Nueva York, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA, 26 de septiembre de
2015 (VIS).- La segunda jornada del Papa FRANCISCO en Nueva York comenzó con su
visita a la sede de las Naciones Unidas, ante la que la Santa Sede
cuenta con una representación desde 1964, mientras su estatuto es el de
Observador Permanente con derecho de participación pero sin derecho de
voto.
A
su llegada al edificio el Santo Padre fue acogido por el Secretario
General Ban-Ki-moon, por su esposa y dos niños, hijos de funcionarios de
la ONU caídos en servicio que le ofrecieron un ramo de flores. El Papa
encontró en privado al Secretario General que, acabado el coloquio, lo
acompañó al vestíbulo para saludar al personal de esa organización.
FRANCISCO, que depuso unas flores ante la placa conmemorativa de los
funcionarios de las Naciones Unidas caídos en servicio, recordó que la
mayor parte del trabajo del personal de la ONU, desde los expertos a los
traductores, pasando por los empleados de cocina y las fuerzas de
seguridad, constituyen en muchos aspectos ''la columna vertebral'' de la
Organización.
''La
mayor parte del trabajo que hacen aquí - dijo - no aparece en las
noticias. Entre bastidores sus esfuerzos cotidianos hacen posible muchas
de las iniciativas diplomáticas, culturales, económicas y políticas de
las Naciones Unidas que son tan importantes para responder a las
esperanzas y expectativas de los pueblos que componen nuestra familia
humana. Gracias por lo que hacen''.
Después
el Papa se trasladó en golf car al edificio de la Asamblea General
donde se encontró, siempre en privado e individualmente con los Presidentes de la 70ª Asamblea General, Mogens Lykketoft (Dinamarca), de
la 69ª Sam Kahamba Kutesa (Uganda), así como con el Presidente del
Consejo de Seguridad, Vitaly Churkin (Federación Rusa).
Finalizados
los coloquios, el Pontífice entró en el hemiciclo de la Asamblea donde fue
acogido con un gran aplauso y tras recibir la bienvenida del Presidente
de la 70ª Asamblea General y del Secretario General de la ONU,
pronunció ante los Representantes de las Naciones un discurso en el que
tras mencionar los éxitos logrados por las Naciones Unidas en sus
setenta años de existencia, como la construcción de la normativa
internacional de derechos humanos o las operaciones de paz y
reconciliación, abordó la cuestión del medio ambiente y de la exclusión
económica y social de buena parte de la población mundial.
Asimismo
reiteró que la guerra es la negación de todos los derechos subrayando la
necesidad del ''infatigable recurso'' a la negociación y denunció las
persecuciones religiosas. También puso en guardia sobre cualquier tipo
de colonización ideológica y definió el narcotráfico como ''una guerra
asumida y pobremente combatida'' y subrayó que los organismos
financieros internacionales han de velar por el desarrollo sustentable
de los países y no por la sumisión asfixiante de éstos a sistemas
crediticios que los condenan a una pobreza todavía más grande.
Texto completo:
''Una
vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el
Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a
dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y
en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también
sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de
Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios
políticos y técnicos que los acompañan, al personal de las Naciones
Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal
de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los
que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes
saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en
este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien
de la humanidad.
Esta
es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron
mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi
más reciente predecesor, hoy el Papa Emérito Benedicto XVI, en 2008.
Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada
al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a
la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder
tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente
universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo
menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la
importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las
esperanzas que pone en sus actividades.
La
historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por
las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una
historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada
aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se
puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho
internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos
humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de
muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros
logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer
humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad
del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los
egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas
no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esta
actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al
uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos
progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción
del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.
Rindo
pues homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y
sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular,
quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la
reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los
muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones
humanitarias, de paz y de reconciliación.
La
experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra
que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es necesaria,
progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin
excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las
decisiones. Esta necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para
los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del
Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o
mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas.
Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los
países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales
han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no
sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de
promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia.
La
labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y
de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista
como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo
que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la
fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación
del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada
uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que
ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente,
autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las
otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La
distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa,
tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un
sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta
la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin
embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores
indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente
natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores
íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas
preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso
hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del
ambiente y acabando con la exclusión.
Ante
todo, hay que afirmar que existe un verdadero ''derecho del ambiente''
por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del
ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta
límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El
hombre, aun cuando está dotado de ''capacidades inéditas'' que
''muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y
biológico'' , es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un
cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo
puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es
favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la
humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las
vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de
belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos,
junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo
proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre
servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y
para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos
está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el
ambiente es un bien fundamental .
