AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
JUNIO 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
----- 0 -----
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
----- 0 -----
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de junio de 2014
Miércoles 25 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hay otro grupo de peregrinos en conexión con nosotros
en el aula Pablo VI: son los peregrinos enfermos. Porque con este
tiempo que está haciendo, entre el calor y la posibilidad de lluvia, era
más prudente que ellos permaneciesen allí. Pero ellos están en conexión
con nosotros a través de la pantalla gigante. Y así estamos unidos en
la misma audiencia. Todos nosotros hoy rezaremos especialmente por
ellos, por sus enfermedades. Gracias.
En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles pasado,
hemos partido de la iniciativa de Dios que quiere formar un pueblo que
lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Comienza con
Abrahán y luego, con mucha paciencia —Dios tiene mucha paciencia,
mucha—, prepara a este pueblo en la Antigua Alianza hasta que, en
Jesucristo, lo constituye como signo e instrumento de la unión de los
hombres con Dios y entre ellos (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, const. Lumen gentium, 1). Hoy queremos detenernos en la importancia, para el cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablaremos sobre la pertenencia a la Iglesia.
No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, nuestra identidad cristiana es pertenencia.
Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido:
si el nombre es «soy cristiano», el apellido es «pertenezco a la
Iglesia». Es muy hermoso notar cómo esta pertenencia se expresa también
en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo. Al responder a Moisés, en
el episodio estupendo de la «zarza ardiente» (cf. Ex 3, 15), se define, en efecto, como el Dios de los padres. No dice: Yo soy el Omnipotente..., no: Yo soy el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob.
De este modo Él se manifiesta como el Dios que estableció una alianza
con nuestros padres y permanece siempre fiel a su pacto, y nos llama a
entrar en esta relación que nos precede.
Esta relación de Dios con su
pueblo nos precede a todos, viene de ese tiempo.
En este sentido, el pensamiento se dirige en primer lugar, con gratitud, a quienes nos han precedido
y nos han acogido en la Iglesia. Nadie llega a ser cristiano por sí
mismo. ¿Está claro esto? Nadie llega a ser cristiano por sí mismo. No se
hacen cristianos en el laboratorio. El cristiano es parte de un pueblo
que viene de lejos. El cristiano pertenece a un pueblo que se llama
Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, el día del Bautismo, y luego
en el itinerario de la catequesis, etc. Pero nadie, nadie se convierte
en cristiano por sí mismo. Si creemos, si sabemos rezar, si conocemos al
Señor y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cercano y lo
reconocemos en los hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han
vivido la fe y luego nos la han transmitido. La fe la hemos recibido
de nuestros padres, de nuestros antepasados, y ellos nos la enseñaron.
Si pensamos bien en esto, quién sabe cuántos rostros queridos pasan ante
nuestros ojos, en este momento: puede ser el rostro de nuestros padres
que pidieron para nosotros el Bautismo; el de nuestros abuelos o de
algún familiar que nos enseñaron a hacer el signo de la cruz y a recitar
las primeras oraciones. Yo recuerdo siempre el rostro de la religiosa
que me enseñó el catecismo, siempre me viene a la mente —ella, con
seguridad, está en el cielo, porque es una santa mujer—, y yo la
recuerdo siempre y doy gracias a Dios por esta religiosa. O bien el
rostro del párroco, de otro sacerdote o de una religiosa, de un
catequista, que nos ha transmitido el contenido de la fe y nos ha hecho
crecer como cristianos... He aquí, esta es la Iglesia: una gran familia,
en la cual uno es acogido, donde se aprende a vivir como creyentes y
como discípulos del Señor Jesús.
Este camino lo podemos vivir no sólo gracias a otras personas, sino junto
a otras personas. En la Iglesia no existe el «hazlo tú solo», no
existen «jugadores líberos». ¡Cuántas veces el Papa Benedicto ha
descrito a la Iglesia como un «nosotros» eclesial! En algunas ocasiones
sucede que escuchamos a alguno decir: «Yo creo en Dios, creo en Jesús,
pero la Iglesia no me interesa...». ¿Cuántas veces lo hemos escuchado? Y
esto no está bien. Hay quien considera que puede tener una relación
personal, directa, inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la
mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y perjudiciales.
