AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2015
Plaza de San Pedro
Miércoles 21 de octubre de 2015
Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de octubre de 2015
AUDIENCIA GENERAL INTERRELIGIOSA
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO
DE LA PROMULGACIÓN DE LA DECLARACIÓN CONCILIAR
"NOSTRA AETATE"
DE LA PROMULGACIÓN DE LA DECLARACIÓN CONCILIAR
"NOSTRA AETATE"
Plaza de San Pedro
Miércoles 28 de octubre de 2015
Miércoles 28 de octubre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las audiencias generales hay a menudo personas o grupos
pertenecientes a otras religiones; pero hoy esta presencia es del todo
especial, por recordar juntos el 50º aniversario de la declaración del
Concilio Vaticano II Nostra aetate
sobre las relaciones de la Iglesia católica con las religiones no
cristianas. Este tema ocupaba un lugar central para el beato Papa
Pablo VI, que en la fiesta de Pentecostés del año anterior al final del
Concilio había instituido el Secretariado para los no cristianos,
hoy Consejo pontificio para el diálogo interreligioso. Expreso por eso
mi gratitud y mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diferentes
religiones, que hoy han querido estar presentes, especialmente a quienes
vienen de lejos.
El Concilio Vaticano ii fue un tiempo extraordinario de reflexión,
diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia católica sobre sí
misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos con
vistas a una actualización orientada por una doble fidelidad: fidelidad a
la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. De hecho Dios, que se ha revelado en la
creación y en la historia, que ha hablado por medio de los profetas y de
forma plena en su Hijo hecho hombre (cf. Heb 1, 1), se dirige al corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la verdad y las vías para practicarla.
El mensaje de la declaración Nostra aetate es siempre actual. Recuerdo brevemente algunos puntos:
— La creciente interdependencia de los pueblos (cf. n. 1);
— la búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la
muerte, preguntas que siempre acompañan nuestro camino (cf. n. 1);
— el origen común y el destino común de la humanidad (cf. n. 1);
— la unicidad de la familia humana (cf. n. 1);
— las religiones como búsqueda de Dios o del Absoluto, en las diferentes etnias y culturas (cf. n. 1);
— la mirada benévola y atenta de la Iglesia a las religiones: ella no
rechaza nada de lo que en estas religiones hay de bello y verdadero
(cf. n. 2);
— la Iglesia mira con estima a los creyentes de todas las religiones, apreciando su compromiso espiritual y moral (cf. n. 2);
— la Iglesia, abierta al diálogo con todos, es al mismo tiempo fiel a
la verdad en la que cree, comenzando por la verdad de que la salvación
que se ofrece a todos tiene su origen en Jesús, único salvador, y que el
Espíritu Santo actúa como fuente de paz y amor.
Son muchos los eventos, las iniciativas, las relaciones
institucionales o personales con las religiones no cristianas de estos
últimos cincuenta años, y es difícil recordarlos todos. Un hecho
particularmente significativo fue el encuentro de Asís del 27 de octubre
de 1986. Este fue querido y promovido por san Juan Pablo ii, quien un
año antes, es decir hace treinta años, dirigiéndose a los jóvenes
musulmanes en Casablanca deseaba que todos los creyentes en Dios
favorecieran la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos (19
de agosto de 1985). La llama, encendida en Asís, se extendió por todo el
mundo y constituye un signo permanente de esperanza.
Una especial gratitud hacia Dios merece la auténtica transformación
que ha experimentado en estos 50 años la relación entre cristianos y
judíos. Indiferencia y oposición se han transformado en colaboración y
benevolencia. De enemigos y extraños nos hemos convertido en amigos y
hermanos. El Concilio, con la declaración Nostra aetate,
trazó la vía: «sí» al redescubrimiento de las raíces judías del
cristianismo; «no» a cualquier forma de antisemitismo y condena de toda
injuria, discriminación y persecución que se derivan. El conocimiento,
el respeto y la estima mutua constituyen el camino que, si bien vale en
modo peculiar para la relación con los judíos, vale análogamente también
para la relación con las otras religiones. Pienso de modo particular en
los musulmanes, que —como recuerda el Concilio— «adoran al único Dios,
viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del
cielo y de la tierra, que habló a los hombres» (Nostra aetate,
3). Estos se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como
profeta, honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y
practican la oración, la limosna y el ayuno (cf. ibid).
