MENSAJES DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AGOSTO 2016
Celebro la iniciativa del CELAM y la CAL, en contacto con los episcopados de Estados Unidos y Canadá —me recuerda el Sínodo de América esto— de tener esta oportunidad de celebrar como Continente el Jubileo de la Misericordia. Me alegra saber que han podido participar todos los países de América. Frente a tantos intentos de fragmentación, de división y de enfrentar a nuestros pueblos, estas instancias nos ayudan a abrir horizontes y estrecharnos una y otra vez las manos; un gran signo que nos anima en la esperanza.
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DE PÉSAME POR EL FALLECIMIENTO DEL
CARDENAL FRANCISZEK MACHARSKI
AGOSTO 2016
VIDEOMENSAJE CON OCASIÓN DEL JUBILEO DE LA MISERICORDIA DEL CONTINENTE AMERICANO
[BOGOTÁ, 27-30 DE AGOSTO DE 2016]
Celebro la iniciativa del CELAM y la CAL, en contacto con los episcopados de Estados Unidos y Canadá —me recuerda el Sínodo de América esto— de tener esta oportunidad de celebrar como Continente el Jubileo de la Misericordia. Me alegra saber que han podido participar todos los países de América. Frente a tantos intentos de fragmentación, de división y de enfrentar a nuestros pueblos, estas instancias nos ayudan a abrir horizontes y estrecharnos una y otra vez las manos; un gran signo que nos anima en la esperanza.
Para comenzar, me viene la palabra del apóstol Pablo a su discípulo predilecto:
«Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha fortalecido y
me ha considerado digno de confianza, llamándome a su servicio a pesar
de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui
tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por
ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la
fe y el amor de Cristo Jesús. Es doctrina cierta y digna de fe que
Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor
de ellos. Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrará
en mi toda su paciencia» (1 Tm, 1,12-16a).
Esto se lo dice a Timoteo en su Primera Carta, capítulo primero,
versículos 12 al 16. Y al decírselo a él, lo quiere hacer con cada uno
de nosotros. Palabras que son una invitación, yo diría una provocación.
Palabras que quieren poner en movimiento a Timoteo y a todos los que a
lo largo de la historia las irán escuchando. Son palabras ante las
cuales no permanecemos indiferentes, por el contrario, ponen en marcha
toda nuestra dinámica personal.
Y Pablo no anda con vueltas: Jesucristo vino al mundo para salvar a
los pecadores, y él se cree el peor de ellos. Tiene una conciencia clara
de quién es, no oculta su pasado e inclusive su presente. Pero esta
descripción de sí mismo no la hace ni para victimizarse ni para
justificarse, ni tampoco para gloriarse de su condición. Es el comienzo
de la carta, ya en los versículos anteriores le ha avisado a Timoteo
sobre «fabulas y genealogías interminables», sobre «vanas palabrerías», y
advirtiendo que todas ellas terminan en «disputas», en peleas. El
acento —podríamos pensar a primera vista— es su ser pecador, pero para
que Timoteo, y con él cada uno de nosotros pueda ponerse en esa misma
sintonía. Si usáramos términos futbolísticos podríamos decir: levanta un
centro para que otro cabecee. Nos «pasa la pelota» para que podamos
compartir su misma experiencia: a pesar de todos mis pecados «fui
tratado con misericordia».
Tenemos la oportunidad de estar aquí, porque con Pablo podemos decir:
fuimos tratados con misericordia. En medio de nuestros pecados,
nuestros límites, nuestras miserias; en medio de nuestras múltiples
caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con
misericordia. ¿A quién? A mí, a vos, a vos, a vos, a todos. Cada uno de
nosotros podrá hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo
vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia. Todas las veces que
el Señor volvió a confiar, volvió a apostar (cf. Ez 16). Y a mí
me vuelve a la memoria el capítulo 16 de Ezequiel, ese no cansarse de
apostar por cada uno de nosotros que tiene el Señor. Y eso es lo que
Pablo llama doctrina segura —¡curioso!—, esto es doctrina segura: fuimos
tratados con misericordia. Y es ese el centro de su carta a Timoteo. En
este contexto jubilar, cuánto bien nos hace volver sobre esta verdad,
repasar cómo el Señor a lo largo de nuestra vida se acercó y nos trató
con misericordia, poner en el centro la memoria de nuestro pecado y no
de nuestros supuestos aciertos, crecer en una conciencia humilde y no
culposa de nuestra historia de distancias —la nuestra, no la ajena, no
la de aquel que está al lado, menos la de nuestro pueblo— y volver a
maravillarnos de la misericordia de Dios. Esa es palabra cierta, es
doctrina segura y nunca palabrerío.
