jueves, 3 de septiembre de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de agosto 2015 (26, 19, 12 Y 5)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
AGOSTO 2015


Plaza de San Pedro
Miércoles 26 de agosto de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de reflexionar acerca de cómo vive la familia los tiempos de la fiesta y del trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración. El lamento más frecuente de los cristianos se refiere precisamente al tiempo: «Tendría que rezar más...; quisiera hacerlo, pero a menudo me falta el tiempo». Lo oímos continuamente. El pesar es sincero, ciertamente, porque el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y si no la encuentra no tiene paz. Pero para que se encuentren, hay que cultivar en el corazón un amor «cálido» por Dios, un amor afectivo.


Podemos hacernos una pregunta muy sencilla. Está bien creer en Dios con todo el corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades, está bien sentir el deber de darle gracias. Todo está bien. Pero ¿lo queremos, de verdad, un poco al Señor? ¿Pensar en Dios nos conmueve, nos maravilla, nos enternece?


Pensemos en la formulación del gran mandamiento, que sostiene a todos los demás: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). La fórmula usa el lenguaje intenso del amor, orientándolo a Dios. Así, el espíritu de oración habita ante todo aquí. Y si habita aquí, habita todo el tiempo y ya no sale de él. ¿Logramos pensar en Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de la cual no hay nada; una caricia de la cual nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar? ¿O bien pensamos en Él sólo como el gran Ser, el Todopoderoso que creó todas las cosas, el Juez que controla cada acción? Todo es verdad, naturalmente. Pero sólo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el significado de estas palabras llega a ser pleno. Entonces nos sentimos felices, y también un poco confundidos, porque Él piensa en nosotros y, sobre todo, nos ama. ¿No es impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con amor de padre? ¡Es tan bonito! Podía simplemente darse a conocer como el Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio, Dios hizo y hace infinitamente más que eso. Nos acompaña en el camino de la vida, nos protege y nos ama.


Si el afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de la oración no caldea el tiempo. Podemos incluso multiplicar nuestras palabras, «como hacen los gentiles», dice Jesús; o también hacernos ver por nuestros ritos, «como hacen los fariseos» (cf. Mt 6, 5.7). Un corazón habitado por el amor a Dios convierte también en oración un pensamiento sin palabras, o una invocación ante una imagen sagrada, o un beso enviado hacia una iglesia. Es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio de oración. Y es un don del Espíritu Santo. Nunca olvidemos pedir este don para cada uno de nosotros, porque el Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestro corazón «Abbà» — «Padre»; y nos enseña a decir «Padre» precisamente como lo decía Jesús, un modo que nunca podremos encontrar por nosotros mismos (cf. Gal 4, 6). Este don del Espíritu se aprende a pedirlo y apreciarlo en la familia. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la que aprendes a decir «papá» y «mamá», lo has aprendido para siempre. Cuando esto sucede, el tiempo de toda la vida familiar se ve envuelto en el seno del amor de Dios, y busca espontáneamente el momento de la oración.


El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y lleno de asuntos, ocupado y preocupado. Es siempre poco, nunca es suficiente, hay tantas cosas por hacer. Quien tiene una familia aprende rápido a resolver una ecuación que ni siquiera los grandes matemáticos saben resolver: hacer que veinticuatro horas rindan el doble. Hay mamás y papás que por esto podrían ganar el Premio Nobel. De 24 horas hacen 48: ¡no sé cómo hacen, pero se mueven y lo hacen! ¡Hay tanto trabajo en la familia!


