VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A CUBA, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Y VISITA A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
(19-28 DE SEPTIEMBRE DE 2015)
A CUBA, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Y VISITA A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
(19-28 DE SEPTIEMBRE DE 2015)

Sábado 19 de septiembre de 2015
CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Aeropuerto internacional José Martí, La Habana
Sábado 19 de septiembre de 2015
Sábado 19 de septiembre de 2015
Señor Presidente,
Distinguidas Autoridades,
Hermanos en el Episcopado,
Señoras y señores:
Muchas gracias, Señor Presidente, por su acogida y sus atentas palabras de bienvenida en nombre del Gobierno y de todo el pueblo cubano. Mi saludo se dirige también a las autoridades y a los miembros del Cuerpo diplomático que han tenido la amabilidad de hacerse presentes en este acto.
Al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, a Monseñor Dionisio Guillermo García Ibáñez, Arzobispo de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal, a los demás Obispos y a todo el pueblo cubano, les agradezco su fraterno recibimiento.
Gracias a todos los que se han esmerado para preparar esta visita pastoral. Y quisiera pedirle a Usted, Señor Presidente, que transmita mis sentimientos de especial consideración y respeto a su hermano Fidel. A su vez, quisiera que mi saludo llegase especialmente a todas aquellas personas que, por diversos motivos, no podré encontrar y a todos los cubanos dispersos por el mundo.
Como usted, Señor Presidente, señaló, este año 2015 se celebra el 80 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas ininterrumpidas entre la República de Cuba y la Santa Sede. La Providencia me permite llegar hoy a esta querida Nación, siguiendo las huellas indelebles del camino abierto por los inolvidables viajes apostólicos que realizaron a esta Isla mis dos predecesores, San Juan Pablo II y Benedicto XVI. Sé que su recuerdo suscita gratitud y cariño en el pueblo y las autoridades de Cuba. Hoy renovamos estos lazos de cooperación y amistad para que la Iglesia siga acompañando y alentando al pueblo cubano en sus esperanzas, en sus preocupaciones, con libertad y todos los medios necesarios para llevar el anuncio del Reino hasta las periferias existenciales de la sociedad.
Este viaje apostólico coincide además con el I Centenario de la declaración de la Virgen de la Caridad del Cobre como Patrona de Cuba, por Benedicto XV. Fueron los veteranos de la Guerra de la Independencia, movidos por sentimientos de fe y patriotismo, quienes pidieron que la Virgen mambisa fuera la patrona de Cuba como nación libre y soberana. Desde entonces, Ella ha acompañado la historia del pueblo cubano, sosteniendo la esperanza que preserva la dignidad de las personas en las situaciones más difíciles y abanderando la promoción de todo lo que dignifica al ser humano. Su creciente devoción es testimonio visible de la presencia de la Virgen en el alma del pueblo cubano. En estos días tendré ocasión de ir al Cobre, como hijo y como peregrino, para pedirle a nuestra Madre por todos sus hijos cubanos y por esta querida Nación, para que transite por los caminos de justicia, paz, libertad y reconciliación.
Geográficamente, Cuba es un archipiélago que mira hacia todos los caminos, con un valor extraordinario como «llave» entre el norte y el sur, entre el este y el oeste. Su vocación natural es ser punto de encuentro para que todos los pueblos se reúnan en amistad, como soñó José Martí, «por sobre la lengua de los istmos y la barrera de los mares» (La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, en Obras escogidas II, La Habana 1992, 505). Ese mismo fue el deseo de San Juan Pablo II con su ardiente llamamiento a «que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba» (Discurso en la ceremonia de llegada, 21-1-1998, 5).
Desde hace varios meses, estamos siendo testigos de un acontecimiento que nos llena de esperanza: el proceso de normalización de las relaciones entre dos pueblos, tras años de distanciamiento. Es un proceso, es un signo de la victoria de la cultura del encuentro, del diálogo, del «sistema del acrecentamiento universal… por sobre el sistema, muerto para siempre, de dinastía y de grupos», decía José Martí (ibíd.). Animo a los responsables políticos a continuar avanzando por este camino y a desarrollar todas sus potencialidades, como prueba del alto servicio que están llamados a prestar en favor de la paz y el bienestar de sus pueblos, y de toda América, y como ejemplo de reconciliación para el mundo entero. El mundo necesita reconciliación en esta atmósfera de tercera guerra mundial por etapas que estamos viviendo.
Pongo estos días bajo la intercesión de la Virgen de la Caridad del Cobre, de los beatos Olallo Valdés y José López Piteira y del venerable Félix Varela, gran propagador del amor entre los cubanos y entre todos los hombres, para que aumenten nuestros lazos de paz, solidaridad y respeto mutuo.
Nuevamente, muchas gracias, Señor Presidente.
Domingo 20 de septiembre de 2015
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Plaza de la Revolución, La Habana
Domingo 20 de septiembre de 2015
Domingo 20 de septiembre de 2015
Jesús no insiste con la pregunta, no los obliga a responderle de qué hablaban por el camino, pero la pregunta permanece no solo en la mente, sino también en el corazón de los discípulos.
¿Quién es el más importante? Una pregunta que nos acompañará toda la vida y en las distintas etapas seremos desafiados a responderla. No podemos escapar a esta pregunta, está grabada en el corazón. Recuerdo más de una vez en reuniones familiares preguntar a los hijos: ¿A quién querés más, a papá o a mamá? Es como preguntarle: ¿Quién es más importante para vos? ¿Es tan solo un simple juego de niños esta pregunta? La historia de la humanidad ha estado marcada por el modo de responder a esta pregunta.
Jesús no le teme a las preguntas de los hombres; no le teme a la humanidad ni a las distintas búsquedas que ésta realiza. Al contrario, Él conoce los «recovecos» del corazón humano, y como buen pedagogo está dispuesto a acompañarnos siempre. Fiel a su estilo, asume nuestras búsquedas, nuestras aspiraciones y les da un nuevo horizonte. Fiel a su estilo, logra dar una respuesta capaz de plantear un nuevo desafío, descolocando «las respuestas esperadas» o lo aparentemente establecido. Fiel a su estilo, Jesús siempre plantea la lógica del amor. Una lógica capaz de ser vivida por todos, porque es para todos.
Lejos de todo tipo de elitismo, el horizonte de Jesús no es para unos pocos privilegiados capaces de llegar al «conocimiento deseado» o a distintos niveles de espiritualidad. El horizonte de Jesús, siempre es una oferta para la vida cotidiana también aquí en «nuestra isla»; una oferta que siempre hace que el día a día tenga cierto sabor a eternidad.
¿Quién es el más importante? Jesús es simple en su respuesta: «Quien quiera ser el primero - o sea el más importante - que sea el último de todos y el servidor de todos». Quien quiera ser grande, que sirva a los demás, no que se sirva de los demás.
Y esta es la gran paradoja de Jesús. Los discípulos discutían quién ocuparía el lugar más importante, quién sería seleccionado como el privilegiado –¡eran los discípulos, los más cercanos a Jesús, y discutían sobre eso!-, quién estaría exceptuado de la ley común, de la norma general, para destacarse en un afán de superioridad sobre los demás. Quién escalaría más pronto para ocupar los cargos que darían ciertas ventajas.
Y Jesús les trastoca su lógica diciéndoles sencillamente que la vida auténtica se vive en el compromiso concreto con el prójimo. Es decir, sirviendo.
La invitación al servicio posee una peculiaridad a la que debemos estar atentos. Servir significa, en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. Son los rostros sufrientes, desprotegidos y angustiados a los que Jesús propone mirar e invita concretamente a amar. Amor que se plasma en acciones y decisiones. Amor que se manifiesta en las distintas tareas que como ciudadanos estamos invitados a desarrollar. Son personas de carne y hueso, con su vida, su historia y especialmente con su fragilidad, las que Jesús nos invita a defender, a cuidar y a servir. Porque ser cristiano entraña servir la dignidad de sus hermanos, luchar por la dignidad de sus hermanos y vivir para la dignidad de sus hermanos. Por eso, el cristiano es invitado siempre a dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles.
Hay un «servicio» que sirve a los otros; pero tenemos que cuidarnos del otro servicio, de la tentación del «servicio» que «se» sirve de los otros. Hay una forma de ejercer el servicio que tiene como interés el beneficiar a los «míos», en nombre de lo «nuestro». Ese servicio siempre deja a los «tuyos» por fuera, generando una dinámica de exclusión.
Todos estamos llamados por vocación cristiana al servicio que sirve y a ayudarnos mutuamente a no caer en las tentaciones del «servicio que se sirve». Todos estamos invitados, estimulados por Jesús a hacernos cargo los unos de los otros por amor. Y esto sin mirar de costado para ver lo que el vecino hace o ha dejado de hacer. Jesús dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos». Ese va a ser el primero. No dice, si tu vecino quiere ser el primero que sirva. Debemos cuidarnos de la mirada enjuiciadora y animarnos a creer en la mirada transformadora a la que nos invita Jesús.
Este hacernos cargo por amor no apunta a una actitud de servilismo, por el contrario, pone en el centro la cuestión del hermano: el servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la «padece» y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas.
El santo Pueblo fiel de Dios que camina en Cuba, es un pueblo que tiene gusto por la fiesta, por la amistad, por las cosas bellas. Es un pueblo que camina, que canta y alaba. Es un pueblo que tiene heridas, como todo pueblo, pero que sabe estar con los brazos abiertos, que marcha con esperanza, porque su vocación es de grandeza. Así la sembraron sus próceres. Hoy los invito a que cuiden esa vocación, a que cuiden estos dones que Dios les ha regalado, pero especialmente quiero invitarlos a que cuiden y sirvan, de modo especial, la fragilidad de sus hermanos. No los descuiden por proyectos que puedan resultar seductores, pero que se desentienden del rostro del que está a su lado. Nosotros conocemos, somos testigos de la «fuerza imparable» de la resurrección, que «provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo» (cf. Evangelii gaudium, 276.278).
No nos olvidemos de la Buena Nueva de hoy: la importancia de un pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo sirve la fragilidad de sus hermanos. Y en esto encontramos uno de los frutos de una verdadera humanidad.
Porque, queridos hermanos y hermanas, «quien no vive para servir, no sirve para vivir».
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PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de la Revolución, La Habana
Domingo 20 de septiembre de 2015
Domingo 20 de septiembre de 2015
Hemos oído en el evangelio cómo los discípulos tenían miedo de preguntar a Jesús cuando les habla de su pasión y su muerte. Les asustaba, no podían comprender, la idea de ver a Jesús sufriendo en la Cruz. También nosotros tenemos la tentación de huir de las cruces propias y de las cruces de los demás, de alejarnos del que sufre. Al concluir la santa Misa, en la que Jesús se nos ha entregado de nuevo con su cuerpo y su sangre, dirijamos ahora nuestros ojos a la Virgen, Nuestra Madre. Y le pedimos que nos enseñe a estar junto a la cruz del hermano que sufre. Que aprendamos a ver a Jesús en cada hombre postrado en el camino de la vida; en cada hermano que tiene hambre o sed, que está desnudo o en la cárcel o enfermo. Junto a la Madre, en la Cruz, podemos comprender quién es verdaderamente «el más importante», y qué significa estar junto al Señor y participar de su gloria.
Aprendamos de María a tener el corazón despierto y atento a las necesidades de los demás. Como nos enseñó en las Bodas de Caná, seamos solícitos en los pequeños detalles de la vida, y no cejemos en la oración los unos por los otros, para que a nadie falte el vino del amor nuevo, de la alegría que Jesús nos trae.
En este momento me siento en el deber de dirigir mi pensamiento a la querida tierra de Colombia, «consciente de la importancia crucial del momento presente, en el que, con esfuerzo renovado y movidos por la esperanza, sus hijos están buscando construir una sociedad en paz». Que la sangre vertida por miles de inocentes durante tantas décadas de conflicto armado, unida a aquella del Señor Jesucristo en la Cruz, sostenga todos los esfuerzos que se están haciendo, incluso aquí, en esta bella Isla, para una definitiva reconciliación. Y así la larga noche de dolor y de violencia, con la voluntad de todos los colombianos, se pueda transformar en un día sin ocaso de concordia, justicia, fraternidad y amor en el respeto de la institucionalidad y del derecho nacional e internacional, para que la paz sea duradera. Por favor, no tenemos derecho a permitirnos otro fracaso más en este camino de paz y reconciliación. Gracias a Usted, Señor Presidente, por todo lo que hace en este trabajo de reconciliación.
Les pido ahora que nos unamos en la plegaria a María, para poner todas nuestras preocupaciones y aspiraciones cerca del Corazón de Cristo. Y de modo especial, le pedimos por los que han perdido la esperanza, y no encuentran motivos para seguir luchando; por los que sufren la injusticia, el abandono, la soledad; pedimos por los ancianos, los enfermos, los niños y los jóvenes, por todas las familias en dificultad, para que María les enjugue sus lágrimas, les consuele con su amor de Madre, les devuelva la esperanza y la alegría. Madre santa, te encomiendo a estos hijos tuyos de Cuba: ¡No los abandones nunca!
Después de la Bendición final
Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí. Gracias.
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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON SACERDOTES, CONSAGRADOS Y SEMINARISTAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Catedral de La Habana
Domingo 20 de septiembre de 2015
Domingo 20 de septiembre de 2015
El Cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny [Sor Yaileny Ponce Torres, Hija de la Caridad] nos habló del más pequeño, de los más pequeños: “son todos niños”. Yo tenía preparada una Homilía para decir ahora, en base a los textos bíblicos, pero cuando hablan los profetas –y todo sacerdote es profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es profeta–, vamos a hacerles caso a ellos. Y entonces, yo le voy a dar la Homilía al Cardenal Jaime para que se las haga llegar a ustedes y la publiquen. Después la meditan. Y ahora, charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.
Al Cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente incómoda, que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre comillas, del mundo. Dijo: “pobreza”. Y la repitió varias veces. Y pienso que el Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón. El espíritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino por desprecio. Y, si tiene que pecar y ofender a Dios, para que no le llegue la pobreza, lo hace. El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló, para ser uno de nosotros.
La pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso –había cumplido todos los mandamientos– y cuando Jesús le dijo: “Mirá, vendé todo lo que tenés y dáselo a los pobres”, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza, siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando de escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una obligación, pues los bienes son un don de Dios, pero cuando esos bienes entran en el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí perdiste. Ya no sos como Jesús. Tenés tu seguridad donde la tenía el joven triste, el que se fue entristecido. A ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les puede servir lo que decía San Ignacio –y esto no es propaganda publicitaria de familia, no–, pero él decía que la pobreza era el muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque engendraba más confianza en Dios. Y era el muro porque la protegía de toda mundanidad. ¡Cuántas almas destruidas! Almas generosas, como la del joven entristecido, que empezaron bien y después se les fue apegando el amor a esa mundanidad rica, y terminaron mal. Es decir, mediocres. Terminaron sin amor porque la riqueza pauperiza, pero pauperiza mal. Nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la pena, para poner la seguridad en lo otro.
El espíritu de pobreza, el espíritu de despojo, el espíritu de dejarlo todo, para seguir a Jesús. Este dejarlo todo no lo invento yo. Varias veces aparece en el Evangelio. En un llamado de los primeros que dejaron las barcas, las redes, y lo siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús. Una vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espíritu de riqueza, de mundanidad rica, en el corazón de un consagrado o de una consagrada, de un sacerdote, de un Obispo, de un Papa, lo que sea. Dice que, cuando uno empieza a juntar plata, y para asegurarse el futuro, ¿no es cierto?, entonces el futuro no está en Jesús, está en una compañía de seguros de tipo espiritual, que yo manejo, ¿no? Entonces, cuando, por ejemplo, una Congregación religiosa, por poner un ejemplo, me decía él, empieza a juntar plata y a ahorrar y a ahorrar, Dios es tan bueno que le manda un ecónomo desastroso que la lleva a la quiebra. Son de las mejores bendiciones de Dios a su Iglesia, los ecónomos desastrosos, porque la hacen libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre, Dios la quiere pobre, como quiso pobre a nuestra Santa Madre María. Amen la pobreza como a madre. Y simplemente les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas, de preguntarse: ¿Cómo está mi espíritu de pobreza?, ¿cómo está mi despojo interior? Creo que pueda hacer bien a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral.
Después de todo, no nos olvidemos que es la primera de las Bienaventuranzas: Felices los pobres de espíritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes de este mundo.
Y la hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños que, aunque sean grandes, uno termina tratándolos como niños, porque se presentan como niños. El más pequeño. Es una frase de Jesús esa. Y que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser juzgados: “Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a mí”. Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde el punto de vista humano, sin ser malos ni mundanos, pero cuando uno busca en la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde no querías ir. Y lloraste. Lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una monja llorona, no. Dios nos libre de las monjas lloronas, ¿eh?, que siempre se están lamentando. Eso no es mío, eso lo decía Santa Teresa, ¿eh?, a sus monjas. Es de ella. Guay de aquella monja que anda todo el día lamentándose porque me hicieron una injusticia. En el lenguaje castellano de la época decía: “guay de la monja que anda diciendo: hiciéronme sin razón”. Vos lloraste porque eras joven, tenías otras ilusiones, pensabas quizás que en un colegio podías hacer más cosas, y que podías organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí –“Casa de Misericordia” –, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace más patente, donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. Cuántas religiosas, y religiosos, queman –y repito el verbo, queman–, su vida, acariciando material de descarte, acariciando a quienes el mundo descarta, a quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes el mundo hoy día, con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que puede venir con una enfermedad degenerativa, se propone mandarlo de vuelta, antes de que nazca. Es el más pequeño. Y una chica joven, llena de ilusiones, empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios en su misericordia. A veces no entienden, no saben, pero qué linda es para Dios y que bien que hace a uno, por ejemplo, la sonrisa de un espástico, que no sabe cómo hacerla, o cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa es la misericordia de Dios. O cuando están enojados y te dan un golpe. Y quemar mi vida así, con material de descarte a los ojos del mundo, eso nos habla solamente de una persona. Nos habla de Jesús, que, por pura misericordia del Padre, se hizo nada, se anonadó, dice el texto de Filipenses, capítulo dos. Se hizo nada. Y esta gente a la que vos dedicás tu vida imitan a Jesús, no porque lo quisieron, sino porque el mundo los trajo así.
Son nada y se los esconde, no se los muestra, o no se los visita. Y si se puede, y todavía se está a tiempo, se los manda de vuelta. Gracias por lo que hacés y en vos, gracias a todas estas mujeres y a tantas mujeres consagradas, al servicio de lo inútil, porque no se puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante absolutamente nada “constructivo” entre comillas, con esos hermanos nuestros, con los menores, con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús. Y ahí resplandece mi opción por Jesús. Gracias a vos y a todos los consagrados y consagradas que hacen esto.
“Padre, yo no soy monja, yo no cuido enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquél que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar?”. Obviamente, sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25. Ahí los tenés a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo. Ahí los vas a encontrar, pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese último, ese mínimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre o esa mujer te muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos y que Dios te salvó, ¿eh?, de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés pecado, tirale la primera piedra, pero solamente con esa condición. Si no, pensá en tus pecados. Y pensá que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos, potencialmente, podés llegar más bajo todavía. Y pensá que vos, en ese momento, tenés un tesoro en las manos, que es la misericordia del Padre. Por favor –a los sacerdotes–, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar, como lo hacía Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan, así vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba. Jesús los quería. Mañana festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho: “Donde hay misericordia, está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez, están solamente sus ministros”.
Hermano sacerdote, hermano Obispo, no le tengas miedo a la misericordia. Dejá que fluya por tus manos y por tu abrazo de perdón, porque ese o esa que están ahí son el más pequeño. Y por lo tanto, es Jesús. Esto es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado a estos dos profetas. Que el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en nuestro corazón: pobreza y misericordia. Porque ahí está Jesús.
Nos hemos reunido en esta histórica Catedral de La Habana para cantar con los salmos la fidelidad de Dios con su Pueblo, para dar gracias por su presencia, por su infinita misericordia. Fidelidad y misericordia no solo hecha memoria por las paredes de esta casa, sino por algunas cabezas que «pintan canas», recuerdo vivo, actualizado de que «infinita es su misericordia y su fidelidad dura las edades». Hermanos, demos gracias juntos.
Demos gracias por la presencia del Espíritu con la riqueza de los diversos carismas en los rostros de tantos misioneros que han venido a estas tierras, llegando a ser cubanos entre los cubanos, signo de que es eterna su misericordia.
El Evangelio nos presenta a Jesús en diálogo con su Padre, nos pone en el centro de la intimidad hecha oración entre el Padre y el Hijo. Cuando se acercaba su hora, Jesús rezó al Padre por sus discípulos, por los que estaban con Él y por los que vendrían (cf. Jn 17,20). Nos hace bien pensar que en su hora crucial, Jesús pone en su oración la vida de los suyos, nuestra vida. Y le pide a su Padre que los mantenga en la unidad y en la alegría.
Conocía bien Jesús el corazón de los suyos, conoce bien nuestro corazón. Por eso reza, pide al Padre para que no les gane una conciencia que tiende a aislarse, refugiarse en las propias certezas, seguridades, espacios; a desentenderse de la vida de los demás, instalándose en pequeñas «chacras» que rompen el rostro multiforme de la Iglesia.
Situaciones que desembocan en tristeza individualista, en una tristeza que poco a poco va dejándole lugar al resentimiento, a la queja continua, a la monotonía; «ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu» (Evangelii gaudium, 2) a la que los invitó, a la que nos invitó. Por eso Jesús reza, pide para que la tristeza y el aislamiento no nos gane el corazón. Nosotros queremos hacer lo mismo, queremos unirnos a la oración de Jesús, a sus palabras para decir juntos: «Padre santo, cuídalos con el poder de tu nombre… para que estén completamente unidos, como tú y yo» (Jn 17,11), «y su gozo sea completo» (v. 13).
Jesús reza y nos invita a rezar porque sabe que hay cosas que solo las podemos recibir como don, hay cosas que solo podemos vivir como regalo. La unidad es una gracia que solamente puede darnos el Espíritu Santo, a nosotros nos toca pedirla y poner lo mejor de nosotros para ser transformados por este don.
Es frecuente confundir unidad con uniformidad; con un hacer, sentir y decir todos lo mismo. Eso no es unidad, eso es homogeneidad. Eso es matar la vida del Espíritu, es matar los carismas que Él ha distribuido para el bien de su Pueblo. La unidad se ve amenazada cada vez que queremos hacer a los demás a nuestra imagen y semejanza. Por eso la unidad es un don, no es algo que se pueda imponer a la fuerza o por decreto. Me alegra verlos a ustedes aquí, hombres y mujeres de distintas épocas, contextos, biografías, unidos por la oración en común. Pidámosle a Dios que haga crecer en nosotros el deseo de projimidad. Que podamos ser prójimos, estar cerca, con nuestras diferencias, manías, estilos, pero cerca. Con nuestras discusiones, peleas, hablando de frente y no por detrás. Que seamos pastores prójimos a nuestro pueblo, que nos dejemos cuestionar, interrogar por nuestra gente. Los conflictos, las discusiones en la Iglesia son esperables y, hasta me animo a decir, necesarias. Signo de que la Iglesia está viva y el Espíritu sigue actuando, la sigue dinamizando. ¡Ay de esas comunidades donde no hay un sí o un no! Son como esos matrimonios donde ya no discuten porque se ha perdido el interés, se ha perdido el amor.
En segundo lugar, el Señor reza para que nos llenemos «de la misma perfecta alegría» que Él tiene (cf. Jn 17,13). La alegría de los cristianos, y especialmente la de los consagrados, es un signo muy claro de la presencia de Cristo en sus vidas. Cuando hay rostros entristecidos es una señal de alerta, algo no anda bien. Y Jesús pide esto al Padre nada menos que antes de ir al huerto, cuando tiene que renovar su «fiat». No dudo que todos ustedes tienen que cargar con el peso de no pocos sacrificios y que para algunos, desde hace décadas, los sacrificios habrán sido duros. Jesús reza también desde su sacrificio para que nosotros no perdamos la alegría de saber que Él vence al mundo. Esta certeza es la que nos impulsa mañana a mañana a reafirmar nuestra fe. «Él (con su oración, en el rostro de nuestro Pueblo) nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (Evangelii gaudium, 3).