Son, como decía el gran Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que
caminar juntos es comprometedor, y a veces puede resultar fatigoso:
puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos cause problema, o
nos provoque escándalo... Pero el Señor ha confiado su mensaje de
salvación a personas humanas, a todos nosotros, a testigos; y es en
nuestros hermanos y en nuestras hermanas, con sus dones y sus límites,
que Él viene a nuestro encuentro y se hace reconocer. Y esto significa
pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien: ser cristiano significa
pertenencia a la Iglesia. El nombre es «cristiano», el apellido es
«pertenencia a la Iglesia».
Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión de la
Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la
tentación de pensar que podemos prescindir de los demás, que podemos
prescindir de la Iglesia, que podemos salvarnos por nosotros mismos, ser
cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin
amar a los hermanos, no se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se
puede estar en comunión con Dios sin estarlo en la Iglesia, y no podemos
ser buenos cristianos si no es junto a todos aquellos que buscan seguir
al Señor Jesús, como un único pueblo, un único cuerpo, y esto es la
Iglesia. Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española,
en particular a los peregrinos de la Arquidiócesis de Madrid y de La
Escuela Franciscana, de San Pedro Sula, así como a los demás grupos
provenientes de España, México, Honduras, Colombia, Chile, Argentina y
otros países latinoamericanos. Recuerden que, como cristianos, no
podemos prescindir de los demás, de la Iglesia; no podemos salvarnos por
nosotros solos, ninguno «juega de libre», somos un pueblo en camino.
Muchas gracias.
(A los peregrinos procedentes de Oriente Medio)
Nuestra identidad cristiana es
pertenencia a la comunidad eclesial. Pidamos al Señor que nos haga
comprender el verdadero sentido de esta pertenencia y que juntos
formemos un solo pueblo y un único cuerpo.
(A los peregrinos polacos)
El viernes celebraremos la solemnidad del
Sagrado Corazón de Jesús. Que sea para nosotros ocasión para alabar al
Corazón divino que tanto nos ha amado. Cuanto más crecen en nuestra vida
las dificultades, las preocupaciones y los problemas, tanto más
confiemos en Jesús que nos invita: “Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28).
(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)
Está aún vivo el eco de la solemnidad del
Cuerpo y Sangre de Cristo, que hemos celebrado recientemente. Queridos
jóvenes, encontrad siempre en la Eucaristía el alimento de vuesta vida
espiritual. Vosotros, queridos enfermos —especialmente vosotros que
estáis en conexión con nosotros desde el aula Pablo VI— ofreced vuestro
sufrimiento y vuestra oración al Señor, para que siga derramando su amor
en el corazón de los hombres. Y vosotros, recién casados, acercaos a la
Eucaristía con fe renovada, para que alimentados de Cristo seáis
familias animadas por un concreto testimonio cristiano.
----- 0 -----
Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de junio de 2014
Miércoles 18 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Y felicidades
a vosotros porque habéis sido valientes, con este tiempo que no se sabe
si viene el agua, o si no viene el agua... ¡Estupendos! Esperamos
terminar la audiencia sin agua, que el Señor tenga piedad de nosotros.
Hoy comienzo un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es
un poco como un hijo que habla de su madre, de su familia. Hablar de la
Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia. La Iglesia no es
una institución finalizada a sí misma o una asociación privada, una
ong, ni mucho menos se debe restringir la mirada al clero o al
Vaticano... «La Iglesia piensa...». La Iglesia somos todos. «¿De quién
hablas tú?». «No, de los sacerdotes...». Ah, los sacerdotes son parte de
la Iglesia, pero la Iglesia somos todos. No hay que reducirla a los
sacerdotes, a los obispos, al Vaticano... Estas son partes de la
Iglesia, pero la Iglesia somos todos, todos familia, todos de la madre. Y
la Iglesia es una realidad mucho más amplia, que se abre a toda la
humanidad y que no nace en un laboratorio, la Iglesia no nació en un
laboratorio, no nació improvisamente. Ha sido fundada por Jesús, pero es
un pueblo con una historia larga a sus espaldas y una preparación que
tiene su inicio mucho antes de Cristo mismo.
Esta historia, o «prehistoria», de la Iglesia se
encuentra ya en las páginas del Antiguo Testamento. Hemos escuchado el
libro del Génesis: Dios eligió a Abrahán, nuestro padre en la fe,
y le pidió que se ponga en camino, que deje su patria terrena y que
vaya hacia otra tierra, que Él le indicaría (cf. Gn 12, 1-9). Y
en esta vocación Dios no llama a Abrahán solo, como individuo, sino que
implica desde el inicio a su familia, a sus parientes y a todos aquellos
que estaban al servicio de su casa. Una vez en camino —sí, así comienza
a caminar la Iglesia—, luego, Dios ampliará aún más el horizonte y
colmará a Abrahán de su bendición, prometiéndole una descendencia
numerosa como las estrellas del cielo y como la arena a la orilla del
mar. El primer dato importante es precisamente este: comenzando por
Abrahán Dios forma un pueblo para que lleve su bendición a todas las familias de la tierra.
