viernes, 3 de junio de 2016

FRANCISCO: Discursos de mayo 2016 (29, 20, 19, 16, 13, 12, 7 [2], 6, 5 y 2)

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
MAYO 2016


A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL
DE LA FUNDACIÓN PONTIFICIA SCHOLAS OCCURRENTES

  Aula Nueva del Sínodo
Domingo 29 de mayo de 2016


PAPA: Gracias por estar aquí. Estoy contento de saludarlos y desearles que no haya sido muy aburrido todo esto. Que se haya dado ese clima de comunicación, ese clima de encuentro, ese clima de puente, que nos une y que es un desafío para este mundo que corre siempre el riesgo de atomizarse. Y de separarse y, cuando los pueblos se separan, las familias se separan, los amigos se separan, solamente en la separación se puede sembrar enemistad o incluso odio. En cambio, cuando se juntan se da la amistad social, la amistad fraternal y se da una cultura del encuentro que nos defiende de cualquier tipo de cultura de descarte. Gracias por eso y por lo que están haciendo con él.


RESPUESTA DEL PAPA: La primera. No se me ocurrió dejar de serlo por la responsabilidad y les hago una confidencia: ni se me había ocurrido que me iban a elegir a mí. Fue una sorpresa para mí. Pero, desde ese momento, Dios me dio una paz que dura hasta el día de hoy. Y eso me mantiene. Esa es la gracia que recibí. Por otro lado, por naturaleza soy inconsciente, así que sigo adelante. Mirá, construir un mundo más mejor, más mejor, me salió la porteñada. Construir un mundo mejor creo que se puede resumir en esas cosas que hablamos juntos allí, ¿no es cierto? Es decir, que cada persona sea reconocida en su identidad, pero la identidad no se da si no hay pertenencia. Procurar dar pertenencia, y uno de ustedes me preguntaba: si un chico, una chica no tiene pertenencia ¿cómo puedo ayudarla? Por lo menos ofrecerle pertenencia virtual, pero que se sienta... y ahí va a tener identidad. Pero una persona sin identidad no tiene futuro. Entonces urge, es urgente ofrecer pertenencias de cualquier tipo, pero que se sientan pertenecientes a un grupo, a una familia, a una organización, a algo, y eso le va a dar identidad. Identidad, pertenencia. Esto otro, lenguaje de los gestos, animarnos a tener lenguaje de los gestos. A veces nos gusta hablar y hablar. A veces el lenguaje de los gestos es distinto. Sólo hablar no basta. Podemos caer en el «jarabe de pico» y ese no funciona. Lenguaje de los gestos, que a veces es una palmada, una sonrisa. Me gustó lo que dijiste vos: «Esta sonrisa no me la saca nadie». Una sonrisa que da esperanza, mirar a los ojos, gestos de aprobación o de paciencia, de tolerancia, gestos. Dejar las agresiones, el bulismo, el bulling, el bulismo es otra cosa, el bulismo es una agresión que esconde una profunda crueldad y el mundo es cruel. El mundo es cruel. Y las guerras son un monumento de crueldad. 


Una monja de un país africano que tiene guerras intestinas me mandó fotografías, las tengo acá. Y ¿a donde llega la crueldad de la guerra? Un niño degollado, un niño. Entonces, podemos entender el bulling. Si esto se da, ¿cómo no se va a dar el bulling? Es la misma crueldad contra un niño y un niño que se lo hace a otro, si vos sembrás crueldad. Un niño masacrado en su cabeza. Y esto pasó el mes pasado. O sea, para construir un mundo nuevo, un mundo mejor hay que desterrar todo tipo de crueldad. Y la guerra es una crueldad. Pero este tipo de guerra más crueldad todavía porque se ensaña con un inocente.
Después el escuchar al otro, la capacidad de escuchar, no discutir enseguida, preguntar, y eso es el diálogo, y el diálogo es un puente. El diálogo es un puente. No tenerle miedo al diálogo, no se trata del San Lorenzo-Lanús, que se juega hoy, a ver quién gana. Se trata de juntamente ir poniendo las propuestas para avanzar juntos. En el diálogo todos ganan, nadie pierde. En la discusión hay uno que gana y otro que pierde o pierden los dos. El diálogo es mansedumbre, es capacidad de escucha, es ponerse en el lugar del otro, es tender puentes. Y dentro del diálogo si yo opino distinto no discutir, sino a lo más persuadir con mansedumbre. Como ven son todas las conductas que fueron saliendo en las preguntas que ustedes hacían. Y el orgullo, la soberbia, desterrarlos, porque el orgullo y la soberbia terminan mal siempre. El orgulloso termina mal. O sea, yo te contestaría esa pregunta: ¿Cómo construir un mundo mejor? Por ese camino. Nuestro mundo necesita de bajar el nivel de agresión. Necesita de ternura. Necesita de mansedumbre, necesita de escuchar, necesita de caminar juntos. Si no, esto y esto se está dando hoy, porque faltan todas esas actitudes que yo dije. No sé si respondí a la pregunta, eh? ¿De acuerdo? ¿Respondí?

