martes, 6 de junio de 2017

Textos íntegros de la Visita Pastoral del Papa FRANCISCO a Génova




ENCUENTRO CON EL MUNDO DEL TRABAJO

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Establecimiento siderúrgico Ilva
Sábado 27 de mayo de 2017


[Ferdinando Garré, empresario del sector de reparaciones navales] En nuestro trabajo nos encontramos que tenemos que luchar contra tantos obstáculos —la excesiva burocracia, la lentitud de las decisiones públicas, la falta de servicios e infraestructuras adecuadas— que a menudo no permiten liberar las mejores energías de esta ciudad. Compartimos este camino arduo con nuestro capellán y nos anima nuestro arzobispo, el cardenal Angelo Bagnasco. Nos dirigimos a usted, Santidad, para pedirle una palabra de cercanía. Una palabra que nos conforte y nos anime frente a los obstáculos que cada día nosotros como empresarios nos encontramos.


¡Buenos días a todos! Es la primera vez que vengo a Génova, estar tan cerca del puerto me recuerda de dónde salió mi padre... Esto me emociona mucho. Y gracias por vuestra acogida. El señor Ferdinando Garré: yo conocía las preguntas, y para algunas escribí ideas para responder; y tengo también el bolígrafo en la mano para retomar cualquier cosa que me venga a la mente en el momento, para responder. Pero en estas preguntas sobre el mundo del trabajo he querido pensar bien para responder bien, porque hoy el trabajo está en riesgo. Es un mundo donde el trabajo no se considera con la dignidad que tiene y que da. Por esto responderé con las cosas que he pensado y algunas las diré en el momento.


Hago una premisa. La premisa es: el mundo del trabajo es una prioridad humana. Y, por lo tanto, es una prioridad cristiana, una prioridad nuestra, y también una prioridad del Papa. Porque viene de aquel primer mandamiento que Dios dio a Abrahán: «ve, haz crecer la tierra, trabaja la tierra, domínala». Ha existido siempre una amistad entre la Iglesia y el trabajo, comenzando por Jesús trabajador. Donde hay un trabajador, ahí está el interés y la mirada de amor del Señor y de la Iglesia. Pienso que esto está claro. Es muy hermosa esta pregunta que proviene de un empresario, de un ingeniero; de su modo de hablar de la empresa surgen las típicas virtudes del empresario. Y dado que esta pregunta la formula un empresario, hablaremos de ellos. La creatividad, el amor por la propia empresa, la pasión y el orgullo por la obra de sus manos, de su inteligencia y de los trabajadores. El empresario es una figura fundamental de toda buena economía: no hay una buena economía sin un buen empresario. No hay buena economía sin buenos empresarios, sin vuestra capacidad para crear, crear trabajo, crear productos. En sus palabras se percibe también el amor por la ciudad —y se entiende esto— por su economía, por la cualidad de las personas, de los trabajadores, y también del ambiente, del mar... Es importante reconocer las virtudes de los trabajadores y las trabajadoras. Sus necesidades —de los trabajadores y las trabajadoras— tienen que ver con el hacer bien el trabajo porque el trabajo hay que hacerlo bien. A veces se piensa que un trabajador trabaja bien sólo porque se le paga: esta es una grave desestima de los trabajadores y del trabajo, porque niega la dignidad del trabajo, que inicia precisamente en trabajar bien por dignidad, por honor. El verdadero empresario —intentaré dibujar el perfil de un buen empresario— el verdadero empresario conoce a sus trabajadores, porque trabaja junto a ellos, trabaja con ellos. No olvidemos que el empresario debe ser antes que nada un trabajador. Si él no tiene esta experiencia de la dignidad del trabajo, no será un buen empresario. Comparte las fatigas de los trabajadores y comparte las alegrías del trabajo, la solución de los problemas, crear algo juntos. Y si debe despedir a alguien es siempre una decisión dolorosa y no lo haría, si pudiese. Ningún buen empresario ama despedir a su gente —no, quien piensa resolver el problema de su empresa despidiendo a la gente, no es un buen empresario, es un comerciante, hoy vende a su gente, mañana vende la propia dignidad—, sufre siempre, y a veces de este sufrimiento nacen nuevas ideas para evitar el despido. Este es el buen empresario. Yo recuerdo, hace casi un año, un poco menos, en la misa en Santa Marta a las 7 de la mañana, a la salida saludo a la gente que está ahí, y se acercó un hombre. Lloraba. Dijo: “he venido a pedir un favor: estoy al límite y debo hacer una declaración de quiebra. Esto significaría despedir unos 60 trabajadores, y no quiero, porque siento que me despido a mí mismo”. Y aquel hombre lloraba. Él era un buen empresario. Luchaba y pedía por su gente, porque era “suya”: “Es mi familia”. Están unidos...


Una enfermedad de la economía es la progresiva transformación de los empresarios en especuladores. Al empresario no se le debe confundir de ninguna manera con el especulador: son dos tipos diversos. Al empresario no se le debe confundir con el especulador: el especulador es una figura semejante a la que Jesús en el Evangelio llama “mercenario”, para contraponerlo al Buen Pastor. El especulador no ama a su empresa, no ama a los trabajadores, sino que ve a la empresa y los trabajadores sólo como medios para obtener provecho. Usa, usa a la empresa y a los trabajadores para sacar provecho. Despedir, cerrar, mover la empresa no le crea problema alguno, porque el especulador usa, instrumentaliza, “come” personas y medios en favor de sus objetivos de provecho. Cuando la economía la habitan, en cambio, los buenos empresarios, las empresas son amigas de la gente y también de los pobres. Cuando pasa a manos de los especuladores, todo se echa a perder. Con el especulador, la economía pierde rostro y pierde los rostros. Es una economía sin rostros. Una economía abstracta. Detrás de las decisiones del especulador no hay personas y, por lo tanto, no se ven las personas que hay que despedir y recortar. Cuando la economía pierde contacto con los rostros de las personas concretas, ella misma se convierte en una economía sin rostro y, por lo tanto, una economía despiadada. Hay que tener miedo a los especuladores, no a los empresarios; no, no hay que temer a los empresarios porque hay muchos muy buenos. No. Hay que temer a los especuladores. Pero paradójicamente, a veces el sistema político parece alentar a quien especula sobre el trabajo y no a quien invierte y cree en el trabajo. ¿Por qué? Porque crea burocracia y controles partiendo de la hipótesis de que los agentes de la economía son especuladores, y de este modo quien no lo es se ve en desventaja y quien lo es, logra encontrar los medios para eludir los controles y lograr sus objetivos. Se sabe que los reglamentos y las leyes pensadas para los deshonestos acaban por penalizar a los honestos. Y hoy existen muchos verdaderos empresarios, empresarios honestos que aman a sus trabajadores, que aman a la empresa, que trabajan junto a ellos para llevar adelante la empresa, y estos son los más desfavorecidos por estas políticas que favorecen a los especuladores. Pero los empresarios honestos y virtuosos salen adelante, al final, no obstante todo. Me gusta citar a este propósito, una bella frase de Luigi Einaudi, economista y presidente de la República italiana. Escribía: “Miles, millones de individuos trabajan, producen y ahorran, no obstante todo lo que nosotros podemos inventar para molestarles, obstaculizarles, desanimarles. Es la vocación natural la que les empuja, no sólo la sed de ganancia. El gusto, el orgullo de ver la propia empresa prosperar, adquirir crédito, inspirar confianza a cada vez más clientes, ampliar las instalaciones, constituyen un motivo de progreso tan potente como la ganancia. Si no fuera así, no se explicaría cómo hay empresarios que en el propio trabajo prodigan todas sus energías e invierten todos sus capitales para retirar a menudo ganancias mucho más modestas de las que seguramente y cómodamente podrían obtener con otros trabajos”. Tienen esa mística del amor...


Le agradezco por lo que usted ha dicho, porque usted es un representante de estos empresarios. Vosotros estad atentos, empresarios, y también vosotros, trabajadores: estad atentos con los especuladores. Y también con las reglas y las leyes que al final favorecen a los especuladores y no a verdaderos empresarios. Y al final dejan a la gente sin trabajo. Gracias.


[Micaela, representante sindical] Hoy se habla nuevamente de industria gracias a la cuarta revolución industrial o industria 4.0. Bien: el mundo del trabajo está preparado para aceptar nuevos desafíos productivos que aporten bienestar. Nuestra preocupación es que esta nueva frontera tecnológica y la remontada económica y productiva que antes o después se dará, no traigan consigo un nuevo empleo de calidad, sino que por el contrario contribuyan a incrementar la precariedad y el malestar social. Hoy la verdadera revolución en cambio sería precisamente la de transformar la palabra «trabajo» en una forma concreta de rescate social.


Me viene a la cabeza responder, al principio, con un juego de palabras... Tú has terminado con la palabra “rescate social”, y me viene el “chantaje social”. Lo que digo ahora es una cosa real, que ocurrió en Italia hace un año. Había una fila de gente desempleada para encontrar un trabajo, un trabajo interesante, de oficina. La chica que me lo contó —una chica culta, hablaba algunos idiomas, que eran importantes para ese puesto— y le dijeron: “Sí, puede ir bien...; serán 10-11 horas al día...” — “¡Sí, sí!” —dijo ella enseguida, porque necesitaba trabajo— “Y se comienza con —creo que dijeron, no quiero equivocarme, pero no más de— 800 euros al mes”. Y ella dijo: “pero ... ¿800 solamente? ¿11 horas?”. Y el señor —el especulador, no era empresario, el empleado del especulador— le dijo: “Señorita, mire detrás de usted la fila: si no le gusta, váyase”. ¡Esto no es rescate sino chantaje!


Ahora diré lo que había escrito, pero tu última palabra me inspiró este recuerdo. El trabajo en negro. Otra persona me contó que trabajó, pero desde septiembre a junio, y volvía a comenzar en octubre, septiembre. Y así se juega... El trabajo en negro.


He aceptado la propuesta de tener este encuentro hoy, en un lugar de trabajo y de trabajadores, porque también estos son lugares del pueblo de Dios.