Y en el seno de este pueblo nace Jesús. Es Dios quien forma este
pueblo, esta historia, la Iglesia en camino, y allí nace Jesús, en este
pueblo.
Un segundo elemento: no es Abrahán quien constituye a su
alrededor un pueblo, sino que es Dios quien da vida a ese pueblo.
Normalmente era el hombre el que se dirigía a la divinidad, tratando de
colmar la distancia e invocando apoyo y protección. La gente rezaba a
los dioses, a las divinidades. En este caso, en cambio, se asiste a algo
inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa. Escuchemos
esto: es Dios mismo quien llama a la puerta de Abrahán y le dice: sigue
adelante, deja tu tierra, comienza a caminar y yo haré de ti un gran
pueblo. Este es el comienzo de la Iglesia y en este pueblo nace Jesús.
Dios toma la iniciativa y dirige su palabra al hombre, creando un
vínculo y una relación nueva con Él. «Pero, padre, ¿cómo es esto? ¿Dios
nos habla?» «Sí». «¿Y nosotros podemos hablar a Dios?». «Sí». «¿Pero
nosotros podemos tener una conversación con Dios?». «Sí». Esto se llama
oración, pero es Dios el que hizo esto desde el comienzo. Así Dios forma
un pueblo con todos aquellos que escuchan su Palabra y que se ponen en
camino, fiándose de Él. Esta es la única condición: fiarse de Dios. Si
tú te fías de Dios, lo escuchas y te pones en camino, eso es hacer
Iglesia. El amor de Dios precede a todo. Dios siempre es el
primero, llega antes que nosotros, Él nos precede. El profeta Isaías, o
Jeremías, no recuerdo bien, decía que Dios es como la flor del almendro,
porque es el primer árbol que florece en primavera. Para decir que Dios
siempre florece antes que nosotros. Cuando nosotros llegamos Él nos
espera, Él nos llama, Él nos hace caminar. Siempre se adelanta respecto a
nosotros. Y esto se llama amor, porque Dios nos espera siempre. «Pero,
padre, yo no creo esto, porque si usted lo supiese, padre, mi vida ha
sido muy mala, ¿cómo puedo pensar que Dios me espera?». «Dios te espera.
Y si has sido un gran pecador te espera aún más y te espera con mucho
amor, porque Él es el primero. Es esta la belleza de la Iglesia, que nos
lleva a este Dios que nos espera. Precede a Abrahán, y precede también a
Adán.
Abrahán y los suyos escucharon la llamada de Dios y se
pusieron en camino, a pesar de que no sabían bien quién era este Dios y a
dónde los quería llevar. Es verdad, porque Abrahán se puso en camino
fiándose de este Dios que le había hablado, pero no tenía un libro de
teología para estudiar quién era este Dios. Se fía, se fía del amor.
Dios le hace sentir el amor y él se fía. Eso, sin embargo, no significa
que esta gente haya estado siempre convencida y haya sido siempre fiel.
Al contrario, desde el inicio hubo resistencias, repliegue sobre sí
mismos y sobre los propios intereses y la tentación de regatear con Dios
y resolver las cosas al propio estilo. Estas son las traiciones y los
pecados que marcan el camino del pueblo a lo largo de toda la historia
de la salvación, que es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del pueblo. Dios, sin embargo, no se cansa. Dios tiene paciencia, tiene
mucha paciencia, y en el tiempo sigue educando y formando a su pueblo,
como un padre con su hijo. Dios camina con nosotros. Dice el profeta
Oseas: «Yo he caminado contigo y te he enseñado a caminar como un papá
enseña a caminar al niño».
Hermosa esta imagen de Dios. Así es con
nosotros: nos enseña a caminar. Y es la misma actitud que mantiene en
relación con la Iglesia. Incluso nosotros, en efecto, en nuestro
propósito de seguir al Señor Jesús, experimentamos cada día el egoísmo y
la dureza de nuestro corazón. Sin embargo, cuando nos reconocemos
pecadores, Dios nos colma con su misericordia y su amor. Y nos perdona,
nos perdona siempre. Es precisamente esto lo que nos hace crecer como
pueblo de Dios, como Iglesia: no es nuestra bondad, no son nuestros
méritos —nosotros somos poca cosa, no es eso—, sino que es la
experiencia cotidiana de cuánto nos quiere el Señor y se preocupa de
nosotros. Es esto lo que nos hace sentir verdaderamente suyos, en sus
manos, y nos hace crecer en la comunión con Él y entre nosotros. Ser
Iglesia es sentirse en las manos de Dios, que es padre y nos ama, nos
acaricia, nos espera, nos hace sentir su ternura. Y esto es muy hermoso.