PALABRAS FINALES: Les agradezco a todos ustedes la colaboración, el trabajo y la paciencia. Pensamos en todos los chicos del mundo con sus diversas culturas, idiomas, razas, religiones. Y nos dirigimos a Dios pidiendo con el texto de bendición más antiguo que es válido y es usado por las tres religiones monoteístas: «El Señor los bendiga y los proteja, haga brillar su rostro sobre ustedes y les muestre su gracia, les descubra su rostro y les conceda la paz. Amen». Y muchas gracias por todo y recen por mí, por favor, que necesito.
 

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A LOS DIRECTIVOS DE LA LIGA NACIONAL PROFESIONALES SERIE A,
Y A LOS FUTBOLISTAS DE LOS EQUIPOS JUVENTUS Y MILAN

  Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 20 de mayo de 2016


Queridos amigos del fútbol italiano:


Me complace acogeros con ocasión de la final del fútbol, de la Copa Italia, que se disputará mañana en el Estadio Olímpico de Roma. Os saludo cordialmente: dirigentes, futbolistas, técnicos y acompañantes del Juventus y del Milan, como también a los representantes de la Liga Nacional Serie A, con el presidente Maurizio Beretta, a quien agradezco sus palabras.
Vuestra presencia me ofrece la oportunidad para expresar mi estima por las cualidades profesionales y las bellas tradiciones que distinguen vuestras sociedades deportivas y el ambiente de fútbol en general. Pienso en los muchos seguidores, especialmente jóvenes, que os miran con simpatía. Vosotros llamáis la atención de estas personas, que os admiran; y, por lo tanto, estáis llamados a comportaros de modo que puedan descubrir siempre en vosotros las cualidades humanas de los deportistas comprometidos en testimoniar los auténticos valores del deporte.


El éxito de un equipo, en efecto, es el resultado de una serie de virtudes humanas: la armonía, la lealtad, la capacidad de entablar amistad y capacidad de dialogar, la solidaridad; se trata de valores espirituales, que se convierten en valores deportivos. Ejerciendo estas cualidades morales, vosotros podéis hacer resaltar aún más la verdadera finalidad del mundo del deporte, marcado, a veces, también por acontecimientos negativos.


Se trata simplemente de demostrar que cada uno de vosotros, antes que ser un futbolista, es una persona, con sus límites y sus méritos, pero sobre todo con la propia conciencia, que espero esté siempre iluminada por la relación con Dios. Que no decaigan jamás, entre vosotros, el gusto de la fraternidad, el respeto recíproco, la comprensión y también el perdón. Obrad en modo tal, que el hombre siempre esté en armonía con el deportista. Y para encontrar esta armonía entre hombre y deportista, ayuda mucho siempre volver a encontrar la actitud del amateur, del «aficionado», que está en la base de todo equipo, de donde nació. Siempre volver a encontrar esto, que hace crecer la armonía entre el hombre y el deportista. Sed campeones del deporte, pero, sobre todo, campeones de vida. Destacad siempre lo que hay de verdaderamente bueno y bello, mediante un testimonio sobrio de valores que deben caracterizar el auténtico deporte; y no temáis hacer conocer con serenidad y equilibrio al mundo de vuestros admiradores los principios morales y religiosos en los cuales deseáis inspirar vuestra vida. En esta perspectiva, os ayuda el esfuerzo que está llevando a cabo la Liga de la Serie A, para que el juego de fútbol pueda constituir un mensaje positivo para toda la sociedad.


Os agradezco, una vez más, vuestra visita y os deseo todo bien. Os pido, por favor, orar por mí, porque tengo necesidad de cumplir mi trabajo; e invoco sobre vosotros y vuestras familias la bendición del Señor.