Hay una particularidad en el texto que quisiera compartir con
ustedes. Pablo no dice «el Señor me habló o me dijo», «el Señor me hizo
ver o aprender». Él dice: «Me trató con». Para Pablo, su relación con
Jesús está sellada por la forma en que lo trató. Lejos de ser una idea,
un deseo, una teoría —e inclusive una ideología—, la misericordia es una
forma concreta de «tocar» la fragilidad, de vincularnos con los otros,
de acercarnos entre nosotros. Es una forma concreta de encarar a las
personas cuando están en la «mala». Es una acción que nos lleva a poner
lo mejor de cada uno para que los demás se sientan tratados de tal forma
que puedan sentir que en su vida todavía no se dijo la última palabra.
Tratados de tal manera que el que se sentía aplastado por el peso de sus
pecados, sienta el alivio de una nueva posibilidad. Lejos de ser una
bella frase, es la acción concreta con la que Dios quiere relacionarse
con sus hijos. Pablo utiliza aquí la voz pasiva —perdonen la pedantería
de esta referencia un poco exquisita— y el tiempo aoristo —discúlpenme
la traducción un poco referencial—, pero bien podría decirse «fui
misericordiado». La pasiva lo deja a Pablo en situación de receptor de
la acción de otro, él no hace nada más que dejarse misericordiar. El
aoristo del original nos recuerda que en él esa experiencia aconteció en
un momento puntual que recuerda, agradece, festeja.
El Dios de Pablo genera el movimiento que va del corazón a las manos,
el movimiento de quien no tiene miedo a acercarse, que no tiene miedo a
tocar, a acariciar; y esto sin escandalizarse ni condenar, sin
descartar a nadie. Una acción que se hace carne en la vida de las
personas.
Comprender y aceptar lo que Dios hace por nosotros —un Dios que no
piensa, ama ni actúa movido por el miedo sino porque confía y espera
nuestra transformación— quizás deba ser nuestro criterio hermenéutico,
nuestro modo de operar: «Ve tú y actúa de la misma manera» (Lc
10,39). Nuestro modo de actuar con los demás nunca será, entonces, una
acción basada en el miedo sino en la esperanza que él tiene en nuestra
transformación. Y pregunto: ¿Esperanza de transformación o miedo? Una
acción basada en el miedo lo único que consigue es separar, dividir,
querer distinguir con precisión quirúrgica un lado del otro, construir
falsas seguridades, por lo tanto, construir encierros. Una acción basada
en la esperanza de transformación, en la conversión, impulsa, estimula,
apunta al mañana, genera espacios de oportunidad, empuja. Una acción
basada en el miedo, es una acción que pone el acento en la culpa, en el
castigo, en el «te equivocaste». Una acción basada en la esperanza de
transformación pone el acento en la confianza, en el aprender, en
levantarse; en buscar siempre generar nuevas oportunidades. ¿Cuántas
veces? 70 veces 7. Por eso, el trato de misericordia despierta siempre
la creatividad. Pone el acento en el rostro de la persona, en su vida,
en su historia, en su cotidianidad. No se casa con un modelo o con una
receta, sino que posee la sana libertad de espíritu de buscar lo mejor
para el otro, en la manera que esta persona pueda comprenderlo. Y esto
pone en marcha todas nuestras capacidades, todos nuestros ingenios, esto
nos hace salir de nuestros encierros. Nunca es vana palabrería —al
decir de Pablo— que nos enreda en disputas interminables, la acción
basada en la esperanza de transformación es una inteligencia inquieta
que hace palpitar el corazón y le pone urgencia a nuestras manos.
Palpitar el corazón y urgencia a nuestras manos. El camino que va del
corazón a las manos.
Al ver actuar a Dios así, nos puede pasar lo mismo que al hijo mayor
de la parábola del Padre Misericordioso: escandalizarnos por el trato
que tiene el padre al ver a su hijo menor que vuelve. Escandalizarnos
porque le abrió los brazos, porque lo trató con ternura, porque lo hizo
vestirse con los mejores vestidos estando tan sucio. Escandalizarnos
porque al verlo volver, lo besó e hizo fiesta. Escandalizarnos porque no
lo castigó sino que lo trató como lo que era: hijo.