El espíritu de oración restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que siempre le falta el tiempo, vuelve a encontrar la paz de las cosas necesarias y descubre la alegría de los dones inesperados. Buenas guías para ello son las dos hermanas Marta y María, de las que habla el Evangelio que hemos escuchado. Ellas aprendieron de Dios la armonía de los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de oración (cf. Lc 10, 38-42). La visita de Jesús, a quien querían mucho, era su fiesta. Pero un día Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, incluso siendo importante, no lo es todo, sino que escuchar al Señor, como hacía María, era la cuestión verdaderamente esencial, la «parte mejor» del tiempo. La oración brota de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio. No os olvidéis de leer todos los días un pasaje del Evangelio. La oración brota de la familiaridad con la Palabra de Dios. ¿Contamos con esta familiaridad en nuestra familia? ¿Tenemos el Evangelio en casa? ¿Lo abrimos alguna vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio leído y meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Por la mañana y por la tarde, y cuando nos sentemos a la mesa, aprendamos a decir juntos una oración, con mucha sencillez: es Jesús quien viene entre nosotros, como iba a la familia de Marta, María y Lázaro. Una cosa que me preocupa mucho y que he visto en las ciudades: hay niños que no han aprendido a hacer la señal de la cruz. Pero tú, mamá, papá, enseña al niño a rezar, a hacer la señal de la cruz: es una hermosa tarea de las mamás y los papás.


En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasos difíciles, nos encomendamos unos a otros, para que cada uno de nosotros en la familia esté protegido por el amor de Dios.



Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Invito a todos a descubrir la belleza de la oración en familia para que rezando unos por otros seamos protegidos por el amor de Dios. Muchas gracias.




INVITACIÓN


El martes próximo, 1° de septiembre, en comunión de oración con nuestros hermanos ortodoxos y con todas las personas de buena voluntad, queremos ofrecer nuestra aportación para superar la crisis ecológica que está viviendo la humanidad. En todo el mundo, las diversas realidades eclesiales locales han programado oportunas iniciativas de oración y reflexión, para hacer de dicha Jornada un momento fuerte también con vistas a la asunción de estilos de vida coherentes.


Con los obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos de la Curia romana nos encontraremos en la basílica de San Pedro a las 17, para la Liturgia de la Palabra, a la cual invito a participar, ya desde ahora, a los romanos, a los peregrinos y a cuantos lo deseen. 


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Aula Pablo VI
Miércoles 19 de agosto de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de reflexionar sobre el valor de la fiesta en la vida de la familia, hoy nos centramos en el elemento complementario, que es el trabajo. Ambos forman parte del proyecto creador de Dios, la fiesta y el trabajo.


El trabajo, se dice comúnmente, es necesario para mantener a la familia, criar a los hijos y asegurar una vida digna a los seres queridos. De una persona seria, honrada, lo más hermoso que se puede decir es: «Es un trabajador», se trata precisamente de alguien que trabaja, que en la comunidad no vive a expensas de los demás. He visto que hay muchos argentinos, y lo diré como lo decimos nosotros: «No vive de arriba».


El trabajo, en efecto, en sus mil formas, comenzando por la labor de ama de casa, se ocupa también del bien común. Y, ¿dónde se aprende este estilo de vida laborioso? Ante todo se aprende en la familia. La familia educa al trabajo con el ejemplo de los padres: el papá y la mamá que trabajan por el bien de la familia y de la sociedad.


En el Evangelio, la Sagrada Familia de Nazaret se presenta como una familia de trabajadores, y Jesús mismo era conocido como el «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) o incluso «el carpintero» (Mc 6, 3). Y san Pablo no duda en poner en guardia a los cristianos: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3, 10) —es una buena receta para adelgazar: no trabajas, no comes—. El apóstol se refiere explícitamente al falso espiritualismo de algunos que, de hecho, viven a expensas de sus hermanos y hermanas «sin hacer nada» (2 Ts 3, 11). El compromiso del trabajo y la vida del espíritu, en la concepción cristiana, no están de ninguna manera en contraste entre sí. Es importante comprender bien esto. Oración y trabajo pueden y deben ir de la mano, en armonía, como enseña san Benito. La falta de trabajo perjudica al espíritu, como la ausencia de oración hace daño también a la actividad práctica.


