CIUDAD DEL VATICANO, 4 de junio de 2016 (VIS).- El Santo Padre FRANCISCO intervino ayer por la tarde en la Cumbre de juristas contra
la trata de personas y el crimen organizado, celebrada en la Pontificia
Academia de las Ciencias Sociales en la que participaron un gran número
de jueces, fiscales y magistrados de diferentes países, protagonistas
principales en la lucha contra estos terribles crímenes.
Texto íntegro del discurso pronunciado por el Santo Padre.
“Si me alegro de esta contribución y me complazco con ustedes es
también en consideración al noble servicio que pueden ofrecer a la
humanidad, ya sea profundizando en el conocimiento de ese fenómeno tan
actual, la indiferencia en el mundo globalizado y sus formas extremas,
ya sea en las soluciones frente a este reto, tratando de mejorar las
condiciones de vida de los más necesitados entre nuestros hermanos y
hermanas. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a comprometerse. O
sea, no cabe el adagio de la Ilustración, según el cual la Iglesia no
debe meterse en política, la Iglesia debe meterse en la gran política
porque -cito a Pablo VI- “la política es una de las formas más altas del
amor, de la caridad”. Y la Iglesia también está llamada a ser fiel con
las personas, aun más cuando se consideran las situaciones donde se
tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están
implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe;
situaciones en las cuales el testimonio de ustedes como personas y
humanistas, unido a la competencia social propia, es particularmente
apreciado.
En el curso de estos últimos años no han faltado importantes
actividades de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales bajo el
vigoroso impulso de su Presidenta, del Canciller y de algunos
colaboradores externos de notorio prestigio, a quienes agradezco de
corazón. Actividades en defensa de la dignidad y libertad de los hombres
y mujeres de hoy y, en particular, para erradicar la trata y el tráfico
de personas y las nuevas formas de esclavitud tales como el trabajo
forzado, la prostitución, el tráfico de órganos, el comercio de la
droga, la criminalidad organizada. Como dijo mi predecesor Benedicto
XVI, y lo he afirmado yo mismo en varias ocasiones, éstos son verdaderos
crímenes de lesa humanidad que deben ser reconocidos como tales por
todos los líderes religiosos, políticos y sociales, y plasmados en las
leyes nacionales e internacionales.
El encuentro con los líderes religiosos de las principales religiones
que hoy influyen en el mundo global, el 2 de diciembre del 2014, así
como la cumbre de los intendentes y alcaldes de las ciudades más
importantes del mundo, el 21 de julio del 2015, han manifestado la
voluntad de esta Institución en perseguir la erradicación de las nuevas
formas de esclavitud. Conservo un particular recuerdo de estos dos
encuentros, como también de los significativos seminarios de los
jóvenes, todos debidos a la iniciativa de la Academia.
Alguno puede
pensar que la Academia debe moverse más bien en un ámbito de ciencias
puras, de consideraciones más teóricas. Esto responde ciertamente a una
concepción ilustrada de lo que debe ser una Academia. Una Academia ha de
tener raíces, y raíces en lo concreto, porque sino corre el riesgo de
fomentar una reflexión líquida que se vaporiza y no llega a nada. Este
divorcio entre la idea y la realidad es evidentemente un fenómeno
cultural pasado, más bien de la Ilustración, pero que todavía tiene su
incidencia.
Actualmente, inspirada por los mismos deseos, la Academia ha
convocado a ustedes, jueces y fiscales de todo el mundo, con experiencia
y sabiduría práctica en la erradicación de la trata y tráfico de
personas y de la criminalidad organizada. Ustedes han venido aquí
representando a sus colegas, con el loable propósito de avanzar en la
toma de conciencia cabal de estos flagelos y, consecuentemente,
manifestar su insustituible misión frente a los nuevos retos que nos
plantea la globalización de la indiferencia, respondiendo a la creciente
solicitud de la sociedad y en el respeto de las leyes nacionales e
internacionales. Hacerse cargo de la propia vocación quiere decir
también sentirse y proclamarse libres. Jueces y fiscales libres ,¿de
qué?: de las presiones de los gobiernos, libres de las instituciones
privadas y, naturalmente, libres de las “estructuras de pecado” de las
que habla mi predecesor san Juan Pablo II, en particular, de la
“estructura de pecado”, libres del crimen organizado. Yo sé que ustedes
sufren presiones, sufren amenazas en todo esto, y sé que hoy día ser
juez, ser fiscal, es arriesgar el pellejo, y eso merece un
reconocimiento a la valentía de aquellos que quieren seguir siendo
libres en el ejercicio de su función jurídica. Sin esta libertad, el
poder judicial de una Nación se corrompe y siembra corrupción. Todos
conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos, ¿no?: La
justicia con los ojos vendados que se le va cayendo la venda y le tapa
la boca.
