AUDIENCIAS DEL PAPA FRANCISCO
ABRIL 2016
 
 
 
 
 
 
 
  
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 27 de abril de 2016
JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
 
AUDIENCIA JUBILAR
 
Sábado 30 de abril de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
Uno de los aspectos importantes de la misericordia es la 
reconciliación. Dios nunca nos deja de ofrecer su perdón; no son 
nuestros pecados los que nos alejan del Señor, sino que nosotros somos, 
pecando, quienes nos alejamos. Al pecar «le damos la espalda» y crece 
así la distancia entre él y nosotros. Jesús, como Buen Pastor no se 
alegra hasta que no encuentra a la oveja perdida. Él reconstruye el 
puente que nos reconduce al Padre y nos permite reencontrar la dignidad 
de hijos.
Este Jubileo de la Misericordia es para todos un tiempo favorable 
para descubrir la necesidad de la ternura y cercanía del Padre y 
retornar a él con todo el corazón. 
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en 
particular a los Ordinarios y Delegados Militares, asistentes 
espirituales y miembros de las fuerzas armadas y de policía, con sus 
familias, provenientes de Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, España,
 Guatemala, Perú, México y República Dominicana. 
Invito a todos a que en cada uno de los diversos ambientes en los que
 se mueven, sean instrumentos de reconciliación y sembradores de paz; y 
continúen por el camino de la fe abriendo el corazón a Dios Padre 
misericordioso que no se cansa nunca de perdonar. Ante los retos de cada
 día, hagan resplandecer la esperanza cristiana, que es certeza de la 
victoria de amor ante el odio y de la paz ante la guerra. Muchas 
gracias.
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 27 de abril de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (cf. Lc
 10, 25-37). Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús con esta 
pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida 
eterna?» (v. 25). Jesús le pide que se dé a sí mismo la respuesta, y 
aquel la da a la perfección: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu 
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a
 tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Y Jesús concluye: «Haz eso y 
vivirás» (v. 28). 
Entonces aquel hombre hace otra pregunta, que se vuelve muy valiosa 
para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29), y sobrentiende: «¿mis 
parientes? ¿Mis connacionales? ¿Los de mi religión?...». En pocas 
palabras, él quiere una regla clara que le permita clasificar a los 
demás en «prójimo» y «no-prójimo», en los que pueden convertirse en 
prójimo y en los que no pueden convertirse en prójimo. 
Y Jesús responde con una parábola en la que convergen un sacerdote, 
un levita y un samaritano. Las dos primeros son figuras relacionadas al 
culto del templo; el tercero es un judío cismático, considerado como un 
extranjero, pagano e impuro, es decir, el samaritano. En el camino de 
Jerusalén a Jericó, el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre
 moribundo, que los ladrones habían asaltado, saqueado y abandonado. La 
Ley del Señor en situaciones símiles preveía la obligación de 
socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin detenerse. Tenían prisa... El 
sacerdote, tal vez, miró su reloj y dijo: «Pero, llego tarde a la misa 
... Tengo que celebrar la misa». Y el otro dijo: «Pero, no sé si la ley 
me lo permite, porque hay sangre y seré impuro...». Se van por otro 
camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos da una primera enseñanza:
 no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su 
misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Puedes conocer 
toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes 
aprender toda la teología, pero de conocer no es automático el amar: 
amar tiene otro camino, es necesaria la inteligencia pero también algo 
más... El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no 
proveen. Sin embargo, no existe un verdadero culto si no se traduce en 
servicio al prójimo. No olvidemos nunca: frente al sufrimiento de mucha 
gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos 
permanecer como espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué 
significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a ese hombre, a
 esa mujer, a ese niño, a ese anciano o a esa anciana que sufre, no me 
acerco a Dios. 
Pero vamos al centro de la parábola: el samaritano, que es 
precisamente aquel despreciado, aquel por el que nadie habría apostado 
nada, y que igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, 
cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que 
estaban ligados al templo, sino que «tuvo compasión» (v. 33). Así dice 
el Evangelio: «Tuvo compasión», es decir, ¡el corazón, las entrañas se 
conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos «vieron», pero sus 
corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio, el corazón del 
samaritano estaba en sintonía con el corazón de Dios. De hecho, la 
«compasión» es una característica esencial de la misericordia de Dios. 
Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Sufre con nosotros y
 nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa «padecer con».
 El verbo indica que las entrañas se mueven y tiemblan ante el mal del 
hombre. Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano 
reconocemos el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la 
salvación. Es la misma compasión con la que el Señor viene al encuentro 
de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe
 cuánto necesitamos ayuda y consuelo. Nos está cerca y no nos abandona 
nunca. Cada uno de nosotros, que se haga la pregunta y responda en el 
corazón: «¿Yo lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, así 