Trabajar —repito, de mil maneras— es propio de la persona humana y expresa su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por ello se dice que el trabajo es sagrado. Y por este motivo la gestión del trabajo es una gran responsabilidad humana y social, que no se puede dejar en manos de unos pocos o de un «mercado» divinizado. Causar una pérdida de puestos de trabajo significa provocar un grave daño social. Me entristece cuando veo que hay gente sin trabajo, que no encuentra trabajo y no tiene la dignidad de llevar el pan a casa. Y me alegro mucho cuando veo que los gobernantes hacen numerosos esfuerzos para crear puestos de trabajo y tratar que todos tengan un trabajo. El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia. Tenemos que rezar para que no falte el trabajo en una familia.


Por lo tanto, también el trabajo, como la fiesta, forma parte del proyecto de Dios Creador. En el libro del Génesis, el tema de la tierra como casa-jardín, confiada al cuidado y al trabajo del hombre (2, 8.15), lo anticipa un pasaje muy conmovedor: «El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que cultivase el suelo; pero un manantial salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo» (2, 4b-6). 
No es romanticismo, es revelación de Dios; y nosotros tenemos la responsabilidad de comprenderla y asimilarla en profundidad. La encíclica Laudato si’, que propone una ecología integral, contiene también este mensaje: la belleza de la tierra y la dignidad del trabajo fueron hechas para estar unidas. Ambas van juntas: la tierra llega a ser hermosa cuando el hombre la trabaja. Cuando el trabajo se separa de la alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades espirituales, cuando es rehén de la lógica del beneficio y desprecia los afectos de la vida, el abatimiento del alma contamina todo: también el aire, el agua, la hierba, el alimento... La vida civil se corrompe y el hábitat se arruina. Y las consecuencias golpean sobre todo a los más pobres y a las familias más pobres. La organización moderna del trabajo muestra algunas veces una peligrosa tendencia a considerar a la familia un estorbo, un peso, una pasividad para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿qué productividad? ¿Y para quién? La así llamada «ciudad inteligente» es indudablemente rica en servicios y organización; pero, por ejemplo, con frecuencia es hostil a los niños y a los ancianos.


En algunas ocasiones, quien proyecta se interesa en la gestión de la fuerza-trabajo individual, que se ha de acoplar y utilizar o descartar según la conveniencia económica. La familia es un gran punto de verificación. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino, entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en contra de sí misma.


Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo. La pérdida de estos valores fundamentales es una cuestión muy seria, y en la casa común ya hay demasiadas grietas. La tarea no es fácil. A las asociaciones de las familias a veces les puede parecer que están como David ante Goliat... ¡pero sabemos cómo acabó ese desafío! Se necesita fe y astucia. Que Dios nos conceda acoger su llamada con alegría y esperanza, en este momento difícil de nuestra historia, la llamada al trabajo para dar dignidad a sí mismos y a la propia familia.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Virgen María que interceda por todas las familias, y especialmente por las que sufren a causa del desempleo y la crisis, para que se les ayude a cumplir su importante misión en la Iglesia y en el mundo. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


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Aula Pablo VI
Miércoles 12 de agosto de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy abrimos un pequeño recorrido de reflexión sobre las tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo, la oración.


Comenzamos por la fiesta. Hoy hablaremos de la fiesta y decimos enseguida que la fiesta es una invención de Dios. Recordamos la conclusión del pasaje de la creación, en el libro del Génesis que hemos escuchado: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó» (2, 2-3). Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo se ha hecho bien. Hablo de trabajo, naturalmente, no sólo en el sentido del oficio y la profesión, sino en un sentido más amplio: cada acción con la que nosotros hombres y mujeres podemos colaborar con la obra creadora de Dios.


Por tanto, la fiesta no es la pereza de estar en el sofá, o la emoción de una tonta evasión. La fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho; celebramos un trabajo. También vosotros, recién casados, estáis festejando el trabajo de un bonito tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para contemplar cómo crecen los hijos, o los nietos, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra casa, a los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué bueno! Dios lo hizo de este modo cuando creó el mundo. Y continuamente lo hace así, porque Dios crea siempre, también en este momento.


