Ofrecemos a continuación amplios extractos del discurso pronunciado por el Pontífice:
''Mientras
seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para
la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?
Ciertamente
no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la
familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de
la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en
ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que
es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente
no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las
dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se
han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han
examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la
cabeza bajo tierra.
Significa
haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de
la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre
la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de
la sociedad y de la vida humana.
Significa
haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los
pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo
trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los
desafíos de las familias.
Significa
haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene
miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos
discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa
haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades
de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la
fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y
de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa
haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la
Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere
''adoctrinarlo'' en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa
haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se
esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las
buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a
veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las
familias heridas.
Significa
haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de
los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los
santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten
pobres y pecadores.
Significa
haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica
conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la
libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad
cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o
simplemente incomprensible.
En
el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado
libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo benévolos–
han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen
viva de una Iglesia que no utiliza ''módulos impresos'', sino que toma
de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones
resecos.
Y
–más allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por el
Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que parece normal
para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un
escándalo –¡casi!– para el obispo de otro continente; lo que se
considera violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto
obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de
conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En realidad,
las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general –como
he dicho, las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de
la Iglesia–, todo principio general necesita ser inculturado si quiere
ser observado y aplicado. El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo
aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, habló de la
inculturación como ''una íntima transformación de los auténticos valores
culturales por su integración en el cristianismo y la radicación del
cristianismo en todas las culturas humanas''.
La
inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra su
verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es
más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas.
Hemos
visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el
desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el
Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los
ataques ideológicos e individualistas.
Y,
sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los
otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la
misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no
quiere más que ''todos los hombres se salven'', para introducir y vivir
este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que
la Iglesia está llamada a vivir.
La
experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los
verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra
sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la
gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo
alguno disminuir la importancia de las fórmulas: son necesarias; la
importancia de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la
grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni
tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad
sin límites de su misericordia. Significa superar las tentaciones
constantes del hermano mayor y de los obreros celosos. Más aún,
significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el
hombre y no al contrario.
En
este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos
humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la
invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente,
sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el
precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas.
El
primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino
proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de
conducir a todos los hombres a la salvación del Señor.
El
beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: ''Podemos pensar que
nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor
más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de
salvación (...). En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno (...).
Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando- bueno
con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él
será feliz –si puede decirse así–el día en que nosotros queramos
regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que
nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios''.
También San Juan Pablo II dijo que ''la Iglesia vive una vida auténtica, cuando
profesa y proclama la misericordia (...) y cuando acerca a los hombres a
las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora''.
Y
el Papa Benedicto XVI decía: ''La misericordia es el núcleo central del
mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios (...) Todo lo que la
Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para
con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un
bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso,
para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia.
En
este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha
vivido, hablado y discutido sobre la familia, nos sentimos enriquecidos
mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la acción del
Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y artífice del Sínodo.
Para todos nosotros, la palabra ''familia'' no suena lo mismo que antes
del Sínodo, hasta el punto que en ella encontramos la síntesis de su
vocación y el significado de todo el camino sinodal.
Para
la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver
verdaderamente a ''caminar juntos'' para llevar a todas las partes del
mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz del
Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de
Dios''.