como soy, pecador, con muchos problemas y tantas cosas?». Pensad en 
esto, y la respuesta es: «¡Sí!». Pero cada uno tiene que mirar en el 
corazón si tiene fe en esta compasión de Dios, de Dios bueno que se 
acerca, nos cura, nos acaricia. Y si nosotros lo rechazamos, Él espera: 
es paciente y está siempre a nuestro lado. 
El samaritano actúa con verdadera misericordia: venda las heridas de 
aquel hombre, lo lleva a una posada, se hace cargo personalmente y 
provee para su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el 
amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro 
hasta pagar en persona. Significa comprometerse realizando todos los 
pasos necesarios para «acercarse» al otro hasta identificarse con él: 
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús da la vuelta a la pregunta del doctor de
 la Ley y le pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo 
del que cayó en manos de los salteadores?» (v. 36). La respuesta es 
finalmente inequívoca: «El que practicó la misericordia con él» (v. 37).
 Al comienzo de la parábola para el sacerdote y el levita el prójimo era
 el moribundo; al final el prójimo es el samaritano que se hizo cercano.
 Jesús invierte la perspectiva: no clasificar a los otros para ver quién
 es prójimo y quién no. Tú puedes convertirte en prójimo de cualquier 
persona en necesidad, y lo serás si en tu corazón hay compasión, es 
decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro.
Esta parábola es un regalo maravilloso para todos nosotros, y 
¡también un compromiso! A cada uno de nosotros, Jesús le repite lo que 
le dijo al doctor de la Ley: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37). Todos 
estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es 
la figura de Cristo: Jesús se ha inclinado sobre nosotros, se ha 
convertido en nuestro servidor, y así nos ha salvado, para que también 
nosotros podamos amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, del 
mismo modo.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en 
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acojamos
 la llamada de Jesús a ser buenos samaritanos y a  hacernos siervos los 
unos de los otros, como Él nos ha enseñado. Muchas gracias. 
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de abril de 2016 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!  
Hoy queremos detenernos en un aspecto de la misericordia bien 
representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado. Se
 trata de un hecho que le sucedió a Jesús mientras era huésped de un 
fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa 
porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y 
mientras estaban sentados comiendo, entra una mujer conocida por todos 
en la ciudad como una pecadora. Esta, sin decir una palabra, se pone a 
los pies de Jesús y rompe a llorar; sus lágrimas lavan los pies de Jesús
 y ella los seca con sus cabellos, luego los besa y los unge con un 
aceite perfumado que ha llevado consigo. 
Sobresale el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celante
 servidor de la ley, y la de la anónima mujer pecadora. Mientras el 
primero juzga a los demás de acuerdo a las apariencias, la segunda con 
sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, aun habiendo 
invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el 
Maestro; la mujer, al contrario, se confía plenamente a Él, con amor y 
veneración. 
El fariseo no concibe que Jesús se deje «contaminar» por los 
pecadores. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería 
reconocerlos y tenerlos lejos para no ser manchado, como si fueran 
leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la 
religión, y está motivada por el hecho que Dios y el pecado se oponen 
radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el 
pecado y el pecador: con el pecado no es necesario llegar a compromisos,
 mientras los pecadores —es decir, ¡todos nosotros!— somos como 
enfermos, que necesitan ser curados, y para curarlos es necesario que el
 médico se les acerque, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el 
enfermo, para ser sanado, debe reconocer que necesita del médico! 
Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús toma partido por esta 
última. Jesús, libre de prejuicios que impiden a la misericordia 
expresarse, la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por ella 
sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a 
Dios que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre 
misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con
 la pecadora, Jesús pone fin a aquella condición de aislamiento a la que
 el juicio despiadado del fariseo y de sus conciudadanos —los cuales la 
explotaban— la condenaba: «Tus pecados quedan perdonados» (v. 48). La 
mujer ahora puede ir «en paz». El Señor ha visto la sinceridad de su fe y
 de su conversión; por eso delante a todos proclama: «Tu fe te ha 
salvado, vete en paz» (v. 50). De una parte aquella hipocresía del 
doctor de la ley, de otra la sinceridad, la humildad y la fe de la 
mujer. 
Todos nosotros somos pecadores, pero muchas veces caemos en la 
tentación de la hipocresía, de creernos mejores que los demás y decimos:
 «Mira tu pecado…». Por el contrario, todos nosotros debemos mirar 
nuestro pecado, nuestras caídas, nuestras equivocaciones y mirar al 
Señor. Esta es la línea de la salvación: la relación entre «yo» pecador y
 el Señor. Si yo me considero justo, esta relación de salvación no se 
da. 
En este momento, un asombro aún más grande invade a todos los 
comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (v. 49). 
Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de la pecadora 
está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la 
potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.
 