El diálogo que necesitamos no puede ser sino abierto y respetuoso, y
entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al
mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso: respetar el derecho de
otros a la vida, a la integridad física, a las libertades fundamentales,
es decir a la libertad de conciencia, pensamiento, expresión y
religión. El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a
colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena
voluntad que no profesan ninguna religión, nos pide respuestas efectivas
sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a
millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, en particular
la cometida en nombre de la religión, la corrupción, la degradación
moral, la crisis de la familia, de la economía, de las finanzas y sobre
todo de la esperanza. Nosotros creyentes no tenemos recetas para estos
problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y nosotros
creyentes rezamos. Tenemos que rezar. La oración es nuestro tesoro, a la
que nos acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir
los dones que anhela la humanidad.
A causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una actitud
de sospecha o incluso de condena de las religiones. En realidad, aunque
ninguna religión es inmune al riesgo de desviaciones fundamentalistas o
extremistas en individuos o grupos (cf. Discurso al Congreso de EE.UU.,
24 de septiembre de 2015), es necesario mirar los valores positivos que
viven y proponen y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la
mirada para ir más allá. El diálogo basado en el respeto lleno de
confianza puede traer semillas de bien que se transforman en brotes de
amistad y de colaboración en muchos campos, y sobre todo en el servicio a
los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida de los
migrantes, en la atención a quien está excluido. Podemos caminar juntos
cuidando los unos de los otros y de la creación. Todos los creyentes de
cada religión. Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado el
jardín del mundo para cultivar y cuidar como un bien común, y podemos
realizar proyectos compartidos para combatir la pobreza y asegurar a
cada hombre y mujer condiciones de vida dignas.
El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que está ante nosotros,
es una ocasión propicia para trabajar juntos en el campo de las obras
de caridad. Y en este campo, donde cuenta sobre todo la compasión,
pueden unirse a nosotros muchas personas que no se sienten creyentes o
que están en búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen al
centro el rostro del otro, en particular el rostro del hermano y de la
hermana necesitados. Y la misericordia a la cual somos llamados abraza a
toda la creación, que Dios nos ha confiado para ser cuidadores y no
explotadores, o peor todavía, destructores. Debemos siempre proponernos
dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cf. Enc. Laudato si’, 194), empezando por el ambiente en el cual vivimos, por los pequeños gestos de nuestra vida cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, en lo referente al futuro del diálogo
interreligioso, la primera cosa que debemos hacer es rezar. Y rezar los
unos por los otros: ¡somos hermanos! Sin el Señor, nada es posible; con
Él, ¡todo se vuelve posible! Que nuestra oración —cada uno según la
propia tradición— pueda adherirse plenamente a la voluntad de Dios,
quien desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como
tal, formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular a los participantes en el V Congreso de la
Fundación Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, que se celebra en Madrid, así
como a los grupos venidos de España y Latinoamérica. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 21 de octubre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la meditación pasada
reflexionamos sobre las importantes promesas que los padres hacen a los
niños, desde que ellos son pensados en el amor y concebidos en el
vientre.
