viernes, 29 de abril de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales y Jubilares de abril 2016 (30, 27, 20, 13, 9 y 6)

AUDIENCIAS DEL PAPA FRANCISCO
ABRIL 2016


JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA



AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 30 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Uno de los aspectos importantes de la misericordia es la reconciliación. Dios nunca nos deja de ofrecer su perdón; no son nuestros pecados los que nos alejan del Señor, sino que nosotros somos, pecando, quienes nos alejamos. Al pecar «le damos la espalda» y crece así la distancia entre él y nosotros. Jesús, como Buen Pastor no se alegra hasta que no encuentra a la oveja perdida. Él reconstruye el puente que nos reconduce al Padre y nos permite reencontrar la dignidad de hijos.


Este Jubileo de la Misericordia es para todos un tiempo favorable para descubrir la necesidad de la ternura y cercanía del Padre y retornar a él con todo el corazón.


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los Ordinarios y Delegados Militares, asistentes espirituales y miembros de las fuerzas armadas y de policía, con sus familias, provenientes de Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, España, Guatemala, Perú, México y República Dominicana.


Invito a todos a que en cada uno de los diversos ambientes en los que se mueven, sean instrumentos de reconciliación y sembradores de paz; y continúen por el camino de la fe abriendo el corazón a Dios Padre misericordioso que no se cansa nunca de perdonar. Ante los retos de cada día, hagan resplandecer la esperanza cristiana, que es certeza de la victoria de amor ante el odio y de la paz ante la guerra. Muchas gracias.

 
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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide que se dé a sí mismo la respuesta, y aquel la da a la perfección: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Y Jesús concluye: «Haz eso y vivirás» (v. 28).


Entonces aquel hombre hace otra pregunta, que se vuelve muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29), y sobrentiende: «¿mis parientes? ¿Mis connacionales? ¿Los de mi religión?...». En pocas palabras, él quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en «prójimo» y «no-prójimo», en los que pueden convertirse en prójimo y en los que no pueden convertirse en prójimo.


Y Jesús responde con una parábola en la que convergen un sacerdote, un levita y un samaritano. Las dos primeros son figuras relacionadas al culto del templo; el tercero es un judío cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, es decir, el samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó, el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo, que los ladrones habían asaltado, saqueado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin detenerse. Tenían prisa... El sacerdote, tal vez, miró su reloj y dijo: «Pero, llego tarde a la misa ... Tengo que celebrar la misa». Y el otro dijo: «Pero, no sé si la ley me lo permite, porque hay sangre y seré impuro...». Se van por otro camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos da una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Puedes conocer toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes aprender toda la teología, pero de conocer no es automático el amar: amar tiene otro camino, es necesaria la inteligencia pero también algo más... El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no proveen. Sin embargo, no existe un verdadero culto si no se traduce en servicio al prójimo. No olvidemos nunca: frente al sufrimiento de mucha gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer como espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a ese hombre, a esa mujer, a ese niño, a ese anciano o a esa anciana que sufre, no me acerco a Dios.


Pero vamos al centro de la parábola: el samaritano, que es precisamente aquel despreciado, aquel por el que nadie habría apostado nada, y que igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban ligados al templo, sino que «tuvo compasión» (v. 33). Así dice el Evangelio: «Tuvo compasión», es decir, ¡el corazón, las entrañas se conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos «vieron», pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio, el corazón del samaritano estaba en sintonía con el corazón de Dios. De hecho, la «compasión» es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Sufre con nosotros y nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa «padecer con». El verbo indica que las entrañas se mueven y tiemblan ante el mal del hombre. Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor viene al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánto necesitamos ayuda y consuelo. Nos está cerca y no nos abandona nunca. Cada uno de nosotros, que se haga la pregunta y responda en el corazón: «¿Yo lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, así como soy, pecador, con muchos problemas y tantas cosas?». Pensad en esto, y la respuesta es: «¡Sí!». Pero cada uno tiene que mirar en el corazón si tiene fe en esta compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos cura, nos acaricia. Y si nosotros lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre a nuestro lado.


El samaritano actúa con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a una posada, se hace cargo personalmente y provee para su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse realizando todos los pasos necesarios para «acercarse» al otro hasta identificarse con él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor.