¡Qué importante, qué testimonio tan valioso para la vida del pueblo cubano, el de irradiar siempre y por todas partes esa alegría, no obstante los cansancios, los escepticismos, incluso la desesperanza, que es una tentación muy peligrosa que apolilla el alma!
Hermanos, Jesús reza para que seamos uno y su alegría permanezca en nosotros, hagamos lo mismo, unámonos los unos a los otros en oración.
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SALUDO DEL SANTO PADRE
A LOS JÓVENES DEL CENTRO CULTURAL PADRE FÉLIX VARELA
A LOS JÓVENES DEL CENTRO CULTURAL PADRE FÉLIX VARELA
La Habana
Domingo 20 de septiembre de 2015
Domingo 20 de septiembre de 2015
Ustedes están parados y yo estoy sentado. Qué vergüenza. Pero, saben por qué me siento, porque tomé notas de algunas cosas que dijo nuestro compañero y sobre estas les quiero hablar. Una palabra que cayó fuerte: soñar. Un escritor latinoamericano decía que las personas tenemos dos ojos, uno de carne y otro de vidrio. Con el ojo de carne vemos lo que miramos. Con el ojo de vidrio vemos lo que soñamos. Está lindo, ¿eh?
En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar, está clausurado en sí mismo, está cerrado en sí mismo. Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero soñalas, desealas, busca horizontes, abrite, abrite a cosas grandes. No sé si en Cuba se usa la palabra, pero los argentinos decimos “no te arrugues”, ¿eh? No te arrugues, abrite. Abrite y soñá. Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen. Por ahí se les va la mano y sueñan demasiado, y la vida les corta el camino. No importa, sueñen. Y cuenten sus sueños. Cuenten, hablen de las cosas grandes que desean, porque cuanto más grande es la capacidad de soñar, y la vida te deja a mitad camino, más camino has recorrido. Así que, primero, soñar.
Vos dijiste ahí una frasecita que yo tenía acá escrita en la intervención de él, pero la subrayé y tomé alguna nota: que sepamos acoger y aceptar al que piensa diferente. Realmente, nosotros, a veces, somos cerrados. Nos metemos en nuestro mundito: “o este es como yo quiero que sea, o no”. Y fuiste más allá todavía: que no nos encerremos en los conventillos de las ideologías o en los conventillos de las religiones. Que podamos crecer ante los individualismos. Cuando una religión se vuelve conventillo, pierde lo mejor que tiene, pierde su realidad de adorar a Dios, de creer en Dios. Es un conventillo. Es un conventillo de palabras, de oraciones, de “yo soy bueno, vos sos malo”, de prescripciones morales. Y cuando yo tengo mi ideología, mi modo de pensar y vos tenés el tuyo, me encierro en ese conventillo de la ideología.
Corazones abiertos, mentes abiertas. Si vos pensás distinto que yo, ¿por qué no vamos a hablar? ¿Por qué siempre nos tiramos la piedra sobre aquello que nos separa, sobre aquello en lo que somos distintos? ¿Por qué no nos damos la mano en aquello que tenemos en común? Animarnos a hablar de lo que tenemos en común. Y después podemos hablar de las cosas que tenemos diferentes o que pensamos. Pero digo hablar. No digo pelearnos. No digo encerrarnos. No digo “conventillar”, como usaste vos la palabra. Pero solamente es posible cuando uno tiene la capacidad de hablar de aquello que tengo en común con el otro, de aquello para lo cual somos capaces de trabajar juntos. En Buenos Aires, estaban –en una parroquia nueva, en una zona muy, muy pobre– estaban construyendo unos salones parroquiales un grupo de jóvenes de la universidad. Y el párroco me dijo: “¿por qué no te venís un sábado y así te los presento?”. Trabajaban los sábados y los domingos en la construcción. Eran chicos y chicas de la universidad. Yo llegué y los vi, y me los fue presentando: “este es el arquitecto –es judío–, este es comunista, este es católico práctico, este es…”. Todos eran distintos, pero todos estaban trabajando en común por el bien común. Eso se llama amistad social, buscar el bien común. La enemistad social destruye. Y una familia se destruye por la enemistad. Un país se destruye por la enemistad. El mundo se destruye por la enemistad. Y la enemistad más grande es la guerra. Y hoy día vemos que el mundo se está destruyendo por la guerra.
Porque son incapaces de sentarse y hablar: “bueno, negociemos. ¿Qué podemos hacer en común? ¿En qué cosas no vamos a ceder? Pero no matemos más gente”. Cuando hay división, hay muerte. Hay muerte en el alma, porque estamos matando la capacidad de unir. Estamos matando la amistad social. Y eso es lo que yo les pido a ustedes hoy: sean capaces de crear la amistad social.
Después salió otra palabra que vos dijiste. La palabra esperanza. Los jóvenes son la esperanza de un pueblo. Eso lo oímos de todos lados. Pero, ¿qué es la esperanza? ¿Es ser optimistas? No. El optimismo es un estado de ánimo. Mañana te levantás con dolor de hígado y no sos optimista, ves todo negro. La esperanza es algo más. La esperanza es sufrida. La esperanza sabe sufrir para llevar adelante un proyecto, sabe sacrificarse. ¿Vos sos capaz de sacrificarte por un futuro o solamente querés vivir el presente y que se arreglen los que vengan? La esperanza es fecunda. La esperanza da vida. ¿Vos sos capaz de dar vida o vas a ser un chico o una chica espiritualmente estéril, sin capacidad de crear vida a los demás, sin capacidad de crear amistad social, sin capacidad de crear patria, sin capacidad de crear grandeza? La esperanza es fecunda. La esperanza se da en el trabajo.
Yo aquí me quiero referir a un problema muy grave que se está viviendo en Europa, la cantidad de jóvenes que no tienen trabajo. Hay países en Europa, que jóvenes de veinticinco años hacia abajo viven desocupados en un porcentaje del 40%. Pienso en un país. Otro país, el 47%. Otro país, el 50%. Evidentemente, que un pueblo que no se preocupa por dar trabajo a los jóvenes, un pueblo –y cuando digo pueblo, no digo gobiernos– todo el pueblo, la preocupación de la gente, de que ¿estos jóvenes trabajan?, ese pueblo no tiene futuro. Los jóvenes entran a formar parte de la cultura del descarte. Y todos sabemos que hoy, en este imperio del dios dinero, se descartan las cosas y se descartan las personas. Se descartan los chicos porque no se los quiere o porque se los mata antes de nacer. Se descartan los ancianos –estoy hablando del mundo, en general–, se descartan los ancianos porque ya no producen. En algunos países hay ley de eutanasia, pero en tantos otros hay una eutanasia escondida, encubierta. Se descartan los jóvenes porque no les dan trabajo. Entonces, ¿qué le queda a un joven sin trabajo? Un país que no inventa, un pueblo que no inventa posibilidades laborales para sus jóvenes, a ese joven le queda o las adicciones, o el suicidio, o irse por ahí buscando ejércitos de destrucción para crear guerras. Esta cultura del descarte nos está haciendo mal a todos, nos quita la esperanza. Y es lo que vos pediste para los jóvenes: queremos esperanza. Esperanza que es sufrida, es trabajadora, es fecunda. Nos da trabajo y nos salva de la cultura del descarte.
Y esta esperanza que es convocadora, convocadora de todos, porque un pueblo que sabe autoconvocarse para mirar el futuro y construir la amistad social –como dije, aunque piense diferente–, ese pueblo tiene esperanza.
Y si yo me encuentro con un joven sin esperanza, por ahí una vez dije, un joven es jubilado. Hay jóvenes que parece que se jubilan a los veintidós años. Son jóvenes con tristeza existencial. Son jóvenes que han apostado su vida al derrotismo básico. Son jóvenes que se lamentan. Son jóvenes que se fugan de la vida. El camino de la esperanza no es fácil y no se puede recorrer solo. Hay un proverbio africano que dice: “si querés ir de prisa, andá solo, pero si querés llegar lejos, andá acompañado”. Y yo a ustedes, jóvenes cubanos, aunque piensen diferente, aunque tengan su punto de vista diferente, quiero que vayan acompañados, juntos, buscando la esperanza, buscando el futuro y la nobleza de la patria.
Y así, empezamos con la palabra “soñar” y quiero terminar con otra palabra que vos dijiste y que yo la suelo usar bastante: “la cultura del encuentro”. Por favor, no nos desencontremos entre nosotros mismos. Vayamos acompañados, uno. Encontrados, aunque pensemos distinto, aunque sintamos distinto. Pero hay algo que es superior a nosotros, es la grandeza de nuestro pueblo, es la grandeza de nuestra patria, es esa belleza, esa dulce esperanza de la patria, a la que tenemos que llegar. Muchas gracias.
Bueno, me despido deseándoles lo mejor. Deseándoles… todo esto que les dije, se los deseo. Voy a rezar por ustedes. Y les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no es creyente –y no puede rezar porque no es creyente–, que al menos me desee cosas buenas. Que Dios los bendiga, los haga caminar en este camino de esperanza hacia la cultura del encuentro, evitando esos conventillos de los cuales habló nuestro compañero. Y que Dios los bendiga a todos.
Queridos amigos:
Siento una gran alegría de poder estar con ustedes precisamente aquí en este Centro cultural, tan significativo para la historia de Cuba. Doy gracias a Dios por haberme concedido la oportunidad de tener este encuentro con tantos jóvenes que, con su trabajo, estudio y preparación, están soñando y también haciendo ya realidad el mañana de Cuba.
Agradezco a Leonardo sus palabras de saludo, y especialmente porque, pudiendo haber hablado de muchas otras cosas, ciertamente importantes y concretas, como las dificultades, los miedos, las dudas –tan reales y humanas–, nos ha hablado de esperanza, de esos sueños e ilusiones que anidan con fuerza en el corazón de los jóvenes cubanos, más allá de sus diferencias de formación, de cultura, de creencias o de ideas. Gracias, Leonardo, porque yo también, cuando los miro a ustedes, la primera cosa que me viene a la mente y al corazón es la palabra esperanza. No puedo concebir a un joven que no se mueva, que esté paralizado, que no tenga sueños ni ideales, que no aspire a algo más.
Pero, ¿cuál es la esperanza de un joven cubano en esta época de la historia? Ni más ni menos que la de cualquier otro joven de cualquier parte del mundo. Porque la esperanza nos habla de una realidad que está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor. Sin embargo, eso comporta un riesgo. Requiere estar dispuestos a no dejarse seducir por lo pasajero y caduco, por falsas promesas de felicidad vacía, de placer inmediato y egoísta, de una vida mediocre, centrada en uno mismo, y que sólo deja tras de sí tristeza y amargura en el corazón. No, la esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna. Yo le preguntaría a cada uno de ustedes: ¿Qué es lo que mueve tu vida? ¿Qué hay en tu corazón, dónde están tus aspiraciones? ¿Estás dispuesto a arriesgarte siempre por algo más grande?
Tal vez me pueden decir: «Sí, Padre, la atracción de esos ideales es grande. Yo siento su llamado, su belleza, el brillo de su luz en mi alma. Pero, al mismo tiempo, la realidad de mi debilidad y de mis pocas fuerzas es muy fuerte para decidirme a recorrer el camino de la esperanza. La meta es muy alta y mis fuerzas son pocas. Mejor conformarse con poco, con cosas tal vez menos grandes pero más realistas, más al alcance de mis posibilidades». Yo comprendo esta reacción, es normal sentir el peso de lo arduo y difícil, sin embargo, cuidado con caer en la tentación de la desilusión, que paraliza la inteligencia y la voluntad, ni dejarnos llevar por la resignación, que es un pesimismo radical frente a toda posibilidad de alcanzar lo soñado. Estas actitudes al final acaban o en una huida de la realidad hacia paraísos artificiales o en un encerrarse en el egoísmo personal, en una especie de cinismo, que no quiere escuchar el grito de justicia, de verdad y de humanidad que se alza a nuestro alrededor y en nuestro interior.
Pero, ¿qué hacer? ¿Cómo hallar caminos de esperanza en la situación en que vivimos? ¿Cómo hacer para que esos sueños de plenitud, de vida auténtica, de justicia y verdad, sean una realidad en nuestra vida personal, en nuestro país y en el mundo? Pienso que hay tres ideas que pueden ser útiles para mantener viva la esperanza.
La esperanza, un camino hecho de memoria y discernimiento. La esperanza es la virtud del que está en camino y se dirige a alguna parte. No es, por tanto, un simple caminar por el gusto de caminar, sino que tiene un fin, una meta, que es la que da sentido e ilumina el sendero. Al mismo tiempo, la esperanza se alimenta de la memoria, abarca con su mirada no sólo el futuro sino el pasado y el presente. Para caminar en la vida, además de saber a dónde queremos ir es importante saber también quiénes somos y de dónde venimos. Una persona o un pueblo que no tiene memoria y borra su pasado corre el riesgo de perder su identidad y arruinar su futuro. Se necesita por tanto la memoria de lo que somos, de lo que forma nuestro patrimonio espiritual y moral. Creo que esa es la experiencia y la enseñanza de ese gran cubano que fue el Padre Félix Varela. Y se necesita también el discernimiento, porque es esencial abrirse a la realidad y saber leerla sin miedos ni prejuicios. No sirven las lecturas parciales o ideológicas, que deforman la realidad para que entre en nuestros pequeños esquemas preconcebidos, provocando siempre desilusión y desesperanza.
Discernimiento y memoria, porque el discernimiento no es ciego, sino que se realiza sobre la base de sólidos criterios éticos, morales, que ayudan a discernir lo que es bueno y justo.
La esperanza, un camino acompañado. Dice un proverbio africano: «Si quieres ir deprisa, ve solo; si quieres ir lejos, ve acompañado». El aislamiento o la clausura en uno mismo nunca generan esperanza, en cambio, la cercanía y el encuentro con el otro, sí. Solos no llegamos a ninguna parte. Tampoco con la exclusión se construye un futuro para nadie, ni siquiera para uno mismo. Un camino de esperanza requiere una cultura del encuentro, del diálogo, que supere los contrastes y el enfrentamiento estéril. Para ello, es fundamental considerar las diferencias en el modo de pensar no como un riesgo, sino como una riqueza y un factor de crecimiento. El mundo necesita esta cultura del encuentro, necesita de jóvenes que quieran conocerse, que quieran amarse, que quieran caminar juntos y construir un país como lo soñaba José Martí: «Con todos y para el bien de todos».
La esperanza, un camino solidario. La cultura del encuentro debe conducir naturalmente a una cultura de la solidaridad. Aprecio mucho lo que ha dicho Leonardo al comienzo cuando ha hablado de la solidaridad como fuerza que ayuda a superar cualquier obstáculo.
Efectivamente, si no hay solidaridad no hay futuro para ningún país. Por encima de cualquier otra consideración o interés, tiene que estar la preocupación concreta y real por el ser humano, que puede ser mi amigo, mi compañero, o también alguien que piensa distinto, que tiene sus ideas, pero que es tan ser humano y tan cubano como yo mismo. No basta la simple tolerancia, hay que ir más allá y pasar de una actitud recelosa y defensiva a otra de acogida, de colaboración, de servicio concreto y ayuda eficaz. No tengan miedo a la solidaridad, al servicio, al dar la mano al otro para que nadie se quede fuera del camino.
Este camino de la vida está iluminado por una esperanza más alta: la que nos viene de la fe en Cristo. Él se ha hecho nuestro compañero de viaje, y no sólo nos alienta sino que nos acompaña, está a nuestro lado y nos tiende su mano de amigo. Él, el Hijo de Dios, ha querido hacerse uno como nosotros, para recorrer también nuestro camino. La fe en su presencia, su amor y su amistad, encienden e iluminan todas nuestras esperanzas e ilusiones. Con Él, aprendemos a discernir la realidad, a vivir el encuentro, a servir a los demás y a caminar en la solidaridad.
Queridos jóvenes cubanos, si Dios mismo ha entrado en nuestra historia y se ha hecho hombre en Jesús, si ha cargado en sus hombros con nuestra debilidad y pecado, no tengan miedo a la esperanza, no tengan miedo al futuro, porque Dios apuesta por ustedes, cree en ustedes, espera en ustedes.
Queridos amigos, gracias por este encuentro. Que la esperanza en Cristo su amigo les guíe siempre en su vida. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Que el Señor los bendiga.
Lunes 21 de septiembre de 2015
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Plaza de la Revolución, Holguín
Lunes 21 de septiembre de 2015
Lunes 21 de septiembre de 2015
Un día, como otro cualquiera, mientras estaba sentado en la mesa de recaudación de los impuestos, Jesús pasaba, lo vio, se acercó y le dijo: «“Sígueme”. Y él, levantándose, lo siguió».
Jesús lo miró. Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo. Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos para dárselos a los romanos. Los publicanos eran mal vistos, incluso considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados de los demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar. Eran traidores para el pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos pertenecían a esta categoría social.
Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes. Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a Pedro y también a cada uno de nosotros. Aunque no nos atrevemos a levantar los ojos al Señor, Él siempre nos mira primero. Es nuestra historia personal; al igual que muchos otros, cada uno de nosotros puede decir: yo también soy un pecador en el que Jesús puso su mirada. Los invito, que hoy en sus casas, o en la iglesia, cuando estén tranquilos, solos, hagan un momento de silencio para recordar con gratitud y alegría aquellas circunstancias, aquel momento en que la mirada misericordiosa de Dios se posó en nuestra vida.
Su amor nos precede, su mirada se adelanta a nuestra necesidad. Él sabe ver más allá de las apariencias, más allá del pecado, más allá del fracaso o de la indignidad. Sabe ver más allá de la categoría social a la que podemos pertenecer. Él ve más allá de todo eso. Él ve esa dignidad de hijo, que todos tenemos, tal vez ensuciada por el pecado, pero siempre presente en el fondo de nuestra alma. Es nuestra dignidad de hijo. Él ha venido precisamente a buscar a todos aquellos que se sienten indignos de Dios, indignos de los demás. Dejémonos mirar por Jesús, dejemos que su mirada recorra nuestras calles, dejemos que su mirada nos devuelva la alegría, la esperanza, el gozo de la vida.
Después de mirarlo con misericordia, el Señor le dijo a Mateo: «Sígueme». Y Mateo se levantó y lo siguió. Después de la mirada, la palabra. Tras el amor, la misión. Mateo ya no es el mismo; interiormente ha cambiado. El encuentro con Jesús, con su amor misericordioso, lo transformó. Y allá atrás quedó el banco de los impuestos, el dinero, su exclusión. Antes él esperaba sentado para recaudar, para sacarle a los otros, ahora con Jesús tiene que levantarse para dar, para entregar, para entregarse a los demás. Jesús lo miró y Mateo encontró la alegría en el servicio. Para Mateo, y para todo el que sintió la mirada de Jesús, sus conciudadanos no son aquellos a los que «se vive», se usa, se abusa. La mirada de Jesús genera una actividad misionera, de servicio, de entrega. Sus conciudadanos son aquellos a quien Él sirve. Su amor cura nuestras miopías y nos estimula a mirar más allá, a no quedarnos en las apariencias o en lo políticamente correcto.
Jesús va delante, nos precede, abre el camino y nos invita a seguirlo. Nos invita a ir lentamente superando nuestros preconceptos, nuestras resistencias al cambio de los demás e incluso de nosotros mismos. Nos desafía día a día con una pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un recaudador se transforme en servidor? ¿Crees que es posible que un traidor se vuelva un amigo? ¿Crees que es posible que el hijo de un carpintero sea el Hijo de Dios? Su mirada transforma nuestras miradas, su corazón transforma nuestro corazón. Dios es Padre que busca la salvación de todos sus hijos.
Dejémonos mirar por el Señor en la oración, en la Eucaristía, en la Confesión, en nuestros hermanos, especialmente en aquellos que se sienten dejados, más solos. Y aprendamos a mirar como Él nos mira. Compartamos su ternura y su misericordia con los enfermos, los presos, los ancianos, las familias en dificultad. Una y otra vez somos llamados a aprender de Jesús que mira siempre lo más auténtico que vive en cada persona, que es precisamente la imagen de su Padre.
Sé con qué esfuerzo y sacrificio la Iglesia en Cuba trabaja para llevar a todos, aun en los sitios más apartados, la palabra y la presencia de Cristo. Una mención especial merecen las llamadas «casas de misión» que, ante la escasez de templos y de sacerdotes, permiten a tantas personas poder tener un espacio de oración, de escucha de la Palabra, de catequesis, de vida de comunidad. Son pequeños signos de la presencia de Dios en nuestros barrios y una ayuda cotidiana para hacer vivas las palabras del apóstol Pablo: «Les ruego que anden como pide la vocación a la que han sido convocados. Sean siempre humildes y amables, sean comprensivos, sobrellevándose mutuamente con amor; esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,2).
Deseo dirigir ahora la mirada a la Virgen María, Virgen de la Caridad del Cobre, a quien Cuba acogió en sus brazos y le abrió sus puertas para siempre, y a Ella le pido que mantenga sobre todos y cada uno de los hijos de esta noble nación su mirada maternal y que esos «sus ojos misericordiosos» estén siempre atentos a cada uno de ustedes, sus hogares, sus familias, a las personas que pueden estar sintiendo que para ellos no hay lugar. Que ella nos guarde a todos como cuidó a Jesús en su amor. Y que Ella nos enseñe a mirar a los demás como Jesús nos miró a cada uno de nosotros.
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Martes 22 de septiembre 2015
BENDICIÓN DE LA CIUDAD DE HOLGUÍN
Loma de la Cruz
Lunes 21 de septiembre de 2015
Lunes 21 de septiembre de 2015
El Santo Padre:
En el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo.
y del Espíritu Santo.
R. Amén.
La paz esté con todos ustedes.
R. Y con tu espíritu.
Oremos.
Padre todopoderoso,
ante quien se dobla toda rodilla
en el cielo y en la tierra
humildemente te pedimos
que mires con bondad
a los hijos de estas tierras
que imploran tu bendición.
Padre todopoderoso,
ante quien se dobla toda rodilla
en el cielo y en la tierra
humildemente te pedimos
que mires con bondad
a los hijos de estas tierras
que imploran tu bendición.
Que al mirar la Santa Cruz,
elevada en la cima de esta montaña,
y que ilumina la vida de las familias,
de los niños y jóvenes,
de los enfermos
y de todos los que sufren reciban
tu consuelo y tu compañía,
y se sientan invitados al seguimiento de
Tu Hijo, único camino para llegar a ti.
elevada en la cima de esta montaña,
y que ilumina la vida de las familias,
de los niños y jóvenes,
de los enfermos
y de todos los que sufren reciban
tu consuelo y tu compañía,
y se sientan invitados al seguimiento de
Tu Hijo, único camino para llegar a ti.
Que tu amor traiga a todos
tus auxilios divinos
y aumente tus dones espirituales.
tus auxilios divinos
y aumente tus dones espirituales.
Te lo pedimos a ti Padre,
por tu Hijo Jesucristo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos.
por tu Hijo Jesucristo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos.
R. Amén.
El Santo Padre:
El Señor esté con ustedes.
R. Y con tu espíritu.
Bendito sea el nombre del Señor.
R. Ahora y por todos los siglos.
Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
R. Que hizo el cielo y la tierra.
La bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo, y Espíritu Santo,
descienda sobre ustedes.
Padre, Hijo, y Espíritu Santo,
descienda sobre ustedes.
R. Amén
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ORACIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA VIRGEN DE LA CARIDAD DEL COBRE*
A LA VIRGEN DE LA CARIDAD DEL COBRE*
Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre (Santiago de Cuba)
Lunes 21 de septiembre de 2015
Lunes 21 de septiembre de 2015
El Santo Padre:
¡Virgen de la Caridad del Cobre,
Patrona de Cuba!