La mujer pecadora nos enseña la relación entre fe, amor y 
agradecimiento. Le han sido perdonados «muchos pecados» y por esto ama 
mucho; por el contrario «a quien poco se le perdona, poco amor muestra» 
(v. 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más quien ha sido 
perdonado más. Dios ha encerrado a todos en el mismo misterio de 
misericordia; y de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros 
aprendemos a amar. Como recuerda san Pablo: «En Él (Cristo) tenemos por 
medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la 
riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e
 inteligencia» (Ef 1, 7-8). En este texto, el término «gracia» es
 prácticamente sinónimo de misericordia, y se dice que es «abundante», 
es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el proyecto 
salvífico de Dios para cada uno de nosotros. 
Queridos hermanos, ¡estemos muy agradecidos por el don de la fe, 
demos gracias al Señor por su amor tan grande e inmerecido! Dejemos que 
el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este amor se sacia el 
discípulo y sobre éste se funda; de este amor cada uno se puede nutrir y
 alimentar. Así, en el amor agradecido que derramamos a su vez sobre 
nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se 
comunica a todos la misericordia del Señor.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en 
particular a los grupos provenientes de España y América latina. 
Queridos hermanos, en Cristo, que perdona los pecados, brilla en Él la 
fuerza de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones. 
Abrámonos al amor del Señor, y dejémonos renovar por Él. En esta lengua 
que nos une a España y Latinoamérica, Hispanoamérica, quiero decir 
también a nuestros hermanos del Ecuador, nuestra cercanía, nuestra 
oración, en este momento de dolor. Gracias. 
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de abril de 2016
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo era un 
«publicano», es decir un recaudador de impuestos para el imperio romano,
 y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a 
seguirlo y a convertirse en su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a 
cena en su casa junto a los discípulos. Entonces surge una discusión 
entre los fariseos y los discípulos de Jesús por el hecho de que ellos 
comparten la mesa con los publicanos y los pecadores: «¡Pero tú no 
puedes ir a la casa de estas personas!», decían ellos. Jesús, de hecho, 
no los aleja, más bien los frecuenta en sus casas y se sienta al lado de
 ellos; esto significa que también ellos pueden convertirse en sus 
discípulos. Y además es verdad que ser cristiano no nos hace impecables.
 Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros se encomienda a la gracia
 del Señor, a pesar de los propios pecados. 
Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús 
muestra a los pecadores que no mira su pasado, la condición social, las 
convenciones exteriores, sino que más bien les abre un futuro nuevo. Una
 vez escuché un dicho bonito: «No hay santo sin pasado y no hay pecador 
sin futuro». Esto es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado, ni 
pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con el corazón 
humilde y sincero. 
La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en 
camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados 
de su perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que 
nos abre a la gracia. 
Un comportamiento así no es comprendido por quien tiene la presunción de creerse «justo» y de creerse mejor que los demás. 
Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación, 
más bien, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y de actuar con 
misericordia. Son un muro. La soberbia y el orgullo son un muro que 
impide la relación con Dios. 
Y, sin embargo, la misión de Jesús es precisamente ésta: venir en 
busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a
 seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No necesitan médico los que 
están fuertes sino los que están mal» (v. 12). ¡Jesús se presenta como 
un buen médico! Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida 
son evidentes: Él cura de las enfermedades, libera del miedo, de la 
muerte y del demonio. Frente a Jesús ningún pecador es excluido —ningún 
pecador es excluido— porque el poder sanador de Dios no conoce 