Puede suceder que una fiesta llegue en circunstancias difíciles o dolorosas, y se celebra quizá «con un nudo en la garganta». Sin embargo también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no vaciarla completamente. Vosotros, mamás y papás sabéis bien esto: ¡cuántas veces por amor a los hijos, sois capaces de tragaros las penas para dejar que ellos vivan bien la fiesta, degusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto amor en esto!


También en el ambiente del trabajo, a veces —sin dejar de lado los deberes— sabemos «infiltrar» algún toque de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como también una despedida o una nueva llegada…, es importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!


Pero el verdadero tiempo de la fiesta interrumpe el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda al hombre y a la mujer que están hechos a imagen de Dios, que no es esclavo del trabajo, sino Señor, y, por tanto, tampoco nosotros nunca debemos ser esclavos del trabajo, sino «señores». Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que es para todos, ¡nadie excluido! Y sin embargo sabemos que hay millones de hombres y mujeres e incluso niños esclavos del trabajo. En este tiempo existen esclavos, son explotados, esclavos del trabajo y ¡esto va contra Dios y contra la dignidad de la persona humana! La obsesión por el beneficio económico y la eficiencia de la técnica amenazan los ritmos humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos. El tiempo de descanso, sobre todo el del domingo, está destinado a nosotros para que podamos gozar de lo que no se produce ni consume, no se compra ni se vende. Y en lugar de esto vemos que la ideología del beneficio y del consumo quiere comerse también la fiesta: también esta a veces se reduce a un «negocio», a una forma de hacer dinero y gastarlo. Pero, ¿trabajamos para esto? La codicia del consumir, que implica desperdicio, es un virus malo que, entre otras cosas, al final nos hace estar más cansados que antes. Perjudica al verdadero trabajo y consume la vida. Los ritmos desordenados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.


Por último, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios lo habita de una forma especial. La Eucaristía del domingo lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y las fatigas de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo es transfigurado por la gracia de Cristo.


La familia está dotada de una competencia extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. ¡Qué bonitas son las fiestas en familia, son bellísimas! Y en particular la del domingo. No es casualidad que las fiestas en las que hay sitio para toda la familia son aquellas que salen mejor.


La misma vida familiar, vista a través de los ojos de la fe, nos parece mejor que los cansancios que comporta. Nos aparece como una obra de arte de sencillez, bonita precisamente porque no es falsa, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la vida verdadera. Nos aparece como una cosa «muy buena», como Dios dijo al finalizar la creación del hombre y de la mujer (cfr. Gn 1, 31). Por tanto, la fiesta es un precioso regalo de Dios; un precioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo estropeemos!
 

Queridos hermanos y hermanas:


Abrimos hoy una serie de reflexiones sobre tres facetas que marcan la vida familiar: la fiesta, el trabajo y la oración.


Comenzamos por la fiesta, que es un invento de Dios. El libro del Génesis nos dice que al final de la creación Dios contempló y gozó de su obra. Dios nos enseña que festejar no es conseguir evadirse o dejarse vencer por la pereza, sino volver nuestra mirada hacia el fruto de nuestro esfuerzo con gratitud y con benevolencia. También nosotros podemos mirar a nuestros hijos que crecen, el hogar que hemos construido y pensar: ¡Que hermoso! Es Dios que lo ha hecho posible, que sigue creando también hoy. ¡Y hacer fiesta!


El mandamiento divino de cesar en nuestras tareas cotidianas, nos recuerda también, que el hombre, como imagen de Dios, es señor y no esclavo del trabajo. Nos pide liberarnos de la obsesión por el beneficio económico, que ataca los ritmos humanos de la vida y niega al hombre el tiempo para lo realmente importante. Desterremos esa idea de fiesta centrada en el consumo y en el desenfreno y recuperemos su valor sagrado, viéndola como un tiempo privilegiado en el que podemos encontrarnos con Dios y con el hermano. Un tiempo maravilloso que podemos vivir en la familia, incluso en las dificultades.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor nos conceda a todos vivir el tiempo de descanso, las fiestas, la celebración del domingo, con los ojos de la fe, como un precioso regalo que ilumina nuestra vida familiar. Muchas gracias.