Podemos añadir que, mirando bien, la entera realidad familiar está
fundada sobre la promesa —pensemos bien esto: la identidad familiar está
fundada sobre la promesa—: se puede decir que la familia vive de la
promesa de amor y fidelidad que el hombre y la mujer se hacen el uno al
otro. Esta implica el compromiso de acoger y educar a los hijos; pero
también se lleva a cabo en el cuidado de los padres ancianos, en
proteger y cuidar a los miembros más débiles de la familia, en la ayuda
recíproca para desarrollar las propias cualidades y aceptar los propios
límites. Y la promesa conyugal se extiende para compartir las alegrías y
los sufrimientos de todos los padres, las madres, los niños, con
generosa apertura en la humana convivencia y el bien común. Una familia
que se encierra en sí misma es como una contradicción, una mortificación
de la promesa que la hizo nacer y la hace vivir. No olvidéis nunca: la
identidad de la familia siempre es una promesa que se extiende y se
extiende a toda la familia y a toda la humanidad.
En nuestros días, el honor de la fidelidad a la promesa de la vida
familiar aparece muy debilitado. Por un lado, porque un derecho mal
entendido de buscar la propia satisfacción, a toda costa y en cualquier
relación, es exaltado como un principio no negociable de la libertad.
Por otro, porque se confían exclusivamente a la limitación de la ley los
vínculos de la vida de relación y del empeño por el bien común. Pero,
en realidad, nadie quiere ser amado solo por sus propios bienes o por
obligación. El amor, así como la amistad, deben su fuerza y su belleza a
este hecho: que generan un vínculo sin quitar la libertad. El amor es
libre, la promesa de la familia es libre, y esta es la belleza. Sin
libertad no hay amistad, sin libertad no hay amor, sin libertad no hay
matrimonio. Por lo tanto, libertad y fidelidad no se oponen, más bien se
sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en
las sociales. Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la
civilización de la comunicación global, la inflación de promesas
incumplidas, en varios campos, ¡y la indulgencia por la infidelidad a la
palabra dada y a los compromisos asumidos!
Si, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de
compromiso que se autocumple, creciendo en la libre obediencia a la
palabra dada. La fidelidad es una confianza que realmente se «quiere»
compartir, y una esperanza que se «quiere» cultivar juntos. Y hablando
de fidelidad me viene a la mente lo que nuestros ancianos, nuestros
abuelos cuentan: «Ah, qué tiempos aquellos, cuando se hacía un acuerdo y
un apretón de manos era suficiente», porque había fidelidad a las
promesas. Y este, que es un hecho social, también está en el origen de
la familia, en el apretón de manos de un hombre y una mujer para ir
adelante juntos toda la vida.
La fidelidad a las promesas es ¡una verdadera obra de arte de
humanidad! Si nos fijamos en su audaz belleza, nos asustamos, pero si
despreciamos su valiente tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación
de amor —ninguna amistad, ninguna forma de querer, ninguna felicidad del
bien común— alcanza la altura de nuestro deseo y de nuestra esperanza,
si no llega a habitar este milagro del alma. Y digo «milagro», porque la
fuerza y la persuasión de la fidelidad, a pesar de todo, no terminan de
encantarnos y sorprendernos.
El honor a la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden
comprar ni vender. No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco
custodiar sin sacrificio. Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad
del amor, si la familia no lo hace. Ninguna ley puede imponer la belleza
y la herencia de este tesoro de la dignidad humana, si el vínculo
personal entre amor y generación no la escribe la verdad del amor en
nuestra carne.
Hermanos y hermanas, es necesario restituir el honor social a la
fidelidad del amor: restituir el honor social a la fidelidad del amor.
Es necesario sacar de la clandestinidad el milagro cotidiano de millones
de hombres y mujeres que regeneran su fundamento familiar, del que toda
sociedad vive, sin ser capaz de garantizarlo de ninguna otra manera. No
es casualidad que este principio de la fidelidad a la promesa del amor y
de la generación está escrito en la creación de Dios como una bendición
perenne, a la cual está confiado el mundo.