Felizmente, para la realización de este complejo y delicado proyecto
humano y cristiano: liberar a la humanidad de las nuevas esclavitudes y
del crimen organizado, que la Academia cumple siguiendo mi pedido, se
puede contar también con la importante y decisiva sinergia de las
Naciones Unidas. Hay una mayor conciencia de esto, una fuerte
conciencia. Agradezco que los representantes de las 193 Naciones
miembros de la ONU, que hayan aprobado unánimemente los nuevos objetivos
del desarrollo sostenible e integral, y en particular la meta 8.7. Esta
reza así: “Adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el
trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la
trata de seres humanos, y asegurar la prohibición y eliminación de las
peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la
utilización de niños soldados, y, a más tardar en 2025, poner fin al
trabajo infantil en todas sus formas”. Hasta aquí la resolución. Bien se
puede decir que ahora es un imperativo moral para todas las Naciones
miembros de la ONU actuar tales objetivos y tal meta.
Para ello, es obligatorio generar un movimiento trasversal y ondular,
una “buena onda”, que abrace a toda la sociedad de arriba para abajo y
viceversa, desde la periferia al centro y al revés, desde los líderes
hacia las comunidades, y desde los pueblos y la opinión pública hasta
los más altos estratos dirigenciales. La realización de ello requiere
que, como ya lo han hecho los líderes religiosos, sociales y los
alcaldes, también los jueces tomen plena conciencia de este desafío, que
sientan la importancia de su responsabilidad ante la sociedad, y que
compartan sus experiencias y buenas prácticas, y que actúen juntos -
importante, en comunión, en comunidad, que actúen juntos - para abrir
brechas y nuevos caminos de justicia en beneficio de la promoción de la
dignidad humana, de la libertad, la responsabilidad, la felicidad y, en
definitiva, de la paz. Sin ceder al gusto por la simetría, podríamos
decir que el juez es a la justicia como el religioso y el filósofo a la
moral, y el gobernante o cualquier otra figura personalizada del poder
soberano es a lo político. Pero solamente en la figura del juez la
justicia se reconoce como el primer atributo de la sociedad. Y esto hay
que rescatarlo, porque la tendencia, cada vez mayor, es la de licuar la
figura del juez a través de las presiones, etcétera, que mencioné antes.
Y, sin embargo, es el primer atributo de la sociedad. Sale en la misma
tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir setenta
jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien se
recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo
concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen
una entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus
propios proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también
están sufriendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la
consistencia concreta de un pueblo tiende a transformarse en la mera
identidad nominal de un ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un
grupo de ciudadanos. El juez es el primer atributo de una sociedad de
pueblo.
La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en
la medida de sus posibilidades según el mandato de la ONU. Cabe aquí
agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante
la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente
críticas, sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la
Academia en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no
sintieron esta necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que
no era tan necesario, los esperamos para la próxima reunión.
Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial:
establecer la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo
sostenible e integral, ni tampoco paz social. Sin duda, uno de los más
grandes males sociales del mundo de hoy es la corrupción en todos los
niveles, la cual debilita cualquier gobierno, debilita la democracia
participativa y la actividad de la justicia. A ustedes, jueces,
corresponde hacer justicia, y les pido una especial atención en hacer
justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y, frente a
esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en la
telaraña de las corrupciones.
Cuando decimos “hacer justicia”, como ustedes bien saben, no
entendemos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando
caben penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los
responsables, de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de
reinserción en la sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una
pena clausurada en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una
tortura, no es una pena. En esto yo me baso también para afirmar
seriamente la postura de la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me
decía un teólogo que en la concepción de la teología medieval y
post-medieval, la pena de muerte tenía la esperanza: “se los entregamos a
Dios”. Pero los tiempos han cambiado y esto ya no cabe. Dejemos que sea
Dios quien elija el momento… La esperanza de la reinserción en la
sociedad: “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios
mismo se hace su garante”. Y, si esta delicada conjunción entre la
justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una
reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa
humanidad como también para todo ser humano, a fortiori vale sobretodo
para las víctimas que, como su nombre indica, son más pasivas que
activas en el ejercicio de su libertad, habiendo caído en la trampa de
los nuevos cazadores de esclavos. Víctimas tantas veces traicionadas
hasta en lo más íntimo y sagrado de su persona, es decir en el amor que
ellas aspiran a dar y tener, y que su familia les debe o que les
prometen sus pretendientes o maridos, quienes en cambio acaban
vendiéndolas en el mercado del trabajo forzado, de la prostitución o de
la venta de órganos.