Concluida la parábola, Jesús da la vuelta a la pregunta del doctor de la Ley y le pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (v. 36). La respuesta es finalmente inequívoca: «El que practicó la misericordia con él» (v. 37). Al comienzo de la parábola para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final el prójimo es el samaritano que se hizo cercano. Jesús invierte la perspectiva: no clasificar a los otros para ver quién es prójimo y quién no. Tú puedes convertirte en prójimo de cualquier persona en necesidad, y lo serás si en tu corazón hay compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro.


Esta parábola es un regalo maravilloso para todos nosotros, y ¡también un compromiso! A cada uno de nosotros, Jesús le repite lo que le dijo al doctor de la Ley: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37). Todos estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es la figura de Cristo: Jesús se ha inclinado sobre nosotros, se ha convertido en nuestro servidor, y así nos ha salvado, para que también nosotros podamos amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, del mismo modo.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acojamos la llamada de Jesús a ser buenos samaritanos y a  hacernos siervos los unos de los otros, como Él nos ha enseñado. Muchas gracias.



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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 20 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy queremos detenernos en un aspecto de la misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado. Se trata de un hecho que le sucedió a Jesús mientras era huésped de un fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y mientras estaban sentados comiendo, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como una pecadora. Esta, sin decir una palabra, se pone a los pies de Jesús y rompe a llorar; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca con sus cabellos, luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha llevado consigo.


Sobresale el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celante servidor de la ley, y la de la anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás de acuerdo a las apariencias, la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, aun habiendo invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el Maestro; la mujer, al contrario, se confía plenamente a Él, con amor y veneración.


El fariseo no concibe que Jesús se deje «contaminar» por los pecadores. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y tenerlos lejos para no ser manchado, como si fueran leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada por el hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario llegar a compromisos, mientras los pecadores —es decir, ¡todos nosotros!— somos como enfermos, que necesitan ser curados, y para curarlos es necesario que el médico se les acerque, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el enfermo, para ser sanado, debe reconocer que necesita del médico!


Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús toma partido por esta última. Jesús, libre de prejuicios que impiden a la misericordia expresarse, la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a Dios que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora, Jesús pone fin a aquella condición de aislamiento a la que el juicio despiadado del fariseo y de sus conciudadanos —los cuales la explotaban— la condenaba: «Tus pecados quedan perdonados» (v. 48). La mujer ahora puede ir «en paz». El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso delante a todos proclama: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50). De una parte aquella hipocresía del doctor de la ley, de otra la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer. 
Todos nosotros somos pecadores, pero muchas veces caemos en la tentación de la hipocresía, de creernos mejores que los demás y decimos: «Mira tu pecado…». Por el contrario, todos nosotros debemos mirar nuestro pecado, nuestras caídas, nuestras equivocaciones y mirar al Señor. Esta es la línea de la salvación: la relación entre «yo» pecador y el Señor. Si yo me considero justo, esta relación de salvación no se da.


En este momento, un asombro aún más grande invade a todos los comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.


La mujer pecadora nos enseña la relación entre fe, amor y agradecimiento. Le han sido perdonados «muchos pecados» y por esto ama mucho; por el contrario «a quien poco se le perdona, poco amor muestra» (v. 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más quien ha sido perdonado más. Dios ha encerrado a todos en el mismo misterio de misericordia; y de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como recuerda san Pablo: «En Él (Cristo) tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia» (Ef 1, 7-8). En este texto, el término «gracia» es prácticamente sinónimo de misericordia, y se dice que es «abundante», es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el proyecto salvífico de Dios para cada uno de nosotros.


Queridos hermanos, ¡estemos muy agradecidos por el don de la fe, demos gracias al Señor por su amor tan grande e inmerecido! Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este amor se sacia el discípulo y sobre éste se funda; de este amor cada uno se puede nutrir y alimentar. Así, en el amor agradecido que derramamos a su vez sobre nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se comunica a todos la misericordia del Señor.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y América latina. Queridos hermanos, en Cristo, que perdona los pecados, brilla en Él la fuerza de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones. Abrámonos al amor del Señor, y dejémonos renovar por Él. En esta lengua que nos une a España y Latinoamérica, Hispanoamérica, quiero decir también a nuestros hermanos del Ecuador, nuestra cercanía, nuestra oración, en este momento de dolor. Gracias.

