón,
en voz baja, repita las palabras:
Señor Jesús, te doy gracias por estar aquí. Te doy gracias porque me
diste hermanos como Liz, Manuel y Orlando. Te doy gracias porque nos
diste muchos hermanos que son como ellos. Que te encontraron, Jesús. Que
te conocen, Jesús. Que saben que Vos, su Dios, sos su fortaleza. Jesús,
te pido por los chicos y chicas que no saben que Vos sos su fortaleza y
que tienen miedo de vivir, miedo de ser felices, tienen miedo de soñar.
Jesús, enseñános a soñar, a soñar cosas grandes, cosas lindas, cosas
que aunque parezcan cotidianas, son cosas que engrandecen el corazón.
Señor Jesús, danos fortaleza, danos un corazón libre, danos esperanza,
danos amor y enseñános a servir. Amén.
Ahora les voy a dar la bendición y les pido, por favor, que recen por
mí y que recen por tantos chicos y chicas que no tienen la gracia que
tienen ustedes de haber conocido a Jesús, que les da esperanza, les da
un corazón libre y los hace fuertes.
(Bendición)
Y que los bendiga Dios Todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Discurso preparado por el Santo Padre
Queridos jóvenes:
Me da una gran alegría poder encontrarme con ustedes, en este clima
de fiesta. Poder escuchar sus testimonios y compartir su entusiasmo y
amor a Jesús.
Gracias a Mons. Ricardo Valenzuela, responsable de la pastoral
juvenil, por sus palabras. Gracias Manuel y Liz por la valentía en
compartir sus vidas, sus testimonios en este encuentro. No es fácil
hablar de las cosas personales y menos delante de tanta gente. Ustedes
han compartido el tesoro más grande que tienen, sus historias, sus vidas
y cómo Jesús se fue metiendo en ellas.
Para responder a sus preguntas me gustaría destacar algunas de las cosas que ustedes compartían.
Manuel, vos nos decías algo así: «Hoy me sobran ganas de servir a
otros, tengo ganas de superarme». Pasaste momentos muy difíciles,
situaciones muy dolorosas, pero hoy tenés muchas ganas de servir, de
salir, de compartir tu vida con los demás.
Liz no es nada fácil ser madre de los propios padres y más cuando uno
es joven, pero qué sabiduría y maduración guardan tus palabras cuando
nos decías: «Hoy juego con ella, cambio los pañales, son todas las cosas
que hoy les entrego a Dios y estoy apenas compensando todo lo que mi
madre hizo por mí».
Ustedes jóvenes paraguayos, sí que son valientes.
También compartieron cómo hicieron para salir adelante. Dónde
encontraron fuerzas. Los dos dijeron: «En la parroquia». En los amigos
de la parroquia y en los retiros espirituales que ahí se organizaban.
Dos claves muy importantes: los amigos y los retiros espirituales.
Los amigos. La amistad es de los regalos más grande que una
persona, que un joven puede tener y puede ofrecer. Es verdad. Qué
difícil es vivir sin amigos. Fíjense si será de las cosas más hermosas
que Jesús dice: «yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo
lo que oí de mi Padre» (Jn 15,5). Uno de los secretos más grande
del cristiano radica en ser amigos, amigos de Jesús. Cuando uno quiere a
alguien, le está al lado, lo cuida, ayuda, le dice lo que piensa, sí,
pero no lo deja tirado. Así es Jesús con nosotros, nunca nos deja
tirados. Los amigos se hacen el aguante, se acompañan, se protegen. Así
es el Señor con nosotros. Nos hace el aguante.
Los retiros espirituales. San Ignacio hace una meditación
famosa llamada de las dos banderas. Describe por un lado, la bandera del
demonio y por otro, la bandera de Cristo. Sería como las camisetas de
dos equipos y nos pregunta, en cuál nos gustaría jugar.
Con esta meditación, nos hace imaginar, como sería pertenecer a uno u
a otro equipo. Sería como preguntarnos, ¿con quién querés jugar en la
vida?
Y dice San Ignacio que el demonio para reclutar jugadores, les
promete a aquellos que jueguen con él riqueza, honores, gloria, poder.
Serán famosos. Todos los endiosarán.
Por otro lado, nos presenta la jugada de Jesús. No como algo
fantástico. Jesús no nos presenta una vida de estrellas, de famosos, por
el contrario, nos dice que jugar con él es una invitación, a la
humildad, al amor, al servicio a los demás. Jesús no nos miente. Nos
toma en serio.
