CIUDAD DEL VATICANO (Agencia Fides, 01/06/2020) – En la Solemnidad de Pentecostés, el domingo 31 de
mayo, se ha publicado el Mensaje del Santo Padre FRANCISCO para la
Jornada Mundial de las Misiones, que se celebrará el 18 de octubre o en
otra fecha, según las situaciones pastorales locales. El mensaje tiene
como tema el versículo bíblico "Aquí estoy, mándame" (Is 6,8). La
Agencia Fides lo publica a continuación integralmente:
«Aquí estoy, mándame» (Is 6,8)
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia
el Mes Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy
seguro de que contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas
comunidades, a través del camino indicado por el tema: “Bautizados y
enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”.
En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados por la
pandemia del COVID-19, este camino misionero de toda la Iglesia continúa
a la luz de la palabra que encontramos en el relato de la vocación del
profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). Es la respuesta siempre
nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?» (ibíd.). Esta llamada
viene del corazón de Dios, de su misericordia que interpela tanto a la
Iglesia como a la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual que a
los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y
furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos
frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y
necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de
confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen:
“perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no
podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos»
(Meditación en la Plaza San Pietro, 27 marzo 2020). Estamos realmente
asustados, desorientados y atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen
experimentar nuestra fragilidad humana; pero al mismo tiempo todos somos
conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de liberación
del mal. En este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir
de nosotros mismos por amor de Dios y del prójimo se presenta como una
oportunidad para compartir, servir e interceder. La misión que Dios nos
confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y encerrado al yo
reencontrado y renovado por el don de sí mismo.
En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn
19,28-30), Dios revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros
(cf. Jn 19,26-27). Y nos pide nuestra disponibilidad personal para ser
enviados, porque Él es Amor en un movimiento perenne de misión, siempre
saliendo de sí mismo para dar vida. Por amor a los hombres, Dios Padre
envió a su Hijo Jesús (cf. Jn 3,16). Jesús es el Misionero del Padre: su
Persona y su obra están en total obediencia a la voluntad del Padre
(cf. Jn 4,34; 6,38; 8,12-30; Hb 10,5-10). A su vez, Jesús, crucificado y
resucitado por nosotros, nos atrae en su movimiento de amor; con su
propio Espíritu, que anima a la Iglesia, nos hace discípulos de Cristo y
nos envía en misión al mundo y a todos los pueblos.
«La misión, la “Iglesia en salida” no es un programa, una intención que
se logra mediante un esfuerzo de voluntad. Es Cristo quien saca a la
Iglesia de sí misma. En la misión de anunciar el Evangelio, te mueves
porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin Él no podemos hacer nada,
LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama primero y con este
amor nos encuentra y nos llama. Nuestra vocación personal viene del
hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la Iglesia, su familia,
hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin
embargo, todos tienen una dignidad humana fundada en la llamada divina a
ser hijos de Dios, para convertirse por medio del sacramento del
bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde siempre en el
corazón de Dios.
Haber recibido gratuitamente la vida constituye ya una invitación
implícita a entrar en la dinámica de la entrega de sí mismo: una semilla
que madurará en los bautizados, como respuesta de amor en el matrimonio
y en la virginidad por el Reino de Dios. La vida humana nace del amor
de Dios, crece en el amor y tiende hacia el amor. Nadie está excluido
del amor de Dios, y en el santo sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz,
Dios venció el pecado y la muerte (cf. Rm 8,31-39). Para Dios, el mal
—incluso el pecado— se convierte en un desafío para amar y amar cada vez
más (cf. Mt 5,38-48; Lc 23,33-34). Por ello, en el misterio pascual, la
misericordia divina cura la herida original de la humanidad y se
derrama sobre todo el universo. La Iglesia, sacramento universal del
amor de Dios para el mundo, continúa la misión de Jesús en la historia y
nos envía por doquier para que, a través de nuestro testimonio de fe y
el anuncio del Evangelio, Dios siga manifestando su amor y
pueda tocar y transformar corazones, mentes, cuerpos, sociedades y
culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero
podemos percibirla sólo cuando vivimos una relación personal de amor
con Jesús vivo en su Iglesia. Preguntémonos: ¿Estamos listos para
recibir la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para escuchar
la llamada a la misión, tanto en la vía del matrimonio como de la
virginidad consagrada o del sacerdocio ordenado, como también en la vida
ordinaria de todos los días? ¿Estamos dispuestos a ser enviados a
cualquier lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre
misericordioso, para proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo,
para compartir la vida divina del Espíritu Santo en la edificación de la
Iglesia? ¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para ponernos al
servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cf. Lc 1,38)? Esta
disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios:
“Aquí estoy, Señor, mándame” (cf. Is 6,8). Y todo esto no en
abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia.
Comprender lo que Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia
también se convierte en un desafío para la misión de la Iglesia. La
enfermedad, el sufrimiento, el miedo, el aislamiento nos interpelan. Nos
cuestiona la pobreza de los que mueren solos, de los desahuciados, de
los que pierden sus empleos y salarios, de los que no tienen hogar ni
comida. Ahora, que tenemos la obligación de mantener la distancia física
y de permanecer en casa, estamos invitados a redescubrir que
necesitamos relaciones sociales, y también la relación comunitaria con
Dios. Lejos de aumentar la desconfianza y la indiferencia, esta
condición debería hacernos más atentos a nuestra forma de relacionarnos
con los demás. Y la oración, mediante la cual Dios toca y mueve nuestro
corazón, nos abre a las necesidades de amor, dignidad y libertad de
nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la creación. La
imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la Eucaristía nos
ha hecho
compartir la condición de muchas comunidades cristianas que no pueden
celebrar la Misa cada domingo. En este contexto, la pregunta que Dios
hace: «¿A quién voy a enviar?», se renueva y espera nuestra respuesta
generosa y convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is 6,8). Dios continúa
buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimoniar su
amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal (cf. Mt
9,35-38; Lc 10,1-12).
La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa
reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material de sus
ofrendas son oportunidades para participar activamente en la misión de
Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa en la colecta de las
celebraciones litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como
objetivo apoyar la tarea misionera realizada en mi nombre por las Obras
Misionales Pontificias, para hacer frente a las necesidades espirituales
y materiales de los pueblos y las iglesias del mundo entero y para la
salvación de todos.
Que la Bienaventurada Virgen María, Estrella de la evangelización y
Consuelo de los afligidos, Discípula misionera de su Hijo Jesús,
continúe intercediendo por nosotros y sosteniéndonos.
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020, Solemnidad de Pentecostés.
FRANCISCO