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Aula Pablo VI
Miércoles 5 de agosto de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Con esta catequesis retomamos nuestra reflexión sobre la familia. Después de haber hablado, la última vez, de las familias heridas a causa de la incomprensión de los esposos, hoy quiero centrar nuestra atención en otra realidad: cómo ocuparnos de quienes, tras el irreversible fracaso de su vínculo matrimonial, han iniciado una nueva unión.


La Iglesia sabe bien que esa situación contradice el Sacramento cristiano. Sin embargo, su mirada de maestra se nutre siempre en un corazón de madre; un corazón que, animado por el Espíritu Santo, busca siempre el bien y la salvación de las personas. He aquí por qué siente el deber, «por amor a la verdad», de «discernir bien las situaciones». Así se expresaba san Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84), diferenciando entre quien sufrió la separación respecto a quien la provocó. Se debe hacer este discernimiento.


Si luego contemplamos esta nueva unión con los ojos de los hijos pequeños —y los pequeños miran—, con los ojos de los niños, vemos aún más la urgencia de desarrollar en nuestras comunidades una acogida real hacia las personas que viven tales situaciones. Por ello es importante que el estilo de la comunidad, su lenguaje, sus actitudes, estén siempre atentas a las personas, partiendo de los pequeños. Ellos son los que sufren más en estas situaciones. Por lo demás, ¿cómo podremos recomendar a estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tuviésemos alejados de la vida de la comunidad, como si estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar. Lamentablemente, el número de estos niños y jóvenes es verdaderamente grande. Es importante que ellos sientan a la Iglesia como madre atenta a todos, siempre dispuesta a la escucha y al encuentro.


En estas décadas, en verdad, la Iglesia no ha sido ni insensible ni perezosa. Gracias a la profundización realizada por los Pastores, guiada y confirmada por mis Predecesores, creció mucho la consciencia de que es necesaria una acogida fraterna y atenta, en el amor y en la verdad, hacia los bautizados que iniciaron una nueva convivencia tras el fracaso del matrimonio sacramental. En efecto, estas personas no están excomulgadas: ¡no están excomulgadas!, y de ninguna manera se las debe tratar como tales: ellas forman siempre parte de la Iglesia.


El Papa Benedicto XVI intervino sobre esta cuestión, solicitando un atento discernimiento y un sabio acompañamiento pastoral, sabiendo que no existen «recetas sencillas» (Discurso en el VII Encuentro mundial de las familias, Fiesta de los testimonios, Milán, 2 de junio de 2012, respuesta n. 5).

De aquí la reiterada invitación de los Pastores a manifestar abierta y coherentemente la disponibilidad de la comunidad a acogerlos y alentarlos, para que vivan y desarrollen cada vez más su pertenencia a Cristo y a la Iglesia con la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en la liturgia, la educación cristiana de los hijos, la caridad, el servicio a los pobres y el compromiso por la justicia y paz.


El icono bíblico del buen Pastor (Jn 10, 11-18) resume la misión que Jesús recibió del Padre: dar la vida por las ovejas. Esa actitud es un modelo también para la Iglesia, que acoge a sus hijos como una madre que da su vida por ellos. «La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre [...]» —¡Nada de puertas cerradas! ¡Nada de puertas cerradas!—. «Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad. [...] La Iglesia [...] es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 47). Los cristianos, del mismo modo, están llamados a imitar al buen Pastor. Sobre todo las familias cristianas pueden colaborar con Él haciéndose cargo de la atención de las familias heridas, acompañándolas en la vida de fe de la comunidad. Que cada uno haga su parte asumiendo la actitud del buen Pastor, que conoce a cada una de sus ovejas y a ninguna excluye de su amor infinito.



Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. En la memoria litúrgica de la Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor, confiemos a la Madre de Dios a todas las familias. Muchas gracias.


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