Los diálogos en los lugares del trabajo no son menos importantes que los diálogos que hacemos dentro de las parroquias o en las solemnes salas de convenciones, porque los lugares de la Iglesia son los lugares de la vida y en consecuencia también las plazas y las fábricas. Porque alguien puede decir: “¿Pero este sacerdote, qué nos está diciendo? ¡Váyase a la parroquia!”. No, el mundo del trabajo es el mundo del pueblo de Dios: todos somos Iglesia, todos pueblo de Dios. Muchos de nuestros encuentros entre Dios y los hombres, de los que nos habla la Biblia y los Evangelios, han ocurrido mientras las personas trabajaban: Moisés oye la voz de Dios que le llama y le revela su nombre mientras llevaba a pastar el rebaño del suegro; los primeros discípulos de Jesús eran pescadores y son llamados por Él mientras trabajaban a orillas del lago. Es muy cierto lo que usted dice: la falta de trabajo es mucho más que la falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también esto, pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros nos hacemos más persona, nuestra humanidad florece, los jóvenes se convierten en adultos solamente trabajando. La Doctrina social de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como participación en la creación que continúa cada día, también gracias a las manos, a la mente y al corazón de los trabajadores. Sobre la tierra hay pocas alegrías más grandes que las que se experimentan trabajando, así como hay pocos dolores más grandes que los dolores del trabajo, cuando el trabajo explota, aplasta, humilla, mata. El trabajo puede hacer mucho daño porque puede hacer mucho bien. El trabajo es amigo del hombre y el hombre es amigo del trabajo, y por esto no es fácil reconocerlo como enemigo, porque se presenta como una persona de casa, también cuando nos golpea y nos hiere. Los hombres y las mujeres se nutren del trabajo: con el trabajo están “ungidos de dignidad”. Por esta razón, entorno al trabajo se edifica el entero pacto social. Este es el núcleo del problema. Porque cuando no se trabaja, o se trabaja mal, se trabaja poco o se trabaja demasiado, es la democracia la que entra en crisis, es todo el pacto social. Es también este el sentido del artículo 1 de la Constitución italiana, que es muy bonito: “Italia es una República democrática, fundada en el trabajo”. Con base en esto podemos decir que quitar el trabajo a la gente o explotar a la gente con trabajo indigno o mal pagado o come sea, es anticonstitucional. Si no estuviera fundada en el trabajo, la República italiana no sería una democracia, porque el puesto de trabajo lo ocupan y lo han ocupado siempre privilegios, castas, rentas. Entonces es necesario mirar sin miedo, pero con responsabilidad, a las transformaciones tecnológicas de la economía y de la vida y no resignarse a la ideología que está imponiéndose por doquier, que imagina un mundo donde solo la mitad o quizás dos tercios de los trabajadores trabajarán, y los demás serán mantenidos por una ayuda social. Debe quedar claro que el objetivo verdadero que hay que alcanzar no es la “renta para todos”, sino ¡el “trabajo para todos”! Porque sin trabajo, sin trabajo para todos no habrá dignidad para todos. El trabajo de hoy y de mañana será distinto, quizás muy distinto —pensemos en la revolución industrial hubo un cambio, también aquí habrá una revolución— será distinto del trabajo de ayer pero deberá ser trabajo no pensión, no jubilados: trabajo. Se jubila con la edad justa, es un acto de justicia; pero está contra la dignidad de las personas jubilarlas con 35 o 40 años, dar un subsidio del Estado, y arréglatelas. “Pero, ¿tengo para comer?”. Sí. “¿Tengo para sacar adelante a mi familia, con este subsidio?” Sí. “¿Tengo dignidad?” ¡No! ¿Por qué? Porque no tengo trabajo. El trabajo de hoy será diverso. Sin trabajo, se puede sobrevivir; pero para vivir, es necesario el trabajo. La elección es entre el sobrevivir y el vivir. Y se necesita trabajo para todos. Para los jóvenes... ¿Vosotros sabéis el porcentaje de jóvenes de 25 años para abajo, desempleados, que hay en Italia? Yo no lo diré: buscad las estadísticas. Y esto es una hipotéca sobre el futuro. Porque estos jóvenes crecen sin dignidad, porque no son “ungidos” con el trabajo que es lo que da la dignidad. Pero el núcleo de la pregunta es este: un subsidio estatal, mensual, que te permite sacar adelante una familia no resuelve el problema. El problema se resuelve con el trabajo para todos. Creo haber respondido más o menos...


[Sergio, un trabajador que hace un camino de formación promovido por los capellanes] No es raro que en los ambientes de trabajo prevalezca la competición, la carrera, los aspectos económicos, mientras que el trabajo es una ocasión privilegiada de testimonio y de anuncio del Evangelio, vivido adoptando actitudes de hermandad, colaboración y solidaridad. Pedimos a Su Santidad consejos para caminar mejor hacia estos ideales.


Los valores del trabajo están cambiando muy rápidamente, y muchos de estos nuevos valores de la gran empresa y de la gran finanza no son valores en línea con la dimensión humana, y por lo tanto con el humanismo cristiano. El acento sobre la competición al interno de la empresa, además de ser un error antropológico y cristiano, es también un error económico, porque olvida que la empresa es ante todo cooperación, asistencia mutua, reciprocidad. Cuando una empresa crea científicamente un sistema de incentivos individuales que ponen a los trabajadores en competición entre ellos, quizás en breve periodo puede obtener alguna ventaja, pero termina pronto por minar ese tejido de confianza que es el alma de cada organización. Y así, cuando llega una crisis, la empresa se deshace e implosiona, porque no hay ninguna cuerda que la sujete. Se necesita decir con fuerza que esta cultura competitiva entre los trabajadores dentro de la empresa es un error, y por tanto una visión que hay que cambiar si queremos el bien de una empresa, de los trabajadores y de la economía. Otro valor que en realidad es un desvalor es la muy celebrada “meritocracia”. La meritocracia fascina mucho porque usa una palabra bonita: “el mérito”; pero como la instrumentaliza y la usa de manera ideológica, la desnaturaliza y pervierte. La meritocracia, más allá de la buena fe de los muchos que la invocan, está convirtiéndose en una legitimación ética de la desigualdad. El nuevo capitalismo a través de la meritocracia da un carácter moral a la desigualdad, porque interpreta los talentos de las personas como un don: el talento no es un don según esta interpretación: es un mérito, determinando un sistema de ventajas y desventajas acumulativas. Así, si dos niños desde el nacimiento nacen diferentes por talentos u oportunidades sociales y económicas, el mundo económico leerá los distintos talentos como mérito, y les remunerará diversamente. Y así, cuando esos dos niños se jubilen, la desigualdad entre ellos se habrá multiplicado. Una segunda consecuencia de la llamada “meritocracia” es el cambio de la cultura de la pobreza. El pobre es considerado un desmerecedor y por tanto un culpable. Y si la pobreza es culpa del pobre, los ricos son exonerados de hacer algo. Esta es la vieja lógica de los amigos de Job, que querían convencerle que fuese culpable de su desaventura. Pero esta no es la lógica del Evangelio, no es la lógica de la vida: la meritocracia en el Evangelio la encontramos en cambio en la figura del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo. Él desprecia al hermano menor y piensa que debe permanecer como un fracasado porque se lo ha merecido; en cambio el padre piensa que ningún hijo se merece las bellotas de los cerdos.


[Vittoria, desempleada] Nosotros desempleados sentimos las instituciones no solo lejanas sino madrastras, más ocupadas por un asistencialismo pasivo que por trabajar para crear las condiciones que favorezcan el trabajo. Nos conforta el calor humano con el que la Iglesia nos es cercana y la acogida que cada uno encuentra en la casa de los capellanes. Santidad, ¿dónde podemos encontrar la fuerza para creer siempre y no tirar la toalla nunca no obstante todo esto?


¡Es exactamente así! Quien pierde el trabajo y no consigue encontrar otro buen trabajo, siente que pierde la dignidad, como pierde la dignidad quien está obligado por necesidad a aceptar trabajos malos y equivocados. No todos los trabajos son buenos: hay todavía demasiados trabajos malos y sin dignidad, en el tráfico ilegal de armas, en la pornografía, en los juegos de azar y en todas esas empresas que no respetan los derechos de los trabajadores o de la naturaleza. Igual de malo es el trabajo de quien le pagan mucho para que no tenga horarios, límites, confines entre trabajo y vida para que el trabajo se convierta en toda su vida. Una paradoja de nuestra sociedad es la coexistencia de una creciente cuota de personas que querrían trabajar y no lo consiguen, y otros que trabajan demasiado, que querrían trabajar menos pero no lo consiguen porque han sido “comprados” por las empresas. El trabajo, en cambio, se convierte en “hermano trabajo” cuando junto a ello está el tiempo del no-trabajo, el tiempo de la fiesta. Los esclavos no tienen tiempo libre: sin el tiempo de la fiesta el trabajo se vuelve esclavista, aunque sea muy bien pagado; y para poder hacer fiesta debemos trabajar. En las familias donde hay desempleados, nunca es verdaderamente domingo y las fiestas se convierten a veces en días de tristeza porque falta el trabajo del lunes. Para celebrar la fiesta, es necesario poder celebrar el trabajo. Uno marca el tiempo y el ritmo del otro. Van juntos.


Comparto también que el consumo es un ídolo de nuestro tiempo. El consumo es el centro de nuestra sociedad, y por tanto el placer que el consumo promete. Grandes tiendas, abiertas 24 horas al día, todos los días, nuevos “templos” que prometen la salvación, la vida eterna; cultos de puro consumo y por tanto de puro placer. Es también esta la raíz de la crisis del trabajo de nuestra sociedad: el trabajo es fatiga, sudor. La Biblia lo sabía muy bien y nos lo recuerda. Pero una sociedad hedonista, que ve y quiere solo el consumo, no entiende el valor de la fatiga y del sudor y entonces no entiende el trabajo. Todas las idolatrías son experiencias de puro consumo: los ídolos no trabajan. El trabajo es alumbramiento: son dolores para poder generar luego alegría por lo que se ha generado juntos. Sin encontrar una cultura que estima la fatiga y el sudor, no encontraremos una nueva relación con el trabajo y continuaremos soñando con el consumo de puro placer. El trabajo es el centro de cada pacto social: no es un medio para poder consumir, no. Es el centro de cada pacto social. Entre el trabajo y el consumo hay muchas cosas, todas importantes y bonitas, que se llaman dignidad, respeto, honor, libertad, derechos, derechos de todos, de las mujeres, de los niños, de las niñas, de los ancianos... Si malvendemos el trabajo al consumo, con el trabajo pronto malvenderemos también todas estas palabras hermanas suyas: dignidad, respeto, honor, libertad. No debemos permitirlo, y debemos continuar pidiendo trabajo, generándolo, estimándolo, amándolo. También a rezándolo: muchas de las oraciones más bonitas de nuestros padres y abuelos eran oraciones de trabajo, aprendidas y rezadas antes, depués y durante el trabajo. El trabajo es amigo de la oración; el trabajo está presente todos los días en la Eucaristía, cuyos dones son el fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Un mundo que ya no conoce los valores y el valor del trabajo, no entiende ya ni siquiera la Eucaristía, la oración verdadera y humilde de las trabajadoras y los trabajadores. Los campos, el mar, las fábricas han sido siempre “altares” desde los cuales se han elevado oraciones bonitas y puras, que Dios ha acogido y guardado. Oraciones dichas y rezadas por quien sabía y quería rezar pero también dichas con las manos, con el sudor, con la fatiga del trabajo por quien no sabía rezar con la boca. Dios ha acogido también estas y continúa acogiéndolas también hoy.