¡Dios te salve, María, llena de gracia!
Tú eres la Hija amada del Padre,
la Madre de Cristo, nuestro Dios,
el Templo vivo del Espíritu Santo.
Patrona de Cuba!
¡Dios te salve, María, llena de gracia!
Tú eres la Hija amada del Padre,
la Madre de Cristo, nuestro Dios,
el Templo vivo del Espíritu Santo.
Llevas en tu nombre, Virgen de la Caridad,
la memoria del Dios que es Amor,
el recuerdo del mandamiento nuevo de Jesús,
la evocación del Espíritu Santo:
amor derramado en nuestros corazones,
fuego de caridad
enviado en Pentecostés sobre la Iglesia,
don de la plena libertad de los hijos de Dios.
la memoria del Dios que es Amor,
el recuerdo del mandamiento nuevo de Jesús,
la evocación del Espíritu Santo:
amor derramado en nuestros corazones,
fuego de caridad
enviado en Pentecostés sobre la Iglesia,
don de la plena libertad de los hijos de Dios.
¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre, Jesús!
Has venido a visitar nuestro pueblo
y has querido quedarte con nosotros
como Madre y Señora de Cuba,
a lo largo de su peregrinar
por los caminos de la historia.
y bendito el fruto de tu vientre, Jesús!
Has venido a visitar nuestro pueblo
y has querido quedarte con nosotros
como Madre y Señora de Cuba,
a lo largo de su peregrinar
por los caminos de la historia.
Tu nombre y tu imagen están esculpidos
en la mente y en el corazón de todos los cubanos,
dentro y fuera de la Patria,
como signo de esperanza
y centro de comunión fraterna.
¡Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra!
en la mente y en el corazón de todos los cubanos,
dentro y fuera de la Patria,
como signo de esperanza
y centro de comunión fraterna.
¡Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra!
Ruega por nosotros ante tu Hijo Jesucristo,
intercede por nosotros con tu corazón maternal,
inundado de la caridad del Espíritu.
Acrecienta nuestra fe,
aviva la esperanza, aumenta y fortalece
en nosotros el amor.
intercede por nosotros con tu corazón maternal,
inundado de la caridad del Espíritu.
Acrecienta nuestra fe,
aviva la esperanza, aumenta y fortalece
en nosotros el amor.
Ampara nuestras familias,
protege a los jóvenes y a los niños,
consuela a los que sufren.
Sé Madre de los fieles
y de los pastores de la Iglesia,
modelo y estrella de la nueva evangelización.
protege a los jóvenes y a los niños,
consuela a los que sufren.
Sé Madre de los fieles
y de los pastores de la Iglesia,
modelo y estrella de la nueva evangelización.
¡Madre de la reconciliación!
Reúne a tu pueblo disperso por el mundo.
Haz de la nación cubana
un hogar de hermanos y hermanas
para que este pueblo abra de par en par
su mente, su corazón y su vida a Cristo,
único Salvador y Redentor,
que vive y reina con el Padre
y el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos.
Reúne a tu pueblo disperso por el mundo.
Haz de la nación cubana
un hogar de hermanos y hermanas
para que este pueblo abra de par en par
su mente, su corazón y su vida a Cristo,
único Salvador y Redentor,
que vive y reina con el Padre
y el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos.
Amén.
El Santo Padre enciende una candela ante la imagen de la Virgen
y presenta un don a la Santísima Virgen.
y presenta un don a la Santísima Virgen.
El Santo Padre:
Quédate con nosotros Señor,
acompáñanos aunque no siempre
hayamos sabido reconocerte.
Quédate con nosotros porque tú eres el Camino,
la Verdad y la Vida.
acompáñanos aunque no siempre
hayamos sabido reconocerte.
Quédate con nosotros porque tú eres el Camino,
la Verdad y la Vida.
Quédate en nuestras familias,
ilumínalas y sostenlas en las dificultades.
Quédate con nuestros niños y nuestros jóvenes,
en ellos está la esperanza
y la riqueza de nuestra Patria.
Quédate con los que sufren,
confórtalos y protégelos.
ilumínalas y sostenlas en las dificultades.
Quédate con nuestros niños y nuestros jóvenes,
en ellos está la esperanza
y la riqueza de nuestra Patria.
Quédate con los que sufren,
confórtalos y protégelos.
Quédate con nosotros Señor,
cuando surge la duda,
el cansancio o la dificultad;
ilumina nuestras mentes con tu Palabra;
aliméntanos con el Pan de Vida
que nos ofreces en cada Eucaristía;
ayúdanos a sentir el gozo de creer en ti.
cuando surge la duda,
el cansancio o la dificultad;
ilumina nuestras mentes con tu Palabra;
aliméntanos con el Pan de Vida
que nos ofreces en cada Eucaristía;
ayúdanos a sentir el gozo de creer en ti.
Quédate Señor
con la comunidad de tus discípulos.
Renueva en nosotros el don de tu amor.
Anímanos y consérvanos en la fidelidad,
para que anunciemos a todos con alegría,
que tú nos has resucitado
y que nos has dado la misión
de ser tus testigos.
con la comunidad de tus discípulos.
Renueva en nosotros el don de tu amor.
Anímanos y consérvanos en la fidelidad,
para que anunciemos a todos con alegría,
que tú nos has resucitado
y que nos has dado la misión
de ser tus testigos.
Que María de la Caridad,
discípula y misionera,
Madre de todos, nos acompañe y proteja.
discípula y misionera,
Madre de todos, nos acompañe y proteja.
Amén.
Martes 22 de septiembre 2015
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Basílica menor del Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre,
Santiago de Cuba
Martes 22 de septiembre de 2015
Martes 22 de septiembre de 2015
El Evangelio que escuchamos nos pone de frente al movimiento que
genera el Señor cada vez que nos visita: nos saca de casa. Son imágenes
que una y otra vez estamos invitados a contemplar. La presencia de Dios
en nuestra vida nunca nos deja quietos, siempre nos motiva al
movimiento. Cuando Dios visita, siempre nos saca de casa. Visitados para
visitar, encontrados para encontrar, amados para amar.
Y ahí vemos a María, la primera discípula. Una joven quizás entre 15 y
17 años, que en una aldea de Palestina fue visitada por el Señor
anunciándole que sería la madre del Salvador. Lejos de «creérsela» y
pensar que todo el pueblo tenía que venir a atenderla o servirla, ella
sale de casa y va a servir. Sale a ayudar a su prima Isabel. La alegría
que brota de saber que Dios está con nosotros, con nuestro pueblo,
despierta el corazón, pone en movimiento nuestras piernas, «nos saca
para afuera», nos lleva a compartir la alegría recibida, y compartirla
como servicio, como entrega en todas esas situaciones «embarazosas» que
nuestros vecinos o parientes puedan estar viviendo. El Evangelio nos
dice que María fue de prisa, paso lento pero constante, pasos que saben a
dónde van; pasos que no corren para «llegar» rápido o van demasiado
despacio como para no «arribar» jamás. Ni agitada ni adormentada, María
va con prisa, a acompañar a su prima embarazada en la vejez. María, la
primera discípula, visitada ha salido a visitar. Y desde ese primer día
ha sido siempre su característica peculiar. Ha sido la mujer que visitó
a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes. Ha sabido
visitar y acompañar en las dramáticas gestaciones de muchos de nuestros
pueblos; protegió la lucha de todos los que han sufrido por defender los
derechos de sus hijos. Y ahora, ella todavía no deja de traernos la
Palabra de Vida, su Hijo nuestro Señor.
Estas tierras también fueron visitadas por su maternal presencia. La
patria cubana nació y creció al calor de la devoción a la Virgen de la
Caridad. «Ella ha dado una forma propia y especial al alma cubana
–escribían los Obispos de estas tierras– suscitando los mejores ideales
de amor a Dios, a la familia y a la Patria en el corazón de los
cubanos».
También lo expresaron vuestros compatriotas cien años atrás, cuando
le pedían al Papa Benedicto XV que declarara a la Virgen de la Caridad
Patrona de Cuba, y escribieron:
«Ni las desgracias ni las penurias lograron “apagar” la fe y el amor
que nuestro pueblo católico profesa a esa Virgen, sino que, en las
mayores vicisitudes de la vida, cuando más cercana estaba la muerte o
más próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de todo
peligro, como rocío consolador…, la visión de esa Virgen bendita,
cubana por excelencia… porque así la amaron nuestras madres
inolvidables, así la bendicen nuestras esposas». Así escribían ellos
hace cien años.
En este Santuario, que guarda la memoria del santo Pueblo fiel de
Dios que camina en Cuba, María es venerada como Madre de la Caridad.
Desde aquí Ella custodia nuestras raíces, nuestra identidad, para que no
nos perdamos en caminos de desesperanza. El alma del pueblo cubano,
como acabamos de escuchar, fue forjada entre dolores, penurias que no
lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo viva gracias a tantas
abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano del hogar, la
presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera, fortalece,
sana, da coraje y que es refugio seguro y signo de nueva resurrección.
Abuelas, madres, y tantos otros que con ternura y cariño fueron signos
de visitación, como María, de valentía, de fe para sus nietos, en sus
familias. Mantuvieron abierta una hendija pequeña como un grano de
mostaza por donde el Espíritu Santo seguía acompañando el palpitar de
este pueblo.
Y «cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño» (Evangelii gaudium, 288).
Generación tras generación, día tras día, estamos invitados a renovar
nuestra fe. Estamos invitados a vivir la revolución de la ternura como
María, Madre de la Caridad. Estamos invitados a «salir de casa», a tener
los ojos y el corazón abierto a los demás. Nuestra revolución pasa por
la ternura, por la alegría que se hace siempre projimidad, que se hace
siempre compasión –que no es lástima, es padecer con, para liberar– y
nos lleva a involucrarnos, para servir, en la vida de los demás. Nuestra
fe nos hace salir de casa e ir al encuentro de los otros para compartir
gozos y alegrías, esperanzas y frustraciones. Nuestra fe, nos saca de
casa para visitar al enfermo, al preso, al que llora y al que sabe
también reír con el que ríe, alegrarse con las alegrías de los vecinos.
Como María, queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que
sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida,
sostener la esperanza, ser signo de unidad de un pueblo noble y digno.
Como María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga de
casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como
María, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones
«embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura,
la sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos, todos
juntos. Todos juntos, sirviendo, ayudando. Todos hijos de Dios, hijos de
María, hijos de esta noble tierra cubana.
Éste es nuestro cobre más precioso, ésta es nuestra mayor riqueza y
el mejor legado que podemos dejar: como María, aprender a salir de casa
por los senderos de la visitación. Y aprender a orar con María porque su
oración es memoriosa, agradecida; es el cántico del Pueblo de Dios que
camina en la historia. Es la memoria viva de que Dios va en medio
nuestro; es memoria perenne de que Dios ha mirado la humildad de su
pueblo, ha auxiliado a su siervo como lo había prometido a nuestros
padres y a su descendencia para siempre.
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Miércoles 23 de septiembre de 2015
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Jueves 24 de septiembre de 2015
ENCUENTRO CON LAS FAMILIAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, Santiago de Cuba
Martes 22 de septiembre de 2015
Martes 22 de septiembre de 2015
Estamos en familia. Y cuando uno está en familia se siente en casa.
Gracias a ustedes, familias cubanas, gracias cubanos por hacerme sentir
todos estos días en familia, por hacerme sentir en casa. Gracias por
todo esto. Este encuentro con ustedes viene a ser como «la frutilla de
la torta». Terminar mi visita viviendo este encuentro en familia es un
motivo para dar gracias a Dios por el «calor» que brota de gente que
sabe recibir, que sabe acoger, que sabe hacer sentir en casa. Gracias a
todos los cubanos.
Agradezco a Mons. Dionisio García, Arzobispo de Santiago, el saludo
que me ha dirigido en nombre de todos y al matrimonio que ha tenido la
valentía de compartir con todos nosotros sus anhelos, sus esfuerzos, por
vivir el hogar como una «iglesia doméstica».
El Evangelio de Juan nos presenta como primer acontecimiento público
de Jesús las Bodas de Caná, en la fiesta de una familia. Ahí está con
María su madre y algunos de sus discípulos. Compartían la fiesta
familiar.
Las bodas son momentos especiales en la vida de muchos. Para los «más
veteranos», padres, abuelos, es una oportunidad para recoger el fruto
de la siembra. Da alegría al alma ver a los hijos crecer y que puedan
formar su hogar. Es la oportunidad de ver, por un instante, que todo por
lo que se ha luchado valió la pena. Acompañar a los hijos, sostenerlos,
estimularlos para que puedan animarse a construir sus vidas, a formar
sus familias, es un gran desafío para los padres. A su vez, la alegría
de los jóvenes esposos. Todo un futuro que comienza. Y todo tiene
«sabor» a casa nueva, a esperanza. En las bodas, siempre se une el
pasado que heredamos y el futuro que nos espera. Hay memoria y
esperanza. Siempre se abre la oportunidad para agradecer todo lo que nos
permitió llegar hasta el hoy con el mismo amor que hemos recibido.
Y Jesús comienza su vida pública precisamente en una boda. Se
introduce en esa historia de siembras y cosechas, de sueños y búsquedas,
de esfuerzos y compromisos, de arduos trabajos que araron la tierra
para que esta dé su fruto. Jesús comienza su vida en el interior de una
familia, en el seno de un hogar. Y es precisamente en el seno de
nuestros hogares donde continuamente él se sigue introduciendo, él sigue
siendo parte. Le gusta meterse en la familia.
Es interesante observar cómo Jesús se manifiesta también en las
comidas, en las cenas. Comer con diferentes personas, visitar diferentes
casas fue un lugar privilegiado por Jesús para dar a conocer el
proyecto de Dios. Él va a la casa de sus amigos –Marta y María–, pero no
es selectivo, ¿eh?, no le importa si hay publicanos o pecadores, como
Zaqueo. Va a la casa de Zaqueo. No sólo él actuaba así, sino que cuando
envió a sus discípulos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios,
les dijo: «Quédense en la casa que los reciba, coman y beban lo que
ellos tengan» (Lc 10,7). Bodas, visitas a los hogares, cenas,
algo de «especial» tendrán estos momentos en la vida de las personas
para que Jesús elija manifestarse allí.
Recuerdo en mi diócesis anterior que muchas familias me comentaban
que el único momento que tenían para estar juntos era normalmente en la
cena, a la noche, cuando se volvía de trabajar, donde los más chicos
terminaban la tarea de la escuela. Era un momento especial de vida
familiar. Se comentaba el día, lo que cada uno había hecho, se ordenaba
el hogar, se acomodaba la ropa, se organizaban tareas fundamentales para
los demás días, los chicos se peleaban, pero era el momento. Son
momentos en los que uno llega también cansado y alguna que otra
discusión, alguna que otra «pelea» entre marido y mujer aparece, pero no
hay que tenerles miedo… yo le tengo más miedo a los matrimonios que me
dicen que nunca, nunca, tuvieron una discusión. Raro, es raro. Jesús
elije estos momentos para mostrarnos el amor de Dios, Jesús elije estos
espacios para entrar en nuestras casas y ayudarnos a descubrir el
Espíritu vivo y actuando en nuestras casas y en nuestras cosas
cotidianas. Es en casa donde aprendemos la fraternidad, donde aprendemos
la solidaridad, donde aprendemos a no ser avasalladores. Es en casa
donde aprendemos a recibir y a agradecer la vida como una bendición y
que cada uno necesita a los demás para salir adelante. Es en casa donde
experimentamos el perdón, y estamos invitados continuamente a perdonar, a
dejarnos transformar. Es curioso, en casa no hay lugar para las
«caretas», somos lo que somos y de una u otra manera estamos invitados a
buscar lo mejor para los demás.
Por eso la comunidad cristiana llama a las familias con el nombre de
iglesias domésticas, porque en el calor del hogar es donde la fe empapa
cada rincón, ilumina cada espacio, construye comunidad. Porque en
momentos así es como las personas iban aprendiendo a descubrir el amor
concreto y el amor operante de Dios.
En muchas culturas hoy en día van despareciendo estos espacios, van
desapareciendo estos momentos familiares, poco a poco todo lleva a
separarse, aislarse; escasean momentos en común, para estar juntos, para
estar en familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe pedir
permiso, no se sabe pedir perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa
va quedando vacía, no de gente, sino vacía de relaciones, vacía de
contactos humanos, vacía de encuentros, entre padres, hijos, abuelos,
nietos, hermanos. Hace poco, una persona que trabaja conmigo me contaba
que su esposa e hijos se habían ido de vacaciones y él se había quedado
solo porque le tocaba trabajar esos días. El primer día, la casa estaba
toda en silencio, «en paz», estaba feliz, nada estaba desordenado. Al
tercer día, cuando le pregunto cómo estaba, me dice: quiero que vengan
ya de vuelta todos. Sentía que no podía vivir sin su esposa y sus hijos.
Y eso es lindo. Eso es lindo.
Sin familia, sin el calor del hogar, la vida se vuelve vacía,
comienzan a faltar las redes que nos sostienen en la adversidad, las
redes que nos alimentan en la cotidianidad y motivan la lucha para la
prosperidad. La familia nos salva de dos fenómenos actuales, dos cosas
que suceden hoy día: la fragmentación, es decir, la división, y la
masificación. En ambos casos, las personas se transforman en individuos
aislados fáciles de manipular, de gobernar. Y entonces encontramos en el
mundo sociedades divididas, rotas, separadas o altamente masificadas,
que son consecuencia de la ruptura de los lazos familiares, cuando se
pierden las relaciones que nos constituyen como personas, que nos
enseñan a ser personas. Y bueno, uno se olvida de cómo se dice papá,
mamá, hijo, hija, abuelo, abuela… se van como olvidando esas relaciones
que son el fundamento. Son el fundamento del nombre que tenemos.
La familia es escuela de humanidad, escuela que enseña a poner el
corazón en las necesidades de los otros, a estar atento a la vida de los
demás. Cuando vivimos bien en familia, los egoísmos quedan chiquitos
–existen porque todos tenemos algo de egoísta–, pero cuando no se vive
una vida de familia se van engendrando esas personalidades que las
podemos llamar así: “yo, me, mi, conmigo, para mí”, totalmente centradas
en sí mismos, que no saben de solidaridad, de fraternidad, de trabajo
en común, de amor, de discusión entre hermanos. No saben. A pesar de
tantas dificultades como las que aquejan hoy a nuestras familias en el
mundo, no nos olvidemos de algo, por favor: las familias no son un
problema, son principalmente una oportunidad. Una oportunidad que
tenemos que cuidar, proteger y acompañar. Es una manera de decir que son
una bendición. Cuando vos empezás a vivir la familia como un problema,
te estancás, no caminás, porque estás muy centrado en vos mismo.
Se discute mucho hoy sobre el futuro, sobre qué mundo queremos
dejarle a nuestros hijos, qué sociedad queremos para ellos. Creo que una
de las posibles respuestas se encuentra en mirarlos a ustedes –esta
familia que habló–, a cada uno de ustedes: dejemos un mundo con
familias. Es la mejor herencia. Dejemos un mundo con familias. Es cierto
que no existe la familia perfecta, no existen esposos perfectos, padres
perfectos ni hijos perfectos, y si no se enoja –yo diría–, suegra
perfecta. No existen. No existen, pero eso no impide que no sean la
respuesta para el mañana. Dios nos estimula al amor y el amor siempre se
compromete con las personas que ama. El amor siempre se compromete con
las personas que ama. Por eso, cuidemos a nuestras familias, verdaderas
escuelas del mañana.
Cuidemos a nuestras familias, verdaderos espacios
de libertad. Cuidemos a nuestras familias, verdaderos centros de
humanidad. Y aquí me viene una imagen: cuando, en las Audiencias de los
miércoles, paso a saludar a la gente, y tantas, tantas mujeres me
muestran la panza y me dicen Padre: “¿Me lo bendice?”. Yo les voy a
proponer algo a todas aquellas mujeres que están “embarazadas de
esperanza”, porque un hijo es una esperanza: que en este momento se
toquen la panza. Si hay alguna acá, que lo haga acá. O las que están
escuchando por radio o televisión. Y yo a cada una de ellas, a cada
chico o chica que está ahí adentro esperando, le doy la bendición. Así
que cada una se toca la panza y yo le doy la bendición, en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y deseo que venga sanito, que
crezca bien, que lo pueda criar lindo. Acaricien al hijo que están
esperando.
No quiero terminar sin hacer mención a la Eucaristía. Se habrán dado
cuenta que Jesús quiere utilizar como espacio de su memorial una cena.
Elige como espacio de su presencia entre nosotros un momento concreto en
la vida familiar. Un momento vivido y entendible por todos, la cena.
Y la Eucaristía es la cena de la familia de Jesús, que a lo largo y
ancho de la tierra se reúne para escuchar su Palabra y alimentarse con
su Cuerpo. Jesús es el Pan de Vida de nuestras familias, él quiere estar
siempre presente alimentándonos con su amor, sosteniéndonos con su fe,
ayudándonos a caminar con su esperanza, para que en todas las
circunstancias podamos experimentar que él es el verdadero Pan del
cielo.
En unos días participaré junto a las familias del mundo en el
Encuentro Mundial de las Familias y en menos de un mes en el Sínodo de
los Obispos, que tiene como tema la Familia. Los invito a rezar. Les
pido, por favor, que recen por estas dos instancias, para que sepamos
entre todos ayudarnos a cuidar la familia, para que sepamos seguir
descubriendo al Emmanuel, es decir, al Dios que vive en medio de su
Pueblo haciendo de cada familia, y de todas las familias, su hogar.
Cuento con la oración de ustedes. Gracias.
Saludo final del Papa desde la terraza
(Los saludo. Les agradezco … la acogida… la calidez… gracias) Los
cubanos realmente son amables, bondadosos y hacen sentir a uno como en
casa. Muchas gracias. Y quiero decir una palabra de esperanza. Una
palabra de esperanza que quizás nos haga girar la cabeza hacia atrás y
hacia adelante. Mirando hacia atrás, memoria. Memoria de aquellos que
nos fueron trayendo a la vida y, en especial, memoria a los abuelos. Un
gran saludo a los abuelos. No descuidemos a los abuelos. Los abuelos son
nuestra memoria viva. Y mirando hacia adelante, los niños y los
jóvenes, que son la fuerza de un pueblo. Un pueblo que cuida a sus
abuelos y que cuida a sus chicos y a sus jóvenes, tiene el triunfo
asegurado. Que Dios los bendiga y permítanme que les dé la bendición,
pero con una condición. Van a tener que pagar algo. Les pido que recen
por mí. Esa es la condición. Los bendiga Dios Todopoderoso, el Padre y
el Hijo y el Espíritu Santo. Adiós y gracias.
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ENTREVISTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
DURANTE EL VUELO DE SANTIAGO DE CUBA A WASHINGTON, D.C.
DURANTE EL VUELO DE SANTIAGO DE CUBA A WASHINGTON, D.C.
Vuelo Papal
Martes, 22 de septiembre de 2015
Martes, 22 de septiembre de 2015
CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
South Lawn de la Casa Blanca, Washington D.C.
Miércoles 23 de septiembre de 2015
Miércoles 23 de septiembre de 2015
Señor Presidente:
Le agradezco mucho la bienvenida que me ha dispensado en nombre de
todos los ciudadanos estadounidenses. Como hijo de una familia de
inmigrantes, me alegra estar en este país, que ha sido construido en
gran parte por tales familias. En estos días de encuentro y de diálogo,
me gustaría escuchar y compartir muchas de las esperanzas y sueños del
pueblo norteamericano.
Durante mi visita, voy a tener el honor de dirigirme al Congreso,
donde espero, como un hermano de este País, transmitir palabras de
aliento a los encargados de dirigir el futuro político de la Nación en
fidelidad a sus principios fundacionales. También iré a Filadelfia con
ocasión del Octavo Encuentro Mundial de las Familias, para celebrar y
apoyar a la institución del matrimonio y de la familia en este momento
crítico de la historia de nuestra civilización.
