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Quito, ECUADOR, 8 de julio de 2015
(VIS).- La jornada del Santo Padre FRANCISCO se abrió ayer con el encuentro con los Obispos de Ecuador, incluidos los Eméritos, en el Parque del
Bicentenario de Quito. Después del saludo del Presidente de la
Conferencia Episcopal Ecuatoriana, el Arzobispo Fausto Gabriel Travéz
OFM., el Papa departió con los prelados de forma informal y a puertas
cerradas.
El
encuentro duró alrededor de una hora, finalizado el cual, el Papa
recorrió en papamóvil el parque -realizado en el lugar ocupado por el
antiguo aeropuerto, y denominado ''el pulmón de Quito'', debido a sus
125 hectáreas de árboles- para saludar a los fieles, más de un millón y
medio, que participaron en la Santa Misa por la Evangelización de los
Pueblos, presidida por el Santo Padre y concelebrada con 1.200
sacerdotes.
Después,
FRANCISCO se dirigió a la improvisada sacristía para ponerse las
vestiduras litúrgicas -estola, casulla y mitra– confeccionadas en la
región ecuatoriana de Azuay por artesanas locales y por las Carmelitas
Descalzas con los símbolos de una azucena, que representa a Santa
Mariana de Jesús, la primera santa ecuatoriana y del Corazón de Jesús,
al que Ecuador está consagrado.
En
su segunda homilía en tierras latinoamericanas el Papa habló de la
liberación, liberación de las desigualdades sociales y del pecado, de la
necesidad de inclusión a todos los niveles y de la evangelización como
vehículo de unidad de aspiraciones, de sensibilidades e ilusiones.
FRANCISCO
comenzó citando la frase de Jesús en la Última Cena: ''La palabra de
Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea'' y añadió:
''Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en
esta misa que celebramos en ''El Parque Bicentenario''. Imaginémoslos
juntos. El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de
Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de
libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, ''sometidos a
conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno''.
''Quisiera
que hoy los dos gritos concuerden bajo el hermoso desafío de la
evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos
complicados, sino que nazca de ''la alegría del Evangelio'', que ''llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes
se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento, de la conciencia aislada''. Nosotros,
aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un
grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa
a la unidad''.
''Padre,
que sean uno para que el mundo crea'', así lo deseó mirando al cielo. A
Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has
enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el
Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al
que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no
esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario
que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería
superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las
tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad, son
manifestación de ese ''difuso individualismo'' que nos separa y nos
enfrenta , son manifestación de la herida del pecado en el corazón de
las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la
creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, con sus
egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los
distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos
sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la
gracia y la tarea de la unidad''.
''A
aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años -comentó el Pontífice- no le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos
cuenta que sólo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos,
el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos
libertarios con características distintas pero no por eso antagónicas''.
Y
la evangelización ''puede ser vehículo de unidad de aspiraciones,
sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso
creemos y gritamos. 'Mientras en el mundo, especialmente en algunos
países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro,
de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de
ayudarnos mutuamente a llevar las cargas. El anhelo de unidad supone la
dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un
inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se arraiga; y cualquier
persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad para
las necesidades de los demás. De ahí la necesidad de luchar por la
inclusión a todos los niveles , evitando egoísmos, promoviendo la
comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar
el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas.
Confiarse al otro es algo artesanal, porque la paz es algo artesanal, es
impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace
estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder,
prestigio, placer o seguridad económica. Y esto a costillas de los más
pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no
pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días''.
''Esta
unidad es ya una acción misionera ''para que el mundo crea''. La
evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una
caricatura de la evangelización, sino evangelizar es atraer con nuestro
testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se
sienten lejos de Dios en la Iglesia, acercarse a los que se sienten
juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros.
Acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles:
''El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran
respeto y amor''. Porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras
bajezas y en nuestro pecado. Este llamamiento del Señor con qué humildad
y con qué respeto lo describe el texto del Apocalipsis: “Mirá, estoy a
la puerta y llamo, si querés abrir ...No fuerza, no hace saltar la
cerradura, simplemente, toca el timbre, golpea suavemente y espera. ¡Ése
es nuestro Dios!''.
''La
misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, coincide con su
identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha
a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión
entre nosotros tanto más se ve favorecida la misión . Poner a la Iglesia
en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de
una acción sólo hacia afuera… nos misionamos también hacia adentro y
misionamos hacia afuera manifestándonos como se manifiesta ''una madre
que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora, una
escuela permanente de comunión misionera''.
''Este
sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por ''ellos me
consagro a mí mismo dice, para que ellos también sean consagrados en la
verdad'' . La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan
honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan
cierto alivio; una espiritualidad quizás difusa. Jesús nos consagra para
suscitar un encuentro con Él, persona a persona, un encuentro que
alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la
pasión evangelizadora''.
''La
intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con
imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por
eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la ''multiforme
armonía que atrae'' . La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple
que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel jueves
santo, nos aleja de tentaciones de propuestas unicistas más cercanas a
dictaduras, a ideologías, a sectarismos. La propuesta de Jesús, es
concreta, no es de idea. Es concreta: andá y hacé lo mismo, le dice a
aquel que le preguntó “¿quién es tu prójimo?”. Después de haber contado
la parábola del buen samaritano, andá y hacé lo mismo''.
''Tampoco
la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que
nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a
los demás. Una religiosidad de ‘elite’… Jesús reza para que formemos
parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre, y todos
nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta en
tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos.
Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado,
por pura iniciativa suya, a ser sus hijos. Somos hermanos porque ''Dios
infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!,
¡Padre!''. Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo
Jesús , hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos ''coherederos''
de la promesa . Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia
gozosamente la Iglesia: formar parte de un ''nosotros'' que llega hasta
el nosotros divino''.
''Nuestro
grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza
el de San Pablo: ''¡Ay de mí si no evangelizo!'' . Es tan urgente y
apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una
similar fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos, tengan
los sentimientos de Jesús: ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que
se vuelve resplandeciente!''.
''Y
qué lindo sería que todos pudieran admirar cómo nos cuidamos unos a
otros-finalizó FRANCISCO- Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos
acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal
que no se genera dando ''cosas'', sino dándose a sí mismo. En cualquier
donación se ofrece la propia persona. ''Darse'', darse, significa dejar
actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es Espíritu de Dios y
así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más
difíciles como aquel Jueves Santo de Jesús donde Él sabía cómo se tejían
las traiciones y las intrigas pero se dio y se dio, se dio a nosotros
mismos con su proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a
encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios,
semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual
da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque
nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y
constante grito''.
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