Por esto, querría terminar este diálogo con una oración: es una oración antigua, el “Ven, Espíritu Santo”, que es también una oración del trabajo y por el trabajo:


“Ven Espíritu Santo, envía tu luz desde el cielo. Ven Padre amoroso del pobre; Padre de los trabajadores y de las trabajadoras. Don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus Siete Dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén”.


¡Gracias!


Y ahora, pido al Señor que os bendiga a todos vosotros, bendiga a todos los trabajadores, los empresarios, los desempleados. Cada uno de nosotros piense en los empresarios que hacen de todo para dar trabajo; piense en los desempleados, piense en los trabajadores y trabajadoras. Y descienda esta bendición sobre todos nosotros y sobre ellos.


[Bendición]


¡Muchas gracias!



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ENCUENTRO CON SACERDOTES, CONSAGRADOS Y SEMINARISTAS


DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral de San Lorenzo, Génova
Sábado 27 de mayo de 2017


Papa FRANCISCO:


Hermanos y hermanas, os invito a rezar juntos por nuestros hermanos coptos egipcios que fueron asesinados porque no querían renegar de la fe. Junto a ellos, a sus obispos, a mi hermano Teodoro, os invito a rezar juntos en silencio y después un avemaría. [Silencio - “avemaría”] Y no olvidemos que hoy los mártires cristianos son más que en tiempos antiguos, que los primeros tiempos de la Iglesia. Son más.


Don Andrea Carcasole:


Soy vicepárroco de la parroquia de San Bartolomé de la Certosa aquí en Génova, que es una parroquia de 12 mil habitantes. Le pedimos hoy los criterios para vivir una intensa vida espiritual en nuestro ministerio que, en la complejidad de la vida moderna y de las tareas también administrativas, tiende a hacernos vivir dispersos y fragmentados.


Papa FRANCISCO:


Gracias Don Andrea por la pregunta. Yo diré que cuanto más imitemos el estilo de Jesús, mejor haremos nuestro trabajo de pastores. Este es el criterio fundamental: el estilo de Jesús. ¿Cómo era el estilo de Jesús como pastor? Siempre en camino. Los Evangelios, con los matices propios de cada uno, pero siempre nos hacen ver a Jesús en camino, en medio de la gente, la “multitud” dice el Evangelio. Distingue bien el Evangelio los discípulos, la multitud, los doctores de la ley, los saduceos, los fariseos... Distingue el Evangelio: es interesante. Y Jesús estaba en medio de la multitud. Si nosotros imaginamos cómo era el horario de la jornada de Jesús, leyendo los Evangelios podemos decir que la mayor parte del tiempo lo pasaba en la calle. Esto quiere decir cercanía a la gente, cercanía a los problemas. No se escondía. Después, por la noche, muchas veces se escondía para rezar, para estar con el Padre. Y estas dos cosas, esta forma de ver a Jesús, en la calle y en oración, ayuda mucho a nuestra vida cotidiana, que no está en camino, está con prisas. Son cosas diferentes. De Jesús se dice que quizá iba un poco con prisas cuando iba hacia la Pasión: “con decisión” fue a Jerusalén. Pero esta costumbre, esta forma “enloquecida” de vivir siempre mirando el reloj —“tengo que hacer esto, esto, esto...”— no es una forma pastoral, Jesús no hacía esto. Jesús nunca estaba parado. Y, como todos los que caminan, Jesús estaba expuesto a la dispersión, a ser “fragmentado”. Por eso me gusta la pregunta, porque se ve que nace de un hombre que camina y no es estático. No debemos tener miedo del movimiento y de la dispersión de nuestro tiempo. Pero el miedo más grande en el que tenemos que pensar, que podemos imaginar, es una vida estática: una vida del sacerdote que tiene todo bien resuelto, todo en orden, estructurado, todo está en su sitio, los horarios —a qué hora se abre la secretaría, la iglesia se cierra a tal hora...—. Yo tengo miedo del sacerdote estático. Tengo miedo. También cuando es estático en la oración: yo rezo de tal a tal hora. ¿Pero no te entran ganas de ir a pasar con el Señor una hora más para mirarlo y dejarte mirar por Él? Esta es la pregunta que yo haría al sacerdote estático, que tiene todo perfecto, organizado... Yo diría que una vida así, tan estructurada, no es una vida cristiana. Quizá ese párroco es un buen empresario, pero yo me pregunto: ¿es cristiano? O al menos ¿vive como cristiano? Sí, celebra la misa, ¿pero el estilo es un estilo cristiano? O quizá es un creyente, un buen hombre, vive en gracia de Dios, pero con un estilo de empresario. Jesús siempre ha sido un hombre de calle, un hombre de camino, un hombre abierto a las sorpresas de Dios. Sin embargo, el sacerdote que tiene todo planificado, todo estructurado, generalmente está cerrado a las sorpresas de Dios y se pierde esta alegría de la sorpresa del encuentro. El Señor te toma cuando no te lo esperas, pero estás abierto. Un primer criterio es no tener miedo de esta tensión que nos toca vivir: nosotros estamos en camino, el mundo es así. Es un signo de vida, de vitalidad: un padre, una madre, un educador está siempre expuesto a esto y vive la tensión. Un corazón que ama, que se da, siempre vivirá así: expuesto a esta tensión. Y alguno puede también tener la fantasía de decir: “Ah, yo me haré sacerdote de clausura, monja de clausura, y así no tendré esta tensión”. Pero también los padres del desierto iban al desierto para luchar más. Esa lucha, esa tensión.


Y yo creo que tenemos que pensar sobre esto en algunos aspectos. Si miramos a Jesús, los Evangelios nos hacen ver dos momentos, que son fuertes, que son el fundamento. Dije esto al inicio y lo repito ahora: el encuentro con el Padre y el encuentro con las personas. La mayoría de las personas con las que se encontraba Jesús eran gente que tenía necesidad, gente necesitada —enfermos, endemoniados, pecadores—, también gente marginada, leprosos. Y el encuentro con el Padre. En el encuentro con el Padre y con los hermanos, allí se da esta tensión: todo se debe vivir en esta clave del encuentro. Tú, sacerdote, tú te encuentras con Dios, con el Padre, con Jesús en la eucaristía, con los fieles: te encuentras. No hay un muro que impida el encuentro; no hay una formalidad demasiado rígida que impida el encuentro. Por ejemplo, la oración: tú puedes estar una hora delante del Tabernáculo, pero sin encontrar al Señor, rezando como un loro. ¡Pero tú así pierdes el tiempo! La oración: si tú rezas, reza y encuentra al Señor, permanece en silencio, déjate mirar por el Señor; di una palabra al Señor, pide algo. Quédate en silencio, escucha qué dice, qué te hace sentir... Encuentro. Y con la gente lo mismo. Nosotros sacerdotes sabemos cuánto sufre la gente cuando viene a pedirnos un consejo o cualquier cosa. “¿Qué pasa?... Sí, sí, pero ahora no tengo tiempo, no...”. Deprisa, no en camino, deprisa, esta es la diferencia. Eso que está parado y eso que va deprisa nunca se encuentran. Conocí un buen sacerdote que tenía una gran genialidad: fue un profesor de literatura de alto, altísimo nivel, porque él era un poeta y conocía bien las letras. Y cuando se jubiló —es un religioso— pidió a su provincial que lo mandara a un parroquia de las villas miserias, con los pobres pobres. Para tener esta servicio, un hombre de esa cultura, fue allí realmente con ganas de encontrar —era un hombre de oración—; de continuar encontrando a Jesús y encontrar un pueblo que no conocía: el pueblo de los pobres; fue con mucha generosidad. Este hombre pertenecía a la comunidad donde yo estaba, la comunidad religiosa. Y el provincial le dijo: “un día a la semana ve a la comunidad”. Y él venía a menudo, hablaba con todos nosotros, se confesaba, aprovechaba y volvía. Un día me dijo: “Pero estos teólogos... les falta algo”. Yo le dije: “¿Qué les falta?”. “Por ejemplo, el profesor de eclesiología, debe hacer dos tesis nuevas”. “¿Ah sí, cuáles?”. Y él decía así: “El pueblo de Dios, la gente en la parroquia, es ontológicamente pesada, es decir que cansa, y metafísicamente, esencialmente olímpico”. ¿Qué quiere decir “olímpico”? Qué hace lo que quiere; tú puedes darle un consejo, pero luego se verá... Y cuando tú trabajas con la gente, la gente te cansa, y a veces también te harta un poco. ¡Pero es el Pueblo de Dios! Piensa en Jesús, que lo tiraban de una parte y de la otra. Piensa en Jesús, en esa vez en la que estaba en la calle y decía: “¿Pero quién me ha tocado?” — “Pero Maestro, ¿qué dices? Mira cuánta gente hay a tu alrededor”. “Alguien me ha tocado” — “Pero mira...”. Siempre la gente cansa. Dejarse cansar por la gente; no defender demasiado la propia tranquilidad. Voy al confesionario: hay fila, y después yo tenía idea de salir... No la misa, sino una cosa que se podía hacer o no hacer, eso es, entonces yo tenía en mente esto, miro el reloj y ¿qué hago? Es una opción: permanezco en el confesionario y sigo confesando hasta que termine, o digo a la gente: “Tengo otro compromiso, lo siento, hasta pronto”. Siempre encontrando a la gente. Pero este encuentro con la gente es muy morficante, ¡es una cruz! Encontrar a la gente es una cruz, quizá estarán en la parroquia una, dos, diez personas —ancianas— que te preparan un postre y te lo llevan, buenas... ¡Pero cuántos dramas tienes que ver! Y esto cansa el alma y te lleva a la oración de intercesión.


Yo diría estas dos cosas, en esta tensión. Es muy importante. Y uno de los signos de que no se está yendo por el buen camino es cuando el sacerdote habla demasiado de sí mismo, demasiado: de las cosas que hace, que le gusta hacer... es autorreferencial. Es un signo que ese hombre no es un hombre de encuentro, como mucho es un hombre del espejo, le gusta reflejarse a sí mismo; necesita llenar el vacío del corazón hablando de sí mismo. Sin embargo el sacerdote que lleva una vida de encuentro, con el Señor en la oración y con la gente hasta el final del día, está “destrozado”, san Luigi Orione decía “como un trapo”. Y uno puede decir: “Pero, Señor, necesito otras cosas...”. ¿Estás cansando? Ve adelante. Ese cansancio es santidad, siempre que haya oración. De otra forma, podría ser también un cansancio de autorreferencialidad. Debéis, vosotros sacerdotes, examinaros sobre esto: ¿soy hombre de encuentro? ¿Soy hombre de tabernáculo? ¿Soy hombre de calle? ¿Soy hombre “de oído”, que sabe escuchar? O cuando empiezan a decirme las cosas, respondo enseguida: “Sí, sí, las cosas son así y así...”. ¿Me dejo cansar por la gente? Este era Jesús. No hay fórmulas. Jesús tenía una clara conciencia de que su vida era para los otros: para el Padre y para los otros, no para sí mismo. Se daba, se daba: se daba a la gente, se daba al Padre en la oración. Y su vida la ha vivido en clave de misión: “Yo soy enviado por el Padre para decir estas cosas...”.