enfermedades que no puedan ser curadas; y esto nos debe dar confianza y 
abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos sane. Llamando a los
 pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos en aquella vocación 
que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los 
invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «Hará Yahveh
 Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares 
frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados.
 Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; 
éste es Yahveh en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por
 su salvación» (25, 6-9). 
Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y rechazan 
sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también 
ellos son comensales de Dios. 
De este modo, sentarse en la mesa con Jesús significa ser 
transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana la mesa de 
Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía 
(cf.  Dei Verbum,
 21). Son estas las medicinas con las cuales el Médico Divino nos cura y
 nos nutre. Con la primera —la Palabra— Él se revela y nos invita a un 
diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los 
pecadores, los publicanos, las prostitutas... ¡Él no tenía miedo: amaba a
 todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, actúa en 
profundidad para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida. 
A veces esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, 
desenmascara las falsas excusas, pone al descubierto las verdades 
escondidas; pero al mismo tiempo ilumina y purifica, da fuerza y 
esperanza, es un reconstituyente valioso en nuestro camino de fe. La 
Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma de Jesús y, como un
 remedio muy potente, de modo misterioso renueva continuamente la gracia
 de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nosotros nos nutrimos
 del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros, 
¡es Jesús que nos une a su Cuerpo! 
Concluyendo ese diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una 
palabra del profeta Oseas (6, 6): «Id, pues, a aprender qué significa 
aquello de:  misericordia quiero, que no sacrificio» (Mt 
9, 13). Dirigiéndose al pueblo de Israel el profeta lo reprendía porque 
las oraciones que elevaba eran palabras vacías e incoherentes. A pesar 
de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente 
con una religiosidad «de fachada», sin vivir en profundidad el 
mandamiento del Señor. Es por eso que el profeta insiste: «misericordia 
quiero», es decir la lealtad de un corazón que reconoce los propios 
pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. «Y
 no sacrificio»: ¡sin un corazón arrepentido cada acción religiosa es 
ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones 
humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no 
estaban dispuestos a compartir la mesa con los publicanos y los 
pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por 
eso, de una curación; no colocan en primer lugar la misericordia: aun 
siendo fieles custodios de la Ley, ¡demostraban no conocer el corazón de
 Dios! Es como si a ti te regalaran un paquete, donde dentro hay un 
regalo y tú, en lugar de ir a buscar el regalo, miras sólo el papel que 
lo envuelve: sólo las apariencias, la forma, y no el núcleo de la 
gracia, ¡del regalo que es dado! 
Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos invitados a la 
mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al lado de Él
 junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a 
reconocer en cada uno de ellos un comensal nuestro. Somos todos 
discípulos que tienen necesidad de experimentar y vivir la palabra 
consoladora de Jesús. Tenemos todos necesidad de nutrirnos de la 
misericordia de Dios, porque es de esta fuente que brota nuestra 
salvación. ¡Gracias!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en 
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el 
Señor Jesús nos alcance la gracia de mirar siempre a los demás con 
benevolencia y a reconocerlos como invitados a la mesa del Señor, porque
 todos, sin excepción, tenemos necesidad de experimentar y de nutrirnos 
de su misericordia, que es fuente de la que brota nuestra salvación. 
Muchas gracias.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
 