Los jueces están llamados hoy más que nunca a poner gran atención en
las necesidades de las víctimas. Son las primeras que deben ser
rehabilitadas y reintegradas en la sociedad y por ellas se debe
perseguir sin cuartel a los traficantes y “carníferos”. No vale el viejo
adagio: son cosas que existen desde que el mundo es mundo. Las víctimas
pueden cambiar y, de hecho, sabemos que cambian de vida con la ayuda de
los buenos jueces, de las personas que las asisten y de toda la
sociedad. Sabemos que no pocas de esas personas son abogados o abogadas,
políticos o políticas, escritores brillantes o bien tienen algún oficio
exitoso para servir de modo válido al bien común. Sabemos cuán
importante es que cada víctima se anime a hablar de su ser víctima como
un pasado que superó valientemente siendo ahora un sobreviviente o,
mejor dicho, una persona con calidad de vida, con dignidad recuperada y
libertad asumida. Y en este asunto de la reinserción quisiera trasmitir
una experiencia empírica, a mí me gusta, cuando voy a una ciudad,
visitar las cárceles – ya he visitado varias - y es curioso, sin
desmerecer a nadie, pero como impresión general he visto que las
cárceles cuyo director es una mujer van mejor que aquellas cuyo director
es un hombre. Esto no es feminismo, es curioso. La mujer tiene en esto
de la reinserción un olfato especial, un tacto especial, que sin perder
energías, recoloca a las personas, las reubica, algunos lo atribuyen a
la raíz de la maternalidad. Pero es curioso, lo paso como experiencia
personal, vale la pena repensarlo. Y aquí, en Italia, hay un alto
porcentaje de cárceles dirigidas por mujeres, muchas mujeres jóvenes,
respetadas y que tienen buen trato con los presos. Otra experiencia que
tengo es que en las audiencias de los miércoles no es raro que venga un
grupo de reclusos - de tal cárcel, de tal otra -, traídos por el
director o la directora, y estén ahí. O sea, son todos gestos de
reinserción.
Ustedes están llamados a dar esperanza en el hacer la justicia. Desde
la viuda que pide justicia insistentemente, hasta las víctimas de hoy,
todas ellas alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la
injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, no tenga la última
palabra.
Tal vez puede ayudar el aplicar, según las modalidades propias de
cada país, de cada continente y de cada tradición jurídica, la praxis
italiana de recuperar los bienes mal habidos de los traficantes y
delincuentes para ofrecerlos a la sociedad y, en concreto, para la
reinserción de las víctimas. La rehabilitación de las víctimas y su
reinserción en la sociedad, siempre realmente posible, es el mayor bien
que podemos hacer a ellas mismas, a la comunidad y a la paz social.
Claro, es duro el trabajo, no termina con la sentencia, termina después
procurando que haya un acompañamiento, un crecimiento, una reinserción,
una rehabilitación de la víctima y del victimario.
Si hay algo que atraviesa las bienaventuranzas evangélicas y el
protocolo del juicio divino con el que todos seremos juzgados, de Mateo
c.25, es el tema de la justicia: felices los que tienen hambre y sed de
justicia, felices los que sufren por la justicia, felices los que
lloran, felices los pacíficos, felices los operadores de paz, benditos
de mi Padre los que tratan al más necesitado y pequeño de mis hermanos
como a mí mismo. Ellos o ellas – y aquí cabe referirse especialmente a
los jueces – tendrán la más alta recompensa: poseerán la tierra, serán
llamados y serán hijos de Dios, verán a Dios, y gozarán eternamente
junto al Padre.
En este espíritu, me animo a pedirles a jueces, fiscales y académicos
que continúen sus trabajos y realicen, dentro de las propias
posibilidades y con la ayuda de la gracia, las felices iniciativas que
les honran en servicio de las personas y del bien común. Muchas
gracias”.