Si san Pablo puede afirmar que en el vínculo familiar está
misteriosamente revelada una verdad decisiva también para el vínculo del
Señor y la Iglesia, quiere decir que la Iglesia misma encuentra aquí
una bendición que debe cuidar y de la cual siempre aprender, antes
incluso de enseñarla y disciplinarla. Nuestra fidelidad a la promesa
está realmente siempre confiada a la gracia y a la misericordia de Dios.
El amor por la familia humana, en las buenas y en las malas, ¡es un
punto de honor para la Iglesia! Que Dios nos conceda estar a la altura
de esta promesa. Y rezamos también por los padres del Sínodo: que el
Señor bendiga su trabajo, realizado con fidelidad creativa, en la
confianza que Él antes que nadie,
el Señor —Él el primero—, es fiel a
sus promesas. Gracias.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España y Latinoamérica. Los invito a rezar por
los Padres del Sínodo, que el Señor bendiga su trabajo, desarrollado con
fidelidad creativa y con la firme esperanza de que el Señor es el
primero en ser fiel a sus promesas. Que Dios los bendiga.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de octubre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, como las previsiones del tiempo eran un poco inseguras y se
esperaba la lluvia, esta audiencia se realiza contemporáneamente en dos
lugares: nosotros en la plaza y 700 enfermos en el aula Pablo VI que
siguen la audiencia en las pantallas. Todos estamos unidos y los
saludamos con un aplauso.
La palabra de Jesús es fuerte hoy: «¡Ay del mundo a causa de los
escándalos!». Jesús es realista y dice: «es inevitable que sucedan los
escándalos pero ¡ay del hombre que causa el escándalo!».
Yo quisiera, antes de iniciar la catequesis, en nombre de la Iglesia.
pediros perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han
ocurrido tanto en Roma como en el Vaticano, os pido perdón.
Hoy reflexionaremos sobre un tema muy importante: las promesas que hacemos a los niños.
No hablo de las promesas que hacemos aquí o allá, durante el día,
para ponerlos contentos o para hacer que se porten bien (quizá con algún
truco inocente: te doy un caramelo y ese tipo de promesas…), para hacer
que se esfuercen en el colegio o para disuadirlos de algún capricho.
Hablo de otras promesas, de las promesas más importantes, decisivas
para lo que esperan de la vida, para su confianza en los seres humanos,
para su capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son
promesas que nosotros les hacemos a ellos.
Nosotros adultos estamos listos para hablar de los niños como una promesa de la vida.
Todos decimos: los niños son una promesa de la vida. Y también fácilmente nos conmovemos diciendo que los jóvenes son nuestro futuro, es verdad.
Pero me pregunto, a veces, si somos también serios con su
futuro, ¡con el futuro de los niños, con el futuro de los jóvenes! Una
pregunta que deberíamos hacernos más a menudo es esta: ¿Qué tan leales
somos con las promesas que hacemos a los niños, trayéndolos a nuestro
mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo y esta es una promesa, ¿qué
les prometemos?
Acogida y cuidado, cercanía y atención, confianza y esperanza, son
también promesas de base, que se pueden resumir en una sola: amor.
Nosotros prometemos amor, es decir, el amor que se expresa en la
acogida, el cuidado, la cercanía, la atención, la confianza y la
esperanza, pero la gran promesa es el amor. Este es el modo más adecuado
para acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos nosotros lo
aprendemos, incluso antes de ser conscientes.
A mí me gusta mucho cuando veo a los papás y mamás, cuando paso entre
vosotros, que me traen a un niño, una niña pequeños, y pregunto:
«¿Cuánto tiempo tiene?» — «Tres semanas, cuatro semanas... pido que el
Señor lo bendiga».
Esto también se llama amor. El amor es la promesa que el hombre y la
mujer hacen a cada hijo: desde que es concebido en el pensamiento.
Los niños vienen al mundo y esperan tener confirmación de esta promesa: lo esperan en modo total, confiado, indefenso.