AUDIENCIA JUBILAR
 
Sábado 9 de abril de 2016
La limosna es un aspecto esencial de la misericordia. En efecto, el término “limosna” significa “misericordia” y tiene muchos modos de manifestarse. En la Sagrada Escritura, Dios nos muestra su atención especial por los pobres y nos pide que no sólo nos acordemos de ellos sino que les ayudemos con alegría. Esto significa que la caridad requiere una actitud de gozo interior. Un acto de misericordia no puede ser un peso del cual nos tenemos que liberar cuanto antes. El anciano Tobías, en el Antiguo Testamento, nos da una sabia lección sobre el valor de la limosna. Nos dice: «No apartes tu rostro de ningún pobre, porque así no apartará de ti su rostro el Señor» (Tb 4,8). Lo que cuenta es la capacidad de mirar a la cara de la persona que nos pide auxilio. La limosna es un gesto sincero de amor y de atención ante quien nos encontramos, y, como nos exige el mismo Jesús, tiene que hacerse para que sólo Dios lo vea. Tengamos siempre presentes en nuestra vida las palabras del Señor: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20,35).
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito practicar la limosna como signo de misericordia y a no olvidar de mirar a los ojos de quien les pide ayuda; así, Dios no les ocultará su rostro. Muchas gracias.
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de abril de 2016
Después de haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la ha llevado a su realización plena. Una misericordia que Él ha expresado, realizado y comunicado siempre, en cada momento de su vida terrena. Encontrando a las multitudes, anunciando el Evangelio, sanando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos: ¡nadie excluido! Abierto a todos, sin fronteras. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su culmen en el Sacrificio de la cruz. Sí, el Evangelio es realmente el «Evangelio de la Misericordia» porque ¡Jesús es la Misericordia!
Los cuatros Evangelios dan testimonio de que Jesús, antes de iniciar su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan el Bautista (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-34). Este acontecimiento imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. De hecho, Él no se ha presentado al mundo en el esplendor del templo: podía hacerlo. No se ha hecho anunciar por toques de trompetas: podía hacerlo. Y tampoco llegó vestido como un juez: podía hacerlo. En cambio, después de treinta años de vida oculta en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a mucha gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores. No tuvo vergüenza: estaba allí con todos, con los pecadores, para bautizarse. Por tanto, desde el inicio de su ministerio, Él se ha manifestado como el Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirma en la sinagoga de Nazaret identificándose con la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Todo cuanto Jesús ha cumplido después del bautismo ha sido la realización del programa inicial: llevar a todos el amor de Dios que salva. Jesús no ha traído el odio, no ha traído la enemistad: ¡nos ha traído el amor! Un amor grande, un corazón abierto para todos, ¡para todos nosotros! ¡Un amor que salva!
Él se ha hecho prójimo de los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. Jesús, el Hijo enviado por el Padre, ¡es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes en la orilla del Jordán no entendieron de inmediato la grandeza del gesto de Jesús. El mismo Juan el Bautista se sorprendió con su decisión (cf. Mt 3, 14). ¡Pero el Padre celestial no! Él hizo oír su voz desde lo alto: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). De este modo el Padre confirma el camino que el Hijo ha iniciado como Mesías, mientras desciende sobre Él en forma de paloma el Espíritu Santo. Así, el corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.
Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando va a morir inocente por nosotros pecadores, Él suplica al Padre: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es en la cruz que Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo: el pecado de todos, mis pecados, tus pecados, vuestros pecados. Allí, en la cruz, Él se los presenta al Padre. Y con el pecado del mundo todos los nuestros son eliminados. Nada ni nadie queda excluido de esta oración sacrificial de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Cuántas veces decimos: «Pero, este es un pecador, este ha hecho eso y aquello…», y juzgamos a los demás. ¿Y tú? Cada uno de nosotros debería preguntarse: «Sí, ese es un pecador, ¿y yo?». Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la responsabilidad de recibir este perdón que es la misericordia de Dios. Por tanto, no debemos temer reconocernos pecadores, confesarnos pecadores porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la cruz. Y cuando nosotros lo confesamos arrepentidos encomendándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. ¡El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que brota de la Cruz y renueva en nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha adquirido! No debemos temer nuestras miserias: cada uno tiene las suyas. El poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y no se agota nunca. Y esta misericordia elimina nuestras miserias.
Queridos hermanos, en este Año jubilar pidamos a Dios la gracia de hacer experiencia del poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida es plasmada por la fuerza de su amor que renueva.
Saludos
 
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acerquémonos al sacramento de la reconciliación que actualiza la fuerza del perdón que nace de la cruz y renueva en nosotros la gracia de la misericordia divina, haciéndonos capaces de amar y perdonar como el Señor nos amó y nos perdonó.
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