Queridos amigos, este es el proyecto de Dios. Cuando Dios
llamó a Abrahán pensaba en esto: formar un pueblo bendecido por su amor
y que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Este
proyecto no cambia, está siempre en acto. En Cristo ha tenido su
realización y todavía hoy Dios lo sigue realizando en la Iglesia.
Pidamos, pues, la gracia de ser fieles al seguimiento del Señor Jesús y a
la escucha de su Palabra, dispuestos a salir cada día, como Abrahán,
hacia la tierra de Dios y del hombre, nuestra verdadera patria, y así
llegar a ser bendición, signo del amor de Dios para todos sus hijos. A
mí me gusta pensar que un sinónimo, otro nombre que podemos tener
nosotros cristianos sería este: somos hombres y mujeres, somos gente que
bendice. El cristiano con su vida debe bendecir siempre, bendecir a
Dios y bendecir a todos. Nosotros cristianos somos gente que bendice,
que sabe bendecir. ¡Esta es una hermosa vocación!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de
lengua española, en particular a los grupos provenientes de España,
México, Puerto Rico, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a
todos a pedir al Señor fidelidad a su Palabra y docilidad para llevar
su bendición y su amor a toda la Tierra. Muchas gracias.
----- 0 -----
Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de junio de 2014
Miércoles 11 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El don del temor de Dios, del cual hablamos hoy,
concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo. No significa
tener miedo de Dios: sabemos bien que Dios es Padre, y que nos ama y
quiere nuestra salvación, y siempre perdona, siempre; por lo cual no hay
motivo para tener miedo de Él. El temor de Dios, en cambio, es el don
del Espíritu que nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y su amor, y
que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y
confianza en sus manos. Esto es el temor de Dios: el abandono en la
bondad de nuestro Padre que nos quiere mucho.
Cuando el Espíritu Santo entra en nuestro corazón, nos
infunde consuelo y paz, y nos lleva a sentirnos tal como somos, es
decir, pequeños, con esa actitud —tan recomendada por Jesús en el
Evangelio— de quien pone todas sus preocupaciones y sus expectativas en
Dios y se siente envuelto y sostenido por su calor y su protección,
precisamente como un niño con su papá. Esto hace el Espíritu Santo en
nuestro corazón: nos hace sentir como niños en los brazos de nuestro
papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios
adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de
la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en
efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de
que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y
la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de
nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y
nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por
Jesús a los brazos de su Padre.
He aquí por qué tenemos tanta necesidad de este don del
Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo
viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza está únicamente en
seguir al Señor Jesús y en dejar que el Padre pueda derramar sobre
nosotros su bondad y su misericordia. Abrir el corazón, para que la
bondad y la misericordia de Dios vengan a nosotros. Esto hace el
Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón
abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia
del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente
amados.
Cuando estamos invadidos por el temor de Dios, entonces
estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y
obediencia. Esto, sin embargo, no con actitud resignada y pasiva,
incluso quejumbrosa, sino con el estupor y la alegría de un hijo que se
ve servido y amado por el Padre. El temor de Dios, por lo tanto, no hace
de nosotros cristianos tímidos, sumisos, sino que genera en nosotros
valentía y fuerza. Es un don que hace de nosotros cristianos
convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por
miedo, sino porque son movidos y conquistados por su amor. Ser
conquistados por el amor de Dios. Y esto es algo hermoso. Dejarnos
conquistar por este amor de papá, que nos quiere mucho, nos ama con todo
su corazón.