Basta mirarlos: en todas las etnias, en todas las culturas, ¡en todas
las condiciones de vida! Cuando sucede lo contrario, los niños son
heridos por un «escándalo», por un escándalo insoportable, más grave, en
cuanto no tienen los medios para descifrarlo. No pueden entender qué
cosa sucede. Dios vigila esta promesa, desde el primer instante.
¿Recodáis qué dice Jesús? Los ángeles de los niños reflejan la mirada de
Dios, y Dios no pierde nunca de vista a los niños (cf. Mt 18,
10). ¡Ay de aquellos que traicionan su confianza, ay! Su confiado
abandono a nuestra promesa, que nos compromete desde el primer instante,
nos juzga.
Y quisiera agregar otra cosa, con mucho respeto por todos, pero
también con mucha franqueza. Su espontánea confianza en Dios nunca
debería ser herida, sobre todo cuando eso ocurre con motivo de una
cierta presunción (más o menos inconsciente) de ocupar el lugar de Dios.
La tierna y misteriosa relación de Dios con el alma de los niños no
debería ser nunca violada. Es una relación real que Dios quiere y Dios
la cuida. El niño está listo desde el nacimiento para sentirse amado por
Dios, está listo para esto. Apenas es capaz de sentirse que es amado
por sí mismo, un hijo siente también que hay un Dios que ama a los
niños.
Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la
comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales
del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal,
el lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las
iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo
entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad,
acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como
interlocutor.
Un segundo milagro, una segunda promesa: nosotros —papá y mamá— ¡nos
donamos a ti, para que tú te dones a ti mismo! Y esto es amor, ¡que trae
una chispa del de Dios! Y vosotros, papás y mamás, tenéis esta chispa
de Dios que dais a los niños, vosotros sois instrumento del amor de Dios
y esto es bello, bello, bello.
Sólo si miramos a los niños con los ojos de Jesús, podemos
verdaderamente entender en qué sentido, defendiendo a la familia,
protegemos a la humanidad.
El punto de vista de los niños es el punto de vista del Hijo de Dios.
La Iglesia misma, en el Bautismo, a los niños les hace grandes
promesas, con las que compromete a los padres y a la comunidad
cristiana.
Que la santa Madre de Jesús —por medio de la cual el Hijo de Dios
llegó a nosotros, amado y generado como un niño— haga a la Iglesia capaz
de seguir el camino de su maternidad y su fe.
Y que San José
—hombre justo, que lo acogió y protegió, honrando valientemente la
bendición y la promesa de Dios— nos haga a todos capaces y dignos de
hospedar a Jesús en cada niño que Dios manda a la tierra.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. De modo
especial quiero saludar a los 33 mineros chilenos que estuvieron
atrapados en las entrañas de la tierra durante 70 días, creo que
cualquiera de ustedes sería capaz de venir acá y decirnos que significa
la esperanza. Gracias por tener esperanza en Dios. Que la Virgen María y San José, que tuvieron bajo su custodia al Hijo de Dios, nos enseñen a
acoger a Jesús en cada niño. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de octubre de 2015
Miércoles 7 de octubre de 2015
Hace pocos días comenzó el Sínodo de los obispos sobre el tema «La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo». La familia que camina por la vía del Señor es fundamental en el testimonio del amor de Dios y merece por ello toda la dedicación de la que la Iglesia es capaz. El Sínodo está llamado a interpretar, hoy, esta atención y este cuidado de la Iglesia. Acompañemos todo el itinerario sinodal sobre todo con nuestra oración y nuestra atención. Y en este período las catequesis serán reflexiones inspiradas por algunos aspectos de la relación —que bien podemos decir indisoluble— entre la Iglesia y la familia, con el horizonte abierto al bien de la entera comunidad humana. Una mirada atenta a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra inmediatamente la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu familiar. De hecho, el estilo de las relaciones —civiles, económicas, jurídicas, profesionales, de ciudadanía— aparece muy racional, formal, organizado, pero también muy «deshidratado», árido, anónimo. A veces se vuelve insoportable. Aún queriendo ser inclusivo en sus formas, en la realidad abandona a la soledad y al descarte un número cada vez mayor de personas.