 
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AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 13 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo era un «publicano», es decir un recaudador de impuestos para el imperio romano, y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirlo y a convertirse en su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cena en su casa junto a los discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús por el hecho de que ellos comparten la mesa con los publicanos y los pecadores: «¡Pero tú no puedes ir a la casa de estas personas!», decían ellos. Jesús, de hecho, no los aleja, más bien los frecuenta en sus casas y se sienta al lado de ellos; esto significa que también ellos pueden convertirse en sus discípulos. Y además es verdad que ser cristiano no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros se encomienda a la gracia del Señor, a pesar de los propios pecados.


Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, la condición social, las convenciones exteriores, sino que más bien les abre un futuro nuevo. Una vez escuché un dicho bonito: «No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro». Esto es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con el corazón humilde y sincero.


La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que nos abre a la gracia.


Un comportamiento así no es comprendido por quien tiene la presunción de creerse «justo» y de creerse mejor que los demás.


Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación, más bien, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y de actuar con misericordia. Son un muro. La soberbia y el orgullo son un muro que impide la relación con Dios.


Y, sin embargo, la misión de Jesús es precisamente ésta: venir en busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal» (v. 12). ¡Jesús se presenta como un buen médico! Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida son evidentes: Él cura de las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús ningún pecador es excluido —ningún pecador es excluido— porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedades que no puedan ser curadas; y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos sane. Llamando a los pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos en aquella vocación que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados. Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; éste es Yahveh en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (25, 6-9).


Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios.


De este modo, sentarse en la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). Son estas las medicinas con las cuales el Médico Divino nos cura y nos nutre. Con la primera —la Palabra— Él se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los publicanos, las prostitutas... ¡Él no tenía miedo: amaba a todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, actúa en profundidad para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida.


A veces esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, desenmascara las falsas excusas, pone al descubierto las verdades escondidas; pero al mismo tiempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un reconstituyente valioso en nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma de Jesús y, como un remedio muy potente, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nosotros nos nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros, ¡es Jesús que nos une a su Cuerpo!


Concluyendo ese diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6, 6): «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: misericordia quiero, que no sacrificio» (Mt 9, 13). Dirigiéndose al pueblo de Israel el profeta lo reprendía porque las oraciones que elevaba eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad «de fachada», sin vivir en profundidad el mandamiento del Señor. Es por eso que el profeta insiste: «misericordia quiero», es decir la lealtad de un corazón que reconoce los propios pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. «Y no sacrificio»: ¡sin un corazón arrepentido cada acción religiosa es ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir la mesa con los publicanos y los pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por eso, de una curación; no colocan en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la Ley, ¡demostraban no conocer el corazón de Dios! Es como si a ti te regalaran un paquete, donde dentro hay un regalo y tú, en lugar de ir a buscar el regalo, miras sólo el papel que lo envuelve: sólo las apariencias, la forma, y no el núcleo de la gracia, ¡del regalo que es dado!


Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al lado de Él junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos un comensal nuestro. Somos todos discípulos que tienen necesidad de experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Tenemos todos necesidad de nutrirnos de la misericordia de Dios, porque es de esta fuente que brota nuestra salvación. ¡Gracias!


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos alcance la gracia de mirar siempre a los demás con benevolencia y a reconocerlos como invitados a la mesa del Señor, porque todos, sin excepción, tenemos necesidad de experimentar y de nutrirnos de su misericordia, que es fuente de la que brota nuestra salvación. Muchas gracias.