El
abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados
por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e
ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los
recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos
habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o
porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos
adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política. La
exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad
humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los
más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave
motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a
vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del
abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e
inconscientemente consolidada ''cultura del descarte''.
Lo
dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus
claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a
tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al
respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que
anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030
para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy
mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la
Conferencia de París sobre el cambio climático logre acuerdos
fundamentales y eficaces.
No
bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque
constituyen ciertamente un paso necesario para las soluciones. La
definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como
elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est
constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo
reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica,
constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y
mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la
exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de
seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual
de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico
de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es
tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que
va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un
nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las
conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente
efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.
La
multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con
instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble
peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas
enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicaciones
estadísticas –, o creer que una única solución teórica y apriorística
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en
ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un
concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento
que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres
concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que
muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de
cualquier derecho.
Para
que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza
extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El
desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana
no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada
uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa
relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad
humana –amigos, comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas y
sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el derecho a la
educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–, que se
asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de
las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las
agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la
formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base
para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al
mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que
todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su
dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula
primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en
lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo
espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa,
el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos.
Por
todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del
cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso
efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y
espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y
debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad
religiosa, y más en general libertad del de espíritu y educación. Al
mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un
fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza
humana.
La
crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la
biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie
humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la
economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder,
deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: ''El hombre
no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no
se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza''.
La creación se ve perjudicada ''donde nosotros mismos somos las últimas
instancias ... El derroche de la creación comienza donde no reconocemos
ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a
nosotros mismos'' . Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra
la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la
propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre
hombre y mujer y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y
dimensiones .
Sin
el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la
actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral,
el ideal de ''salvar las futuras generaciones del flagelo de la
guerra'' y de ''promover el progreso social y un más elevado nivel de
vida en una más amplia libertad'' (ibíd.) corre el riesgo de convertirse
en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven
de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una
colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos
de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último
término, irresponsables.
La
guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al
ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para
todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la
guerra entre las naciones y entre los pueblos.
Para
tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el
infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al
arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma
jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de
las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los
primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la
plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su
incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas
con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto
de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando,
en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar
cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una
verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan
gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el
ambiente biológico.
El
Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas
indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz,
la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones
de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas
afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a
la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva
como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la
amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son
contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las
Naciones Unidas, que pasarían a ser ''Naciones unidas por el miedo y la
desconfianza''. Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares,
aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el
espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El
reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de
Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena
voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y
constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé
los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.
En
ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de
las intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los
miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener
la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos
llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente
Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los
cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto
con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no
quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a
ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio
cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la
disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la
propia vida o con la esclavitud.
Estas
realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia
de los que están a cargo de la conducción de los asuntos
internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o
cultural, sino en cada situación de conflicto, como Ucrania, Siria,
Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos,
hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que
sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos
y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y
niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en
material de descarte cuando la actividad consiste solo en enumerar
problemas, estrategias y discusiones.
Como
pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de
agosto de 2014, ''la más elemental comprensión de la dignidad humana
(obliga) a la comunidad internacional, en particular a través de las
normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo
posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas
contra las minorías étnicas y religiosas'' y para proteger a las
poblaciones inocentes.
En
esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad
no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la
muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de
nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra
''asumida'' y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia
dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos,
del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de
corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida
social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos
casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de
nuestras instituciones.
Comencé
esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera
ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las
palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi
exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito: ''Ha llegado la hora
en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión,
casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra
historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, ... ha sido tan
necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni
del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán ... resolver
muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad'' . Entre
otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a
resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la
exclusión. Continúo con Pablo VI: ''El verdadero peligro está en el
hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de
llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas'' hasta aquí
Pablo VI.
La
casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una
recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la
sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los
pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no
nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan
descartables porque no se los considera más que números de una u otra
estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal
comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte
la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de una
elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y
colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso
prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las
palabras de Pablo VI, ''el edificio de la civilización moderna debe
levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de
sostenerlo, sino también de iluminarlo'' .
El
gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra natal,
canta: ''Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan
unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos
pelean, los devoran los de afuera''.
El
mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y
sostenida fragmentación social que pone en riesgo ''todo fundamento de
la vida social'' y por lo tanto ''termina por enfrentarnos unos con
otros para preservar los propios intereses''.
El
tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen
dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y
positivos acontecimientos históricos. No podemos permitirnos postergar
''algunas agendas'' para el futuro. El futuro nos pide decisiones
críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el
número de excluidos y necesitados.
La
loable construcción jurídica internacional de la Organización de las
Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como
cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser
prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Y lo
será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses
sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien
común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi
oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia
Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada
uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar,
para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que
Dios los bendiga a todos''.