Una cosa que no nos ayuda es la debilidad en la diocesanidad. Pero de esto hablaré respondiendo a otra pregunta.


Nos hará bien, hará bien a todos los sacerdotes recordar que solamente Jesús es el Salvador, no hay otros salvadores. Y quizá pensar que Jesús nunca, nunca, se ha unido a las estructuras, sino que siempre se unía a las relaciones. Si un sacerdote ve que en su vida su conducta está demasiado unida a las estructuras, algo no va bien. Y Jesús esto no lo hacía, Jesús se unía a las relaciones. Una vez escuché a un hombre de Dios —creo que introducirán la causa de beatificación de este hombre— que decía: “En la Iglesia se debe vivir ese dicho: “mínimo de estructuras por el máximo de vida, y nunca el máximo de estructuras por el mínimo de vida”. Sin relaciones con Dios y con el prójimo, nada tiene sentido en la vida de un sacerdote. Harás carrera, irás a ese lugar, a ese otro; a esa parroquia que te gusta o a una terna para ser obispo. Harás carrera. Pero, ¿el corazón? Permanecerá vacío, porque tu corazón está unido a las estructuras y no a las relaciones, las relaciones esenciales: con el Padre, con Dios, con Jesús y con las personas. Esta es un poco la respuesta sobre los criterios que quiero daros. “Pero, Padre, usted no es moderno... Estos criterios son antiguos...”. ¡Así es la vida, hijo! ¡Son los viejos criterios de la Iglesia que son modernos, ultramodernos!


Don Pasquale Revello:


Soy un párroco. Trabajo en Recco, una bonita ciudad en el mar, en la parroquia de San Juan Bautista: 7.000 habitantes. Quisiéramos vivir mejor la fraternidad sacerdotal tan aconsejada por nuestro cardenal arzobispo y promovida con encuentros diocesanos, vicariales, peregrinaciones, retiros y ejercicios espirituales, semanas de comunidad. ¿Nos puede dar alguna indicación?


Papa FRANCISCO:

 
Gracias, don Pasquale. ¿Cuántos años tiene usted?


Don Pasquale:


81 cumplidos.


Papa FRANCISCO:


¡Somos de la misma edad! Pero le confieso algo: escuchándole hablar así, ¡hubiera pensado que tiene 20 años menos! Fraternidad: es una bonita palabra, pero no se cotiza en la bolsa de valores. Es una palabra que no se cotiza en la bolsa de valores. Es muy difícil, la fraternidad, entre nosotros. Es un trabajo de todos los días, la fraternidad presbiteral. Quizá sin darnos cuenta, pero corremos el riesgo de crear esa imagen del sacerdote que sabe todo, no necesita que le digan nada más: “Yo sé todo, sé todo”. Hoy los niños dirían: “¡Este es un sacerdote google o wikipedia!”. Sabe todo. Y esta esta una realidad que hace mal a la vida presbiterial: la autosuficiencia. Este tipo de sacerdote dice: “¿Por qué perder tiempo en reuniones?... Y cuántas veces estoy en reuniones y está hablando el hermano sacerdote, y yo estoy en órbita en mis pensamientos, pienso en las cosas que tengo que hacer mañana...”. Yo hago la pregunta: “¿Sabéis que desde el próximo año crecerá la aportación del 8 por mil para los sacerdote?” entonces, “la órbita” baja enseguida, porque ¡hay algo que ha tocado el corazón! ¿Esto te interesa? ¿Y eso que dice ese sacerdote joven o ese sacerdote viejo o ese sacerdote de mediana edad, no te interesa? Una bonita pregunta para hacerse: en las reuniones, cuando me siento un poco lejos de lo que está diciendo el otro, o no me interesa, preguntarme: “Pero ¿por qué no me interesa esto? ¿Qué es lo que me interesa? ¿Dónde está la puerta para llegar al corazón de ese hermano sacerdote que está hablando y diciendo de su vida, que es riqueza para mí?”. ¡Es una verdadera ascesis la de la fraternidad sacerdotal! La fraternidad. Escucharse, rezar juntos...; y después una buena comida juntos, hacer fiesta juntos... para los sacerdotes jóvenes, un partido de fútbol juntos... ¡Esto hace bien! Hace bien. Hermano. La fraternidad, tan humana. Hacer con los sacerdotes del presbiterio lo que hacía con mis hermanos: este es el secreto. Pero está el egoísmo; debemos recuperar el sentido de la fraternidad que... sí, se habla pero no ha entrado todavía en el corazón de los presbíteros, no ha entrado profundamente. En algunos un poco, en algunos menos, pero debe entrar más. Lo que sucede al otro, me afecta; lo que dice el hermano, puede decirlo también para ayudarme a resolver un problema que yo tengo. “Pero ese piensa de forma diferente a mí...”. ¡Escúchalo! Y toma lo que te sirve. Los hermanos son riqueza los unos para los otros. Y esto es lo que abre el corazón: recuperar el sentido de la fraternidad. Es una cosa muy seria. Nosotros sacerdotes, nosotros obispos, no somos el Señor. No. El Señor es Él. Nosotros somos los discípulos del Señor, y debemos ayudarnos los unos a los otros. También pelear, como peleaban los discípulos cuando se preguntaban quién era el más grande de ellos. También pelear. Es bonito también escuchar discusiones en las reuniones sacerdotales, porque si hay discusión hay libertad, hay amor, hay confianza, ¡hay fraternidad! No tener miedo. Más bien, es necesario tener miedo de lo contrario: no decir las cosas, para después, detrás: “¿Has escuchado qué ha dicho este tonto? ¿ Has escuchado que idea extravagante?”. La murmuración, el “despellejarse” el uno al otro, la rivalidad... Os diré una cosa... He pensado tres veces si puedo decirla o no. Sí, la puedo decir. No sé si debo decirla, pero la puedo decir. Vosotros sabéis que para hacer el nombramiento de un obispo se pide información a los sacerdotes y también a los fieles, a las consagradas sobre este sacerdote, y allí, en el cuestionario que manda el nuncio, se dice: “esto es secreto”. No se puede decir a nadie, pero este sacerdote es un posible candidato a convertirse en obispo. Y se piden informaciones. Algunas veces se encuentran verdaderas calumnias y opiniones que, sin ser calumnias graves, devalúan al sacerdote; y se entiende enseguida que detrás hay rivalidad, celos, envidia... Cuando no hay fraternidad sacerdotal, hay —es dura la palabra— hay traición: se traiciona al hermano. Se vende al hermano. Para ir arriba yo. Se “despelleja” al hermano. Pensad, haced un examen de conciencia sobre esto. Os pregunto: ¿cuántas veces he hablado bien, he escuchado bien, en una reunión, hermanos sacerdotes que piensan distinto o que no me gustan? ¿Cuántas veces, apenas han empezado a hablar, he cerrado los oídos? ¿Y cuántas veces les he criticado, “desplumado”, “despellejado” a escondidas? El enemigo grande contra la fraternidad sacerdotal es este: la murmuración por envidia, por celos o porque no me va bien, o porque piensa de otra manera. Y por tanto es más importante la ideología de la fraternidad; es más importante la ideología de la doctrina... ¿Pero a dónde hemos llegado? Pensad. La murmuración o el juzgar mal a los hermanos es un “mal de clausura”: cuanto más encerrados estamos en nuestros intereses, más criticamos a los demás. Y nunca tener ganas de tener la última palabra: la última palabra será la que sale sola, o la dirá el obispo; pero yo digo la mía y escucho la de los demás.


Después cuando hay sacerdotes enfermos, físicamente enfermos, vamos a visitarles, les ayudamos... Pero peor, cuando están enfermos psíquicamente; y cuando están enfermos moralmente. ¿Hago penitencia por ellos? ¿Rezo por ellos? ¿Trato de acercarme para ayudar, para hacerles ver la mirada misericordiosa del Padre? ¿O voy enseguida donde otro amigo mío para decirle: “¿sabes? He sabido que aquel esto, aquel lo otro...?”. Y lo “ensucio” todavía más. Pero si ese pobrecito ha caído víctima de satanás, ¿también tú quieres aplastarlo? Estas cosas no son fábulas: esto sucede, esto pasa. Y además otra cosa que puede ayudar es saber que ninguno de nosotros es el todo. Todos somos parte de un cuerpo, del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, de esta Iglesia particular. Y quien pretende ser el todo, tener siempre razón o tener ese lugar o ese otro, se equivoca. Pero esto se aprende desde el seminario. Sé que aquí hay superiores de los seminarios, formadores, padres espirituales. Esto es muy importante. Un buen arzobispo vuestro, el cardenal Canestri, decía que la Iglesia es como un río: lo importante es estar dentro del río. Si estás en el centro o más a la derecha o más a la izquierda, pero dentro del río, esto es una variedad lícita. Lo importante es estar dentro del río. Muchas veces nosotros queremos que el río se estreche solo por nuestra parte y condenamos a los otros... esto no es fraternidad. Todos dentro del río. Todos. Esto se aprende en el seminario. Y yo aconsejo a los formadores: si vosotros veis un seminarista bueno, inteligente, que parece bueno, es bueno pero es un hablador [cotilla], expulsadle. Porque después esta será una hipoteca para la fraternidad presbiteral. Si no se corrige, expulsadle. Desde el inicio. Hay un refrán, no sé como se dice en italiano: “Cría cuervos y te comerán los ojos”. Si en el seminario tu crías “cuervos” que “chismorrean”, destruirán cualquier presbiterio, cualquier fraternidad en el presbiterio. Y después hay muchas pruebas: el párroco y el vice-párroco, por ejemplo. A veces están de acuerdo de forma natural, son del mismo temperamento; pero muchas veces son diferentes, muy diferentes, porque en el río uno está en esta parte y el otro en la otra parte: pero todos dentro del río. Haced un esfuerzo para entenderos, para amaros, para hablaros... Lo importante es estar dentro del río. Y lo importante es no chismorrear del otro, y buscar la unidad. Y debemos encender las luces, las riquezas, los dones, los carismas de cada uno. Esto es importante. Los Padres del desierto nos enseñaron mucho sobre esto: sobre la fraternidad, el perdón, la ayuda. Una vez fueron a ver a Abba Pafnuzio algunos monjes: estaban preocupados por un pecado que había cometido uno de sus hermanos, y se dirigieron a él para pedir ayuda. Pero, antes de ir, habían cotilleado entre ellos, bastante. Y Abba Pafnuzio, después de haberles escuchado, dijo: “Sí, yo he visto en la orilla del río un hombre que estaba en el barro hasta las rodillas. Y algunos hermanos querían ayudarle, y le han hecho ir hacia abajo hasta el cuello”. Hay algunas “ayudas” que lo que buscan es destruir y no ayudar: están solo disfrazadas de ayuda. En la murmuración, siempre sucede esto. Algo que nos ayudará mucho, cuando nos encontremos ante los pecados o cosas feas de nuestros hermanos, cosas que buscan romper la fraternidad, es hacernos la pregunta: “¿Cuántas veces yo he sido perdonado?”. Esto ayuda. Gracias Don Pasquale. Y gracias por su juventud.