Señor Presidente, los católicos estadounidenses, junto con sus
conciudadanos, están comprometidos con la construcción de una sociedad
verdaderamente tolerante e incluyente, en la que se salvaguarden los
derechos de las personas y las comunidades, y se rechace toda forma de
discriminación injusta. Como a muchas otras personas de buena voluntad,
les preocupa también que los esfuerzos por construir una sociedad justa y
sabiamente ordenada respeten sus más profundas inquietudes y su derecho
a la libertad religiosa. Libertad, que sigue siendo una de las riquezas
más preciadas de este País. Y, como han recordado mis hermanos Obispos
de Estados Unidos, todos estamos llamados a estar vigilantes, como
buenos ciudadanos, para preservar y defender esa libertad de todo lo que
pudiera ponerla en peligro o comprometerla.
Señor Presidente, me complace que usted haya propuesto una
iniciativa para reducir la contaminación atmosférica. Reconociendo la
urgencia, también a mí me parece evidente que el cambio climático es un
problema que no se puede dejar a la próxima generación. Con respecto al
cuidado de nuestra «casa común», estamos viviendo en un momento crítico
de la historia. Todavía tenemos tiempo para hacer los cambios necesarios
para lograr «un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las
cosas pueden cambiar» (Laudato si’,
13). Estos cambios exigen que tomemos conciencia seria y
responsablemente, no sólo del tipo de mundo que podríamos estar dejando a
nuestros hijos, sino también de los millones de personas que viven bajo
un sistema que les ha ignorado. Nuestra casa común ha formado parte de
este grupo de excluidos, que clama al cielo y afecta fuertemente a
nuestros hogares, nuestras ciudades y nuestras sociedades. Usando una
frase significativa del reverendo Martin Luther King, podríamos decir
que hemos incumplido un pagaré y ahora es el momento de saldarlo.
La fe nos dice que «el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha
atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La
humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra
casa común» (Laudato si’,
13). Como cristianos movidos por esta certeza, queremos comprometernos
con el cuidado consciente y responsable de nuestra casa común.
Los esfuerzos realizados recientemente para reparar relaciones rotas
y abrir nuevas puertas a la cooperación dentro de nuestra familia
humana constituyen pasos positivos en el camino de la reconciliación, la
justicia y la libertad. Me gustaría que todos los hombres y mujeres de
buena voluntad de esta gran Nación apoyaran las iniciativas de la
comunidad internacional para proteger a los más vulnerables de nuestro
mundo y para suscitar modelos integrales e inclusivos de desarrollo,
para que nuestros hermanos y hermanas en todas partes gocen de la
bendición de la paz y la prosperidad que Dios quiere para todos sus
hijos.
Señor Presidente, una vez más, le agradezco su acogida, y tengo
puestas grandes esperanzas en estos días en su País. ¡Que Dios bendiga a
América!
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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de San Mateo Apóstol, Washington D.C.
Miércoles 23 de septiembre de 2015
Miércoles 23 de septiembre de 2015
Queridos Hermanos en el Episcopado:
Quisiera ante todo enviar un saludo a la comunidad judía, a nuestros
hermanos judíos, que hoy celebran la fiesta del Yom Kippur. Que el señor
los bendiga con la paz y les haga seguir adelante por la vía de la
santidad, según lo que hemos escuchado hoy de su Palabra:
«Sean santos,
porque yo, el Señor soy santo» (Lv 19,2).
Me alegra tener este encuentro con ustedes en este momento de la
misión apostólica que me ha traído a su País. Agradezco de corazón al
Cardenal Wuerl y al Arzobispo Kurtz las amables palabras que me han
dirigido en nombre de todos. Muchas gracias por su acogida y por la
generosa solicitud con que han programado y organizado mi estancia entre
ustedes.
Viendo con los ojos y con el corazón sus rostros de Pastores,
quisiera saludar también a las Iglesias que amorosamente llevan sobre
sus hombros; y les ruego encarecidamente que, por medio de ustedes, mi
cercanía humana y espiritual llegue a todo el Pueblo de Dios diseminado
en esta vasta tierra.
El corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Ensanchar el
corazón para dar testimonio de que Dios es grande en su amor es la
sustancia de la misión del Sucesor de Pedro, Vicario de Aquel que en la
cruz extendió los brazos para acoger a toda la humanidad. Que ningún
miembro del Cuerpo de Cristo y de la nación americana se sienta excluido
del abrazo del Papa. Que, donde se pronuncie el nombre de Jesús,
resuene también la voz del Papa para confirmar: «¡Es el Salvador!».
Desde sus grandes metrópolis de la costa oriental hasta las llanuras del
midwest, desde el profundo sur hasta el ilimitado oeste, en
cualquier lugar donde su pueblo se reúna en asamblea eucarística, que el
Papa no sea un nombre que se repite por fuerza de la costumbre, sino
una compañía tangible destinada a sostener la voz que sale del corazón
de la Esposa: «¡Ven, Señor!».
Cuando echan una mano para realizar el bien o llevar al hermano la
caridad de Cristo, para enjugar una lágrima o acompañar a quien está
solo, para indicar el camino a quien se siente perdido o para fortalecer
a quien tiene el corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o
enseñar a quien tiene sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo
encuentro con Dios… sepan que el Papa los acompaña y el Papa los ayuda,
pone también él su mano –vieja y arrugada pero, gracias a Dios, capaz
todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.
Mi primera palabra es de agradecimiento a Dios por el dinamismo del
Evangelio que ha hecho que la Iglesia de Cristo crezca con fuerza en
estas tierras y le ha permitido ofrecer su aportación generosa, en el
pasado y en la actualidad, a la sociedad estadounidense y al mundo.
Aprecio vivamente y agradezco conmovido su generosidad y solidaridad con
la Sede Apostólica y con la evangelización en tantas partes del mundo
que sufren. Me alegro del firme compromiso de su Iglesia a favor de la
vida y de la familia, motivo principal de mi visita. Sigo con atención
el enorme esfuerzo que realizan para acoger e integrar a los inmigrantes
que siguen llegando a Estados Unidos con la mirada de los peregrinos
que se embarcan en busca de sus prometedores recursos de libertad y
prosperidad. Admiro los esfuerzos que dedican a la misión educativa en
sus escuelas a todos los niveles y a la caridad en sus numerosas
instituciones. Son actividades llevadas a cabo muchas veces sin que se
reconozca su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente sostenidas
con la aportación de los pobres, porque esas iniciativas brotan de un
mandato sobrenatural que no es lícito desobedecer. Conozco bien la
valentía con que han afrontado momentos oscuros en su itinerario
eclesial sin temer a la autocrítica ni evitar humillaciones y
sacrificios, sin ceder al miedo de despojarse de cuanto es secundario
con tal de recobrar la credibilidad y la confianza propia de los
Ministros de Cristo, como desea el alma de su pueblo. Sé cuánto les ha
hecho sufrir la herida de los últimos años, y he seguido de cerca su
generoso esfuerzo por curar a las víctimas, consciente de que, cuando
curamos, también somos curados, y por seguir trabajando para que esos
crímenes no se repitan nunca más.
Les hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios –siendo ya mayor–
desde una tierra también americana, para custodiar la unidad de la
Iglesia universal y para animar en la caridad el camino de todas las
Iglesias particulares, para que progresen en el conocimiento, en la fe y
en el amor a Cristo. Leyendo sus nombres y apellidos, viendo sus
rostros, consciente de su alto sentido de la responsabilidad eclesial y
de la devoción que han profesado siempre al Sucesor de Pedro, tengo que
decirles que no me siento forastero entre ustedes. También yo vengo de
una tierra vasta, inmensa y no pocas veces informe, que como la de
ustedes, ha recibido la fe del bagaje de los misioneros. Conozco bien el
reto de sembrar el Evangelio en el corazón de hombres procedentes de
mundos diversos, a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido
antes de llegar. No me es ajeno el cansancio de establecer la Iglesia
entre llanuras, montañas, ciudades y suburbios de un territorio a menudo
inhóspito, en el que las fronteras siempre son provisionales, las
respuestas obvias no perduran y la llave de entrada requiere conjugar el
esfuerzo épico de los pioneros exploradores con la sabiduría prosaica y
la resistencia de los sedentarios que controlan el territorio
alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas fuertes e incansables»,
pero también la sabiduría de quien «conoce las montañas».*
No les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad con la de mis
Predecesores. Desde los albores de la «nación americana», cuando apenas
acabada la revolución fue erigida la primera diócesis en Baltimore, la
Iglesia de Roma los ha acompañado y nunca les ha faltado su contante
asistencia y su aliento. En los últimos decenios, tres de mis venerados
Predecesores les han visitado, entregándoles un notable patrimonio de
magisterio todavía actual, que ustedes han utilizado para orientar
programas pastorales con visión de futuro, para guiar a esta querida
Iglesia.
No es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No
he venido para juzgarles o para impartir lecciones. Confío plenamente en
la voz de Aquel que «enseña todas las cosas» (cf. Jn 14,26).
Permítanme tan sólo, con la libertad del amor, que les hable como un
hermano entre hermanos. No pretendo decirles lo que hay que hacer,
porque todos sabemos lo que el Señor nos pide. Prefiero más bien
realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de preguntarnos
por los caminos a seguir, los sentimientos que hemos de conservar
mientras trabajamos, el espíritu con que tenemos que actuar. Sin ánimo
de ser exhaustivo, comparto con ustedes algunas reflexiones que
considero oportunas para nuestra misión.
Somos obispos de la Iglesia, pastores constituidos por Dios para
apacentar su grey. Nuestra mayor alegría es ser pastores, y nada más que
pastores, con un corazón indiviso y una entrega personal irreversible.
Es preciso custodiar esta alegría sin dejar que nos la roben. El maligno
ruge como un león tratando de devorarla, arruinando todo lo que estamos
llamados a ser, no por nosotros mismos, sino por el don y al servicio
del «Pastor y guardián de nuestras almas» (1 P 2,25).
La esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch 20,28-31).
No una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde
poder encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos
dirige a todos: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc
3,32). Y poderle responder serenamente: «Señor, aquí está tu madre,
aquí están tus hermanos. Te los encomiendo, son aquellos que tú me has
confiado». La vida del pastor se alimenta de esa intimidad con Cristo.
No una predicación de doctrinas complejas, sino el anuncio gozoso de
Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que el estilo de nuestra
misión suscite en cuantos nos escuchan la experiencia del «por nosotros»
de este anuncio: que la Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento
de su vida, que los sacramentos los alimenten con ese sustento que no se
pueden proporcionar a sí mismos, que la cercanía del Pastor despierte
en ellos la nostalgia del abrazo del Padre. Estén atentos a que la grey
encuentre siempre en el corazón del Pastor esa reserva de eternidad que
ansiosamente se busca en vano en las cosas del mundo. Que encuentren
siempre en sus labios el reconocimiento de su capacidad de hacer y
construir, en la libertad y la justicia, la prosperidad de la que esta
tierra es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar que es
necesario buscar no «el alimento que perece, sino el que perdura para la
vida eterna» (Jn 6,27).
No apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse,
descentrarse, para alimentar con Cristo a la familia de Dios. Vigilar
sin descanso, elevándose para abarcar con la mirada de Dios a la grey
que sólo a él pertenece. Elevarse hasta la altura de la Cruz de su Hijo,
el único punto de vista que abre al pastor el corazón de su rebaño.
No mirar hacia abajo, a la propia autoreferencialidad, sino siempre
hacia el horizonte de Dios, que va más allá de lo que somos capaces de
prever o planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar
la tentación del narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace
irreconocible su voz y su gesto estéril. En las muchas posibilidades que
se abren en su solicitud pastoral, no olviden mantener indeleble el
núcleo que unifica todas las cosas: «Conmigo lo hicieron» (cf. Mt 25,31-45).
Ciertamente es útil al obispo tener la prudencia del líder y la
astucia del administrador, pero nos perdemos inexorablemente cuando
confundimos el poder de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a
través de la cual Dios nos ha redimido. Es necesario que el obispo
perciba lúcidamente la batalla entre la luz y la oscuridad que se
combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en
bandera de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria
duradera es dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf. Flp 2,1-11).
No nos resulta ajena la angustia de los primeros Once,
encerrados entre cuatro paredes, asediados y consternados, llenos del
pavor de las ovejas dispersas porque el pastor ha sido abatido. Pero
sabemos que se nos ha dado un espíritu de valentía y no de timidez. Por
tanto, no es lícito dejarnos paralizar por el miedo.
Sé bien que tienen muchos desafíos y que a menudo es hostil el campo
donde siembran y no son pocas las tentaciones de encerrarse en el
recinto de los temores, a lamerse las propias heridas, llorando por un
tiempo que no volverá y preparando respuestas duras a las resistencias
ya de por sí ásperas.
Y, sin embargo, somos artífices de la cultura del encuentro. Somos
sacramento viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra
pobreza. Somos testigos del abajamiento y la condescendencia de Dios,
que precede en el amor incluso nuestra primera respuesta.
El diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por
fidelidad a Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las
plazas de los hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa
invitación (cf. Mt 20,1-16).
Por tanto, la vía es el diálogo: diálogo entre ustedes, diálogo en
sus Presbiterios, diálogo con los laicos, diálogo con las familias,
diálogo con la sociedad. No me cansaré de animarlos a dialogar sin
miedo. Cuanto más rico sea el patrimonio que tienen que compartir con
parresía, tanto más elocuente ha de ser la humildad con que lo tienen
que ofrecer. No tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo
diálogo auténtico. De lo contrario no se puede entender las razones de
los demás, ni comprender plenamente que el hermano al que llegar y
rescatar, con la fuerza y la cercanía del amor, cuenta más que las
posiciones que consideramos lejanas de nuestras certezas, aunque sean
auténticas. El lenguaje duro y belicoso de la división no es propio del
Pastor, no tiene derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque parezca
por un momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo
duradero de la bondad y del amor es realmente convincente.
Es preciso dejar que resuene perennemente en nuestro corazón la
palabra del Señor: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (Mt
11,28-29). El yugo de Jesús es yugo de amor y, por tanto, garantía de
descanso. A veces nos pesa la soledad de nuestras fatigas, y estamos tan
cargados del yugo que ya no nos acordamos de haberlo recibido del
Señor. Nos parece solamente nuestro y, por tanto, nos arrastramos como
bueyes cansados en el campo árido, abrumados por la sensación de haber
trabajado en vano, olvidando la plenitud del descanso vinculado
indisolublemente a Aquel que hizo la promesa.
Aprender de Jesús; mejor aún, aprender a ser como Jesús, manso y
humilde; entrar en su mansedumbre y su humildad mediante la
contemplación de su obrar. Poner nuestras iglesias y nuestros pueblos, a
menudo aplastados por la dura pretensión del rendimiento bajo el suave
yugo del Señor. Recordar que la identidad de la Iglesia de Jesús no está
garantizada por el «fuego del cielo que consume» (cf. Lc 9,54), sino por el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla lo que es rígido, endereza lo que está torcido».
La gran misión que el Señor nos confía, la llevamos a cabo en
comunión, de modo colegial. ¡Está ya tan desgarrado y dividido el mundo!
La fragmentación es ya de casa en todas partes. Por eso, la Iglesia,
«túnica inconsútil del Señor», no puede dejarse dividir, fragmentar o
enfrentarse.
Nuestra misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar la
unidad, cuyo contenido está determinado por la Palabra de Dios y por el
único Pan del Cielo, con el que cada una de las Iglesias que se nos ha
confiado permanece Católica, porque está abierta y en comunión con todas
las Iglesias particulares y con la de Roma, que «preside en la
caridad». Es imperativo, por tanto, cuidar dicha unidad, custodiarla,
favorecerla, testimoniarla como signo e instrumento que, más allá de
cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.
Que el inminente Año Santo de la Misericordia, al introducirnos en
las profundidades inagotables del corazón divino, en el que no hay
división alguna, sea para todos una ocasión privilegiada para reforzar
la comunión, perfeccionar la unidad, reconciliar las diferencias,
perdonarnos unos a otros y superar toda división, de modo que alumbre su
luz como «la ciudad puesta en lo alto de un monte» (Mt 5,14).
Este servicio a la unidad es particularmente importante para su amada
nación, cuyos vastísimos recursos materiales y espirituales, culturales
y políticos, históricos y humanos, científicos y tecnológicos requieren
responsabilidades morales no indiferentes en un mundo abrumado y que
busca con afán nuevos equilibrios de paz, prosperidad e integración. Por
tanto, una parte esencial de su misión es ofrecer a los Estados Unidos
de América la levadura humilde y poderosa de la comunión. Que la
humanidad sepa que contar con el «sacramento de unidad» (Lumen gentium, 1) es garantía de que su destino no es el abandono y la disgregación.
Y este testimonio es un faro que no se puede apagar. En efecto, en la
densa oscuridad de la vida, los hombres necesitan dejarse guiar por su
luz, para tener la certidumbre del puerto al que acudir, seguros de que
sus barcas no se estrellarán en los escollos ni quedarán a merced de las
olas. Por eso, hermanos, les animo a hacer frente a los desafíos de
nuestro tiempo. En el fondo de cada uno de ellos está siempre la vida
como don y responsabilidad. El futuro de la libertad y la dignidad de
nuestra sociedad dependen del modo en que sepamos responder a estos
desafíos.
Las víctimas inocentes del aborto, los niños que mueren de hambre o
bajo las bombas, los inmigrantes se ahogan en busca de un mañana, los
ancianos o los enfermos, de los que se quiere prescindir, las víctimas
del terrorismo, de las guerras, de la violencia y del tráfico de drogas,
el medio ambiente devastado por una relación predatoria del hombre con
la naturaleza, en todo esto está siempre en juego el don de Dios, del
que somos administradores nobles, pero no amos. No es lícito por tanto
eludir dichas cuestiones o silenciarlas. No menos importante es el
anuncio del Evangelio de la familia que, en el próximo Encuentro Mundial
de las Familias en Filadelfia, tendré ocasión de proclamar con fuerza
junto a ustedes y a toda la Iglesia.
Estos aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia pertenecen
al núcleo de lo que nos ha sido transmitido por el Señor. Por eso
tenemos el deber de custodiarlos y comunicarlos, aun cuando la
mentalidad del tiempo se hace impermeable y hostil a este mensaje (Evangelii gaudium,
34-39). Los animo a ofrecer este testimonio con los medios y la
creatividad del amor y la humildad de la verdad. Esto no sólo requiere
proclamas y anuncios externos, sino también conquistar espacio en el
corazón de los hombres y en la conciencia de la sociedad.
Para ello, es muy importante que la Iglesia en los Estados Unidos sea
también un hogar humilde que atraiga a los hombres por el encanto de la
luz y el calor del amor. Como pastores, conocemos bien la oscuridad y
el frío que todavía hay en este mundo, la soledad y el abandono de
muchos incluso donde abundan los recursos comunicativos y la riqueza
material–, conocemos también el miedo ante la vida, la desesperación y
las múltiples fugas.
Por eso, solamente una Iglesia que sepa reunir en torno al «fuego» es
capaz de atraer. Ciertamente, no un fuego cualquiera, sino aquel que se
ha encendido en la mañana de Pascua. El Señor resucitado es el que
sigue interpelando a los Pastores de la Iglesia a través de la voz
tímida de tantos hermanos: «¿Tienen algo que comer?». Se trata de
reconocer su voz, como lo hicieron los Apóstoles a orillas del mar de
Tiberíades (cf. Jn 21,4-12). Y es todavía más decisivo conservar
la certeza de que las brasas de su presencia, encendidas en el fuego de
la pasión, nos preceden y no se apagarán nunca. Si falta esta certeza,
se corre el riesgo de convertirse en guardianes de cenizas y no
custodios y en dispensadores de la verdadera luz y de ese calor que es
capaz de hacer arder el corazón (cf. Lc 24,32).
Antes de concluir, permítanme hacerles aún dos recomendaciones que
considero importantes. La primera se refiere a su paternidad episcopal.
Sean Pastores cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta
cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes.
Acompáñenles para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso, porque
sólo la plenitud llena a los ministros de Cristo. Les ruego, por tanto,
que no dejen que se contenten de medias tintas. Cuiden sus fuentes
espirituales para que no caigan en la tentación de convertirse en
notarios y burócratas, sino que sean expresión de la maternidad de la
Iglesia que engendra y hace crecer a sus hijos. Estén atentos a que no
se cansen de levantarse para responder a quien llama de noche, aun
cuando ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc 11,5-8).
Prepárenles para que estén dispuestos para detenerse, abajarse, rociar
bálsamo, hacerse cargo y gastarse en favor de quien, «por casualidad»,
se vio despojado de todo lo que creía poseer (cf. Lc 10,29-37).
Mi segunda recomendación se refiere a los inmigrantes. Pido disculpas si hablo en cierto modo casi in causa propia.
La iglesia en Estados Unidos conoce como nadie las esperanzas del
corazón de los inmigrantes. Ustedes siempre han aprendido su idioma,
apoyado su causa, integrado sus aportaciones, defendido sus derechos,
promovido su búsqueda de prosperidad, mantenido encendida la llama de su
fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace más por los
inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora tienen esta larga ola
de inmigración latina en muchas de sus diócesis. No sólo como Obispo de
Roma, sino también como un Pastor venido del sur, siento la necesidad de
darles las gracias y de animarles. Tal vez no sea fácil para ustedes
leer su alma; quizás sean sometidos a la prueba por su diversid. En todo
caso, sepan que también tienen recursos que compartir. Por tanto,
acójanlos sin miedo. Ofrézcanles el calor del amor de Cristo y
descifrarán el misterio de su corazón. Estoy seguro de que, una vez más,
esta gente enriquecerá a su País y a su Iglesia.
Que Dios los bendiga y la Virgen los cuide. Gracias.
*
«En la juventud, / yo tenía alas fuertes e infatigables, / pero no
conocía las montañas. / Con la edad, / conocí las montañas, / pero mis
alas fatigadas no podían seguir mi visión. / El genio es sabiduría y
juventud» (Edgar Lee Masters, Antología de Spoon River).
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SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DEL BEATO JUNÍPERO SERRA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Santuario nacional de la Inmaculada Concepción, Washington D.C.
Miércoles 23 de septiembre de 2015
Miércoles 23 de septiembre de 2015
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4).
Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice
Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco
del deseo que todos experimentamos de una vida plena, una vida con
sentido, una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de
escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y
vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no
conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas
las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia
dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a
una resignación triste que poco a poco se va transformando en
acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo
queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros
días, ¿o sí?. Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se
nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en
las diferentes situaciones de nuestra vida?
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros:
¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y
se vive solamente dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad;
frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos
necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y
por el mundo» (Laudato si’,
229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús.
Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de
brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita
misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la
experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.
Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese
«todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una
lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de
recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la
vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad,
pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de
dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada,
trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que
muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo
Jesús, a todos, vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos
gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los
caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad,
sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a
anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven
con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y
anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la
esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones
engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida
de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el
corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de
un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de
una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La
misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de
Dios.
La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos
polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos,
injusticias y violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El
santo Pueblo fiel de Dios, no teme al error; teme al encierro, a la
cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe
que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas
resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49).
El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel que se
puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se
animaron a responder esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se
acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida,
360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no
encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención… en las
costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta» (Evangelii gaudium,
49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han
hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación
tras generación Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas
tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo
que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los
caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su
tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al
encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y
peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los
rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero
buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de
cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando
desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero
sobre todo supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma
que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no
se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor
espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante,
por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que,
como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
Jueves 24 de septiembre de 2015
VISITA AL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Washington D.C.
Jueves 24 de septiembre de 2015
Jueves 24 de septiembre de 2015
Señor Vicepresidente,
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:
Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la
palabra en esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres
y en la patria de los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho
porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos
nosotros hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad
común.
Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad
personal y social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio
de la actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca como
Nación. Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están
llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la
búsqueda constante y exigente del bien común, pues éste es el principal
desvelo de la política. La sociedad política perdura si se plantea, como
vocación, satisfacer las necesidades comunes favoreciendo el
crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los que están en
situación de mayor vulnerabilidad o riesgo. La actividad legislativa
siempre está basada en la atención al pueblo. A eso han sido invitados,
llamados, convocados por las urnas.
Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una
doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de
Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la
conciencia de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte,
la figura de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la
dignidad trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena
síntesis de su labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de
la ley, la imagen y semejanza plasmada por Dios en cada rostro.
En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino
con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí
junto con sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar
con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar
honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco–
conseguir una vida mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a
pagar sus impuestos, sino que –con su servicio silencioso– sostienen la
convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas
espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el
dolor de los más necesitados.
Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría
forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a
través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé
que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos
construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes
que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por
las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto
muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera
dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de
buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres
norteamericanos. Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades
propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y
límites, estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y
hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor. Con su vida
plasmaron valores fundantes que viven para siempre en el alma de todo el
pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas,
tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para
salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y mujeres nos
aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad.
Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en
el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del
Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado
incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una
nueva aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor
al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y
solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante
situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más
un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta
atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos
conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de
aberración individual o de extremismo ideológico. Esto nos urge a estar
atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o
del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de
una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo,
proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas
requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por
otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar
especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en
buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores. El
mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos
nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden
dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos
del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el
enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino
es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de
paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra
inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que
abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de
estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro
trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias,
mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de
las personas y de los pueblos. Ir hacia delante juntos, en un renovado
espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al bien
común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del
espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la
historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la
urgencia de tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos
que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las
diferencias y las convicciones de conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido
una gran ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy
como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y
de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad,
pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento
en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud,
que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con
nuevas políticas y consensos sociales.
Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la
democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad política
debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en
el respeto de su dignidad. «Sostenemos como evidentes estas verdades:
que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el
Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida,
la libertad y la búsqueda de la felicidad» (Declaración de Independencia,
4 julio 1776). Si es verdad que la política debe servir a la persona
humana, se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las
finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para
construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna
intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus
bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que
esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo.
En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años
atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la
campaña por realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos
para los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros
corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la
tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la
participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más
profundo y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra
persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad.
Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los
extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros.
Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son
descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos
vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A
estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia
norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento.
Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos,
pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin
embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los
pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir
ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las
nuevas generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda
a los «vecinos», a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos
lleva a pensarnos siempre en relación con otros, saliendo de la lógica
de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca subsidiaridad, dando
lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin
precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que representa
grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en
este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar
hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres
queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es
lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos
intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros,
escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor
respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y
fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo
que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás
como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).
Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los
demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados.
Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para
nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser
acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad;
queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos
oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro
que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la
responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en
todas las etapas de su desarrollo.
Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi
ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición
mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor
camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de
una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede beneficiarse en la
rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente,
mis hermanos Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado el
llamamiento para la abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi
apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una
pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y
el objetivo de la rehabilitación.
En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes,
no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del
Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su
pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en
el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del
mundo! ¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer
milenio para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que
comparten mi convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en
momentos de crisis y de dificultad económica, no se puede perder el
espíritu de solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero
alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros
de la trampa de la pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles
esperanza. La lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida
constantemente, en sus muchos frentes, especialmente en las causas que
las provocan. Sé que gran parte del pueblo norteamericano hoy, como ha
sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está
constituido por la creación y distribución de la riqueza. El justo uso
de los recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la
guía del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía
que busca ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. «La
actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir
riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy
fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre
todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte
ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’,
129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la
Encíclica que he escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos
acerca de nuestra casa común» (ibíd.,
3). «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el
desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos
impactan a todos» (ibíd., 14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para «reorientar el rumbo» (N. 61)
y para evitar las más grandes consecuencias que surgen del degrado
ambiental provocado por la actividad humana. Estoy convencido de que
podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados
Unidos –y este Congreso– están llamados a tener un papel importante.
Ahora es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para
implementar una «cultura del cuidado» (ibíd.,
231) y una «aproximación integral para combatir la pobreza, para
devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la
naturaleza» (ibíd., 139). La libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar «nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (ibíd.,
112). Sé y confío que sus excelentes instituciones académicas y de
investigación pueden hacer una contribución vital en los próximos años.
Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en
palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje
cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración
espiritual y guía para muchos. En su autobiografía escribió: «Aunque
libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo
al cual había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y
egoísmo. El mundo era trasunto del infierno, abarrotado de hombres como
yo, que le amaban y también le aborrecían. Habían nacido para amarle y,
sin embargo, vivían con temor y ansias desesperadas y enfrentadas».
Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las
certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la
Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre
pueblos y religiones.
En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se
han realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas
diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber
construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y
mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto
retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por
motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos. Esto ha
requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de
responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los
intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y
pragmático. Un buen político opta siempre por generar procesos más que
por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar
verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a acabar con
los muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre esto
hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son
vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible
sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos
conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y
muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y
cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico
de armas.
Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños:
Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se
vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social
y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de
diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el
Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en todo este Viaje
Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido
la familia en la construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo
de nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder mi preocupación por la
familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y
desde el exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda,
como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más
que confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y
la belleza de vivir en familia.
De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos
componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir,
los jóvenes. Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables
posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido,
prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus
problemas son nuestros problemas. No nos es posible eludirlos. Hay que
afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del simple
tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a
no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de
futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el
contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de
formar una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como
hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus
hombres «soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas,
como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la
causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo;
siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo
contemplativo de Merton.
Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio
cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando
forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una
tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.
Palabras improvisadas por el Papa en al terraza del Congreso
Buenos días a todos Ustedes. Les agradezco su acogida y su presencia.
Agradezco los personajes más importantes que hay aquí: los niños.
Quiero pedirle a Dios que los bendiga. Señor, Padre nuestro de todos,
bendice a este pueblo, bendice a cada uno de ellos, bendice a sus
familias, dales lo que más necesiten. Y les pido, por favor, a Ustedes,
que recen por mí. Y, si entre ustedes hay algunos que no creen, o no
pueden rezar, les pido, por favor, que me deseen cosas buenas. Thank
you. Thank you very much. And God bless America.
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VISITA AL CENTRO CARITATIVO DE LA PARROQUIA DE SAN PATRICIO
Y ENCUENTRO CON LOS SINTECHO
Y ENCUENTRO CON LOS SINTECHO
SALUDO DEL SANTO PADRE
Washington D.C.
Jueves 24 de septiembre de 2015
Jueves 24 de septiembre de 2015
Un gusto de encontrarlos. Buenos días. Van a escuchar dos
predicaciones, una en castellano y otra en inglés. La primera palabra
que quiero decirles es gracias. Gracias por recibirme y por el esfuerzo
que han hecho para que este encuentro se realizase.
Aquí recuerdo a una persona que quiero mucho, y que es y ha sido muy
importante a lo largo de mi vida. Ha sido sostén y fuente de
inspiración. Es a él a quien recurro cuando estoy medio «apretado».
Ustedes me recuerdan a san José. Sus rostros me hablan del suyo.
En la vida de José hubo situaciones difíciles de enfrentar. Una de
ellas fue cuando María estaba para dar a luz, para tener a Jesús. Dice
la Biblia: «Estaban en Belén, le llegó a María el tiempo de dar a luz. Y
allí nació su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en
el establo, porque no había alojamiento para ellos» (Lc 2,6-7).
La Biblia es muy clara: «No había alojamiento para ellos». Me imagino a
José, con su esposa a punto de tener a su hijo, sin un techo, sin casa,
sin alojamiento. El Hijo de Dios entró en este mundo como uno que no
tiene casa. El Hijo de Dios entró como un “homeless”. El Hijo de Dios
supo lo que es comenzar la vida sin un techo. Podemos imaginar las
preguntas de José en ese momento: ¿Cómo el Hijo de Dios no tiene un
techo para vivir? ¿Por qué estamos sin hogar, por qué estamos sin un
techo? Son preguntas que muchos de ustedes pueden hacerse a diario, y se
las hacen. Al igual que José se cuestionan: ¿Por qué estamos sin un
techo, sin un hogar? Y a los que tenemos techo y hogar son preguntas que
nos harán bien también: ¿Por qué estos hermanos nuestros están sin
hogar, por qué estos hermanos nuestros no tienen techo?
Las preguntas de José siguen presentes hoy, acompañando a todos los
que a lo largo de la historia han vivido y están sin un hogar.
José era un hombre que se hizo preguntas pero, sobre todo, era un
hombre de fe. Y fue la fe la que le permitió a José poder encontrar luz
en ese momento que parecía todo a oscuras; fue la fe la que lo sostuvo
en las dificultades de su vida. Por la fe, José supo salir adelante
cuando todo parecía detenerse.
Ante situaciones injustas y dolorosas, la fe nos aporta esa luz que
disipa la oscuridad. Al igual que a José, la fe nos abre la presencia
silenciosa de Dios en toda vida, en toda persona, en toda situación. Él
está presente en cada uno de ustedes, en cada uno de nosotros.
Quiero ser muy claro. No hay ningún motivo de justificación social,
moral o del tipo que sea para aceptar la falta de alojamiento. Son
situaciones injustas, pero sabemos que Dios está sufriéndolas con
nosotros, está viviéndolas a nuestro lado. No nos deja solos.
Jesús no solo quiso solidarizarse con cada persona, no solo quiso que
nadie sienta o viva la falta de su compañía y de su auxilio y de su
amor. Él mismo se ha identificado con todos aquellos que sufren, que
lloran, que padecen alguna injusticia. Él lo dice claramente: «Tuve
hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve
como forastero y me dieron alojamiento» (Mt 25,35).
Es la fe la que nos hace saber que Dios está con ustedes, que Dios
está en medio nuestro y su presencia nos moviliza a la caridad. Esa
caridad que nace de la llamada de un Dios que sigue golpeando nuestra
puerta, la puerta de todos para invitarnos al amor, a la compasión, a la
entrega de unos por otros.
Jesús sigue golpeando nuestras puertas, nuestra vida. No lo hace
mágicamente, no lo hace con artilugios o con carteles luminosos o con
fuegos artificiales. Jesús sigue golpeando nuestra puerta en el rostro
del hermano, en el rostro del vecino, en el rostro del que está a
nuestro lado.
Queridos amigos, uno de los modos más eficaces de ayuda que tenemos
lo encontramos en la oración. La oración nos une, nos hace hermanos, nos
abre el corazón y nos recuerda una verdad hermosa que a veces
olvidamos. En la oración, todos aprendemos a decir Padre, papá, y cuando
decimos Padre, papá, nos encontramos como hermanos. En la oración, no
hay ricos o pobres, hay hijos y hermanos. En la oración no hay personas
de primera o de segunda, hay fraternidad.
En la oración es donde nuestro corazón encuentra fuerza para no
volverse insensible, frío ante las situaciones de injusticias. En la
oración, Dios nos sigue llamando y levantando a la caridad.
Qué bien nos hace rezar juntos, qué bien nos hace encontrarnos en ese
espacio donde nos miramos como hermanos y nos reconocemos los unos
necesitados del apoyo de los otros. Y hoy quiero rezar con ustedes,
quiero unirme a ustedes, porque necesito su apoyo y su cercanía. Quiero
invitarlos a rezar juntos, los unos por los otros, los unos con los
otros. Así podemos continuar con este sostén que nos ayuda a vivir la
alegría que Jesús está en medio nuestro. Y que Jesús nos ayude a
solucionar las injusticias que Él conoció primero. La de no tener casa.
¿Se animan a rezar juntos? Yo empiezo en castellano y ustedes siguen en
inglés.
Padre nuestro que estás en el cielo…
Y antes de irme, me gustaría darles la bendición de Dios:
Que el Señor los bendiga y los proteja;
que el Señor los mire con agrado y les muestre su bondad;
que el Señor los mire con amor y les conceda su paz (Nm 6, 24-26).
que el Señor los mire con agrado y les muestre su bondad;
que el Señor los mire con amor y les conceda su paz (Nm 6, 24-26).
Por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
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VÍSPERAS CON EL CLERO, LOS RELIGIOSOS Y LAS RELIGIOSAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Catedral de San Patricio, Nueva York
Jueves 24 de septiembre de 2015
Jueves 24 de septiembre de 2015
Dos sentimientos tengo hoy para con mis hermanos islámicos. Primero,
mi saludo por celebrarse hoy el día del sacrificio. Hubiera querido que
mi saludo fuese más caluroso. Segundo sentimiento es mi cercanía ante la
tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en la Meca. En este momento de
oración, me uno, y nos unimos, en la plegaria a Dios, nuestro Padre
todopoderoso y misericordioso.
Escuchamos al Apóstol: «Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1P 1,6). Estas palabras nos recuerdan algo esencial: tenemos que vivir nuestra vocación con alegría.
Esta bella Catedral de San Patricio, construida a lo largo de muchos
años con el sacrificio de tantos hombres y mujeres, es símbolo del
trabajo de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos americanos
que han contribuido a la edificación de la Iglesia en los Estados
Unidos. Son muchos los sacerdotes y consagrados de este País que, no
solo en el campo de la educación, han tenido un papel fundamental,
ayudando a los padres en la labor de dar a sus hijos el alimento que los
nutre para la vida. Muchos lo hicieron a costa de grandes sacrificios y
con una caridad heroica. Pienso, por ejemplo, en santa Isabel Ana
Seton, cofundadora de la primera escuela católica gratuita para niñas en
los Estados Unidos, o en san Juan Neumann, fundador del primer sistema
de educación católica en este País.
Esta tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con
ustedes, sacerdotes, consagradas, consagrados, para que nuestra
vocación siga construyendo el gran edificio del Reino de Dios en este
País. Sé que ustedes, como cuerpo presbiteral, junto con el Pueblo de
Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la vergüenza provocada
por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus
hijos más indefensos. Con las palabras del Apocalipsis, les digo que
ustedes «vienen de la gran tribulación» (7,14). Los acompaño en este
momento de dolor y dificultad, así como agradezco a Dios el servicio que
realizan acompañando al Pueblo de Dios. Con el propósito de ayudarles a
seguir en el camino de la fidelidad a Jesucristo, me permito hacer dos
breves reflexiones.
La primera se refiere al espíritu de gratitud. La alegría de
los hombres y mujeres que aman a Dios atrae a otros; los sacerdotes y
los consagrados están llamados a descubrir y manifestar un gozo
permanente por su vocación. La alegría brota de un corazón agradecido.
Verdaderamente, hemos recibido mucho, tantas gracias, tantas
bendiciones, y nos alegramos. Nos hará bien volver sobre nuestra vida
con la gracia de la memoria. Memoria de aquel primer llamado, memoria
del camino recorrido, memoria de tantas gracias recibidas… y sobre todo
memoria del encuentro con Jesucristo en tantos momentos a lo largo del
camino. Memoria del asombro que produce en nuestro corazón el encuentro
con Jesucristo. Hermanas y hermanos, consagrados y sacerdotes, pedir la
gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud.
Preguntémonos: ¿Somos capaces de enumerar las bendiciones recibidas, o
me las he olvidado?
Un segundo aspecto es el espíritu de laboriosidad. Un corazón
agradecido busca espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de
vida de trabajo intenso. El recuerdo de lo mucho que Dios nos ha dado
nos ayuda a entender que la renuncia a nosotros mismos para trabajar por
Él y por los demás es el camino privilegiado para responder a su gran
amor.
Sin embargo, y para ser honestos, tenemos que reconocer con qué
facilidad se puede apagar este espíritu de generoso sacrificio personal.
Esto puede suceder de dos maneras, y las dos maneras son ejemplo de la
«espiritualidad mundana», que nos debilita en nuestro camino de mujeres y
hombres consagrados, de servicio y oscurece la fascinación, el estupor,
del primer encuentro con Jesucristo.
Podemos caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos
apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y
del éxito externo, que rige el mundo de los negocios. Ciertamente, estas
cosas son importantes. Se nos ha confiado una gran responsabilidad y
justamente por ello el Pueblo de Dios espera de nosotros una
correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro apostolado se mide
por el que tiene a los ojos de Dios. Ver y valorar las cosas desde la
perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al comienzo de
nuestra vocación y –no hace falta decirlo– exige una gran humildad. La
cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos
corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna
vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no
dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya
vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la
cruz.
El otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre.
Cuando pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir
mejor. El problema de este modo de razonar es que se puede ahogar la
fuerza de la continua llamada de Dios a la conversión, al encuentro con
Él. Poco a poco, pero de forma inexorable, disminuye nuestro espíritu de
sacrificio, nuestro espíritu de renuncia y de trabajo. Y además nos
aleja de las personas que sufren la pobreza material y se ven obligadas a
hacer sacrificios más grandes que los nuestros, sin ser consagrados. El
descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el
enriquecimiento personal, pero debemos aprender a descansar de manera
que aumente nuestro deseo de servir generosamente. La cercanía a los
pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los
explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a
tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro tipo de descanso, más
cristiano y generoso.
Gratitud y laboriosidad: estos son los dos pilares de la vida
espiritual que deseaba compartir con ustedes, sacerdotes, religiosas y
religiosos, esta tarde. Les doy las gracias por sus oraciones y su
trabajo, así como por los sacrificios cotidianos que realizan en los
diversos campos de apostolado. Muchos de ellos sólo los conoce Dios,
pero dan mucho fruto a la vida de la Iglesia.
Quisiera, de modo especial, expresar mi admiración y mi gratitud a
las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin
ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las
pone en la primera línea del anuncio del Evangelio. A ustedes,
religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero decirles «gracias»,
un «gracias» muy grande… y decirles también que las quiero mucho.
Sé que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la
adaptación a un panorama pastoral en evolución. Al igual que san Pedro,
les pido que, ante cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la
paz y respondan como hizo Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y
miró hacia delante.
Queridos hermanos y hermanas, dentro de poco, de unos minutos, cantaremos el Magnificat.
Pongamos en las manos de la Virgen María la obra que se nos ha
confiado; unámonos a su acción de gracias al Señor por las grandes cosas
que ha hecho y que seguirá haciendo en nosotros y en quienes tenemos el
privilegio de servir. Que así sea.
Viernes 25 de septiembre de 2015
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¿Y no saben cantar algo? ¿Ustedes no saben cantar? A ver, ¿quién es el más cara dura? A ver…
ENCUENTRO CON EL PERSONAL DE LA
ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
SALUDO DEL SANTO PADRE
Sede de las Naciones Unidas, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
Queridos amigos:
Con ocasión de mi visita a las Naciones Unidas, me alegro de poder
saludarles a ustedes, hombres y mujeres, que son, en muchos aspectos, la
columna vertebral de esta Organización. Les agradezco su acogida, y por
todo lo que han hecho para preparar mi visita. Les pido también que
hagan llegar mi saludo a los miembros de sus familias y a sus compañeros
que no han podido estar hoy con nosotros.
La mayor parte del trabajo que hacen aquí no aparece en las
noticias. Entre bastidores, sus esfuerzos cotidianos hacen posible
muchas de las iniciativas diplomáticas, culturales, económicas y
políticas de las Naciones Unidas, que son tan importantes para responder
a las esperanzas y expectativas de los pueblos que componen nuestra
familia humana. Ustedes son el personal operativo, experto y
experimentado, funcionarios y secretarias, traductores e intérpretes,
personal de limpieza y de cocina, de seguridad y de mantenimiento.
Gracias por todo lo que hacen.
Su trabajo silencioso y fiel no sólo revierte en beneficio de las
Naciones Unidas. También tiene una gran importancia para ustedes
personalmente. Puesto que nuestra forma de trabajar manifiesta nuestra
dignidad y la clase de personas que somos.
Muchos de ustedes han venido a esta ciudad provenientes de otros
países. De hecho, ustedes forman un microcosmos de los pueblos que esta
Organización representa e intenta servir. Al igual que a muchas otras
personas en el mundo, les preocupa el bienestar y la educación de sus
hijos. Les preocupa el futuro del planeta, y el tipo de mundo que vamos a
dejar a las generaciones futuras. Sin embargo, hoy y siempre, les pido a
cada uno de ustedes, cualquiera que sea su cometido, que se cuiden unos
a otros. Que estén cerca unos de otros, que se respeten y, de esta
manera, encarnen entre ustedes el ideal de esta Organización de ser una
familia humana unida, viviendo en armonía, trabajando no sólo para la paz, sino en paz; trabajando no sólo por la justicia, sino con un espíritu de justicia.
Queridos amigos, los bendigo de corazón a cada uno de ustedes.
Rezaré por ustedes y sus familias, y les pido, por favor, que no se
olviden de rezar por mí. Y si alguno de ustedes no es creyente, le pido
sus mejores deseos. Que Dios los bendiga a todos.
Gracias.
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VISITA A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
Señor Presidente,
Señoras y Señores: Buenos días.
Señoras y Señores: Buenos días.
Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el
Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a
dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y
en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también
sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de
Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios
políticos y técnicos que les acompañan, al personal de las Naciones
Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal
de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los
que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes
saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en
este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien
de la humanidad.
Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008.
Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada
al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a
la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder
tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente
universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo
menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la
importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las
esperanzas que pone en sus actividades.
La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada
por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es
una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada
aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se
puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho
internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos
humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de
muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros
logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer
humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad
del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los
egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas
no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esta
actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al
uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos
progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción
del ideal de la
fraternidad humana y un medio para su mayor
realización.
Rindo pues homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido
leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En
particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y
la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los
muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones
humanitarias, de paz y reconciliación.
La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido,
muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es
necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los
países, sin excepción, una participación y una incidencia real y
equitativa en las decisiones. Esta necesidad de una mayor equidad, vale
especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es
el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los
grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis
económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo
con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros
internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y
la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de
promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia.
La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del
Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede
ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho,
sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el
ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que
la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho.
Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia,
significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar
omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los
derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones
sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de
defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la
creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e
intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos
presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes
sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el
ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos
sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y
económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la
realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando
la protección del ambiente y acabando con la exclusión.
Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del
ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos
parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente
comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar.
El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que
«muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’,
81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo
formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede
sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable.
Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad.
Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes,
tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de
interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, junto con las
otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una
decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse
respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para
gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está
autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el
ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van
acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán
egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a
abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los
débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes
(discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e
instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de
decisión política. La exclusión económica y social es una negación total
de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos
y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados
por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al
mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben injustamente sufrir
las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la
hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del
descarte».
Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus
claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a
tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al
respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que
anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque
constituyen ciertamente un paso necesario para las soluciones. La
definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como
elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi.
El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva,
práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para
preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el
fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes
consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos
humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo,
incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y
crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones
y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda
tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto
tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras
instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos
flagelos.
La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con
instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble
peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas
enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicaciones
estadísticas–, o creer que una única solución teórica y apriorística
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en
ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un
concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento
que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres
concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que
muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de
cualquier derecho.
Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la
pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio
destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la
dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y
desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás
hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se
desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas municipios,
escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y
exige el derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en
algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando
el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las
Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las
familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así
concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin
de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para
ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la
célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto
tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre
en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad
religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos.
Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda
para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para
todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda
propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y
agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y
educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano
integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más
en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la
misma naturaleza humana.
La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la
biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie
humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la
economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder,
deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre:«El hombre
no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se
crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza»
(Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’,
6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las
últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no
reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo
nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.).
Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen
el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza
humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).
Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y
sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano
integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la
guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.)
corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor
aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y
corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la
imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la
identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables.