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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA



AUDIENCIA JUBILAR

 
Sábado 9 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


La limosna es un aspecto esencial de la misericordia. En efecto, el término “limosna” significa “misericordia” y tiene muchos modos de manifestarse. En la Sagrada Escritura, Dios nos muestra su atención especial por los pobres y nos pide que no sólo nos acordemos de ellos sino que les ayudemos con alegría. Esto significa que la caridad requiere una actitud de gozo interior. Un acto de misericordia no puede ser un peso del cual nos tenemos que liberar cuanto antes. El anciano Tobías, en el Antiguo Testamento, nos da una sabia lección sobre el valor de la limosna. Nos dice: «No apartes tu rostro de ningún pobre, porque así no apartará de ti su rostro el Señor» (Tb 4,8). Lo que cuenta es la capacidad de mirar a la cara de la persona que nos pide auxilio. La limosna es un gesto sincero de amor y de atención ante quien nos encontramos, y, como nos exige el mismo Jesús, tiene que hacerse para que sólo Dios lo vea. Tengamos siempre presentes en nuestra vida las palabras del Señor: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20,35). 


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito practicar la limosna como signo de misericordia y a no olvidar de mirar a los ojos de quien les pide ayuda; así, Dios no les ocultará su rostro. Muchas gracias.
 

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AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 6 de abril de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la ha llevado a su realización plena. Una misericordia que Él ha expresado, realizado y comunicado siempre, en cada momento de su vida terrena. Encontrando a las multitudes, anunciando el Evangelio, sanando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos: ¡nadie excluido! Abierto a todos, sin fronteras. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su culmen en el Sacrificio de la cruz. Sí, el Evangelio es realmente el «Evangelio de la Misericordia» porque ¡Jesús es la Misericordia!


Los cuatros Evangelios dan testimonio de que Jesús, antes de iniciar su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan el Bautista (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-34). Este acontecimiento imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. De hecho, Él no se ha presentado al mundo en el esplendor del templo: podía hacerlo. No se ha hecho anunciar por toques de trompetas: podía hacerlo. Y tampoco llegó vestido como un juez: podía hacerlo. En cambio, después de treinta años de vida oculta en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a mucha gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores. No tuvo vergüenza: estaba allí con todos, con los pecadores, para bautizarse. Por tanto, desde el inicio de su ministerio, Él se ha manifestado como el Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirma en la sinagoga de Nazaret identificándose con la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Todo cuanto Jesús ha cumplido después del bautismo ha sido la realización del programa inicial: llevar a todos el amor de Dios que salva. Jesús no ha traído el odio, no ha traído la enemistad: ¡nos ha traído el amor! Un amor grande, un corazón abierto para todos, ¡para todos nosotros! ¡Un amor que salva!


Él se ha hecho prójimo de los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. Jesús, el Hijo enviado por el Padre, ¡es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes en la orilla del Jordán no entendieron de inmediato la grandeza del gesto de Jesús. El mismo Juan el Bautista se sorprendió con su decisión (cf. Mt 3, 14). ¡Pero el Padre celestial no! Él hizo oír su voz desde lo alto: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). De este modo el Padre confirma el camino que el Hijo ha iniciado como Mesías, mientras desciende sobre Él en forma de paloma el Espíritu Santo. Así, el corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.


Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando va a morir inocente por nosotros pecadores, Él suplica al Padre: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es en la cruz que Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo: el pecado de todos, mis pecados, tus pecados, vuestros pecados. Allí, en la cruz, Él se los presenta al Padre. Y con el pecado del mundo todos los nuestros son eliminados. Nada ni nadie queda excluido de esta oración sacrificial de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Cuántas veces decimos: «Pero, este es un pecador, este ha hecho eso y aquello…», y juzgamos a los demás. ¿Y tú? Cada uno de nosotros debería preguntarse: «Sí, ese es un pecador, ¿y yo?». Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la responsabilidad de recibir este perdón que es la misericordia de Dios. Por tanto, no debemos temer reconocernos pecadores, confesarnos pecadores porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la cruz. Y cuando nosotros lo confesamos arrepentidos encomendándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. ¡El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que brota de la Cruz y renueva en nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha adquirido! No debemos temer nuestras miserias: cada uno tiene las suyas. El poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y no se agota nunca. Y esta misericordia elimina nuestras miserias.


Queridos hermanos, en este Año jubilar pidamos a Dios la gracia de hacer experiencia del poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida es plasmada por la fuerza de su amor que renueva.




Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acerquémonos al sacramento de la reconciliación que actualiza la fuerza del perdón que nace de la cruz y renueva en nosotros la gracia de la misericordia divina, haciéndonos capaces de amar y perdonar como el Señor nos amó y nos perdonó.


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