Madre Rosangela Sala, presidente USMI Ligure:


Soy del Instituto de las hermanas de la Inmaculada y represento la parte femenina de la vida consagrada de Liguria. Sabemos que usted ha vivido una larga experiencia de consagración vivida en situaciones diferentes y con diferentes roles. ¿Qué puede decirnos para que podamos vivir nuestra vida con creciente intensidad respecto al carisma, al apostolado y en nuestra diócesis, que es la Iglesia?


Papa FRANCISCO:


Gracias, Madre. Yo a la Madre Rosangela la conozco desde hace años... Es una buena mujer, pero tiene un defecto. ¿Puedo decirlo? ¡Conduce a 140! [ríe, ríen]. Le gusta ir rápido, pero es buena. Usted ha dicho una palabra que me gusta mucho, me gusta mucho: la diocesanidad. Más que una palabra, es una dimensión que me gustaría unir con las preguntas precedentes. Una dimensión de nuestra vida de Iglesia, porque la diocesanidad es lo que nos salva de la abstracción, del nominalismo, de una fe un poco gnóstica o solamente que “vuela por el aire”. La diócesis es esa porción del Pueblo de Dios que tiene un rostro. En la diócesis está el rostro del Pueblo de Dios. La diócesis ha hecho, hace y hará historia. Todos estamos incluidos en la diócesis. Y esto nos ayuda para que nuestra fe no sea teórica, sino práctica. Y vosotras consagradas y consagrados, sois un regalo para la Iglesia, porque cada carisma, cada uno de los carismas es un regalo para la Iglesia, para la Iglesia universal. Pero siempre es interesantes ver cómo cada uno de los carismas nacen en un lugar concreto y muy unido a la vida de esa diócesis concreta. Los carismas no nacen en el aire, sino en un lugar concreto. Después el carisma crece, crece, crece y tiene un carácter muy universal; pero al principio, siempre tiene una concreción. Es bonito recordar cómo no haya un carisma sin una experiencia fundadora concreta. Y que normalmente no está unida a una misión universal, sino a una diócesis, a un lugar concreto. Después se hace universal, pero al principio, en las raíces... Pensemos en los franciscanos. Si uno dice: “Soy franciscano”, ¿cuál es el lugar que viene a la mente? ¡Asís! ¡Enseguida! “¡Pero somos universales!”. Sí, estáis por todos lados, es verdad, pero está el origen concreto. Y vivir intensamente el carisma es querer encarnarlo en un lugar concreto.


El carisma debe ser encarnado: nace en un lugar concreto y después crece y continúa encarnándose en lugares concretos. Pero siempre es necesario buscar dónde ha nacido, cómo ha nacido el carisma, en qué ciudad, en qué barrio, con qué fundador, qué fundadora, cómo se ha formado... Y esto nos enseña a amar a la gente de los lugares concretos, amar gente concreta, tener ideales concretos: la concreción la da la diocesanidad. La concreción de la Iglesia la da la diocesanidad. Y esto no quiere decir matar el carisma, no. Esto ayuda al carisma a hacerse más real, más visible, más cercano. Y después, de vez en cuando —cada seis años normalmente— los consagrados se reúnen en capítulo, y provienen de las diferentes “concreciones”, y esto hace crecer al instituto. Pero siempre con la raíz en la diocesanidad: en las diferentes diócesis, donde este carisma ha nacido y donde ha ido. Esta es la concreción. Cuando la universalidad de un instituto religioso, que crece y va y va, se olvida de incluirse en los lugares concretos, en las diócesis concretas, esta orden religiosa al final se olvida de dónde ha nacido, del carisma fundador. Se universaliza a modo de de las Naciones Unidas, por ejemplo. “Sí, hacemos una reunión universal, todos juntos...”. Pero no está esa concreción de la diocesanidad: dónde ha nacido el carisma y dónde ha ido después y si se ha incluido en esas Iglesias particulares. ¡No existen institutos religiosos voladores! Y si alguno tiene esta pretensión, terminará mal. Siempre las raíces en la diócesis. Y aquí está la no fácil relación entre los religiosos consagrados y los obispos. Ahora se está trabajando en un nuevo proyecto para hacer de nuevo el documento Mutuae relationes, que tiene 40 años, y es el momento de revisarlo. Porque siempre hay conflictos, también conflictos de crecimiento, conflictos buenos, y también algunos no tan buenos. Pero esto es importante: un carisma que tenga la intención de no tomar en serio el aspecto de la diocesanidad y se refugia solamente en los aspectos ad intra, esto le llevará a una espiritualidad autorreferencial y no universal como la Iglesia de Jesucristo.


Esta palabra me ha gustado mucho, Madre: diocesanidad. Donde el carisma ha nacido y donde se inserta su crecimiento.


Un segundo aspecto que me gustaría subrayar es la disponibilidad. Una disponibilidad a ir donde hay más riesgo, donde hay más necesidad, donde se necesita más. No para cuidar de sí mismos: para ir a donar el carisma e insertarse donde hay más necesidad. La palabra que uso a menudo es periferias, pero yo digo todas las periferias, no solo las de la pobreza, todas. También esas del pensamiento, todas. Insertarse en ellas. Y estas periferias son el reflejo de los lugares donde ha nacido el carisma primordial. Y cuando digo disponibilidad, digo también revisión de las obras. Es verdad, a veces se hacen revisiones porque no hay personal y se debe hacer. Pero también cuando hay personal, cuando hay gente, preguntarse: ¿nuestro carisma es necesario en esta diócesis? ¿O será más necesario en otra parte y a este lugar podrá venir otro carisma a ayudar? Estar disponibles a ir más allá, siempre más allá: el “Deus semper maior”. Siempre ir más allá, más allá... Estar disponibles y no tener miedo de los riesgos; con la prudencia del gobierno, pero... Esto es importarte, estas dos cosas, diría: diocesanidad y disponibilidad. Diocesanidad como referencia al nacimiento, y también disponibilidad para crecer e insertarse en la diócesis. Diría esto, retomando su palabra, diocesanidad. Gracias.


Padre Andrea Caruso, O.F.M. Cap.:


Soy sacerdote de la orden de los hermanos menores capuchinos de Liguria. Esta es la pregunta: ¿cómo vivir y afrontar el descenso general de vocaciones a la vida sacerdotal y a la vida consagrada?


Papa FRANCISCO:
  

Se dice de los franciscanos que se reúnen siempre, y se dice: “Cuando no están en capítulo, están en versículo”. Siempre están en alguna reunión, están reunidos.


Por tanto el descenso [de las vocaciones]. Hay un problema demográfico: el descenso demográfico en Italia. Nosotros estamos bajo cero, y si no hay chicos y chicas jóvenes, no habrá vocaciones. Era más fácil en tiempo de familias más numerosas tener vocaciones. Hay un descenso que es también consecuencia del descenso demográfico. No es la única razón, pero esta tenemos que tenerla presente. Es más fácil convivir con un gato o con un perro que con los hijos. Porque yo me aseguro el amor programado, porque no son libres, yo les crío hasta un cierto punto, hay una relación, me siento acompañado o acompañada con el gato, con el perro, y no con los hijos. Uno de mis asistentes, que tiene tres [hijos] me dice esto [ríe]. Sí, es verdad. En cada época, debemos ver las cosas que suceden como un paso del Señor: hoy el Señor pasa entre nosotros y nos plantea esta pregunta: “¿Qué sucede?” ¿Qué sucede? El descenso es verdad. Pero yo me hago otra pregunta: ¿qué nos dice o nos está pidiendo el Señor, ahora? La crisis vocacional es una crisis que afecta a toda la Iglesia, todas las vocaciones: sacerdotales, religiosas, laicales, matrimoniales... Piensa en la vocación al matrimonio, que es tan bonita. No se casan, los jóvenes; viven juntos, prefieren eso. Es una crisis transversal, y debemos pensar las cosas así. Es una crisis que toca a todos, también la vocación matrimonial. Una crisis transversal. Y como tal es un tiempo para preguntarse, para preguntar al Señor y preguntarnos a nosotros: ¿qué debemos hacer? ¿qué debemos cambiar? Afrontar los problemas es algo necesario; y aprender de los problemas es algo obligatorio. Y nosotros tenemos que aprender también de los problemas. Buscar una respuesta que no sea una respuesta reductiva, que no sea una respuesta “de conquista”.


Algo feo que ha sucedido en la Iglesia aquí en Italia —estoy hablando de los años noventa, más o menos—: algunas congregaciones que no tenían casas en Filipinas, iban y traían aquí a las chicas, las han “mimado” y las jóvenes venían. Buenas chicas, buenas... Después, la mayoría lo dejaba. Yo recuerdo, en el Sínodo de 1994, una carta pastoral de los obispos de Filipinas que prohibían hacer esto, y las congregaciones que no tienen casas en Filipinas no pueden hacer esto. Primero. Segundo: la formación inicial se debe hacer en el país [de origen], después se puede ir a otro país, pero la formación inicial, en el propio país. Y recuerdo como si fuera hoy, creo que era en el “Corriere della Sera”, el gran titular: “La trata de novicias”. Fue un escándalo. También en algunos países latinoamericanos. Estoy pensando en una congregación... Tomaban el autobús e iban a ciertos lugares pobres, y convencían a las chicas para venir a Buenos Aires y hacerse novicias, y venían. Y después las cosas no iban bien. Y aquí, en Italia —en Roma— este es un dato de hace 15 años, he sabido de algunas congregaciones que iban a los países ex-comunistas de Europa central en busca de vocaciones, chicas, países pobres... Venían, pero no tenían vocación, pero no querían volver; algunas encontraban un trabajo y otras, pobrecillas, terminaban en la calle.