En la Biblia, al demonio se lo llama el padre de la mentira. Aquel
que prometía, o mejor dicho, te hacía creer que haciendo determinadas
cosas serías feliz. Y después te dabas cuenta que no eras para nada
feliz. Que estuviste atrás de algo que lejos de darte la felicidad, te
hizo sentir más vacío, más triste. Amigos: el diablo, es un «vende
humo». Te promete, te promete, pero no te da nada, nunca va a cumplir
nada de lo que dice. Es un mal pagador. Te hace desear cosas que no
dependen de él, que las consigas o no. Te hace depositar la esperanza en
algo que nunca te hará feliz. Esa es su jugada, esa es su estrategia.
Hablar mucho, ofrecer mucho y no hacer nada. Es un gran «vende humo»
porque todo lo que nos propone es fruto de la división, del compararnos
con los demás, de pisarle la cabeza a los otros para conseguir nuestras
cosas. Es un «vende humo» porque, para alcanzar todo esto, el único
camino es dejar de lado a tus amigos, no hacerle el aguante a nadie.
Porque todo se basa en la apariencia. Te hace creer que tu valor depende
de cuánto tenés.
Por el contrario, tenemos a Jesús, que nos ofrece su jugada. No nos
vende humo, no nos promete aparentemente grandes cosas. No nos dice que
la felicidad estará en la riqueza, el poder, orgullo. Por el contrario.
Nos muestra que el camino es otro. Este Director Técnico les dice a sus
jugadores: Bienaventurados, felices los pobres de espíritu, los que
lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los
misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz,
los perseguidos por la justicia. Y termina diciéndoles, alégrense por
todo esto (cf. Mt 5,1-12).
¿Por qué? Porque Jesús no nos miente. Nos muestra un camino que es
vida, que es verdad. Él es la gran prueba de esto. Es su estilo, su
manera de vivir la vida, la amistad, la relación con su Padre. Y es a lo
que nos invita. A sentirnos hijos. Hijos amados.
Él no te vende humo. Porque sabe que la felicidad, la verdadera, la
que deja lleno el corazón, no está en las «pilchas» que llevamos, en los
zapatos que nos ponemos, en la etiqueta de determinada marca. Él sabe
que la felicidad verdadera, está en ser sensibles, en aprender a llorar
con los que lloran, en estar cerca de los que están tristes, en poner el
hombro, dar un abrazo. Quien no sabe llorar, no sabe reír y por lo
tanto, no sabe vivir. Jesús sabe que en este mundo de tanta competencia,
envidia y tanta agresividad, la verdadera felicidad pasa por aprender a
ser pacientes, a respetar a los demás, a no condenar ni juzgar a nadie.
El que se enoja, pierde, dice el refrán. No le des el corazón a la
rabia, al rencor.
Felices los que tienen misericordia. Felices los que
saben ponerse en el lugar del otro, en los que tienen la capacidad de
abrazar, de perdonar. Todos hemos alguna vez experimentado esto. Todos
en algún momento nos hemos sentido perdonados, ¡qué lindo que es! Es
como recobrar la vida, es tener una nueva oportunidad. No hay nada más
lindo que tener nuevas oportunidades. Es como que la vida vuelve a
empezar. Por eso, felices aquellos que son portadores de nueva vida, de
nuevas oportunidades. Felices los que trabajan para ello, los que luchan
para ello. Errores tenemos todos, equivocaciones, miles. Por eso,
felices aquellos que son capaces de ayudar a otros en su error, en sus
equivocaciones. Que son verdaderos amigos y no dejan tirado a nadie.
Esos son los limpios de corazón, los que logran ver más allá de la
simple macana y superan las dificultades. Felices los que ven
especialmente lo bueno de los demás.
Liz, vos nombraste a Chikitunga, esta Sierva de Dios paraguaya.
Dijiste que era como tu hermana, tu amiga, tu modelo. Ella, al igual que
tantos, nos muestra que el camino de las bienaventuranzas es un camino
de plenitud, un camino posible, real. Que llena el corazón. Ellos son
nuestros amigos y modelos que ya dejaron de jugar en esta «cancha», pero
se vuelven esos jugadores indispensables que uno siempre mira para dar
lo mejor de sí. Ellos son el ejemplo de que Jesús no es un «vende humo»,
su propuesta es de plenitud. Pero por sobre todas las cosas, es una
propuesta de amistad, de amistad verdadera, de esa amistad que todos
necesitamos. Amigos al estilo de Jesús. Pero no para quedarnos entre
nosotros, sino para salir a la «cancha», a ir a hacer más amigos. Para
contagiar la amistad de Jesús por el mundo, donde estén, en el trabajo,
en el estudio, en la previa, por whastapp, en facebook o twitter.
Cuando salgan a bailar, o tomando un buen tereré. En la plaza o jugando
un partidito en la cancha del barrio. Ahí es donde están los amigos de
Jesús. No vendiendo humo, sino haciendo el aguante. El aguante de saber
que somos felices, porque tenemos un Padre que está en el cielo.
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