Pero, atención, porque el don de Dios, el don del temor
de Dios es también una «alarma» ante la pertinacia en el pecado. Cuando
una persona vive en el mal, cuando blasfema contra Dios, cuando explota a
los demás, cuando los tiraniza, cuando vive sólo para el dinero, para
la vanidad, o el poder, o el orgullo, entonces el santo temor de Dios
nos pone en alerta: ¡atención! Con todo este poder, con todo este
dinero, con todo tu orgullo, con toda tu vanidad, no serás feliz. Nadie
puede llevar consigo al más allá ni el dinero, ni el poder, ni la
vanidad, ni el orgullo. ¡Nada! Sólo podemos llevar el amor que Dios
Padre nos da, las caricias de Dios, aceptadas y recibidas por nosotros
con amor. Y podemos llevar lo que hemos hecho por los demás. Atención en
no poner la esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder, en la
vanidad, porque todo esto no puede prometernos nada bueno. Pienso, por
ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre otros y se
dejan corromper.
¿Pensáis que una persona corrupta será feliz en el más
allá? No, todo el fruto de su corrupción corrompió su corazón y será
difícil ir al Señor. Pienso en quienes viven de la trata de personas y
del trabajo esclavo. ¿Pensáis que esta gente que trafica personas, que
explota a las personas con el trabajo esclavo tiene en el corazón el
amor de Dios? No, no tienen temor de Dios y no son felices. No lo son.
Pienso en quienes fabrican armas para fomentar las guerras; pero pensad
qué oficio es éste. Estoy seguro de que si hago ahora la pregunta:
¿cuántos de vosotros sois fabricantes de armas? Ninguno, ninguno. Estos
fabricantes de armas no vienen a escuchar la Palabra de Dios. Estos
fabrican la muerte, son mercaderes de muerte y producen mercancía de
muerte. Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo acaba y
que deberán rendir cuentas a Dios.
Queridos amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: «El
afligido invocó al Señor, Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. El
ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege» (vv.
7-8). Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres,
para acoger el don del temor de Dios y poder reconocernos, juntamente
con ellos, revestidos de la misericordia y del amor de Dios, que es
nuestro Padre, nuestro papá. Que así sea.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de
lengua española, en particular a los grupos venidos de España,
Nicaragua, El Salvador, México, Argentina y otros países
latinoamericanos. Pidamos al Señor que el don del temor de Dios nos haga sentir su amor y su misericordia en nuestras vidas. Muchas gracias.
* * *
LLAMAMIENTO
Mañana, 12 de junio, se celebra la Jornada mundial contra
la explotación del trabajo de menores. Decenas de millones de niños,
¿habéis escuchado bien? Decenas de millones están obligados a trabajar
en condiciones degradantes, expuestos a formas de esclavitud y de
explotación, así como también a abusos, maltratos y discriminaciones.
Deseo vivamente que la comunidad internacional pueda
extender la protección social de los menores para erradicar esta plaga
de la explotación de los niños. Renovemos todos nuestro compromiso, en
especial las familias, para garantizar a cada niño y niña la
salvaguardia de su dignidad y la posibilidad de un crecimiento sano. Una
niñez serena permite a los niños mirar con confianza a la vida y al
futuro. Os invito a todos a rezar a la Virgen, que tuvo al Niño Jesús en
sus brazos, por estos niños y niñas que son explotados con el trabajo y
también con los abusos. [Ave María...]
----- 0 -----
Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos en un don del Espíritu Santo que muchas veces se entiende mal o se considera de manera superficial, y, en cambio, toca el corazón de nuestra identidad y nuestra vida cristiana: se trata del don de piedad.
Es necesario aclarar inmediatamente que este don no se identifica con el tener compasión de alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y tormentosos.
Este vínculo con el Señor no se debe entender como un deber o una imposición. Es un vínculo que viene desde dentro. Se trata de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos dona Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de dirigirnos a Él con amor y sencillez, que es propia de las personas humildes de corazón.
Si el don de piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a volcar este amor también en los demás y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí que seremos movidos por sentimientos de piedad —¡no de pietismo!— respecto a quien está a nuestro lado y de aquellos que encontramos cada día. ¿Por qué digo no de pietismo? Porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos, poner cara de estampa, aparentar ser como un santo. En piamontés decimos: hacer la «mugna quacia». Esto no es el don de piedad. El don de piedad significa ser verdaderamente capaces de gozar con quien experimenta alegría, llorar con quien llora, estar cerca de quien está solo o angustiado, corregir a quien está en el error, consolar a quien está afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad. Hay una relación muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles, nos hace serenos, pacientes, en paz con Dios, al servicio de los demás con mansedumbre.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos el apóstol Pablo afirma: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rm 8, 14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este don de piedad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Guatemala, República Dominicana y otros países latinoamericanos. Que el Corazón de Jesús, al que está dedicado especialmente el mes de junio, nos enseñe a amar a Dios como hijos y al prójimo como hermanos. Gracias.
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana