jueves, 2 de julio de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de junio (24, 17, 10 y 3)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
JUNIO 2015


Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de junio de 2015


Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!


En las últimas catequesis hemos hablado de la familia que vive las fragilidades de la condición humana, la pobreza, la enfermedad, la muerte. Hoy sin embargo, reflexionamos sobre las heridas que se abren precisamente en el seno de la convivencia familiar. Es decir, cuando en la familia misma nos hacemos mal. ¡Es la cosa más fea!


Sabemos bien que en ninguna historia familiar faltan los momentos donde la intimidad de los afectos más queridos es ofendida por el comportamiento de sus miembros. Palabras y acciones (y omisiones) que, en vez de expresar amor, lo apartan o, aún peor, lo mortifican. Cuando estas heridas, que son aún remediables se descuidan, se agravan: se transforman en prepotencia, hostilidad y desprecio. Y en ese momento pueden convertirse en laceraciones profundas, que dividen al marido y la mujer, e inducen a buscar en otra parte comprensión, apoyo y consolación. Pero a menudo estos «apoyos» no piensan en el bien de la familia.


El vaciamiento del amor conyugal difunde resentimiento en las relaciones. Y con frecuencia la disgregación «cae» sobre los hijos.


Aquí están los hijos. Quisiera detenerme un poco en este punto. A pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños. Cuanto más se busca compensar con regalos y chucherías, más se pierde el sentido de las heridas —más dolorosas y profundas— del alma. Hablamos mucho de disturbios en el comportamiento, de salud psíquica, de bienestar del niño, de ansiedad de los padres y los hijos... ¿Pero sabemos igualmente qué es una herida del alma? ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias donde se trata mal y se hace del mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad conyugal? ¿Cuánto cuenta en nuestras decisiones —decisiones equivocadas, por ejemplo— el peso que se puede causar en el alma de los niños? Cuando los adultos pierden la cabeza, cuando cada uno piensa sólo en sí mismo, cuando papá y mamá se hacen mal, el alma de los niños sufre mucho, experimenta un sentido de desesperación. Y son heridas que dejan marca para toda la vida.


En la familia, todo está unido entre sí: cuando su alma está herida en algún punto, la infección contagia a todos. Y cuando un hombre y una mujer, que se comprometieron a ser «una sola carne» y a formar una familia, piensan de manera obsesiva en sus exigencias de libertad y gratificación, esta distorsión mella profundamente en el corazón y la vida de los hijos. Muchas veces los niños se esconden para llorar solos... Tenemos que entender esto bien. Marido y mujer son una sola carne. Pero sus criaturas son carne de su carne. Si pensamos en la dureza con la que Jesús advierte a los adultos a no escandalizar a los pequeños —hemos escuchado el pasaje del Evangelio— (cf. Mt 18, 6), podemos comprender mejor también su palabra sobre la gran responsabilidad de custodiar el vínculo conyugal que da inicio a la familia humana (cf. Mt 19, 6-9). Cuando el hombre y la mujer se convirtieron en una sola carne, todas las heridas y todos los abandonos del papá y de la mamá inciden en la carne viva de los hijos.


Por otra parte, es verdad que hay casos donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la indiferencia.


No faltan, gracias a Dios, los que, apoyados en la fe y en el amor por los hijos, dan testimonio de su fidelidad a un vínculo en el que han creído, aunque parezca imposible hacerlo revivir. No todos los separados, sin embargo, sienten esta vocación. No todos reconocen, en la soledad, una llamada que el Señor les dirige. A nuestro alrededor encontramos diversas familias en situaciones así llamadas irregulares —a mí no me gusta esta palabra— y nos planteamos muchos interrogantes. ¿Cómo ayudarlas? ¿Cómo acompañarlas? ¿Cómo acompañarlas para que los niños no se conviertan en rehenes del papá o la mamá?


Pidamos al Señor una fe grande, para mirar la realidad con la mirada de Dios; y una gran caridad, para acercarnos a las personas con su corazón misericordioso.


Saludos
 
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Virgen María que interceda por nuestras familias, especialmente por los que pasan por dificultades, para que sepan superar y sanar siempre las heridas que causan división y amargura. Muchas gracias y que Dios los bendiga.

 
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Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de junio de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En el itinerario de catequesis sobre la familia, hoy nos inspiramos directamente en el episodio narrado por el evangelista san Lucas, que acabamos de escuchar (cf. Lc 7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús hacia quien sufre —en este caso una viuda que perdió a su hijo único—; y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.


La muerte es una experiencia que toca a todas las familias, sin excepción. Forma parte de la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural. Para los padres, vivir más tiempo que sus hijos es algo especialmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro. La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor gozosamente entregados a la vida que hemos traído al mundo. Muchas veces vienen a misa a Santa Marta padres con la foto de un hijo, de una hija, niño, joven, y me dicen: «Se marchó, se marchó». Y en la mirada se ve el dolor. La muerte afecta y cuando es un hijo afecta profundamente. Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre también el niño que queda solo, por la pérdida de uno de los padres, o de los dos. Esa pregunta: «¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?». —«Está en el cielo». —«¿Por qué no la veo?». Esa pregunta expresa una angustia en el corazón del niño que queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso por el hecho de que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para «dar un nombre» a lo sucedido. 
«¿Cuándo regresa papá? ¿Cuándo regresa mamá?». ¿Qué se puede responder cuando el niño sufre? Así es la muerte en la familia.


En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al cual no sabemos dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios, blasfemia: «¿Por qué me quitó el hijo, la hija? ¡Dios no está, Dios no existe! ¿Por qué hizo esto?». Muchas veces hemos escuchado esto. Pero esa rabia es un poco lo que viene de un corazón con un dolor grande; la pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de la mamá, es un gran dolor. Esto sucede continuamente en las familias. En estos casos, he dicho, la muerte es casi como un agujero. Pero la muerte física tiene «cómplices» que son incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares se presentan como las víctimas predestinadas e inermes de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda «normalidad» con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los hechos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a esto.


En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un auténtico acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto —incluso terrible— encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a quienes amamos, la fe impide a la muerte, ya ahora, llevarse todo. La oscuridad de la muerte se debe afrontar con un trabajo de amor más intenso. «Dios mío, ilumina mi oscuridad», es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le ha confiado, nosotros podemos quitar a la muerte su «aguijón», como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15, 55); podemos impedir que envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro.


En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor venció la muerte una vez para siempre. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en que cada lágrima será enjugada, cuando «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una solidaridad de los vínculos familiares más fuerte, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero quisiera destacar la última frase del Evangelio que hemos escuchado hoy (cf. Lc 7, 11-15). Después que Jesús vuelve a dar la vida a ese joven, hijo de la mamá viuda, dice el Evangelio: «Jesús se lo entregó a su madre». ¡Esta es nuestra esperanza! 


Todos nuestros seres queridos que ya se marcharon, el Señor nos los devolverá y nos encontraremos con ellos. Esta esperanza no defrauda. Recordemos bien este gesto de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre», así hará el Señor con todos nuestros seres queridos en la familia.


Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de tal modo que la verdad cristiana «no corra el peligro de mezclarse con mitologías de varios tipos», cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna (cf. Benedicto xvi, Ángelus del 2 de noviembre de 2008). Hoy es necesario que los pastores y todos los cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto —tenemos que llorar en el luto—, también Jesús «se echó a llorar» y se «conmovió en su espíritu» por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11, 33-37). Podemos más bien recurrir al testimonio sencillo y fuerte de tantas familias que supieron percibir, en el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. Es de ese amor, es precisamente de ese amor, de cual debemos hacernos «cómplices» activos, con nuestra fe. Y recordemos el gesto de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre», así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontremos, cuando la muerte será definitivamente derrotada en nosotros. La cruz de Jesús derrota la muerte. Jesús nos devolverá a todos la familia.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Pidamos a buen Pastor que nos acompañe en el momento de la última soledad, que él ya ha atravesado y conoce bien el paso oscuro de esta vida a la otra, a la gloria. Muchas gracias.

(En italiano)


Mañana, como sabéis, se publicará la encíclica sobre el cuidado de la «casa común» que es la creación. Esta «casa» nuestra se está arruinando y esto perjudica a todos, especialmente a los más pobres. Mi llamamiento se orienta a la responsabilidad, a partir de la tarea que Dios dio al ser humano en la creación: «cultivar y custodiar» el «jardín» en el que lo puso (cf. Gn 2, 15). Invito a todos a acoger con ánimo abierto este documento, que se sitúa en la línea de la doctrina social de la Iglesia.


El sábado próximo se celebra la Jornada mundial del refugiado, promovida por las Naciones Unidas. Recemos por los numerosos hermanos y hermanas que buscan refugio lejos de su tierra, que buscan una casa donde vivir sin temor, para que sean siempre respetados en su dignidad. Aliento la obra de quienes les ofrecen su ayuda y deseo que la comunidad internacional actúe de forma concorde y eficaz para prevenir las causas de las migraciones forzadas. Y os invito a todos a pedir perdón por las personas e instituciones que cierran la puerta a esta gente que busca una familia, que busca ser custodiada.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de junio de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Continuamos con las catequesis sobre la familia, y en esta catequesis quisiera tratar un aspecto muy común en la vida de nuestras familias: la enfermedad. Es una experiencia de nuestra fragilidad, que vivimos generalmente en familia, desde niños, y luego sobre todo como ancianos, cuando llegan los achaques. En el ámbito de los vínculos familiares, la enfermedad de las personas que queremos se sufre con un «plus» de sufrimiento y de angustia. Es el amor el que nos hace sentir ese «plus». Para un padre y una madre, muchas veces es más difícil soportar el mal de un hijo, de una hija, que el propio. La familia, podemos decir, ha sido siempre el «hospital» más cercano. Aún hoy, en muchas partes del mundo, el hospital es un privilegio para pocos, y a menudo está distante. Son la mamá, el papá, los hermanos, las hermanas, las abuelas quienes garantizan las atenciones y ayudan a sanar.


En los Evangelios, muchas páginas relatan los encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por curarlos. Él se presenta públicamente como alguien que lucha contra la enfermedad y que vino para sanar al hombre de todo mal: el mal del espíritu y el mal del cuerpo. Es de verdad conmovedora la escena evangélica a la que acaba de hacer referencia el Evangelio de san Marcos. Dice así: «Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados» (1, 32). Si pienso en las grandes ciudades contemporáneas, me pregunto dónde están las puertas ante las cuales llevar a los enfermos para que sean curados. Jesús nunca se negó a curarlos. Nunca siguió de largo, nunca giró la cara hacia otro lado. Y cuando un padre o una madre, o incluso sencillamente personas amigas le llevaban un enfermo para que lo tocase y lo curase, no se entretenía con otras cosas; la curación estaba antes que la ley, incluso una tan sagrada como el descanso del sábado (cf. Mc 3, 1-6). Los doctores de la ley regañaban a Jesús porque curaba el día sábado, hacía el bien en sábado. Pero el amor de Jesús era dar la salud, hacer el bien: y esto va siempre en primer lugar.


Jesús manda a los discípulos a realizar su misma obra y les da el poder de curar, o sea de acercarse a los enfermos y hacerse cargo de ellos completamente (cf. Mt 10, 1). Debemos tener bien presente en la mente lo que dijo a los discípulos en el episodio del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-5). Los discípulos —con el ciego allí delante de ellos— discutían acerca de quién había pecado, porque había nacido ciego, si él o sus padres, para provocar su ceguera. El Señor dijo claramente: ni él ni sus padres; sucedió así para que se manifestase en él las obras de Dios. Y lo curó. He aquí la gloria de Dios. He aquí la tarea de la Iglesia. 
Ayudar a los enfermos, no quedarse en habladurías, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar cerca de los enfermos; esta es la tarea.


La Iglesia invita a la oración continua por los propios seres queridos afectados por el mal. La oración por los enfermos no debe faltar nunca. Es más, debemos rezar aún más, tanto personalmente como en comunidad. Pensemos en el episodio evangélico de la mujer cananea (cf. Mt 15, 21-28). Es una mujer pagana, no es del pueblo de Israel, sino una pagana que suplica a Jesús que cure a su hija. Jesús, para poner a prueba su fe, primero responde duramente: «No puedo, primero debo pensar en las ovejas de Israel». La mujer no retrocede —una mamá, cuando pide ayuda para su criatura, no se rinde jamás; todos sabemos que las mamás luchan por los hijos— y responde: «También a los perritos, cuando los amos están saciados, se les da algo», como si dijese: «Al menos trátame como a una perrita». Entonces Jesús le dijo: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas» (v. 28).


Ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares. Y pienso cuán importante es educar a los hijos desde pequeños en la solidaridad en el momento de la enfermedad. Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón. Y hace que los jóvenes estén «anestesiados» respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite. Cuántas veces vemos llegar al trabajo a un hombre, una mujer, con cara de cansancio, con una actitud cansada y al preguntarle: «¿Qué sucede?», responde: «He dormido sólo dos horas porque en casa hacemos turnos para estar cerca del niño, de la niña, del enfermo, del abuelo, de la abuela». Y la jornada continúa con el trabajo. Estas cosas son heroicas, son la heroicidad de las familias. Esas heroicidades ocultas que se hacen con ternura y con valentía cuando en casa hay alguien enfermo.


La debilidad y el sufrimiento de nuestros afectos más queridos y más sagrados, pueden ser, para nuestros hijos y nuestros nietos, una escuela de vida —es importante educar a los hijos, los nietos en la comprensión de esta cercanía en la enfermedad en la familia— y llegan a serlo cuando los momentos de la enfermedad van acompañados por la oración y la cercanía afectuosa y atenta de los familiares. La comunidad cristiana sabe bien que a la familia, en la prueba de la enfermedad, no se la puede dejar sola. Y debemos decir gracias al Señor por las hermosas experiencias de fraternidad eclesial que ayudan a las familias a atravesar el difícil momento del dolor y del sufrimiento. Esta cercanía cristiana, de familia a familia, es un verdadero tesoro para una parroquia; un tesoro de sabiduría, que ayuda a las familias en los momentos difíciles y hace comprender el reino de Dios mejor que muchos discursos. Son caricias de Dios.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, República Dominicana, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor para que con su gracia la enfermedad sea una ocasión de fortalecimiento de los vínculos familiares; y que las familias puedan vivir los momentos difíciles del dolor y del sufrimiento sostenidas por la cercanía y la oración de la comunidad cristiana. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 3 de junio de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Estos últimos miércoles hemos reflexionado sobre la familia y seguimos adelante con este tema: reflexionar sobre la familia. Y desde hoy nuestras catequesis se abren, con la reflexión, a la consideración de la vulnerabilidad de la familia, en las condiciones de la vida que la ponen a prueba. La familia tiene muchos problemas que la ponen a prueba.


Una de estas pruebas es la pobreza. Pensemos en las numerosas familias que viven en las periferias de las grandes ciudades, pero también en las zonas rurales... ¡Cuánta miseria, cuánta degradación! Y luego, para agravar la situación, en algunos lugares llega también la guerra. La guerra es siempre algo terrible. Además, la guerra golpea especialmente a las poblaciones civiles, a las familias. Ciertamente la guerra es la «madre de todas las pobrezas», la guerra empobrece a la familia, es una gran saqueadora de vidas, de almas, y de los afectos más sagrados y más queridos.


A pesar de esto, hay muchas familias pobres que buscan vivir con dignidad su vida diaria, a menudo confiando abiertamente en la bendición de Dios. Esta lección, sin embargo, no debe justificar nuestra indiferencia, sino aumentar nuestra vergüenza por el hecho de que exista tanta pobreza. Es casi un milagro que, en medio de la pobreza, la familia siga formándose, e incluso siga conservando —como puede— la especial humanidad de sus relaciones. El hecho irrita a los planificadores del bienestar que consideran los afectos, la generación, los vínculos familiares, como una variable secundaria de la calidad de vida. ¡No entienden nada! En cambio, nosotros deberíamos arrodillarnos ante estas familias, que son una auténtica escuela de humanidad que salva las sociedades de la barbarie.


¿Qué nos queda, en efecto, si cedemos al secuestro del César y de Mammón, de la violencia y del dinero, y renunciamos también a los afectos familiares? Una nueva ética civil llegará sólo cuando los responsables de la vida pública reorganicen el vínculo social a partir de la lucha en perversa espiral entre familia y pobreza, que nos conduce al abismo.


La economía actual a menudo se ha especializado en gozar del bienestar individual, pero practica ampliamente la explotación de los vínculos familiares. Esto es una contradicción grave. El inmenso trabajo de la familia naturalmente no está, sin duda, cotizado en los balances. En efecto, la economía y la política son avaras en materia de reconocimiento al respecto. Sin embargo, la formación interior de la persona y la circulación social de los afectos tienen precisamente allí su propio fundamento. Si lo quitas, todo se viene abajo.


No es sólo cuestión de pan. Hablamos de trabajo, hablamos de instrucción, hablamos de salud. Es importante entender bien esto. Quedamos siempre muy conmovidos cuando vemos imágenes de niños desnutridos y enfermos que nos muestran en muchas partes del mundo. Al mismo tiempo, nos conmueve también mucho la mirada resplandeciente de muchos niños, privados de todo, que están en escuelas carentes de todo, cuando muestran con orgullo su lápiz y su cuaderno. ¡Y cómo miran con amor a su maestro o a su maestra! Ciertamente los niños saben que el hombre no vive sólo de pan. También del afecto familiar. Cuando hay miseria los niños sufren, porque ellos quieren el amor, los vínculos familiares.


Nosotros cristianos deberíamos estar cada vez más cerca de las familias que la pobreza pone a prueba. Pero pensad, todos vosotros conocéis a alguien: papá sin trabajo, mamá sin trabajo... y la familia sufre, las relaciones se debilitan. Es feo esto. En efecto, la miseria social golpea a la familia y en algunas ocasiones la destruye. La falta o la pérdida del trabajo, o su gran precariedad, inciden con fuerza en la vida familiar, poniendo a dura prueba las relaciones. Las condiciones de vida en los barrios con mayores dificultades, con problemas habitacionales y de transporte, así como la reducción de los servicios sociales, sanitarios y escolares, causan ulteriores dificultades. A estos factores materiales se suma el daño causado a la familia por pseudo-modelos, difundidos por los medios de comunicación social basados en el consumismo y el culto de la apariencia, que influencian a las clases sociales más pobres e incrementan la disgregación de los vínculos familiares. Cuidar a las familias, cuidar el afecto, cuando la miseria pone a prueba a la familia.


La Iglesia es madre, y no debe olvidar este drama de sus hijos. También ella debe ser pobre, para llegar a ser fecunda y responder a tanta miseria. Una Iglesia pobre es una Iglesia que practica una sencillez voluntaria en la propia vida —en sus mismas instituciones, en el estilo de vida de sus miembros— para derrumbar todo muro de separación, sobre todo de los pobres. Es necesaria la oración y la acción. Oremos intensamente al Señor, que nos sacuda, para hacer de nuestras familias cristianas protagonistas de esta revolución de la projimidad familiar, que ahora es tan necesaria. De ella, de esta projimidad familiar, desde el inicio, se fue construyendo la Iglesia. Y no olvidemos que el juicio de los necesitados, los pequeños y los pobres anticipa el juicio de Dios (Mt 25, 31-46). No olvidemos esto y hagamos todo lo que podamos para ayudar a las familias y seguir adelante en la prueba de la pobreza y de la miseria que golpea los afectos, los vínculos familiares. Quisiera leer otra vez el texto de la Biblia que hemos escuchado al inicio; y cada uno de nosotros piense en las familias que son probadas por la miseria y la pobreza, la Biblia dice así: «Hijo, no prives al pobre del sustento, ni seas insensible a los ojos suplicantes. No hagas sufrir al hambriento, ni exasperes al que vive en su miseria. No perturbes un corazón exasperado, ni retrases la ayuda al indigente. No rechaces la súplica del atribulado, ni vuelvas la espalda al pobre. No apartes los ojos del necesitado, ni les des ocasión de maldecirte» (Eclo 4, 1-5). Porque esto será lo que hará el Señor —lo dice en el Evangelio— si nosotros hacemos estas cosas.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Venezuela, Guatemala y Uruguay, así como a los venidos de otros países latinoamericanos. Pidamos a Dios que sostenga a las familias sometidas a la dura prueba de la pobreza, para que puedan seguir siendo en el mundo lugar de acogida y escuelas de auténtica humanidad. Que Dios los bendiga.


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