La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática
agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano
integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de
evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y
el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al
arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas,
verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de
existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la
experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto
la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la
ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas
con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto
de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando,
en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar
cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una
verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan
gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el
ambiente biológico.
El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas
indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la
paz, la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de
relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con
estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre
presente a la proliferación de las armas, especialmente las de
destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho
basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la
humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la
construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas
por el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin
armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en
la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición de estos
instrumentos.
El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible
de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena
voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y
constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé
los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.
En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias
negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas
entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando
no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis
repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el
Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde
los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso
junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que
no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a
ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su
patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido
puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la
paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de
conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos
internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o
cultural, sino en cada situación de conflicto, como Ucrania, Siria,
Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos,
hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que
sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos
y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y
niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en
material de descarte cuando la actividad consiste solo en enumerar
problemas, estrategias y discusiones.
Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014,
«la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la
comunidad internacional, en particular a través de las normas y los
mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para
detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las
minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las poblaciones
inocentes.
En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de
conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene
cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que
viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico.
Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su
propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de
activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras
formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles
de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando,
en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la
credibilidad de nuestras instituciones.
Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores.
Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una
continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI,
pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito:
«Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de
recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro
común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como
hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque
el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien
utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que
afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965).
Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada,
ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de
la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el
hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de
llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.) hasta aquí Pablo VI.
La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre
una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de
la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los
pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no
nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan
descartables porque no se los considera más que números de una u otra
estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que
acepte la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de
una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida
singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el
uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo
las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe
levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de
sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra
natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera.
Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre
ellos pelean, los devoran los de afuera».
El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una
creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo
fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos
unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen
dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y
positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium,
223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el
futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los
conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La loable construcción jurídica internacional de la Organización de
las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como
cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser
prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo
será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses
sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien
común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi
oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia
Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada
uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar,
para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que
Dios los bendiga a todos.
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ENCUENTRO INTERRELIGIOSO EN EL MEMORIAL DE LA ZONA CERO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
Me produce distintos sentimientos, emociones, estar en la Zona Cero
donde miles de vidas fueron arrebatadas en un acto insensato de
destrucción. Aquí el dolor es palpable. El agua que vemos correr hacia
ese centro vacío nos recuerda todas esas vidas que se fueron bajo el
poder de aquellos que creen que la destrucción es la única forma de
solucionar los conflictos. Es el grito silencioso de quienes sufrieron
en su carne la lógica de la violencia, del odio, de la revancha. Una
lógica que lo único que puede causar es dolor, sufrimiento, destrucción,
lágrimas. El agua cayendo es símbolo también de nuestras lágrimas.
Lágrimas por las destrucciones de ayer, que se unen a tantas
destrucciones de hoy. Este es un lugar donde lloramos, lloramos el dolor
que provoca sentir la impotencia frente a la injusticia, frente al
fratricidio, frente a la incapacidad de solucionar nuestras diferencias
dialogando. En este lugar lloramos la pérdida injusta y gratuita de
inocentes por no poder encontrar soluciones en pos del bien común. Es
agua que nos recuerda el llanto de ayer y el llanto de hoy.
Hace unos minutos encontré a algunas familias de los primeros
socorristas caídos en servicio. En el encuentro pude constatar una vez
más cómo la destrucción nunca es impersonal, abstracta o de cosas; sino,
que sobre todo, tiene rostro e historia, es concreta, posee nombres. En
los familiares, se puede ver el rostro del dolor, un dolor que nos deja
atónitos y grita al cielo.
Pero a su vez, ellos me han sabido mostrar la otra cara de este
atentado, la otra cara de su dolor: el poder del amor y del recuerdo. Un
recuerdo que no nos deja vacíos. El nombre de tantos seres queridos
están escritos aquí en lo que eran las bases de las torres, así los
podemos ver, tocar y nunca olvidar.
Aquí, en medio del dolor lacerante, podemos palpar la capacidad de
bondad heroica de la que es capaz también el ser humano, la fuerza
oculta a la que siempre debemos apelar. En el momento de mayor dolor,
sufrimiento, ustedes fueron testigos de los mayores actos de entrega y
ayuda. Manos tendidas, vidas entregadas. En una metrópoli que puede
parecer impersonal, anónima, de grandes soledades, fueron capaces de
mostrar la potente solidaridad de la mutua ayuda, del amor y del
sacrificio personal. En ese momento no era una cuestión de sangre, de
origen, de barrio, de religión o de opción política; era cuestión de
solidaridad, de emergencia, de hermandad. Era cuestión de humanidad. Los
bomberos de Nueva York entraron en las torres que se estaban cayendo
sin prestar tanta atención a la propia vida. Muchos cayeron en servicio y
con su sacrificio permitieron la vida de tantos otros.
Este lugar de muerte se transforma también en un lugar de vida, de
vidas salvadas, un canto que nos lleva a afirmar que la vida siempre
está destinada a triunfar sobre los profetas de la destrucción, sobre la
muerte, que el bien siempre despertará sobre el mal, que la
reconciliación y la unidad vencerán sobre el odio y la división.
En este lugar de dolor y de recuerdo, me llena de esperanza la
oportunidad de asociarme a los líderes que representan las muchas
tradiciones religiosas que enriquecen la vida de esta gran ciudad.
Espero que nuestra presencia aquí sea un signo potente de nuestras ganas
de compartir y reafirmar el deseo de ser fuerzas de reconciliación,
fuerzas de paz y justicia en esta comunidad y a lo largo y ancho de
nuestro mundo. En las diferencias, en las discrepancias, es posible
vivir un mundo de paz. Frente a todo intento uniformizador es posible y
necesario reunirnos desde las diferentes lenguas, culturas, religiones y
alzar la voz a todo lo que quiera impedirlo. Juntos hoy somos invitados
a decir «no» a todo intento uniformante y «sí» a una diferencia
aceptada y reconciliada.
Y para eso necesitamos desterrar de nosotros sentimientos de odio, de
venganza, de rencor. Y sabemos que eso solo es posible como un don del
cielo. Aquí, en este lugar de la memoria, cada uno a su manera, pero
juntos, les propongo hacer un momento de silencio y oración. Pidamos al
cielo el don de empeñarnos por la causa de la paz. Paz en nuestras
casas, en nuestras familias, en nuestras escuelas, en nuestras
comunidades. Paz en esos lugares donde la guerra parece no tener fin.
Paz en esos rostros que lo único que han conocido ha sido el dolor. Paz
en este mundo vasto que Dios nos lo ha dado como casa de todos y para
todos. Tan solo, PAZ. Oremos en silencio.
[momento de silencio]
Así, la vida de nuestros seres queridos no será una vida que quedará
en el olvido, sino que se hará presente cada vez que luchemos por ser
profetas de construcción, profetas de reconciliación, profetas de paz.
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ORACIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Memorial de Ground Zero, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
¡Oh Dios de amor, compasión y salvación!
¡Míranos, gente de diferentes creencias y tradiciones,
reunidos hoy en este lugar,
escenario de violencia y dolor increíbles.
¡Míranos, gente de diferentes creencias y tradiciones,
reunidos hoy en este lugar,
escenario de violencia y dolor increíbles.
Te pedimos que por tu bondad
concedas la luz y la paz eternas
a todos los que murieron aquí—
a los que heroicamente acudieron los primeros,
nuestros bomberos, policías,
servicios de emergencia y las autoridades del puerto,
y a todos los hombres y mujeres inocentes
que fueron víctimas de esta tragedia
simplemente porque vinieron aquí para cumplir con su deber
el 11 de septiembre de 2001.
concedas la luz y la paz eternas
a todos los que murieron aquí—
a los que heroicamente acudieron los primeros,
nuestros bomberos, policías,
servicios de emergencia y las autoridades del puerto,
y a todos los hombres y mujeres inocentes
que fueron víctimas de esta tragedia
simplemente porque vinieron aquí para cumplir con su deber
el 11 de septiembre de 2001.
Te pedimos que tengas compasión
y alivies las penas de aquellos que,
por estar presentes aquí ese día,
hoy están heridos o enfermos.
Alivia también el dolor de las familias que todavía sufren
y de todos los que han perdido a sus seres queridos en esta tragedia.
Dales fortaleza para seguir viviendo con valentía y esperanza.
y alivies las penas de aquellos que,
por estar presentes aquí ese día,
hoy están heridos o enfermos.
Alivia también el dolor de las familias que todavía sufren
y de todos los que han perdido a sus seres queridos en esta tragedia.
Dales fortaleza para seguir viviendo con valentía y esperanza.
También tenemos presentes
a cuantos murieron, resultaron heridos o sufrieron pérdidas
ese mismo día en el Pentágono y en Shanskville, Pennsylvania.
Nuestros corazones se unen a los suyos,
mientras nuestras oraciones abrazan su dolor y sufrimiento.
a cuantos murieron, resultaron heridos o sufrieron pérdidas
ese mismo día en el Pentágono y en Shanskville, Pennsylvania.
Nuestros corazones se unen a los suyos,
mientras nuestras oraciones abrazan su dolor y sufrimiento.
Dios de la paz, concede tu paz a nuestro violento mundo:
paz en los corazones de todos los hombres y mujeres
y paz entre las naciones de la tierra.
Lleva por tu senda del amor
a aquellos cuyas mentes y corazones
están nublados por el odio.
paz en los corazones de todos los hombres y mujeres
y paz entre las naciones de la tierra.
Lleva por tu senda del amor
a aquellos cuyas mentes y corazones
están nublados por el odio.
Dios de comprensión,
abrumados por la magnitud de esta tragedia,
buscamos tu luz y tu guía
cuando nos enfrentamos con hechos tan terribles como éste.
Haz que aquellos cuyas vidas fueron salvadas
vivan de manera que las vidas perdidas aquí
no lo hayan sido en vano.
Confórtanos y consuélanos,
fortalécenos en la esperanza,
y danos la sabiduría y el coraje
para trabajar incansablemente por un mundo
en el que la verdadera paz y el amor
reinen entre las naciones y en los corazones de todos.
abrumados por la magnitud de esta tragedia,
buscamos tu luz y tu guía
cuando nos enfrentamos con hechos tan terribles como éste.
Haz que aquellos cuyas vidas fueron salvadas
vivan de manera que las vidas perdidas aquí
no lo hayan sido en vano.
Confórtanos y consuélanos,
fortalécenos en la esperanza,
y danos la sabiduría y el coraje
para trabajar incansablemente por un mundo
en el que la verdadera paz y el amor
reinen entre las naciones y en los corazones de todos.
VISITA A LA ESCUELA NUESTRA SEÑORA REINA DE LOS ÁNGELES
Y ENCUENTRO CON NIÑOS Y FAMILIAS DE INMIGRANTES
Y ENCUENTRO CON NIÑOS Y FAMILIAS DE INMIGRANTES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Harlem, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Estoy contento de estar hoy aquí con ustedes junto a toda esta gran
familia que los acompaña. Veo a sus maestros, educadores, padres y
familiares. Gracias por recibirme y les pido perdón especialmente a los
maestros por «robarles» unos minutos de la lección, en la clase… Están
todos contentos, ya sé.
Me han contado que una de las lindas características de esta escuela y
de este trabajo es que algunos de sus alumnos, algunos de ustedes,
vienen de otros lugares, y muchos de otros países. Y eso es bueno.
Aunque sé que no siempre es fácil tener que trasladarse y encontrar una
nueva casa, encontrar nuevos vecinos, amigos; no es fácil, pero hay que
empezar. Al principio puede ser algo cansador. Muchas veces aprender un
nuevo idioma, adaptarse a una nueva cultura, un nuevo clima. Cuántas
cosas tienen que aprender. No solo las tareas de la escuela, sino tantas
cosas.
Lo bueno es que también encontramos nuevos amigos. Y esto es muy
importante, los nuevos amigos que encontramos. Encontramos personas que
nos abren puertas y nos muestran su ternura, su amistad, su comprensión,
y buscan ayudarnos para que no nos sintamos extraños, extranjeros. Es
todo un trabajo de gente que nos va ayudando a sentirnos en casa. Aunque
a veces la imaginación se vuelve a nuestra patria, pero encontramos
gente buena que nos ayuda a sentirnos en casa. Qué lindo es poder sentir
la escuela, los lugares de reunión, como una segunda casa. Y esto no
sólo es importante para ustedes, sino para sus familias. De esta manera,
la escuela se vuelve una gran familia para todos, donde junto a
nuestras madres, padres, abuelos, educadores, maestros y compañeros
aprendemos a ayudarnos, a compartir lo bueno de cada uno, a dar lo mejor
de nosotros, a trabajar en equipo, a jugar en equipo, que es tan
importante, y a perseverar en nuestras metas.
Bien cerquita de aquí hay una calle muy importante con el nombre de
una persona que hizo mucho bien por los demás, y quiero recordarla con
ustedes. Me refiero al Pastor Martin Luther King. Un día dijo: «Tengo un
sueño». Y él soñó que muchos niños, muchas personas tuvieran igualdad
de oportunidades. Él soñó que muchos niños como ustedes tuvieran acceso a
la educación. Él soñó que muchos hombres y mujeres, como ustedes,
pudieran llevar la frente bien alta, con la dignidad de quien puede
ganarse la vida. Es hermoso tener sueños y es hermoso poder luchar por
los sueños. No se lo olviden.
Hoy queremos seguir soñando y celebramos todas las oportunidades que,
tanto a ustedes como a nosotros los grandes, nos permiten no perder la
esperanza en un mundo mejor y con mayores posibilidades. Y tantas
personas que he saludado y que me han presentado también sueñan con
ustedes, sueñan con esto. Y por eso se involucran en este trabajo. Se
involucran en la vida de ustedes para acompañarlos en este camino. Todos
soñamos. Siempre. Sé que uno de los sueños de sus padres, de sus
educadores y de todos los que los ayudan - ¡y también del Cardenal
Dolan¡, que es muy bueno - es que puedan crecer y vivir con alegría.
Aquí se los ve sonrientes: sigan así, ayuden a contagiar la alegría a
todas las personas que tienen cerca. No siempre es fácil. En todas las
casas hay problemas, hay situaciones difíciles, hay enfermedades, pero
no dejen de soñar con que puedan vivir con alegría.
Todos ustedes los que están acá, chicos y grandes, tienen derecho a
soñar y me alegra mucho que puedan encontrar, sea en la escuela, sea
aquí, en sus amigos, en sus maestros, en todos los que se acercan a
ayudar, ese apoyo necesario para poder hacerlo. Donde hay sueños, donde
hay alegría, ahí siempre está Jesús. Siempre. En cambio, ¿quién es el
que siembra tristeza, el que siembra desconfianza, el que siembra
envidia, el que siembra los malos deseos? ¿Cómo se llama? El diablo. El
diablo siempre siembra tristezas, porque no nos quiere alegres, no nos
quiere soñar. Donde hay alegría está siempre Jesús. Porque Jesús es
alegría y quiere ayudarnos a que esa alegría permanezca todos los días.
Antes de irme quisiera dejarles un homework, ¿puede ser? Es un
pedido sencillo pero muy importante: no se olviden de rezar por mí para
que yo pueda compartir con muchos la alegría de Jesús. Y recemos
también para que muchos puedan disfrutar de esta alegría, como la que
tienen ustedes cuando se sienten acompañados, ayudados, aconsejados,
aunque haya problemas. Pero está esa paz en el corazón de que Jesús
nunca abandona.
Que Dios los bendiga a todos y a cada uno de ustedes y que la Virgen los cuide. Gracias.
¿Y no saben cantar algo? ¿Ustedes no saben cantar? A ver, ¿quién es el más cara dura? A ver…
[canto]
Gracias. Muchas gracias. Thank you very much.
Entonces, todos juntos… Bueno, una canción y después rezamos todos juntos el Padre Nuestro.
[canto].
Gracias. Y ahora rezamos. Todos juntos rezamos el Padre Nuestro.
Padre Nuestro…
Los bendiga Dios todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. [Amén] Y recen por mí. Don’t forget the homework.
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SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Madison Square Garden, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
Viernes 25 de septiembre de 2015
Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta
ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos,
musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas
partes, no solo de esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que
representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se
congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que
caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo
que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el
pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones,
sus miedos y sus oportunidades. Ese pueblo ha visto una gran luz. El
pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y
amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.
El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar
esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo,
lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de
esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de
las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver,
de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a
traer. Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe
contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de
su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina,
respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.
Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural
con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son
recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de
culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos,
de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen
presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos
encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias
donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el
rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de
segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito,
bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no
tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad
–los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización,
los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–,
quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un
anonimato ensordecedor. Y se convierten en parte de un paisaje urbano
que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en
nuestro corazón.
Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose
vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en
una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza
que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a
desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad.
Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis
abstractos o de rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene
miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos
toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad. Porque Dios está en la ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?
El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló
de la luz, que es Jesús. Y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero
maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz»
(9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que
también esa sea nuestra vida.
«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a
preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que
Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone
siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los
otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen.
Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien
esta alegría que es para todo el pueblo.
«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado
en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le
gustaba decir a santa Teresa de Jesús.
«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor.
Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como
un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes
para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a
abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que busca asumir, busca purificar y
elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena
noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos,
consuelo para los tristes» (Is 61,1).
«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la
buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos
libera del anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos
introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la
competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la
paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en
el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.
Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades.
Y Dios y la Iglesia, que viven en nuestras ciudades, quieren ser
fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos,
anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios
fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.
Sábado 26 de septiembre de 2015
SANTA MISA
CON OBISPOS, SACERDOTES Y RELIGIOSOS
CON OBISPOS, SACERDOTES Y RELIGIOSOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Catedral de San Pedro y San Pablo, Filadelfia
Sábado 26 de septiembre de 2015
Sábado 26 de septiembre de 2015
Esta mañana he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa
Catedral: la historia que hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me
gusta pensar, sin embargo, que la historia de la Iglesia en esta ciudad y
en este Estado es realmente una historia que no trata solo de la
construcción de muros, sino también de derribarlos. Es una historia que
nos habla de generaciones y generaciones de católicos comprometidos que
han salido a las periferias y construido comunidades para el culto, para
la educación, para la caridad y el servicio a la sociedad en general.
Esa historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad
y las numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan
de la presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el
esfuerzo de todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con
dedicación, durante más de dos siglos, han atendido las necesidades
espirituales de los pobres, los inmigrantes, los enfermos y los
encarcelados. Y se ve en los cientos de escuelas en las que hermanos y
hermanas religiosas han enseñado a los niños a leer y a escribir, a amar
a Dios y al prójimo y a contribuir como buenos ciudadanos a la vida de
la sociedad estadounidense. Todo esto es un gran legado que ustedes han
recibido y que están llamados a enriquecer y transmitir.
La mayoría de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel,
una de las grandes santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le
habló al Papa León XIII de las necesidades de las misiones, el Papa –era
un Papa muy sabio– le preguntó intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a
hacer?». Esas palabras cambiaron la vida de Catalina, porque le
recordaron que al final todo cristiano, hombre o mujer, en virtud del
bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros tiene que
responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su
Cuerpo, la Iglesia.
«¿Y tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas
palabras en el contexto de nuestra misión específica de transmitir la
alegría del Evangelio y edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes,
diáconos, miembros varones y mujeres de institutos de vida consagrada.
En primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una
persona joven, a una mujer joven con altos ideales, y le cambiaron la
vida. Le hicieron pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la
llevaron a darse cuenta de que estaba siendo llamada a hacer algo al
respecto. ¡Cuántos jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los
mismos altos ideales, generosidad de espíritu y amor por Cristo y la
Iglesia! Les pregunto: ¿Nosotros los desafiamos? ¿Les damos espacio y
los ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo de
compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre todo
en la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por
los demás? ¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el
servicio del Señor?
Uno de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es
fomentar en todos los fieles el sentido de la responsabilidad personal
en la misión de la Iglesia, y capacitarlos para que puedan cumplir con
tal responsabilidad como discípulos misioneros, como fermento del
Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere creatividad para adaptarse a
los cambios de las situaciones, transmitiendo el legado del pasado, no
solo a través del mantenimiento de estructuras e instituciones, que son
útiles, sino sobre todo abriéndose a las posibilidades que el Espíritu
nos descubre y mediante la comunicación de la alegría del Evangelio,
todos los días y en todas las etapas de nuestra vida.
«¿Y tú?». Es significativo que estas palabras del anciano Papa
fueran dirigidas a una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia,
en una sociedad que cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una
participación de los laicos mucho más activa. La Iglesia en los Estados
Unidos ha dedicado siempre un gran esfuerzo a la catequesis y a la
educación. Nuestro reto hoy es construir sobre esos cimientos sólidos y
fomentar un sentido de colaboración y responsabilidad compartida en la
planificación del futuro de nuestras parroquias e instituciones. Esto no
significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos ha confiado;
más bien, significa discernir y emplear sabiamente los múltiples dones
que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De manera particular,
significa valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y
religiosas, han hecho y siguen haciendo en la vida de nuestras
comunidades.
Queridos hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en
que cada uno de ustedes ha respondido a la pregunta de Jesús que inspiró
su propia vocación: «¿Y tú?». Los animo a que renueven la alegría, el
estupor de ese primer encuentro con Jesús y a sacar de esa alegría
renovada fidelidad y fuerza. Espero con ilusión compartir con ustedes
estos días y les pido que lleven mi afectuoso saludo a los que no
pudieron estar con nosotros, especialmente a los numerosos sacerdotes,
religiosos y religiosas ancianos que se unen espiritualmente.
Durante estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les
pediría de modo especial que reflexionen sobre nuestro servicio a las
familias, a las parejas que se preparan para el matrimonio y a nuestros
jóvenes. Sé lo mucho que se está haciendo en las iglesias particulares
para responder a las necesidades de las familias y apoyarlas en su
camino de fe. Les pido que oren fervientemente por ellas, así como por
las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.
Con gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza
en medio de nuestras necesidades, nos dirigimos a María, nuestra Madre
Santísima. Que con su amor de madre interceda por la Iglesia en América,
para que siga creciendo en el testimonio profético del poder que tiene
la cruz de su Hijo para traer alegría, esperanza y fuerza a nuestro
mundo. Rezo por cada uno de ustedes, y les pido, por favor, que lo hagan
por mí.
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ENCUENTRO POR LA LIBERTAD RELIGIOSA
CON LA COMUNIDAD HISPANA Y OTROS INMIGRANTES
CON LA COMUNIDAD HISPANA Y OTROS INMIGRANTES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Independence Mall, Filadelfia
Sábado 26 de septiembre de 2015
Sábado 26 de septiembre de 2015
Queridos amigos:
Buenas tardes. Uno de los momentos más destacados de mi visita es la presencia aquí, en el Independence Mall,
el lugar de nacimiento de los Estados Unidos de América. Aquí fueron
proclamadas por primera vez las libertades que definen este País. La
Declaración de Independencia proclamó que todos los hombres y mujeres
fueron creados iguales; que están dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables, y que los gobiernos existen para proteger y
defender esos derechos. Esas palabras siguen resonando e inspirándonos
hoy, como lo han hecho con personas de todo el mundo, para luchar por la
libertad de vivir de acuerdo con su dignidad.
La historia también muestra que estas y otras verdades deben ser
constantemente reafirmadas, nuevamente asimiladas y defendidas. La
historia de esta Nación es también la historia de un esfuerzo constante,
que dura hasta nuestros días, para encarnar esos elevados principios en
la vida social y política. Recordemos las grandes luchas que llevaron a
la abolición de la esclavitud, la extensión del derecho de voto, el
crecimiento del movimiento obrero y el esfuerzo gradual para eliminar
todo tipo de racismo y de prejuicios contra la llegada posterior de
nuevos americanos. Esto demuestra que, cuando un país está determinado a
permanecer fiel a sus principios, a esos principios fundacionales,
basados en el respeto a la dignidad humana, se fortalece y se renueva.