Nos empezamos a escandalizar —esto nos pasa a todos, es como el
proceso, ¿no? — nos empezamos a escandalizar cuando aparece el alzheimer
espiritual; cuando nos olvidamos cómo el Señor nos ha tratado, cuando
comenzamos a juzgar y a dividir la sociedad. Nos invade una lógica
separatista que sin darnos cuenta nos lleva a fracturar más nuestra
realidad social y comunitaria. Fracturamos el presente construyendo
«bandos». Está el bando de los buenos y el de los malos, el de los
santos y el de los pecadores. Esta pérdida de memoria, nos va haciendo
olvidar la realidad más rica que tenemos y la doctrina más clara a ser
defendida. La realidad más rica y la doctrina más clara. Siendo nosotros
pecadores, el Señor no dejó de tratarnos con misericordia. Pablo nunca
dejó de recordar que él estuvo del otro lado, que fue elegido al último,
como el fruto de un aborto. La misericordia no es una «teoría que
esgrimir»: «¡ah!, ahora está de moda hablar de misericordia por este
jubileo, y qué se yo, pues sigamos la moda». No, no es una teoría que
esgrimir para que aplaudan nuestra condescendencia, sino que es una
historia de pecado que recordar. ¿Cuál? La nuestra, la mía y la tuya. Y
un amor que alabar. ¿Cuál? El de Dios, que me trató con misericordia.
Estamos insertos en una cultura fracturada, en una cultura que
respira descarte. Una cultura viciada por la exclusión de todo lo que
puede atentar contra los intereses de unos pocos. Una cultura que va
dejando por el camino rostros de ancianos, de niños, de minorías étnicas
que son vistas como amenaza. Una cultura que poco a poco promueve la
comodidad de unos pocos en aumento del sufrimiento de muchos. Una
cultura que no sabe acompañar a los jóvenes en sus sueños
narcotizándolos con promesas de felicidades etéreas y esconde la memoria
viva de sus mayores. Una cultura que ha desperdiciado la sabiduría de
los pueblos indígenas y que no ha sabido cuidar la riqueza de sus
tierras.
Todos nos damos cuenta, lo sabemos que vivimos en una sociedad
herida, eso nadie lo duda. Vivimos en una sociedad que sangra y el costo
de sus heridas normalmente lo terminan pagando los más indefensos. Pero
es precisamente a esta sociedad, a esta cultura adonde el Señor nos
envía. Nos envía e impulsa a llevar el bálsamo de «su» presencia. Nos
envía con un solo programa: tratarnos con misericordia. Hacernos
prójimos de esos miles de indefensos que caminan en nuestra amada tierra
americana proponiendo un trato diferente. Un trato renovado, buscando
que nuestra forma de vincularnos se inspire en la que Dios soñó, en la
que él hizo. Un trato basado en el recuerdo de que todos provenimos de
lugares errantes, como Abraham, y todos fuimos sacado de lugares de
esclavitud, como el pueblo de Israel.
Sigue resonando en nosotros toda la experiencia vivida en Aparecida y
en la invitación a renovar nuestro ser discípulos misioneros. Mucho
hemos hablado sobre el discipulado, mucho nos hemos preguntado sobre
cómo impulsar una catequesis del discipulado y misionera. Pablo nos da
una clave interesante: el trato de misericordia. Nos recuerda que lo que
lo convirtió a él en apóstol fue ese trato, esa forma cómo Dios se
acercó a su vida: «Fui tratado con misericordia». Lo que lo hizo
discípulo fue la confianza que Dios le dio a pesar de sus muchos
pecados. Y eso nos recuerda que podemos tener los mejores planes, los
mejores proyectos y teorías pensando nuestra realidad, pero si nos falta
ese «trato de misericordia», nuestra pastoral quedará truncada a medio
camino.
En esto se juega nuestra catequesis, nuestros seminarios —¿enseñamos a
nuestros seminaristas este camino de tratar con misericordia?—, nuestra
organización parroquial y nuestra pastoral. En esto se juega nuestra
acción misionera, nuestros planes pastorales. En esto se juegan nuestras
reuniones de presbiterios e inclusive nuestra forma de hacer teología:
en aprender a tener un trato de misericordia, una forma de vincularnos
que día a día tenemos que pedir —porque es una gracia—, que día a día
somos invitados a aprender. Un trato de misericordia entre nosotros
obispos, presbíteros, laicos. Somos en teoría «misioneros de la
misericordia» y muchas veces sabemos más de «maltratos» que de un buen
trato. Cuantas veces nos hemos olvidado en nuestros seminarios de
impulsar, acompañar, estimular, una pedagogía de la misericordia, y que
el corazón de la pastoral es el trato de misericordia. Pastores que
sepan tratar y no maltratar. Por favor, se lo pido: Pastores que sepan
tratar y no maltratar.
Hoy somos invitados especialmente a un trato de misericordia con el
santo Pueblo fiel de Dios — que mucho sabe de ser misericordioso porque
es memorioso —, con las personas que se acercan a nuestras comunidades,
con sus heridas, dolores, llagas. A su vez, con la gente que no se
acerca a nuestras comunidades y que anda herida por los caminos de la
historia esperando recibir ese trato de misericordia. La misericordia se
aprende en base a la experiencia —en nosotros primero—, como en Pablo:
él ha mostrado toda su misericordia, él ha mostrado toda su
misericordiosa paciencia. En base a sentir que Dios sigue confiando y
nos sigue invitando a ser sus misioneros, que nos sigue enviando para
que tratemos a nuestros hermanos de la misma forma con la que él nos
trata, con la que él nos trató, y cada uno de nosotros conoce su
historia, puede ir allí y hacer memoria. La misericordia se aprende,
porque nuestro Padre nos sigue perdonando. Existe ya mucho sufrimiento
en la vida de nuestros pueblos para que todavía le sumemos uno más o
algunos más. Aprender a tratar con misericordia es aprender del Maestro a
hacernos prójimos, sin miedo de aquellos que han sido descartados y que
están «manchados» y marcados por el pecado. Aprender a dar la mano a
aquel que está caído sin miedo a los comentarios. Todo trato que no sea
misericordioso, por más justo que parezca, termina por convertirse en
maltrato. El ingenio estará en potenciar los caminos de la esperanza,
los que privilegian el buen trato y hacen brillar la misericordia.
Queridos hermanos, este encuentro no es un congreso, un meeting,
un seminario o una conferencia. Este encuentro de todos es una
celebración: fuimos invitados a celebrar el trato de Dios con cada uno
de nosotros y con su Pueblo. Por eso, creo que es un buen momento para
que digamos juntos: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé
de tu amor, pero aquí estoy, estoy otra vez para renovar mi alianza
contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más
entre tus brazos, esos brazos redentores» (Evangelii gaudium, 3).
Y agradezcamos, como Pablo a Timoteo, que Dios nos confíe repetir con
su pueblo, los enormes gestos de misericordia que ha tenido y tiene con
nosotros, y que este encuentro nos ayude a salir fortalecidos en la
convicción de transmitir la dulce y confortadora alegría del Evangelio
de la misericordia.
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DE PÉSAME POR EL FALLECIMIENTO DEL
CARDENAL FRANCISZEK MACHARSKI
Al Cardenal Stanisław Dziwisz,
Arzobispo de Cracovia
Con dolor recibí la noticia de la muerte del Cardenal Franciszek Macharski, Arzobispo Emérito de Cracovia. Me uno a ti, querido hermano, al presbiterio y a los fieles de la Iglesia en Polonia en la oración de acción de gracias por la vida y el compromiso pastoral de este benemérito ministro del Evangelio.
Iesu, in te confido! —Jesús, en Ti confío— este lema episcopal guió su vida y su ministerio. Hoy, en el Año jubilar de la Misericordia, se ha convertido en una elocuente invocación que proclama la realización de la obra que el Señor le confió ya en el momento del Bautismo, incorporándolo en el grupo de aquellos que ha sellado con su Sangre redentora, y luego con el don del sacerdocio, cuando lo envió con la tarea de santificar al Pueblo con la palabra y con la gracia de los sacramentos. Desempeñaba esta misión con celo como pastor, profesor, rector del seminario, hasta el día en que el Señor le pidió hacerse cargo de la herencia de san Estanislao y de su inmediato predecesor Karol Wojtyła, hoy San Juan Pablo II, en la sede episcopal de Cracovia. Con confianza en la Misericordia divina condujo esta obra como padre para los sacerdotes y los fieles encomendados a su atención. Guió a la Iglesia en Cracovia en el no fácil período de las transformaciones políticas y sociales, con sabiduría, tomando distancia de la realidad, preocupándose del respeto de cada persona, para el bien de la comunidad de la Iglesia, y sobre todo para conservar viva la fe en el corazón de los hombres.
Doy gracias a la Providencia, que me permitió visitarlo durante la reciente visita a Cracovia. En la última etapa de la vida fue muy probado por el sufrimiento que aceptaba con serenidad de espíritu. También en esta prueba siguió siendo fiel testigo de la confianza en la bondad y la misericordia de Dios. Permanecerá así en mi memoria y en la oración. Que el Señor lo acoja en su gloria.
A usted, venerado hermano, a los cardenales y a los obispos polacos, a la familia del difunto, a todos los fieles polacos imparto de corazón mi bendición: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
2 de agosto de 2016
FRANCISCO
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