Por esto, la familia abre para toda la sociedad una perspectiva mucho más humana: abre los ojos de los hijos sobre la vida —y no solo la mirada, sino también todos los demás sentidos— representando una visión de la relación humana edificada sobre la libre alianza de amor. La familia introduce a la necesidad de las uniones de fidelidad, sinceridad, confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer en las relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada, el respeto por las personas, el compartir los límites personales y de los demás. Y todos somos conscientes de lo insustituible de la preocupación familiar por los miembros más pequeños, más vulnerables, más heridos, e incluso los más desastrosos en las conductas de su vida. En la sociedad, quien practica estas actitudes, las ha asimilado del espíritu familiar, no de la competición y el deseo de autorrealización. Ahora bien, aún sabiendo todo esto, no se da a la familia el peso debido —y reconocimiento, y apoyo— en la organización política y económica de la sociedad contemporánea. Quisiera decir más: la familia no solo no tiene el reconocimiento adecuado, ¡sino que no genera más aprendizaje! A veces se podría decir que, con toda su ciencia y su técnica, la sociedad moderna no es capaz todavía de traducir estos conocimientos en formas mejores de convivencia civil. No solo la organización de la vida común se topa cada vez más con una burocracia del todo extraña a las uniones humanas fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a menudo signos de degradación —agresividad, vulgaridad, desprecio…—, que están por debajo del umbral de una educación familiar también mínima. En esta coyuntura, los extremos opuestos de este afeamiento de las relaciones —la obtusa tecnocracia y el «familismo» amoral— se conjugan y se alimentan recíprocamente. Esto es una paradoja. La Iglesia individua hoy, en este punto exacto, el sentido histórico de su misión sobre la familia y sobre el auténtico espíritu familiar: comenzando por una atenta revisión de vida, que se refiere a sí misma. Se podría decir que el «espíritu familiar» es una carta constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así debe ser. Está escrito en letras claras: «Vosotros que un tiempo estabais lejos —dice san Pablo— […] ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Ef 2, 19).
La Iglesia es y debe ser la familia de Dios. Jesús, al llamar a Pedro para seguirlo, le dijo que le haría «pescador de hombres»; y por esto es necesario un nuevo tipo de redes. Podríamos decir que hoy las familias son una de las redes más importantes para la misión de Pedro y de la Iglesia. ¡Esta no es una red que hace prisioneros! Al contrario, libera de las malas aguas del abandono y la indiferencia, que ahogan a muchos seres humanos en el mar de la soledad y de la indiferencia. Las familias saben bien qué es la dignidad de sentirse hijos y no esclavos, o extraños, o solo un número de documento de identidad. Desde aquí, desde la familia, Jesús comienza de nuevo su paso entre los seres humanos para persuadirlos que Dios no les ha olvidado. De aquí, Pedro toma fuerzas para su ministerio. De aquí la Iglesia, obedeciendo a la palabra del Maestro, sale a pescar al lago, segura que, si esto sucede, la pesca será milagrosa.
Que el entusiasmo de los padres sinodales, animados por el Espíritu Santo, pueda fomentar el impulso de una Iglesia que abandona las viejas redes y se pone a pescar confiando en la palabra de su Señor. ¡Recemos intensamente por esto! Cristo, por lo demás, prometió y nos tranquiliza: si incluso los malos padres no niegan el pan a los hijos hambrientos, ¡imaginémonos si Dios no dará el Espíritu a quienes —aun imperfectos como son— lo piden con apasionada insistencia (cf. Lc 11, 9-13)!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Invito a todos a invocar la intercesión de Nuestra Señora del Rosario por los trabajos del Sínodo. Muchas gracias.
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