Es difícil el trabajo vocacional, pero se debe hacer. Es un desafío. Debemos ser creativos, en el trabajo vocacional. El otro día estuvieron en una reunión —antes de vuestro capítulo en la provincia de las Marcas, vinieron a verme. Casi todos. A hacer una especie de pre-capítulo con el Papa. ¡Muchos jóvenes! “¿Cómo tenéis tantas vocaciones?” — “No lo sé, tratamos de vivir la vida como la quería san Francisco”. La fidelidad al carisma fundador. Y cuando hay congregaciones que son fieles al carisma fundador, pero con ese amor que hace ver la actualidad que tiene ese carisma, la belleza, eso atrae. Y después el testimonio. Si nosotros queremos consagrados, consagradas, sacerdotes, debemos dar testimonio de que somos felices, que estamos felices. Y que terminamos nuestra vida felices por la elección que Jesús ha hecho de nosotros. El testimonio de alegría, también en la forma de vivir. Hay consagrados, consagradas, sacerdotes, obispos cristianos, pero viven como paganos. Un joven, una joven de hoy mira y dice: “¡No, así yo no quiero!”. Y esto empuja fuera a la gente. Después, es importante la conversión pastoral y misionera. Una de las cosas que los jóvenes de hoy buscan mucho es la misionariedad. El celo apostólico: ver en el testimonio también un gran celo apostólico, que uno no vive para sí mismo, que vive para los otros, que da la vida, da la vida. Una vez —lo supe apenas ordenado obispo, en el año ‘92— supe que una congregación de monjas del lugar de donde era, en el barrio, en la zona de Buenos Aires donde yo era obispo auxiliar, estaban reformando la casa de las hermanas. Tenían un colegio muy rico, muy rico. Tenían dinero. Y tenían razón: la casa de las hermanas debía ser un poco reformada. La habían hecho bien: también con el baño privado. Está bien —pensé yo— si es una cosa austera, hoy también una comodidad moderna es importante, no hay problema... Pero al final hicieron un edificio de lujo, para las monjas. Y también —estoy hablando de 1992, hoy sería más comprensible, no lo sé, no estaría bien, pero no escandalizaría tanto— en cada una de las habitaciones de las hermanas, una televisión. ¿Cuál fue el resultado? Desde las dos hasta las cuatro de la tarde no encontrabas una monja en el colegio: cada una estaba en su habitación viendo la telenovela. La mundanidad. La mundanidad espiritual. Y la gente, los jóvenes piden testimonio de autenticidad, de celo apostólico, de armonía con el carisma. Y también nosotros darnos cuenta de que con estos comportamientos somos nosotros mismos los que provocamos ciertas crisis vocacionales. Hemos sido nosotros mismos. Es necesaria una conversión pastoral, una conversión misionera. Os invito a tomar esa parte de la Evangelii gaudium que habla de esto, sobre la necesaria conversión misionera, y este es un testimonio que atrae vocaciones.


Después, las vocaciones están, Dios las da. Pero si tú —sacerdote o consagrado o monja— estás siempre ocupado, no tienes tiempo de escuchar a los jóvenes que viene, que no vienen... “Sí, sí, mañana...”. ¿Por qué? Los jóvenes son “aburridos”, vienen siempre con las mismas preguntas... Si tú no tienes tiempo, ve a buscar a otra persona que pueda escuchar. Escucharles. Y después, los jóvenes están siempre en movimiento: es necesario ponerles en el camino misionero. Cuatro días de vacaciones: os invito, vamos a hacer una pequeña misión a ese lugar, a ese pueblo, o vamos a limpiar una escuela de ese pueblo que está sucia.. Y los jóvenes van enseguida. Y haciendo estas cosas, el Señor les habla. El testimonio. Esta es la clave. Esta es la clave.


¿Qué piensa un joven cuando ve un sacerdote, un consagrado o una consagrada? Lo primero que piensa, si tiene algún movimiento del Espíritu: “Yo quisiera ser como esa, como ese”. Allí está la semilla. Nace del testimonio. “¡Yo nunca quisiera ser como ese!”. Es el antitestimonio. El testimonio se hace sin palabras.


Y termino con una anécdota. En la zona de Buenos Aires, donde era obispo auxiliar, hay muchos hospitales, pero en todos hay monjas. Y en uno, que estaba cerca de la vicaría, había tres monjas alemanas, muy ancianas, enfermas, de una congregación que no tenían gente para enviar. Y la madre general, con un buen sentido, las llamó de nuevo: fue una decisión prudente, tomada con la oración, hablando con el obispo... una cosa bien hecha. Y un sacerdote dijo: “Yo conozco a la madre general de un instituto coreano de Seúl, de la Sagrada Familia de Seúl. Puedo escribirla”. Escribió. “Vale, vale”. Al final, después de cuatro meses, llegaron tres hermanas coreanas. Llegaron un lunes —por decir— el martes arreglaron un poco sus cosas, y el miércoles fueron a las plantas del hospital. Coreanas, sin una palabra de español. Algunos días después, los enfermos estaban todos felices: “¡Pero que hermanas más buenas! ¡Pero que bonito, lo que dicen!” — “¿Pero cómo —digo— lo que dicen, si no hablan una palabra de español?” — “No, no, pero es la sonrisa, te toman de la mano, te dan una caricia...”. ¡El lenguaje de los gestos! ¡Pero sobre todo el lenguaje del testimonio del amor! Mira, también sin palabras, tú puedes atraer a la gente. El testimonio es decisivo en las vocaciones: es decisivo.


¡Gracias por lo que hacéis! ¡Muchas gracias! Os pido rezar por mí. Os doy las gracias por vuestra vida consagrada, por vuestra vida presbiterial. Y adelante, adelante, que ¡el Señor es grande y nos dará hijos y nietos en nuestras congregaciones y en nuestras diócesis!


Gracias.


Y ahora os doy la bendición, ¡e id adelante con valentía! Y me gustaría saludar a los cuatro que han tenido la valentía de hacer las preguntas.

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ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE LA MISIÓN DIOCESANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Santuario de Nuestra Señora de la Guardia
Sábado 27 de mayo de 2017


Papa FRANCISCO:


Os invito a rezar a la Virgen: cada uno le diga lo que lleva en el corazón. Es nuestra mamá, la Madre de Jesús, nuestra Madre. En silencio, cada uno le diga lo que siente en el corazón.


Después de la oración cuatro jóvenes dirigieron al Pontífice algunas preguntas.


Chiara Parodi


Santidad, ¡qué bonito es tenerle aquí! En Su exhortación apostólica, Evangelii gaudium, Usted ha invitado a toda la Iglesia a salir. Con la sugerencia de nuestro cardenal, hemos comenzado la misión “alegría plena”, para retomar las palabras que Jesús dijo en el Evangelio de Juan: «os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (15, 11). Le pedimos una bendición sobre nosotros, sobre los chicos que hemos encontrado y que encontraremos e incluso un consejo sobre cómo ser misioneros hacia nuestros coetáneos que viven situaciones difíciles de dolor y que son víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia y del engaño del Maligno. ¡Gracias! Le queremos.


Luca Cianelli


Santo Padre, Usted ha querido que en el próximo año se desarrollase el Sínodo de los Obispos dedicado a los jóvenes; tendrá efectivamente como título “Jóvenes, Fe y discernimiento vocacional”. Nosotros pensamos que a Dios lo encontramos en la vida de todos los días, en la cotidianidad, en el colegio, con los amigos, en la vida de oración, en el silencio de la oración. Y por ello le pedimos a Usted algún consejo para vivir nuestra vida espiritual y de oración. ¡Gracias!


Emanuele Santolini


Hola, Papa FRANCISCO. Hoy nuestras vidas tienen ritmos altísimos, frenéticos y esto hace difícil el encuentro, la escucha y sobre todo la construcción de relaciones verdaderas, del compartir verdadero. De manera que muchos de nosotros jóvenes quizás no tenemos tiempo o las ocasiones para encontrar a la persona de su vida, la persona que Jesús ha pensado para nosotros, para construir ese gran proyecto de amor que es el matrimonio. ¿Puede darnos algún consejo sobre cómo conseguir una vida de plenitud y cómo conseguir hacerlo construyendo relaciones verdaderas, plenas, sinceras? Gracias.


Francesca Marrollo


Santo Padre, cada día los medios de comunicación nos ofrecen realidades de violencia y de guerra, narraciones lejanas y cercanas de grandes sufrimientos. Muchos de nuestros coetáneos, migrantes provenientes de países lejanos, ensangrentados por egoísmos, viven hoy en nuestras ciudades en condiciones muy difíciles. Nosotros estamos convencidos de que a través de estos hermanos nuestros y estas hermanas nuestras, Dios nos está hablando. ¿Qué nos dice? ¿Qué gestos, también junto a la comunidad cristiana adulta, podemos realizar para responder a estos desafíos que la historia, habitada por el Espíritu Santo, hoy nos está proponiendo? ¡Gracias!


Papa FRANCISCO:


¡Buenos días! Yo estoy un poco asustado porque Emanuel ha dicho que “somos todos frenéticos”... [ríe, ríen]. No sé cómo responder. El cardenal ha hablado de vuestro amor y ha dicho que vuestro amor es un amor turbulento y alegre. Y esto es bonito. Entre “frenéticos”, “turbulentos” y “alegres”, hagamos una bonita macedonia y ¡el resultado será bonito!


Es para mí una alegría encontrarme con vosotros. Es un encuentro que siempre deseo: encontrar a los jóvenes. Qué piensan, qué buscan, qué desean, qué desafíos tienen y muchas cosas. Y vosotros, que no queréis respuestas pre-hechas, vosotros queréis respuestas concretas pero personales, no como estos trajes que se compran prêt-à-porter, no. Respuestas prêt-à-porter, vosotros no las queréis. Queréis el diálogo, cosas que toquen el corazón.


Chiara, gracias por compartir esta experiencia que habéis vivido durante este año. Sentir la invitación de Jesús es siempre una alegría plena. Y el Señor dice también: “Y esta alegría plena —en el mismo pasaje del Evangelio— nadie os la podrá quitar” (cf. Juan 16, 22). Nadie os la quitará. Alegría. Que no es lo mismo que divertirse. Sí, te hace feliz, la alegría, pero no es superficial. La alegría que va dentro y nace del corazón; y esta alegría es la que vosotros habéis vivido durante este año. Te doy las gracias.