Cuando un país guarda la memoria de sus raíces, sigue creciendo, se
renueva y sigue asumiendo en su seno nuevos pueblos y nueva gente que
viene a él.
Nos ayuda mucho recordar nuestro pasado. Un pueblo que tiene memoria
no repite los errores del pasado; en cambio, afronta con confianza los
retos del presente y del futuro. La memoria salva el alma de un pueblo
de aquello o de aquellos que quieren dominarlo o quieren utilizarlo para
sus propios intereses. Cuando los individuos y las comunidades ven
garantizado el ejercicio efectivo de sus derechos, no sólo son libres
para realizar sus propias capacidades, sino que también, con estas
capacidades, con su trabajo, contribuyen al bienestar y al
enriquecimiento de toda la sociedad.
En este lugar, que es un símbolo del modelo de los Estados Unidos,
me gustaría reflexionar con ustedes sobre el derecho a la libertad
religiosa. Es un derecho fundamental que da forma a nuestro modo de
interactuar social y personalmente con nuestros vecinos, que tienen
creencias religiosas distintas a la nuestra. El ideal del diálogo
interreligioso, donde todos los hombres y mujeres de diferentes
tradiciones religiosas pueden dialogar sin pelearse. Eso lo da la
libertad religiosa.
La libertad religiosa, sin duda, comporta el derecho de adorar a
Dios, individualmente y en comunidad, de acuerdo con la propia
conciencia. Pero, por otro lado, la libertad religiosa, por su
naturaleza, trasciende los lugares de culto y la esfera privada de los
individuos y las familias, porque el hecho religioso, la dimensión
religiosa, no es una subcultura, es parte de la cultura de cualquier
pueblo y de cualquier nación.
Nuestras distintas tradiciones religiosas sirven a la sociedad sobre
todo por el mensaje que proclaman. Ellas llaman a los individuos y a las
comunidades a adorar a Dios, fuente de la vida, de la libertad y de la
felicidad. Nos recuerdan la dimensión trascendente de la existencia
humana y de nuestra libertad irreductible frente a la pretensión de
cualquier poder absoluto. Necesitamos acercarnos a la historia –nos hace
bien acercarnos a la historia-, especialmente a la historia del siglo
pasado, para ver las atrocidades perpetradas por los sistemas que
pretendían construir algún tipo de «paraíso terrenal», dominando
pueblos, sometiéndolos a principios aparentemente indiscutibles y
negándoles cualquier tipo de derechos. Nuestras ricas tradiciones
religiosas buscan ofrecer sentido y dirección, «tienen una fuerza
motivadora que abre siempre nuevos horizontes, estimula el pensamiento,
amplía la mente y la sensibilidad» (Evangelii gaudium,
256). Llaman a la conversión, a la reconciliación, a la preocupación
por el futuro de la sociedad, a la abnegación en el servicio al bien
común y a la compasión por los necesitados. En el corazón de su misión
espiritual está la proclamación de la verdad y la dignidad de la persona
humana y de todos los derechos humanos.
Nuestras tradiciones religiosas nos recuerdan que, como seres
humanos, estamos llamados a reconocer a Otro, que revela nuestra
identidad relacional frente a todos los intentos por imponer «una
uniformidad a la que el egoísmo de los poderosos, el conformismo de los
débiles o la ideología de la utopía quiere imponernos» (M. de Certeau).
En un mundo en el que diversas formas de tiranía moderna tratan de
suprimir la libertad religiosa, o, como dije antes, reducirla a una
subcultura sin derecho a voz y voto en la plaza pública, o de utilizar
la religión como pretexto para el odio y la brutalidad, es necesario que
los fieles de las diversas tradiciones religiosas unan sus voces para
clamar por la paz, la tolerancia, el respeto a la dignidad y a los
derechos de los demás.
Nosotros vivimos en una época sujeta a la «globalización del paradigma tecnocrático» (Laudato si',
106), que conscientemente apunta a la uniformidad unidimensional y
busca eliminar todas las diferencias y tradiciones en una búsqueda
superficial de la unidad. Las religiones tienen, pues, el derecho y el
deber de dejar claro que es posible construir una sociedad en la que «un
sano pluralismo que, de verdad respete a los diferentes y los valore
como tales» (Evangelii gaudium,
255), es un aliado valioso «en el empeño por la defensa de la dignidad
humana... y un camino de paz para nuestro mundo tan herido» (ibíd., 257) por las guerras.
Los cuáqueros que fundaron Filadelfia estaban inspirados por un
profundo sentido evangélico de la dignidad de cada individuo y por el
ideal de una comunidad unida por el amor fraterno. Esta convicción los
llevó a fundar una colonia que fuera un refugio para la libertad
religiosa y la tolerancia. El sentido de preocupación fraterna por la
dignidad de todos, especialmente de los más débiles y vulnerables, se
convirtió en una parte esencial del espíritu norteamericano. San Juan Pablo II, durante su visita a los Estados Unidos en 1987,
rindió un conmovedor homenaje al respecto, recordando a todos los
americanos que «la prueba definitiva de su grandeza es la manera en que
tratan a todos los seres humanos, pero sobre todo a los más débiles e
indefensos» (Ceremonia de despedida, 19 septiembre 1987).
Aprovecho esta oportunidad para agradecer a todos los que, sea cual
fuera su religión, han tratado de servir a Dios, al Dios de la paz,
construyendo ciudades de amor fraterno, cuidando del prójimo necesitado,
defendiendo la dignidad del don divino, del don de la vida en todas sus
etapas, defendiendo la causa de los pobres y los inmigrantes. Con
demasiada frecuencia los más necesitados, en todas partes, no son
escuchados. Ustedes son su voz, y muchos de ustedes –hombres y mujeres
religiosos- han hecho que su grito sea escuchado. Con este testimonio,
que frecuentemente encuentra una fuerte resistencia, recuerdan a la
democracia norteamericana los ideales que la fundaron, y que la sociedad
se debilita cada vez que allí y en donde cualquier injusticia
prevalece. Hace un momento, hablé de la tendencia a una globalización.
La globalización no es mala. Al contrario, la tendencia a globalizarnos
es buena, nos une. Lo que puede ser malo es el modo de hacerlo. Si una
globalización pretende igualar a todos, como si fuera una esfera, esa
globalización destruye la riqueza y la particularidad de cada persona y
de cada pueblo. Si una globalización busca unir a todos, pero respetando
a cada persona, a su persona, a su riqueza, a su peculiaridad,
respetando a cada pueblo, a cada riqueza, a su peculiaridad, esa
globalización es buena y nos hace crecer a todos, y lleva a la paz. Me
gusta usar un poco la geometría aquí. Si la globalización es una esfera,
donde cada punto es igual, equidistante del centro, anula, no es buena.
Si la globalización une como un poliedro, donde están todos unidos,
pero cada uno conserva su propia identidad, es buena y hace crecer a un
pueblo, y da dignidad a todos los hombres y les otorga derechos.
Entre nosotros hoy hay miembros de la gran población hispana de los
Estados Unidos, así como representantes de inmigrantes recién llegados a
los Estados Unidos. Gracias por abrir las puertas. Muchos de ustedes
han emigrado –los saludo con mucho afecto-, y muchos de ustedes han
emigrado a este País con un gran costo personal, pero con la esperanza
de construir una nueva vida. No se desanimen por las dificultades que
tengan que afrontar. Les pido que no olviden que, al igual que los que
llegaron aquí antes, ustedes traen muchos dones a esta nación. Por
favor, no se avergüencen nunca de sus tradiciones. No olviden las
lecciones que aprendieron de sus mayores, y que pueden enriquecer la
vida de esta tierra americana. Repito, no se avergüencen de aquello que
es parte esencial de ustedes. También están llamados a ser ciudadanos
responsables y a contribuir –como lo hicieron con tanta fortaleza los
que vinieron antes-, a contribuir provechosamente a la vida de las
comunidades en que viven. Pienso, en particular, en la vibrante fe que
muchos de ustedes poseen, en el profundo sentido de la vida familiar y
los demás valores que han heredado. Al contribuir con sus dones, no solo
encontrarán su lugar aquí, sino que ayudarán a renovar la sociedad
desde dentro. No perder la memoria de lo que pasó aquí hace más de dos
siglos. No perder la memoria de aquella Declaración que proclamó
que todos los hombres y mujeres fueron creados iguales, que están
dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, y que los
gobiernos existen para proteger y defender esos derechos.
Queridos amigos, les doy las gracias por su calurosa bienvenida y por
acompañarme hoy aquí. Conservemos la libertad. Cuidemos la libertad. La
libertad de conciencia, la libertad religiosa, la libertad de cada
persona, de cada familia, de cada pueblo, que es la que da lugar a los
derechos. Que este País, y cada uno de ustedes, dé gracias continuamente
por las muchas bendiciones y libertades que disfrutan. Que puedan
defender estos derechos, especialmente la libertad religiosa, que Dios
les ha dado. Que Él los bendiga a todos. Y, por favor, les pido que
recen un poquito por mí. Gracias.
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FIESTA DE LAS FAMILIAS Y VIGILIA DE ORACIÓN
DISCURSO DEL SANTO PADRE
B. Franklin Parkway, Filadelfia
Sábado 26 de septiembre de 2015
Sábado 26 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas,
Queridas familias:
Queridas familias:
Gracias a quienes han dado testimonio. Gracias a quienes nos
alegraron con el arte, con la belleza, que es el camino para llegar a
Dios. La belleza nos lleva a Dios. Y un testimonio verdadero nos lleva a
Dios porque Dios también es la verdad. Es la belleza y es la verdad. Y
un testimonio dado para servir es bueno, nos hace buenos, porque Dios es
bondad. Nos lleva a Dios. Todo lo bueno, todo lo verdadero y todo lo
bello nos lleva Dios. Porque Dios es bueno, Dios es bello, Dios es
verdad.
Gracias a todos. A los que nos dieron un mensaje aquí y a la
presencia de ustedes, que también es un testimonio. Un verdadero
testimonio de que vale la pena la vida en familia. De que una sociedad
crece fuerte, crece buena, crece hermosa y crece verdadera si se edifica
sobre la base de la familia.
Una vez, un chico me preguntó –ustedes saben que los chicos preguntan
cosas difíciles–: «Padre, ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?».
Les aseguro que me costó contestar. Y le dije lo que les digo ahora a
ustedes: Antes de crear el mundo, Dios amaba porque Dios es amor, pero
era tal el amor que tenía en sí mismo, ese amor entre el Padre y el
Hijo, en el Espíritu Santo, era tan grande, tan desbordante… –esto no sé
si es muy teológico, pero lo van a entender–, era tan grande que no
podía ser egoísta. Tenía que salir de sí mismo para tener a quien amar
fuera de sí. Y ahí, Dios creó el mundo. Ahí, Dios hizo esta maravilla en
la que vivimos. Y que, como estamos un poquito mareados, la estamos
destruyendo. Pero lo más lindo que hizo Dios –dice la Biblia– fue la
familia. Creó al hombre y a la mujer; y les entregó todo; les entregó el
mundo: «Crezcan, multiplíquense, cultiven la tierra, háganla producir,
háganla crecer». Todo el amor que hizo en esa Creación maravillosa se lo
entregó a una familia.
Volvemos atrás un poquito. Todo el amor que Dios tiene en sí, toda la
belleza que Dios tiene en sí, toda la verdad que Dios tiene en sí, la
entrega a la familia. Y una familia es verdaderamente familia cuando es
capaz de abrir los brazos y recibir todo ese amor. Por supuesto, que el
paraíso terrenal no está más acá, que la vida tiene sus problemas, que
los hombres, por la astucia del demonio, aprendieron a dividirse. Y todo
ese amor que Dios nos dio, casi se pierde. Y al poquito tiempo, el
primer crimen, el primer fratricidio. Un hermano mata a otro hermano: la
guerra. El amor, la belleza y la verdad de Dios, y la destrucción de la
guerra. Y entre esas dos posiciones caminamos nosotros hoy. Nos toca a
nosotros elegir, nos toca a nosotros decidir el camino para andar.
Pero volvamos para atrás. Cuando el hombre y su esposa se equivocaron
y se alejaron de Dios, Dios no los dejó solos. Tanto el amor…, tanto el
amor, que empezó a caminar con la humanidad, empezó a caminar con su
pueblo, hasta que llegó el momento maduro y le dio la muestra de amor
más grande: su Hijo. ¿Y a Su Hijo dónde lo mandó? ¿A un palacio, a una
ciudad, a hacer una empresa? Lo mandó a una familia. Dios entró al mundo
en una familia. Y pudo hacerlo porque esa familia era una familia que
tenía el corazón abierto al amor, que tenía las puertas abiertas.
Pensemos en María, jovencita. No lo podía creer: «¿Cómo puede suceder
esto?». Y cuando le explicaron, obedeció. Pensemos en José, lleno de
ilusiones de formar un hogar, y se encuentra con esta sorpresa que no
entiende. Acepta, obedece. Y en la obediencia de amor de esta mujer,
María, y de este hombre, José, se da una familia en la que viene Dios.
Dios siempre golpea las puertas de los corazones. Le gusta hacerlo. Le
sale de adentro. ¿Pero saben qué es lo que más le gusta? Golpear las
puertas de las familias. Y encontrar las familias unidas, encontrar las
familias que se quieren, encontrar las familias que hacen crecer a sus
hijos y los educan, y que los llevan adelante, y que crean una sociedad
de bondad, de verdad y de belleza.
Estamos en la fiesta de las familias. La familia tiene carta de
ciudadanía divina. ¿Está claro? La carta de ciudadanía que tiene la
familia se la dio Dios, para que en su seno creciera cada vez más la
verdad, el amor y la belleza. Claro, algunos de ustedes me pueden decir:
«Padre, usted habla así porque es soltero». En la familia hay
dificultades. En las familias discutimos. En las familias a veces vuelan
los platos. En las familias los hijos traen dolores de cabeza. No voy a
hablar de las suegras. Pero en las familias siempre, siempre, hay cruz;
siempre. Porque el amor de Dios, el Hijo de Dios, nos abrió también ese
camino. Pero en las familias también, después de la cruz, hay
resurrección, porque el Hijo de Dios nos abrió ese camino. Por eso la
familia es –perdónenme la palabra– una fábrica de esperanza, de
esperanza de vida y resurrección, pues Dios fue el que abrió ese camino.
Y los hijos. Los hijos dan trabajo. Nosotros como hijos dimos trabajo. A
veces, en casa veo algunos de mis colaboradores que vienen a trabajar
con ojeras. Tienen un bebé de un mes, dos meses. Y les pregunto: «¿No
dormiste?». Y él: «No, lloró toda la noche». En la familia hay
dificultades, pero esas dificultades se superan con amor. El odio no
supera ninguna dificultad. La división de los corazones no supera
ninguna dificultad. Solamente el amor es capaz de superar la dificultad.
El amor es fiesta, el amor es gozo, el amor es seguir adelante.
Y no quiero seguir hablando porque se hace demasiado largo, pero
quisiera marcar dos puntitos de la familia en los que quisiera que se
tuviera un especial cuidado. No sólo quisiera, tenemos que tener un
especial cuidado. Los niños y los abuelos. Los niños y los jóvenes son
el futuro, son la fuerza, los que llevan adelante. Son aquellos en los
que ponemos esperanza. Los abuelos son la memoria de la familia. Son los
que nos dieron la fe, nos transmitieron la fe. Cuidar a los abuelos y
cuidar a los niños es la muestra de amor –no sé si más grande, pero yo
diría– más promisoria de la familia, porque promete el futuro. Un pueblo
que no saber cuidar a los niños y un pueblo que no sabe cuidar a los
abuelos, es un pueblo sin futuro, porque no tiene la fuerza y no tiene
la memoria que lo lleve adelante. La familia es bella, pero cuesta, trae
problemas. En la familia a veces hay enemistades. El marido se pelea
con la mujer, o se miran mal, o los hijos con el padre. Les sugiero un
consejo: Nunca terminen el día sin hacer la paz en la familia. En una
familia no se puede terminar el día en guerra. Que Dios los bendiga. Que
Dios les dé fuerzas. Que Dios los anime a seguir adelante. Cuidemos la
familia. Defendamos la familia porque ahí se juega nuestro futuro.
Gracias. Que Dios los bendiga y recen por mí, por favor.
Queridos hermanos y hermanas,
Queridas familias:
Queridas familias:
Quiero agradecerle, en primer lugar, a las familias que se han
animado a compartir con nosotros su vida, gracias por su testimonio.
Siempre es un regalo poder escuchar a las familias compartir sus
experiencias de vida; eso toca el corazón. Sentimos que ellas nos hablan
de cosas verdaderamente personales y únicas que en cierta medida nos
involucran a todos. Al escuchar sus vivencias podemos sentirnos
implicados, interpelados como matrimonios, como padres, como hijos,
hermanos, abuelos.
Mientras los escuchaba pensaba cuán importante es compartir la vida
de nuestros hogares y ayudarnos a crecer en esta hermosa y desafiante
tarea de «ser familia».
Estar con ustedes me hace pensar en uno de los misterios más hermosos
del cristianismo. Dios no quiso venir al mundo de otra forma que no sea
por medio de una familia. Dios no quiso acercarse a la humanidad sino
por medio de un hogar. Dios no quiso otro nombre para sí que llamarse Enmanuel (Mt
1,23), es el Dios-con-nosotros. Y este ha sido desde el comienzo su
sueño, su búsqueda, su lucha incansable por decirnos: «Yo soy el Dios
con ustedes, el Dios para ustedes». Es el Dios que, desde el principio
de la creación, dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn
2,18a), y nosotros podemos seguir diciendo: No es bueno que la mujer
esté sola, no es bueno que el niño, el anciano, el joven estén solos; no
es bueno. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a
su mujer y los dos no serán sino una sola carne (cf. Gn 2,24). Los dos no serán sino un hogar, una familia.
Y así desde tiempos inmemorables, en lo profundo del corazón,
escuchamos esas palabras que golpean con fuerza en nuestro interior: No
es bueno que estés solo. La familia es el gran don, el gran regalo de
este «Dios-con-nosotros», que no ha querido abandonarnos a la soledad de
vivir sin nadie, sin desafíos, sin hogar.
Dios no sueña solo, busca hacerlo todo «con nosotros». El sueño de
Dios se sigue realizando en los sueños de muchas parejas que se animan a
hacer de su vida una familia.
Por eso, la familia es el símbolo vivo del proyecto amoroso que un
día el Padre soñó. Querer formar una familia es animarse a ser parte del
sueño de Dios, es animarse a soñar con Él, es animarse a construir con
Él, es animarse a jugarse con Él esta historia de construir un mundo
donde nadie se sienta solo, que nadie sienta que sobra o que no tiene un
lugar.
Los cristianos admiramos la belleza y cada momento familiar como el
lugar donde de manera gradual aprendemos el significado y el valor de
las relaciones humanas. «Aprendemos que amar a alguien no es meramente
un sentimiento poderoso, es una decisión, es un juicio, es una promesa»
(Erich Fromm, El arte de amar). Aprendemos a jugárnosla por alguien y que esto vale la pena.
Jesús no fue un «solterón», todo lo contrario. Él ha desposado a la
Iglesia, la ha hecho su pueblo. Él se jugó la vida por los que ama dando
todo de sí, para que su esposa, la Iglesia, pudiera siempre
experimentar que Él es el Dios con nosotros, con su pueblo, su familia.
No podemos comprender a Cristo sin su Iglesia, como no podemos
comprender la Iglesia sin su esposo, Cristo-Jesús, quien se entregó por
amor y nos mostró que vale la pena hacerlo.
Jugársela por amor, no es algo de por sí fácil. Al igual que para el
Maestro, hay momentos que este «jugársela» pasa por situaciones de cruz.
Momentos donde parece que todo se vuelve cuesta arriba. Pienso en
tantos padres, en tantas familias, a las que les falta el trabajo o
poseen un trabajo sin derechos que se vuelve un verdadero calvario.
Cuánto sacrificio para poder conseguir el pan cotidiano. Lógicamente,
estos padres, al llegar a su hogar, no pueden darle lo mejor de sí a sus
hijos por el cansancio que llevan sobre sus «hombros».
Pienso en tantas familias que no poseen un techo sobre el que
cobijarse o viven en situaciones de hacinamiento. Que no poseen el
mínimo para poder construir vínculos de intimidad, de seguridad, de
protección frente a tanto tipo de inclemencias.
Pienso en tantas familias que no pueden acceder a los servicios
sanitarios mínimos. Que, frente a problemas de salud, especialmente de
los hijos o de los ancianos, dependen de un sistema que no logra
tomarlos con seriedad, postergando el dolor y sometiendo a estas
familias a grandes sacrificios para poder responder a sus problemas
sanitarios.
No podemos pensar en una sociedad sana que no le dé espacio concreto a
la vida familiar. No podemos pensar en una sociedad con futuro que no
encuentre una legislación capaz de defender y asegurar las condiciones
mínimas y necesarias para que las familias, especialmente las que están
comenzando, puedan desarrollarse. Cuántos problemas se revertirían si
nuestras sociedades protegieran y aseguraran que el espacio familiar,
sobre todo el de los jóvenes esposos, encontrara la posibilidad de tener
un trabajo digno, un techo seguro, un servicio de salud que acompañe la
gestación familiar en todas las etapas de la vida.
El sueño de Dios sigue irrevocable, sigue intacto y nos invita a
nosotros a trabajar, a comprometernos en una sociedad pro familia. Una
sociedad, donde «el pan, fruto de la tierra y el trabajo de los hombres»
(Misal Romano), siga siendo ofrecido en todo techo alimentando la
esperanza de sus hijos.
Ayudémonos a que este «jugársela por amor» siga siendo posible.
Ayudémonos los unos a los otros, en los momentos de dificultad, a
aliviar las cargas. Seamos los unos apoyo de los otros, seamos las
familias apoyo de otras familias.
No existen familias perfectas y esto no nos tiene que desanimar. Por
el contrario, el amor se aprende, el amor se vive, el amor crece
«trabajándolo» según las circunstancias de la vida por la que atraviesa
cada familia concreta. El amor nace y se desarrolla siempre entre luces y
sombras. El amor es posible en hombres y mujeres concretos que buscan
no hacer de los conflictos la última palabra, sino una oportunidad.
Oportunidad para pedir ayuda, oportunidad para preguntarse en qué
tenemos que mejorar, oportunidad para poder descubrir al Dios con
nosotros que nunca nos abandona. Este es un gran legado que le podemos
dejar a nuestros hijos, una muy buena enseñanza: nos equivocamos, sí;
tenemos problemas, sí; pero sabemos que eso no es lo definitivo. Sabemos
que los errores, los problemas, los conflictos son una oportunidad para
acercarnos a los demás, a Dios.
Esta noche nos encontramos para rezar, para hacerlo en familia, para
hacer de nuestros hogares el rostro sonriente de la Iglesia. Para
encontrarnos con el Dios que no quiso venir al mundo de otra forma que
no sea por medio de una familia. Para encontrarnos con el Dios con
nosotros, el Dios que está siempre entre nosotros.
Domingo 27 de septiembre de 2015
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ENCUENTRO CON VÍCTIMAS DE ABUSOS SEXUALES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Seminario San Carlos Borromeo, Filadelfia
Domingo 27 de septiembre de 2015
Domingo 27 de septiembre de 2015
Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, estoy muy agradecido por
esta oportunidad de conocerles, estoy bendecido por su presencia.
Gracias por venir aquí hoy.
Palabras no pueden expresar plenamente mi dolor por el abuso que han
sufrido. Ustedes son preciosos hijos do Dios, que siempre deberían
esperar nuestra protección, nuestra atención y nuestro amor. Estoy
profundamente dolido porque su inocencia fue violada por aquellos en
quien confiaban. En algunos casos, la confianza fue traicionada por
miembros de su propia familia, en otros casos por miembros de la
Iglesia, sacerdotes que tienen una responsabilidad sagrada para el
cuidado de las almas. En todas las circunstancias, la traición fue una
terrible violación de la dignidad humana.
