HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
JUNIO 2014
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SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO
A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
Basílica Vaticana
Domingo 29 de junio de 2014
Domingo 29 de junio de 2014
En la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo,
patronos principales de Roma, acogemos con gozo y reconocimiento a la
Delegación enviada por el Patriarca Ecuménico, el venerado y querido
hermano Bartolomé, encabezada por el metropolita Ioannis.
Roguemos al
Señor para que también esta visita refuerce nuestros lazos de
fraternidad en el camino hacia la plena comunión, que tanto deseamos,
entre las dos Iglesias hermanas.
«El Señor ha enviado su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch
12,11). En los comienzos del servicio de Pedro en la comunidad
cristiana de Jerusalén, había aún un gran temor a causa de la
persecución de Herodes contra algunos miembros de la Iglesia. Habían
matado a Santiago, y ahora encarcelado a Pedro, para complacer a la
gente. Mientras estaba en la cárcel y encadenado, oye la voz del ángel
que le dice: «Date prisa, levántate... Ponte el cinturón y las
sandalias... Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12,7-8). Las
cadenas cayeron y la puerta de la prisión se abrió sola. Pedro se da
cuenta de que el Señor lo «ha librado de las manos de Herodes»; se da
cuenta de que Dios lo ha liberado del temor y de las cadenas. Sí, el
Señor nos libera de todo miedo y de todas las cadenas, de manera
que podamos ser verdaderamente libres. La celebración litúrgica expresa
bien esta realidad con las palabras del estribillo del Salmo
responsorial: «El Señor me libró de todos mis temores».
Aquí está el problema para nosotros, el del miedo y de los refugios pastorales.
Nosotros -me pregunto-, queridos hermanos obispos, ¿tenemos miedo?, ¿de qué tenemos miedo? Y si lo tenemos, ¿qué refugios buscamos
en nuestra vida pastoral para estar seguros? ¿Buscamos tal vez el apoyo
de los que tienen poder en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el
orgullo que busca gratificaciones y reconocimientos, y allí nos parece
estar a salvo? ¿Queridos hermanos obispos, dónde ponemos nuestra
seguridad?
El testimonio del apóstol Pedro nos recuerda que nuestro verdadero refugio es la confianza en Dios:
ella disipa todo temor y nos hace libres de toda esclavitud y de toda
tentación mundana. Hoy, el Obispo de Roma y los demás obispos,
especialmente los Metropolitanos que han recibido el palio, nos sentimos
interpelados por el ejemplo de san Pedro a verificar nuestra confianza
en el Señor.
Pedro recobró su confianza cuando Jesús le dijo por tres veces: «Apacienta mis ovejas» (Jn
21,15.16.17). Y, al mismo tiempo él, Simón, confesó por tres veces su
amor por Jesús, reparando así su triple negación durante la pasión.
Pedro siente todavía dentro de sí el resquemor de la herida de aquella
decepción causada a su Señor en la noche de la traición.
Ahora que él
pregunta: «¿Me amas?», Pedro no confía en sí mismo y en sus propias
fuerzas, sino en Jesús y en su divina misericordia: «Señor, tú conoces
todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Y aquí desaparece el miedo, la inseguridad, la pusilanimidad.
Pedro ha experimentado que la fidelidad de Dios es más
grande que nuestras infidelidades y más fuerte que nuestras negaciones.
Se da cuenta de que la fidelidad del Señor aparta nuestros temores y
supera toda imaginación humana. También hoy, a nosotros, Jesús nos
pregunta: «¿Me amas?». Lo hace precisamente porque conoce nuestros
miedos y fatigas. Pedro nos muestra el camino: fiarse de él, que «sabe
todo» de nosotros, no confiando en nuestra capacidad de serle fieles a
él, sino en su fidelidad inquebrantable. Jesús nunca nos abandona,
porque no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Es fiel. La
Vídeofidelidad que Dios nos confirma incesantemente a nosotros, los Pastores,
es la fuente de nuestra confianza y nuestra paz, más allá de nuestros
méritos. La fidelidad del Señor para con nosotros mantiene encendido
nuestro deseo de servirle y de servir a los hermanos en la caridad.
El amor de Jesús debe ser suficiente para Pedro. Él no
debe ceder a la tentación de la curiosidad, de la envidia, como cuando,
al ver a Juan cerca de allí, preguntó a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21). Pero Jesús, frente a estas tentaciones, le respondió: «¿A ti qué? Tú, sígueme» (Jn
21,22). Esta experiencia de Pedro es un mensaje importante también para
nosotros, queridos hermanos arzobispos. El Señor repite hoy, a mí, a
ustedes y a todos los Pastores: «Sígueme». No pierdas tiempo en
preguntas o chismes inútiles; no te entretengas en lo secundario, sino
mira a lo esencial y sígueme. Sígueme a pesar de las dificultades.
Sígueme en la predicación del Evangelio. Sígueme en el testimonio de una
vida que corresponda al don de la gracia del Bautismo y la Ordenación.
Sígueme en el hablar de mí a aquellos con los que vives, día tras día,
en el esfuerzo del trabajo, del diálogo y de la amistad. Sígueme en el
anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los últimos, para que a
nadie le falte la Palabra de vida, que libera de todo miedo y da
confianza en la fidelidad de Dios. Tú, sígueme.
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Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 19 de junio de 2014
Jueves 19 de junio de 2014
«El Señor, tu Dios, ... te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la
historia de Israel, que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de
esclavitud, y durante cuarenta años guió por el desierto hacia la tierra
prometida. El pueblo elegido, una vez establecido en la tierra, alcanzó
cierta autonomía, un cierto bienestar, y corrió el riesgo de olvidar
los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la
intervención de Dios y a su infinita bondad. Así pues, las Escrituras
exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido
en el desierto, en el tiempo de la carestía y del desaliento. La
invitación es volver a lo esencial, a la experiencia de la total
dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano,
para que el hombre comprendiera que «no sólo de pan vive el hombre,
sino... de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro
hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es
hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná
—como toda la experiencia del éxodo— contenía en sí también esta
dimensión: era figura de un alimento que satisface esta profunda hambre
que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cf. Jn
6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su
Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple
alimento con el cual saciar nuestro cuerpo, como el maná; el Cuerpo de
Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida
eterna, porque la esencia de este pan es el Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por
nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor
gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada
de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe
significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia
existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no
perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento
que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se
nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el
poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que
nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el
Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como
ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras
comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las
cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los
comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de
tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria
selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer?
¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con
comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de
nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me
salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria
sacio mi alma?
El Padre nos dice: «Te he alimentado con el maná que tú
no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es la tarea, recuperar la
memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe,
porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a
Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná,
mediante la cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con
confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano
que nos hace esclavos, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, a
fin de que no permanezca prisionera en la selectividad egoísta y
mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace «memorial» de tu gesto de amor redentor. Amén.
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Basílica Vaticana
Domingo 8 de junio de 2014
Domingo 8 de junio de 2014
«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).
Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.
El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.
Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.
Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.
El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.
Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.
Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.
Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.
El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!
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