Ahora, yo querría preguntar —me gustaría, pero no hay tiempo y no se puede, pero...—: cómo habéis sentido que esta experiencia que habéis vivido os ha transformado: ¿es verdad, esto, o son solo palabras? Porque —esta es la pregunta— ¿Ir a hacer misión, significa dejarse transformar por el Señor? Nosotros, normalmente, cuando vivimos estas cosas, estas actividades, como Chiara ha subrayado bien, nos alegramos cuando las cosas van bien. Y esto es bueno. Pero hay otra transformación, que muchas veces no se ve, está escondida y nace en la vida de cada uno de nosotros. La misión, el ser misioneros lleva a aprender a mirar. Escuchad bien esto: aprender a mirar. Aprender a mirar con ojos nuevos, porque con la misión los ojos se renuevan. Aprender a mirar la ciudad, nuestra vida, nuestra familia, todo lo que está a nuestro alrededor. La experiencia misionera nos abre los ojos y el corazón: aprender a mirar incluso con el corazón. Y así, nosotros dejamos de ser —permitidme la palabra— turistas de la vida, para convertirnos en hombres y mujeres, jóvenes que aman con el compromiso de la vida. “Turistas de la vida”: vosotros habéis visto a estos que hacen fotografías de todo, cuando vienen de turismo, y no miran nada. No saben mirar... ¡y luego miran las fotografías en casa! Pero una cosa es mirar la realidad y otra es mirar la fotografía. Y si nuestra vida es de turista, nosotros miraremos solo las fotografías o las cosas que pensamos de la realidad. Es una tentación, para los jóvenes, ser turistas. No digo dar un paseo por aquí y por allá, no, ¡esto es bonito! Me refiero a mirar la vida con ojos de turista, es decir, superficialmente, y hacer fotografías para mirarlas más adelante. Esto quiere decir que yo no toco la realidad, no miro las cosas que suceden. No miro las cosas como son. La primera cosa que yo respondería, a propósito de vuestra transformación, es dejar esta actitud de turistas para convertiros en jóvenes con un compromiso serio con la vida, en serio. El tiempo de la misión nos prepara y nos ayuda a ser más sensibles, más atentos y a mirar con atención. Y a tanta gente que vive con nosotros, en la vida cotidiana, en los lugares donde nosotros vivimos y que, por no saber mirar, terminamos por ignorar. Cuánta gente de la cual podemos decir: “sí, sí, es eso, es aquello”, pero no sabemos mirar a su corazón, no sabemos qué piensan, qué sienten, porque mi corazón nunca se ha acercado. Quizás he hablado con ellos muchas veces, pero con superficialidad. La misión puede enseñarnos a mirar con ojos nuevos, nos acerca al corazón de muchas personas, y esta ¡es una cosa bellísima, es una cosa bellísima!


Y destruir la hipocresía. Encontrar gente grande, adultos hipócritas es feo, pero es gente grande, que hace de su propia vida lo que quiere, sabe lo que hace... Pero encontrar un joven, una joven que comienza la vida con una actitud de hipocresía, esto es suicida. ¿Habéis entendido? Es suicida.


Es no dejar el camino del turista de la vida, es pasar fingiendo, y no mirar al corazón de la gente para hablar con autenticidad, con transparencia. Y luego, hay otra cosa: tú has dicho que la misión es bonita y habéis aprendido. Pero cuando yo voy de misión, no es solamente decisión mía, la que me hace ir. Hay otro que me manda, que me invita a ir de misión. Y no se puede ir de misión sin ser mandado por Jesús. Es el mismo Jesús que te envía, es Jesús que te impulsa a la misión y está ahí a tu lado: es precisamente Jesús que trabaja en tu corazón, cambia tu mirada y te hace mirar la vida con ojos nuevos; no con ojos de turista. ¿Habéis entendido?


Así se aprende que vivir cerrados, también cerrados en el “turismo”, no sirve, no ayuda. Debemos vivir en misión, lo que supone que yo escuche a Aquel que me envía, que siempre es Jesús, y voy a la gente, voy a los demás a hablar de mi vida, de Jesús y de muchas cosas pero con una transformación de mi personalidad que me hace mirar de otra manera. Y sentir las cosas de otra manera. Pensemos —para entender bien esto— cuando Jesús iba por la calle, siempre entre la gente; una vez (cf. Marcos 5, 25-34) Jesús se detuvo y dijo: “alguien me ha tocado”. Y los discípulos: “pero, Maestro, ¿no ves que toda la gente está a tu alrededor? ¡Todos te tocan!” — “Alguien me ha tocado”. Jesús no se había acostumbrado al hecho de que le tocasen. No, no era un “turista”: Él entendía las intenciones de la gente y había entendido que era una persona que le había tocado para ser sanada. Y esa mujer se decía a sí misma: “Si le toco, seré curada”. Así nosotros.


Debemos conocer a la gente como es, porque tenemos el corazón abierto y no somos turistas entre la gente: somos enviados y misioneros.


La misión ayuda también a mirarnos entre nosotros, a los ojos, y reconocer que somos hermanos entre nosotros, que no es una ciudad y ni siquiera una Iglesia de los buenos y una ciudad y una Iglesia de los malos. La misión nos ayuda a no ser “cátaros”. La misión nos purifica del pensar que hay una Iglesia de los puros y una de los impuros: todos somos pecadores y todos necesitamos el anuncio de Cristo, y si yo cuando anuncio en la misión a Jesucristo no pienso, no siento que lo que digo a mí mismo, me separo de la persona y me creo —puedo creerme— puro y al otro como impuro que tiene necesidad. La misión nos afecta a todos como pueblo de Dios, nos transforma: nos cambia el modo de ir por la vida, de “turista” a comprometido, y nos quita de la cabeza esa idea de que hay grupos, que en la Iglesia hay puros e impuros: todos somos hijos de Dios. Todos pecadores y todos con el Espíritu Santo dentro que tiene la capacidad de hacernos santos. Tú me decías —también Emanuele ha preguntado lo mismo— cómo ser misioneros hacia nuestros coetáneos, especialmente hacia los que viven en situaciones difíciles que son víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia del engaño del maligno? Creo que la primera cosa es amarles. No podemos hacer nada sin amor. Un gesto de amor una mirada de amor... Tú podrás hacer programas para ayudarles, pero sin amor... Y amor es dar la vida”(cf. Juan 15, 13). Él ha dado el ejemplo, ha dado la vida. Amar. Si tú no eres capaz, o al menos tú no has —y digo “tú” pero lo digo a todos, porque ella ha hecho la pregunta, pero lo digo a todos— si tú no tienes el corazón dispuesto a amar —el Señor nos enseña a amar— no podrás realizar una buena misión. La misión pasará como una aventura, un turismo. Prepararse e ir con un corazón dispuesto a amar. Ayudarles a amar. Una de las cosas que yo pregunto, no a cada persona sino cuando hay oportunidad, en el confesionario, es: “¿pero usted ayuda a la gente? ¿Usted da limosna? — “Sí”, dicen muchos. Sí, porque la gente es buena, la gente quiere ayudar. “Y dígame: ¿cuando usted da limosna, toca la mano de la persona a la cual da limosna, o la retira enseguida? Y ahí, algunos no saben qué decir. Y aún más: “¿Cuando usted da limosna, mira a los ojos del sintecho que le pide limosna? ¿O va deprisa? Amar. Amar es tener la capacidad de estrechar la mano sucia y la capacidad de mirar a los ojos de aquellos que están en una situación de degrado y decir: “Para mí, tú eres Jesús”. Y esto es el inicio de toda misión, con este amor yo debo ir a hablar. Si yo hablo a la gente pensando: “Ah, estos estúpidos que no saben de religión, yo daré, les enseñaré cómo hacer...”. ¡Por favor! Mejor quédate en casa y reza un Rosario, te hará mejor que ir de misión. No sé si habéis entendido la cosa.


Y ¿por qué debo amar a esta gente? ¿Esas víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia, del engaño del Maligno? Detrás de todas estas situaciones que tú has nombrado, hay una certeza que nosotros no podemos olvidar, una certeza que nos debe hacer “testarudos” de la esperanza: para hacer misión es necesario ser testarudos de la esperanza. No sólo el amor, sino también la esperanza, y testarudos. En cada una de estas personas que son víctimas de situaciones difíciles, hay una imagen de Dios que por diversos motivos ha sido maltratada, pisoteada. Hay una historia de dolor, de heridas que nosotros no podemos ignorar. Y esta es la locura de la fe. Cuando Jesús dice: “has ido a la cárcel y me has visitado” — “¡Pero tú eres un loco!”: es la locura de la fe. La locura de la cruz, de la cual habla san Pablo; la locura del anuncio del Evangelio. Allí está Jesús, y esto significa aprender a mirar con los ojos de Jesús: como mira Jesús, a esta gente. Si Jesús, cuando nos dice —las preguntas que nos harán cuando iremos a la otra parte (cf. Mateo 25, 31-46)— nos dice que Él era esa gente, es misterio de amor en el corazón de Jesús.


He tenido la ocasión, una vez —en Argentina estaba acostumbrado ya a visitar las cárceles— y en una ocasión saludé a uno que tenía más de 50 homicidios. Y yo me quedé pensando: “pero tú eres Jesús”, porque Él dijo que si tú vienes a verme a la cárcel, yo estoy allí, en ese hombre. Para ser misioneros es necesaria la locura de la cruz, esta locura del anuncio evangélico: que Jesús hace milagros, que Jesús no es un brujo curandero que sana. Jesús está en cada uno de nosotros, en cada uno de nosotros. Y quizás alguno de vosotros en este momento está en una situación de pecado mortal, está en una situación de lejanía, lejano de Jesús, quizás... Pero Jesús está allí, esperando. Está allí contigo. Nunca nos deja. Si yo voy con amor, no como turista y esto me transforma, voy como testarudo de la esperanza y voy sabiendo que toco, veo, escucho a Jesús que trabaja en el corazón de cada uno de los que encuentro en la misión. ¿Entendido? Y a propósito de estos que tú has mencionado, los más descartados de la sociedad —es importante— yo he dicho que no hay que sentirse mal por estrechar la mano sucia de un sintecho, de esta gente, por poner un ejemplo...


Todos nosotros estamos sucios. Y si Él me ha salvado, digo: gracias Señor, porque también yo puedo ser esa persona... Si yo no he terminado drogado, ¿por qué Señor? Por tu voluntad. Pero si el Señor me hubiera dejado la mano, también yo, todos [¿dónde habríamos acabado?] y esto es el amor, la gracia, que nosotros debemos anunciar: Jesús está en esas personas. Por favor, ¡no adjetivar a las personas! Yo voy a ir de misión con el amor, la testarudez de la esperanza, para llevar un mensaje a la gente con un nombre, no con adjetivos. Y cuántas veces nuestra sociedad desprecia y clasifica: “No, ¡ese es un borracho! No, yo no doy limosna a este porque va a comprarse un vaso de vino y no tiene otra felicidad, pobre hombre, en la vida”; “Este, ese, este, ese...”. ¡Nunca adjetivar a las personas! Poner el adjetivo a las personas puede hacerlo solo Dios, solamente el juicio de Dios. Y lo hará: en el Juicio final, definitivamente, sobre cada uno de vosotros: “Ven, bendito de mi Padre, vete maldito...”. Los adjetivos: lo hace Él, pero nosotros no debemos nunca adjetivar: “esto” y “aquello”, “esto, aquello”. Yo voy a la misión para llevar gran amor.


Luego en aquella transformación —me he entusiasmado con tu pregunta, la había escrito y he hecho reflexiones— nosotros somos habitantes de una cultura del vacío, de una cultura de la soledad. La gente —nosotros también— dentro estamos solos y tenemos necesidad del ruido para no sentir este vacío, esta soledad. Esta es la proposición del mundo y esto no tiene nada que ver con la alegría de la cual hemos hablado. El vacío: si hay algo que destroza nuestras ciudades es este aislamiento. Ir de misión y ayudar a salir de los aislamientos y hacer comunidad, fraternidad. “Pero ese no me gusta...”. “Ese es así...”. Nunca adjetivar: Jesús ama a todos. Si yo voy de misión debo estar dispuesto a este amar a todos. No hay esa alegría plena, que era lo que tú decías que te daba la misión. Mientras hay muchos de nuestros hermanos con la mirada desfigurada por una sociedad que se defiende solamente con la exclusión, aislando a la gente, ignorando. Nunca, si nosotros queremos ser misioneros y llevar el Evangelio y tener esta alegría, nunca hay que excluir, nunca aislar a nadie, nunca ignorar. No sé si he respondido a algo.


Y gracias Lucas por tu inquietud. Génova es una ciudad de puerto, que ha sabido recibir históricamente a muchos barcos ¡Y que ha dado grandes navegantes! Para ser discípulo es necesario el mismo corazón de un navegante; horizonte y valor. Si tú no tienes horizonte y si eres incapaz de verte incluso la nariz, no serás nunca un buen misionero. Si tú no tienes valor, nunca lo serás. Es la virtud de los navegantes: saben leer el horizonte, ir y tienen el valor para ir. Pensemos en los grandes navegantes del siglo XV , muchos salieron de aquí. Vosotros tenéis la oportunidad de conocer todo con vuestras nuevas técnicas, pero estas técnicas de información nos hacen caer en una trampa muchas veces; porque en lugar de informarnos nos saturan, y cuando tú estás saturado el horizonte se acerca, se acerca, y tienes ante ti un muro, has perdido la capacidad de horizonte. Estad atentos: ¡mirad siempre lo que te venden! Incluso los medios de comunicación. La contemplación, la capacidad de contemplar el horizonte, de hacerse un juicio propio, no comer lo que te sirven en el plato. Este es un desafío: es un desafío que creo que nos debe llevar a la oración, y decir al Señor: “Señor, te pido un favor: por favor, no dejes de desafiarme”. Desafíos de horizontes que requieren el valor. ¿Tú eres genovés? Navegante: horizonte y valor. Y lo digo a todos los genoveses: ¡adelante! Esa oración que yo os proponía: “Señor, te pido un favor, hoy desafíame”. Sí, “Jesús por favor, ven, incomódame, dame el valor de poder responder al desafío y a ti”. A mí me gusta mucho este Jesús que incomoda, que importuna; porque es Jesús vivo, que te mueve dentro con el Espíritu Santo. Y qué bonito un chico o una chica que se deja incomodar por Jesús; y el joven o la joven que no se deja tapar la boca con facilidad aprende a no estar con la boca cerrada, que no está contento de respuestas simplistas, que busca la verdad, busca lo profundo, va a lo ancho, va hacia adelante, adelante. Y tiene el valor de hacerse preguntas sobre la verdad y muchas cosas. Debemos aprender a desafiar el presente. Una vida espiritual sana genera jóvenes despiertos, que ante algunas cosas que hoy nos propone esta cultura —“normal” dicen, puede ser, no sé...— se pregunten: “¿Esto es normal o esto no es normal? Y muchas veces —esto lo digo con tristeza— los jóvenes son las primeras víctimas de estos vendedores de humo; les hacen creer muchas cosas... Pero una de las primeras formas de valor que vosotros debéis tener es preguntaros: “¿Pero esto es normal o esto no es normal?”. El valor de buscar la verdad. ¿Es normal que cada día crezca ese sentido de la indiferencia? No me importa lo que sucede a los demás; la indiferencia con los amigos, los vecinos, en el barrio, en el trabajo, en la escuela... ¿Es normal —como nos invitaba a reflexionar Francesca— que muchos de nuestros coetáneos, migrantes o provenientes de países lejanos, difíciles, ensangrentados por egoísmos que conducen a la muerte, vivan en nuestras ciudades en condiciones verdaderamente difíciles? ¿Esto es normal? ¿Es normal que el Mediterráneo se haya convertido en un cementerio? ¿Esto es normal? ¿Es normal que muchos, muchos países —y no lo digo por Italia, porque Italia es muy generosa— muchos países cierran las puertas a esta gente que es herida y huye del hambre, de la guerra, esta gente explotada, que viene a buscar un poco de seguridad... es normal? Esta pregunta: ¿esto es normal? Si no es normal yo debo comprometerme para que esto no suceda. Claro, es necesario valor para esto, es necesario valor.


Volviendo a los navegantes, Cristóbal Colón, que dicen que era de los vuestros —nunca se sabe, pero muchos como él o él mismo quizás salieron de aquí —, de él decían: “Este loco quiere llegar por aquí yendo por allí”. Pero él había hecho un razonamiento sobre la “normalidad” de ciertas cosas y planteó un desafío grande: tuvo el valor. ¿Es normal que ante el dolor de los demás nuestra actitud sea la de cerrar las puertas? Si no es normal, comprométete. Y si no tienes el valor de comprometerte cállate y baja la cabeza y humíllate ante el Señor, pídele valor. Desafiar el presente es tener el valor de decir: “Hay cosas que parecen normales pero no son normales”. Y vosotros, esto debéis pensar: ¡no son cosas queridas por Dios y no deberán ser queridas por nosotros! ¡Y esto decidlo con fuerza! Este es Jesús: intempestivo, que rompe nuestros sistemas, nuestros proyectos. Es Jesús que siembra en nuestros corazones la inquietud de hacernos esta pregunta. Y esto es bonito: ¡esto es muy bonito!


Yo estoy seguro de que vosotros genoveses sois capaces de grandes horizontes y de mucho valor, pero depende de vosotros si queréis hacerlo: no depende de mí. Yo esta tarde vuelvo y dejo la semilla. A vosotros dejo el desafío, o, como decimos en nuestra tierra: “Os lanzo el guante a la cara”. Vosotros veréis.


Termino con una sugerencia: cada mañana, una simple oración: “Señor, te pido por favor que hoy no dejes de desafiarme. Sí, Jesús, por favor, ven a incomodarme un poco y dame el valor de poder responderte”.


¡Gracias!


Vosotros estáis aquí, sentados, en la sombra: aquí estamos al fresco [en el Santuario]. Pero allí fuera están —¿los oís? Estos saben hacer ruido— muchos que han resistido al sol, de pie... ¡Un aplauso para ellos! Yo les veía, les veía desde aquí. Estaban todos callados porque escuchaban y han seguido todo. Aquellos me parece que tienen un poco de valor y de horizontes: al menos aquellos; ¡espero que también vosotros!


Ahora os daré la bendición, pero antes de recibir la bendición saludamos a la Virgen: ¡Dios te salve María...!


* * *


Después de la bendición el Papa concluyó el encuentro con un saludo a los detenidos.


Querría enviar un saludo y la bendición también a todos los detenidos de Génova y de Liguria que han seguido este encuentro. Daré —vosotros en silencio— la bendición a ellos.


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ENCUENTRO CON LOS NIÑOS INGRESADOS
EN EL HOSPITAL PEDIÁTRICO "GIANNINA GASLINI"

PALABRAS DEL SANTO PADRE

Sábado 27 de mayo de 2017


Queridos hermanos y hermanas:


En mi visita a Génova no podía faltar una etapa en este hospital donde se cura a los niños. Porque el sufrimiento de los niños es ciertamente el más duro de aceptar; y por ello el Señor me llama para estar, aunque brevemente, cerca de estos niños y chicos y de sus familiares. Muchas veces me hago y me vuelvo a hacer la pregunta: ¿por qué sufren los niños? Y no encuentro explicación. Solo miro al crucifijo y me detengo ahí. Os saludo a todos los que trabajáis en este prestigioso centro, que desde hace ochenta años se dedica con pasión y competencia al cuidado y asistencia de la infancia, con el importante respaldo de la investigación. Expreso mi aprecio hacia los responsables del hospital, comenzando por el presidente de la fundación, el arzobispo de Génova, los médicos, el personal paramédico, todos los colaboradores de las distintas especialidades, así como a los Frailes Menores Capuchinos y a todos los que atienden y ayudan a los niños ingresados con amor y dedicación. Ellos, efectivamente necesitan también vuestros gestos de amistad, vuestra comprensión, vuestro afecto y apoyo paterno y materno.


Este Instituto surgió como un acto de amor del senador Gerolamo Gaslini. Él, para honorar a la hija fallecida a temprana edad, lo fundó despojándose de todos sus bienes: sociedades, establecimientos, inmuebles, dinero e incluso de su casa. Por lo tanto este hospital, conocido y apreciado en Italia y en el mundo, tiene una función especial: seguir siendo un símbolo de generosidad y solidaridad. En el acta de fundación del hospital, Gaslini estableció: «es mi firme voluntad que este instituto tenga como base y guía la fe católica [...] que fermente en toda actividad y conforte todo dolor». Nosotros sabemos que la fe obra sobre todo a través de la caridad y sin esta está muerta. Por eso os animo a todos vosotros a desarrollar vuestra delicada obra impulsados por la caridad, pensando a menudo en el “buen samaritano” del Evangelio: atentos a las necesidades de vuestros pequeños pacientes, inclinándoos con ternura sobre sus fragilidades, y viendo en ellos al Señor. Quien sirve a los enfermos con amor sirve a Jesús que nos abre el Reino de los cielos.


Deseo para este hospital, fiel a su misión, que pueda continuar con su apreciada obra de cura e investigación mediante la aportación y contribución generosa y desinteresada de todas las categorías y a todos los niveles. Por mi parte, os acompaño con la oración y la bendición del Señor, que de corazón invoco sobre vosotros, sobre todos los pacientes y sus familiares.

 
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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza Kennedy
Sábado 27 de mayo de 2017


Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» (Efesios 1, 19). Pero, ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?


Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.


Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: “pensaré en vosotros”. No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» (Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro “abogado” (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna “causa” importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: “Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación...”.


Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?”. El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este “dolor de vivir”, recordemos cada día “lanzar el ancla a Dios”: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.


La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.


Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.


Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.


“Id”, nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un “maratonista con esperanza”: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!


Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.

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