Nairobi, KENIA (Agencia Fides, 22/05/2020) - La vida de los niños de la calle de Nairobi
nunca ha sido fácil. Les han definido incluso chokora (basura). A lo
largo de los años, han recibido gran atención de los medios,
convirtiéndose en un ícono, junto con las chabolas y los rascacielos, de
las grandes ciudades de África. Luego, como todos los demás, han
crecido, encontrado el amor y tenido hijos. Cientos de miles que los
gobiernos comenzaron a "barrer" del centro de la ciudad para empujarlos
hacia los barrios bajos que rodean las ciudades como una corona de
espinas. No existen zonas infantiles, son lugares donde no hay sitio
para los niños. Decenas de miles de ellos sobrevivieron en medio de
robos, tareas domésticas, recogida de basura, caridad y pegamento.
Incluso entre los habitantes de los barrios bajos se les rechaza: su
olor repugnante no invita a la cercanía. Con el Covid-19, la situación
ha empeorado, con las medidas de distanciamiento social forzándoles a la
inserción en estructuras gubernamentales y centros de acogida privados.
En Kenia ha habido un cambio de ritmo positivo, el gobierno a través del
Street Families Rehabilitation Trust Fund (SRFTF) una fundación
gubernamental para la rehabilitación de la gente de la calle, se ha
comunicado con varios centros de acogida en Nairobi para que reciban a
los niños de las "bases" como mlango kubwa, la gran puerta, que se
desliza hacia la enorme barracopolis del Valle de Mathare (500 mil
habitantes).
Ochenta y siete han sido acogidos por Koinonia, una organización keniata
fundada por el misionero comboniano Renato Kizito Sesana que trata de
hacer suyas las palabras del Evangelio: “perseveraban en escuchar las
enseñanzas de los apóstoles y en la comunión fraterna, partiendo el pan y
las oraciones".
En el momento de la acogida hubo un gran entusiasmo aunque luego se hizo
sentir la repercusión de la crisis de abstinencia, pero la hospitalidad
continua, dice el misionero. “Cada semana desde que comenzó el
lockdown, hemos recibido a 10/20 nuevas personas. Jack, Bernard, Fred y
Besh fueron a buscarlos a los lugares más improbables, en la calle,
debajo de los puentes, en los parques, en terrenos empinados donde
habían hecho chozas con ramas o láminas de plástico. Cada día convencen a
20 o 30 para obtener ayuda y ser llevados a nuestras instalaciones y a
otras indicadas por el SRFTF, generalmente propiedad de varias iglesias
cristianas. No ha sido fácil convencer a los responsables de estas
instalaciones y comunidades para que aceptaran a estos nuevos huéspedes
difíciles. Con nosotros se han quedado los que parecían más
problemáticos. Ahora están distribuidos en nuestros hogares en Ndugu
Mdogo (Hermanito) y Tone la Maji (La gota de agua). Para ellos, continúa
el misionero, con el encierro, la vida en la calle se había vuelto cada
vez más insostenible: menos gente en la calle, menos entradas, menos
trabajos saltuarios, menos limosnas. El toque de queda ha dejado a los
niños en un aislamiento total durante la noche con posibles
circunstancias agravantes de abusos al interno y externo del grupo”.
Tras detenerse por unos momentos a pensar, el misionero concluye
diciendo que “los números no dan una idea de la belleza de la vida que
nos ha abrumado, de los rostros, de las sonrisas, de las miradas. Del
deseo de superar los inevitables enfrentamientos y disputas que surgen
en un grupo tan grande de personas que viven en espacios limitados. Del
entusiasmo animado durante los partidos de fútbol en los diferentes
campos dentro de nuestros hogares. De la plácida felicidad que se ve
contemplando un simple plato de arroz y papas: no tienen nada, pero el
corazón es una mina de recursos por explorar”.