Para aquellos que fueron abusados por un miembro del clero, lamento
profundamente las veces en que ustedes o sus familias denunciaron abusos
pero no fueron escuchados o creídos. Sepan que el Santo Padre les
escucha y les cree. Lamento profundamente que algunos obispos no
cumplieran con su responsabilidad de proteger a los menores. Es muy
inquietante saber que en algunos casos incluso los obispos eran ellos
mismos los abusadores. Me comprometo a seguir el camino de la verdad,
dondequiera que nos pueda llevar. El clero y los obispos tendrán que
rendir cuentas de sus acciones cuando abusen o no protejan a los
menores.
Estamos reunidos aquí en Filadelfia para celebrar el Don de Dios de
la vida familiar. Dentro de nuestra familia de fe y de nuestras familias
humanas, los pecados y crímenes de abuso sexual de menores ya no deben
mantenerse en secreto y con vergüenza. Esperando la llegada del Año
Jubilar de la Misericordia, su presencia aqui hoy, tan generosamente
ofrecida a pesar de la ira y del dolor que han experimentado, revela el
corazón misericordioso de Cristo. Sus historias de supervivencia, cada
una única y convincente, son señales potentes de la esperanza que nos
llega por la promesa de que el Señor estará con nosotros siempre.
Es bueno saber que han traído con ustedes familiares y amigos a este
encuentro. Estoy muy agradecido por su apoyo compasivo y rezo para que
muchas personas de la Iglesia respondan a la llamada de acompañar a los
que han sufrido abusos. Que la puerta de la misericordia se abra por
completo en nuestras diócesis, nuestras parroquias, nuestros hogares y
nuestros corazones, para recibir a los que fueron abusados y buscar el
camino del perdón confiando en el Señor. Les prometemos apoyarles en su
proceso de sanación y en siempre estar vigilantes para proteger a los
menores de hoy y de mañana.
Cuando los discípulos que caminaron con Jesús en el camino a Emaús
reconocieron que Él era el mismo Señor Resucitado, le pidieron a Jesús
que se quedara con ellos. Al igual que esos discípulos, humildemente les
pido a ustedes y a todos los sobrevivientes de abusos que se queden con
nosotros, con la Iglesia, y que juntos como peregrinos en el camino de
fe, podarnos encontrar nuestro camino hacia el Padre.
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REUNIÓN CON LOS OBISPOS INVITADOS AL ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Seminario San Carlos Borromeo, Filadelfia
Domingo 27 de septiembre de 2015
Domingo 27 de septiembre de 2015
Hermanos Obispos buenos dias.
Llevo grabado en mi corazón las historias, el sufrimiento y el dolor
de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Continúa
abrumándome la vergüenza de que personas que tenían a su cargo el tierno
cuidado de esos pequeños les violaran y les causaran graves daños. Lo
lamento profundamente. Dios llora. Los crímenes y pecados de los abusos
sexuales a menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo,
me comprometo a la celosa vigilancia de la Iglesia para proteger a los
menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta. Los
supervivientes de abuso se han convertido en verdaderos heraldos de
esperanza y ministros de misericordia, humildemente le debemos a cada
uno de ellos y a sus familias nuestra gratitud por su inmenso valor para
hacer brillar la luz de Cristo sobre el mal abuso sexual de menores. Y
esto lo digo porque acabo de reunirme con un grupo de personas abusadas
de niños, que son ayudadas y acompañadas aquí en Filadelfia con un
especial cariño por el arzobispo, monseñor Chaput, y nos pareció que
tenía que comunicarle esto a ustedes.
Estoy contento de tener la oportunidad de compartir con ustedes este
momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo del
Encuentro Mundial de las Familias. Hablo en castellano porque me dijeron
que todos saben castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente
de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra
maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la
Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese
pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras,
mantiene las promesas y conserva la fe.
Pienso que el primer impulso pastoral de este difícil período de
transición nos pide es avanzar con decisión en la línea de este
reconocimiento. El aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el
lamento, a pesar de todos los obstáculos que tenemos que enfrentar. La
familia es el lugar fundamental de la alianza de la Iglesia con la
creación, con esa creación de Dios, que Dios bendijo el último día con
una familia. Sin la familia, tampoco la Iglesia existiría: no podría ser
lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la unidad del género
humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente, nuestro modo de comprender, modelado por la integración
entre la forma eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la
gracia, bendecida por el matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la
transformación del contexto histórico, que incide en la cultura social
–y lamentablemente también jurídica– de los vínculos familiares, y que
nos involucra a todos, seamos creyentes o no creyentes. El cristiano no
es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo y en este mundo concreto,
con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde se debe vivir,
creer y anunciar.
Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad
entre la institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y
compartida, coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no
es así. Si tuviera que describir la situación actual tomaría dos
imágenes propias de nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos
almacenes, pequeños negocios de nuestros barrios y, por otro, los
grandes supermercados o shoppings.
Algún tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén
todas las cosas necesarias para la vida personal y familiar –es cierto
que pobremente expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa
posibilidad de elección–. Pero había un vínculo personal entre el dueño
del negocio y los vecinos compradores. Se vendía fiado, es decir, había
confianza, había conocimiento, había vecindad. Uno se fiaba del otro.
Se animaba a confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén
del barrio».
En estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios: los shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping,
donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende
fiado, ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una
relación de vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas
a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. A no fiar ni
fiarse. Porque lo más importante de hoy parece que es ir detrás de la
última tendencia o de la última actividad. Inclusive a nivel religioso.
Lo importante hoy parece que lo determina el consumo. Consumir
relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir,
consumir... No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no
genera vínculos, un consumo que va más allá de las relaciones humanas.
Los vínculos son un mero «trámite» en la satisfacción de «mis
necesidades». Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con
su historia, con sus afectos.
Y esta conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya
«no sirve» o «no satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de
nuestra sociedad una vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a
los gustos de algunos «consumidores» y, por otra parte, son muchos
–¡tantos!– los otros, los que «comen las migajas que caen de la mesa de
sus amos» (Mt 15,27).
Esto genera una herida grande, una herida cultural muy grande. Me
atrevo a decir que una de las principales pobrezas o raíces de tantas
situaciones contemporáneas está en la soledad radical a la que se ven
sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un like, corriendo detrás de aumentar el número de followers
en cualquiera de las redes sociales, así van –así vamos– los seres
humanos en la propuesta que ofrece esta sociedad contemporánea. Una
soledad con miedo al compromiso y en una búsqueda desenfrenada por
sentirse reconocido.
¿Debemos condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta
sociedad? ¿Debemos anatematizarlos por vivir este mundo? ¿Ellos deben
escuchar de sus pastores frases como: «Todo pasado fue mejor», «El mundo
es un desastre y, si esto sigue así, no sabemos dónde vamos a parar»?
¡Esto me suena a un tango argentino! No, no creo, no creo que este sea
el camino. Nosotros, pastores tras las huellas del Pastor, estamos
invitados a buscar, acompañar, levantar, curar las heridas de nuestro
tiempo. Mirar la realidad con los ojos de aquel que se sabe interpelado
al movimiento, a la conversión pastoral. El mundo hoy nos pide y reclama
esta conversión pastoral. «Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar
el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin
demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el
pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii gaudium, 23). El Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del consumismo.
Nos equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual
sólo tiene aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y
simple egoísmo. ¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto
irremediablemente tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la
trampa. Muchos jóvenes, en medio de esta cultura disuasiva, han
interiorizado una especie de miedo inconsciente, y no, tienen miedo, un
miedo inconsciente, y no siguen los impulsos más hermosos, más altos y
también más necesarios. Hay muchos que retrasan el matrimonio en espera
de unas condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto la vida se
consume sin sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la vida
llega con el tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de
inteligencia y de entusiasmo.
En el Congreso, hace unos días, decía que estamos viviendo una
cultura que impulsa y convence a los jóvenes a no fundar una familia,
unos por la falta de medios materiales para hacerlo y otros por tener
tantos medios que están muy cómodos así, pero esa es la tentación, no
fundar una familia.
Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y
relanzar el entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con
su vocación, correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos
que emplear nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los
defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en
invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el
matrimonio y la familia. En Buenos Aires cuantas mujeres se lamentaban:
“Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años y no se casa, no sé qué hacer” –
“Señora, no le planche más las camisas”. Hay que entusiasmar a los
jóvenes que corran ese riesgo, pero es un riesgo de fecundidad y de
vida.
También aquí se necesita una santa parresía de los obispos. “¿Por qué
no te casas?” – “Sì, tengo novia, pero no sabemos… que sì, que no…
juntamos plata para la fiesta, que para esto…”. La santa parresia de
acompañarlos y hacerlos madurar hacia el compromiso del matrimonio.
Un cristianismo que «se hace» poco en la realidad y «se explica»
infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado;
diría que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de
mostrar que el «Evangelio de la familia» es verdaderamente «buena
noticia» para un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por
encima de todo. No se trata de fantasía romántica: la tenacidad para
formar una familia y sacarla adelante transforma el mundo y la historia.
Son las familias las que transforman el mundo y la historia.
El pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a
los creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas
sean capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían
también la experiencia de la maternidad y de la paternidad en el
horizonte de una nueva «familiaridad» con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este
«velar» no nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de
velar quien sabe estar «en medio de», quien no le tiene miedo a las
preguntas, quien no le tiene miedo al contacto, al acompañamiento. El
pastor vela en primer lugar con la oración, sosteniendo la fe de su
pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su presencia. El pastor
siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece el
desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en
nuestro ministerio pastoral sabemos «perder» el tiempo con las familias.
¿Sabemos estar con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías?
Naturalmente, el rasgo fundamental del estilo de vida del obispo es
en primer lugar vivir el espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y
en segundo lugar difundir la emocionante fecundidad evangélica, rezar y
anunciar el Evangelio (cf. Hch 6,4). Y siempre me llamó la
atención y me golpeó cuando al principio, en el primer tiempo de la
Iglesia, los helenistas se fueron a quejar porque las viudas y los
huérfanos no eran bien atendidos; claro, los apóstoles no daban abasto,
no, entonces descuidaban, se reunieron, se inventaron los diáconos. El
Espíritu Santo les inspiró constituir diáconos y cuando Pedro anuncia la
decisión explica: vamos a elegir a siete hombres así y así para que se
ocupen de este asunto. Y a nosotros nos tocan dos cosas: la oración y la
predicación. ¿Cuál es el primer trabajo del obispo? Orar, rezar. El
segundo trabajo que va junto con ese: predicar. Nos ayuda esta
definición dogmática. Si me equivoco, el cardenal Müller nos ayuda
porque define cuál es el rol del obispo. El obispo es constituido para
pastorear, es pastor, pero pastorear primero con la oración y con el
anuncio, después viene todo lo demás, si queda tiempo.
Nosotros mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje
cristiano de las virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos
asemejaremos cada vez más a los padres y a las madres –como hace Pablo
(cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando no acabar como personas que
simplemente han aprendido a vivir sin familia. Alejarnos de la familia
nos va llevando a ser personas que aprendimos a vivir sin familia, feo
muy feo. Nuestro ideal, en efecto, no es la carencia de afectos, no. El
buen pastor renuncia a unos afectos familiares propios para dedicar
todas sus fuerzas, y la gracia de su llamada especial, a la bendición
evangélica de los afectos del hombre y la mujer, que encarnan el
designio de Dios, empezando por aquellos que están perdidos,
abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su
dignidad. Esta entrega total al ágape de Dios no es una vocación ajena a
la ternura y al amor. Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12).
La misión del buen pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede
autorizar, no la propia presunción– imita en todo y para todo el estilo
afectivo del Hijo con el Padre, reflejado en la ternura de su entrega:
en favor, y por amor, de los hombres y mujeres de la familia humana.
En la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro
ministerio necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia.
Ósea, lo subrayo, desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia, de
lo contrario, se marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se
alejará irremediablemente de la alegre noticia evangélica de Dios e irá
al supermercado de moda a comprar el producto que en ese momento más le
guste.
Si somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando
infinita paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados
en que debemos sembrar - pues realmente tenemos que sembrar tantas veces
en surcos desviados - también una mujer samaritana con cinco «no
maridos» será capaz de dar testimonio. Y frente a un joven rico, que
siente tristemente que se lo ha de pensar todavía con calma, habrá un
publicano maduro se apurará para bajar del árbol y se desvivirá por los
pobres en los que hasta ese momento no había pensado nunca.
Hermanos, que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre
la familia y la Iglesia. La necesita la familia, la necesita la Iglesia,
la necesitamos los pastores.
La familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es
la evidencia de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los
hijos de esta historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos
ha pedido que sirvamos. Muchas gracias.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE
Filadelfia
Domingo 27 de septiembre de 2015
Domingo 27 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Yo voy a hablar en español porque no sé hablar inglés, pero él
[indica al intérprete] habla muy bien inglés y me va a traducir. Gracias
por recibirme y darme la oportunidad de estar aquí con ustedes
compartiendo este momento. Un momento difícil, cargado de tensiones. Un
momento que sé que es doloroso no solo para ustedes, sino para sus
familias y para toda la sociedad. Ya que una sociedad, una familia que
no sabe sufrir los dolores de sus hijos, que no los toma con seriedad,
que los naturaliza y los asume como normales y esperables, es una
sociedad que está «condenada» a quedar presa de sí misma, presa de todo
lo que la hace sufrir. Yo vine aquí como pastor, pero sobre todo como
hermano, a compartir la situación de ustedes y hacerla también mía; he
venido a que podamos rezar juntos y presentarle a nuestro Dios lo que
nos duele y también lo que nos anima y recibir de Él la fuerza de la
Resurrección.
Recuerdo el Evangelio donde Jesús lava los pies a sus discípulos en
la Última Cena. Una actitud que le costó mucho entender a los
discípulos, inclusive Pedro reacciona y le dice: «Jamás permitiré que me
laves los pies» (Jn 13,8).
En aquel tiempo era habitual que, cuando uno llegaba a una casa, se
le lavara los pies. Toda persona siempre era recibida así. Porque no
existían caminos asfaltados, eran caminos de polvo, con pedregullo que
iba colándose en las sandalias. Todos transitaban los senderos que
dejaban el polvo impregnado, lastimaban con alguna piedra o producían
alguna herida. Ahí lo vemos a Jesús lavando los pies, nuestros pies, los
de sus discípulos de ayer y de hoy.
Todos sabemos que vivir es caminar, vivir es andar por distintos caminos, distintos senderos que dejan su marca en nuestra vida.
Y por la fe sabemos que Jesús nos busca, quiere sanar nuestras
heridas, curar nuestros pies de las llagas de un andar cargado de
soledad, limpiarnos del polvo que se fue impregnando por los caminos que
cada uno tuvo que transitar. Jesús no nos pregunta por dónde anduvimos,
no nos interroga qué estuvimos haciendo. Por el contrario, nos dice:
«Si no te lavo los pies, no podrás ser de los míos» (Jn 13,9). Si
no te lavo los pies, no podré darte la vida que el Padre siempre soñó,
la vida para la cual te creó. Él viene a nuestro encuentro para
calzarnos de nuevo con la dignidad de los hijos de Dios. Nos quiere
ayudar a recomponer nuestro andar, reemprender nuestro caminar,
recuperar nuestra esperanza, restituirnos en la fe y la confianza.
Quiere que volvamos a los caminos, a la vida, sintiendo que tenemos una
misión; que este tiempo de reclusión nunca ha sido y nunca será sinónimo
de expulsión.
Vivir supone “ensuciarse los pies” por los caminos polvorientos de la
vida y de la historia. Y todos tenemos necesidad de ser purificados, de
ser lavados. Todos. Yo el primero. Todos somos buscados por este
Maestro que nos quiere ayudar a reemprender el camino. A todos nos busca
el Señor para darnos su mano. Es penoso constatar sistemas
penitenciarios que no buscan curar las llagas, sanar las heridas,
generar nuevas oportunidades. Es doloroso constatar cuando se cree que
solo algunos tienen necesidad de ser lavados, purificados no asumiendo
que su cansancio y su dolor, sus heridas, son también el cansancio, el
dolor, las heridas, de toda una sociedad. El Señor nos lo muestra claro
por medio de un gesto: lavar los pies y volver a la mesa. Una mesa en la
que Él quiere que nadie quede fuera. Una mesa que ha sido tendida para
todos y a la que todos somos invitados.
Este momento de la vida de ustedes solo puede tener una finalidad:
tender la mano para volver al camino, tender la mano para que ayude a la
reinserción social. Una reinserción de la que todos formamos parte, a
la que todos estamos invitados a estimular, acompañar y generar. Una
reinserción buscada y deseada por todos: reclusos, familias,
funcionarios, políticas sociales y educativas. Una reinserción que
beneficia y levanta la moral de toda la comunidad y la sociedad.
Y quiero animarlos a tener esta actitud entre ustedes, con todas las
personas que de alguna manera forman parte de este Instituto. Sean
forjadores de oportunidades, sean forjadores de camino, sean forjadores
de nuevos senderos.
Todos tenemos algo de lo que ser limpiados y purificados. Todos. Que
esta conciencia nos despierte a la solidaridad entre todos, a apoyarnos y
a buscar lo mejor para los demás.
Miremos a Jesús que nos lava los pies, Él es el «camino, la verdad y
la vida», que viene a sacarnos de la mentira de creer que nadie puede
cambiar, la mentira de creer que nadie puede cambiar. Jesús que nos
ayuda a caminar por senderos de vida y plenitud. Que la fuerza de su
amor y de su Resurrección sea siempre camino de vida nueva.
Y así como estamos, cada uno en su sitio, sentado, en silencio
pedimos al Señor que nos bendiga. Que el Señor los bendiga y los
proteja. Haga brillar su rostro sobre ustedes y les muestre su gracia.
Les descubra su rostro y les conceda la paz. Gracias.
La silla que han hecho es muy linda, muy hermosa. Muchas gracias por el trabajo.
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SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL VIII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
DEL VIII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
B. Franklin Parkway, Filadelfia
Domingo 27 de septiembre de 2015
Domingo 27 de septiembre de 2015
Hoy la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte
que nos hace pensar. Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también
estimula nuestro entusiasmo.
En la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del
pueblo están profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un
mandato. En el Evangelio, Juan dice a Jesús que los discípulos le han
impedido a un hombre sacar espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene
la sorpresa: Moisés y Jesús reprenden a estos colaboradores por ser tan
estrechos de mente. ¡Ojalá fueran todos profetas de la Palabra de Dios!
¡Ojalá que cada uno pudiera obrar milagros en el nombre del Señor!
Jesús encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había
aceptado cuanto dijo e hizo. Para ellos, la apertura de Jesús a la fe
honesta y sincera de muchas personas que no formaban parte del pueblo
elegido de Dios, les parecía intolerable. Los discípulos, por su parte,
actuaron de buena fe, pero la tentación de ser escandalizados por la
libertad de Dios que hace llover sobre «justos e injustos» (Mt 5,45),
saltándose la burocracia, el oficialismo y los círculos íntimos,
amenaza la autenticidad de la fe y, por tanto, tiene que ser
vigorosamente rechazada.
Cuando nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las
palabras de Jesús sobre el escándalo son tan duras. Para Jesús, el
escándalo intolerable es todo lo que destruye y corrompe nuestra
confianza en este modo de actuar del Espíritu.
Nuestro Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su
presencia en nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros
hayamos amado primero a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1Jn 4,10).
Amor que nos da la certeza honda: somos buscados por Él, somos
esperados por Él. Esa confianza es la que lleva al discípulo a
estimular, acompañar y hacer crecer todas las buenas iniciativas que
existen a su alrededor. Dios quiere que todos sus hijos participen de la
fiesta del Evangelio. No impidan todo lo bueno, dice Jesús, por el
contrario, ayúdenlo a crecer. Poner en duda la obra del Espíritu, dar la
impresión que la misma no tiene nada que ver con aquellos que «no son
parte de nuestro grupo», que no son «como nosotros», es una tentación
peligrosa. No bloquea solamente la conversión a la fe, sino que
constituye una perversión de la fe.
La fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos
muestra que, como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los
pequeños gestos. «El que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre
–dice Jesús, pequeño gesto– no se quedará sin recompensa» (Mc
9,41). Son gestos mínimos que uno aprende en el hogar; gestos de familia
que se pierden en el anonimato de la cotidianidad pero que hacen
diferente cada jornada. Son gestos de madre, de abuela, de padre, de
abuelo, de hijo, de hermanos. Son gestos de ternura, de cariño, de
compasión. Son gestos del plato caliente de quien espera a cenar, del
desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar. Son gestos de
hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de una
larga jornada de trabajo. El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la
atención mínima a lo cotidiano que hace que la vida siempre tenga sabor
a hogar. La fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por
eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias
domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece
en la fe.
Jesús nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el
contrario, quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que
acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a despertar todos los
pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y actuante en
nuestro mundo.
Esta actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos, hoy,
aquí, en el final de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir
esta lógica en nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de
mundo queremos dejarle a nuestros hijos? (cf. Laudato si’, 160).
Pregunta que no podemos responder sólo nosotros. Es el Espíritu que nos
invita y desafía a responderla con la gran familia humana. Nuestra casa
común no tolera más divisiones estériles. El desafío urgente de
proteger nuestra casa incluye la preocupación de unir a toda la familia
humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, porque
sabemos que las cosas pueden cambiar (cf. ibid.,
13). Que nuestros hijos encuentren en nosotros referentes de comunión,
no de división. Que nuestros hijos encuentren en nosotros hombres y
mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar todo lo bueno
que el Padre sembró.
De manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues,
que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre
del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc
11,13) Cuánta sabiduría hay en estas palabras. Es verdad que en cuanto a
bondad y pureza de corazón nosotros, seres humanos, no tenemos mucho de
qué vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que, en lo que se refiere a los
niños, somos capaces de una generosidad infinita. Por eso nos alienta:
si tenemos fe, el Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias
del mundo que nos ayuden. Somos muchos los que participamos en esta
celebración y esto es ya en sí mismo algo profético, una especie de
milagro en el mundo de hoy, que está cansado de inventar nuevas
divisiones, nuevos quebrantos, nuevos desastres. Ojalá todos fuéramos
profetas. Ojalá cada uno de nosotros se abriera a los milagros del amor
para el bien de su propia familia y de todas las familias del mundo –y
estoy hablando de milagros de amor-, y poder así superar el escándalo de
un amor mezquino y desconfiado, encerrado en sí mismo e impaciente con
los demás. Les dejo como pregunta para que cada uno responda –porque
dije la palabra “impaciente”-: ¿En mi casa se grita o se habla con amor y
ternura? Es una buena manera de medir nuestro amor.
Qué bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras
fronteras, pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro.
Renovemos nuestra fe en la palabra del Señor que invita a nuestras
familias a esta apertura; que invita a todos a participar de la profecía
de la alianza entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a
Dios. Que nos ayude a participar de la profecía de la paz, de la ternura
y del cariño familiar. Que nos ayude a participar del gesto profético
de cuidar con ternura, con paciencia y con amor a nuestros niños y a
nuestros abuelos.
Todo el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los
niños a alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer el mal
–una familia que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– y
encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo o la religión, o
la región, a la que pertenezca.
Que Dios nos conceda a todos ser profetas del gozo del Evangelio, del
Evangelio de la familia, del amor de la familia, ser profetas como
discípulos del Señor, y nos conceda la gracia de ser dignos de esta
pureza de corazón que no se escandaliza del Evangelio. Que así sea.
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SALUDO AL COMITÉ ORGANIZADOR, A LOS VOLUNTARIOS
Y A LOS BENEFACTORES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Aeropuerto Internacional de Filadelfia
Domingo, 27 de septiembre de 2015
Domingo, 27 de septiembre de 2015
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CONFERENCIA DE PRENSA DEL SANTO PADRE
DURANTE EL VUELO DE REGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DURANTE EL VUELO DE REGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Vuelo Papal
Domingo, 27 de septiembre de 2015
Domingo, 27 de septiembre de 2015
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