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A LOS EMBAJADORES DE SEYCHELLES, TAILANDIA, ESTONIA, MALAWI, ZAMBIA Y NAMIBIA
DURANTE LA PRESENTACIÓN DE LAS CARTAS CREDENCIALES


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 19 de mayo de 2016


Excelencias:


Me complace recibirlos con ocasión de la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países ante la Santa Sede: Estonia, Malawi, Namibia, Seychelles, Tailandia y Zambia. Os doy las gracias por los saludos que me habéis presentado de parte de vuestros respectivos jefes de Estado y, a cambio, os pido que les aseguréis mis oraciones y mis mejores deseos. Pido a Dios que conceda paz y prosperidad a todos vuestros compatriotas.


Vuestra presencia hoy aquí es una fuerte llamada al hecho que, no obstante nuestras nacionalidades, culturas y confesiones religiosas puedan ser distintas, estamos unidos por la humanidad común y por la misión que compartimos de ocuparnos de la sociedad y de la creación. Este servicio ha asumido una particular urgencia, desde el momento que muchas personas en el mundo están sufriendo conflictos y guerras, migraciones y traslados forzados, e incertezas causadas por las dificultades económicas. Estos problemas requieren no sólo que reflexionemos y discutamos sobre ellos, sino que expresemos también signos concretos de solidaridad con nuestros hermanos y hermanas que se encuentran en grave necesidad.


Para que este servicio de solidaridad sea eficaz, nuestros esfuerzos deben estar orientados a buscar la paz, en la cual todo derecho natural individual y todo desarrollo humano integral pueda ser ejercido y garantizado. Esa tarea pide que trabajemos juntos de modo eficaz y coordinado, alentando a los miembros de nuestras comunidades a convertirse ellos mismos en artífices de paz, promotores de justicia social y defensores del auténtico respeto por nuestra casa común. Esto se hace siempre más difícil, porque nuestro mundo se presenta cada vez más fragmentado y polarizado. Muchas personas tienden a aislarse ante la dureza de la realidad. Tienen miedo del terrorismo y que la creciente afluencia de inmigrantes cambie radicalmente su cultura, su estabilidad económica y su estilo de vida. Estos son temores que comprendemos y que no podemos descuidar con superficialidad; sin embargo se deben afrontar con sabiduría y compasión, de modo que los derechos y las necesidades de todos se respeten y se apoyen.


Para quienes se ven afligidos por la tragedia de la violencia y de las migraciones forzadas, debemos ser decididos en hacer conocer al mundo su condición crítica, de modo que, a través de nuestra voz, pueda ser escuchada su voz, demasiado débil e incapaz de hacer percibir su grito. La vía de la diplomacia nos ayuda a amplificar y transmitir este grito a través de la búsqueda de soluciones a las múltiples causas que están en la base de los actuales conflictos. Esto se realiza especialmente en los esfuerzos para privar de armas a quienes usan la violencia, así como de poner fin a la plaga del tráfico humano y del comercio de droga que a menudo acompaña este mal.


Mientras que nuestras iniciativas en nombre de la paz deberían ayudar a las poblaciones a permanecer en su patria, el momento presente nos llamar a asistir a los inmigrantes y a quienes se hacen cargo de ellos. No debemos permitir que malos entendidos y miedos debiliten nuestra determinación. Más bien, estamos llamados a construir una cultura del diálogo «que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado» (Discurso con ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016). De este modo promoveremos una integración que respete la identidad de los inmigrantes y preserve la cultura de la comunidad que los acoge, y que al mismo tiempo enriquezca a ambos. Esto es esencial. Si incomprensión y miedo prevalecen, algo de nosotros mismos está dañado, nuestras culturas, la historia y las tradiciones se debilitan, y la paz misma se ve comprometida. Cuando por otra parte favorecemos el diálogo y la solidaridad, a nivel tanto individual como colectivo, es entonces que experimentamos lo mejor de la humanidad y aseguramos una paz duradera para todos, según el designio del Creador.


Queridos embajadores, antes de concluir estas reflexiones, quisiera expresar, a través de vosotros, mi fraterno saludo a los pastores y a los fieles de las comunidades católicas presentes en vuestras naciones. Los aliento a ser siempre mensajeros de esperanza y de paz. Pienso en particular en aquellos cristianos y en aquellas comunidades que son numéricamente minoritarios y sufren persecución por su fe; a ellos renuevo mi apoyo en la oración y mi solidaridad. Por su parte, la Santa Sede se ve honrada al poder reforzar con cada uno de vosotros y con las Naciones que vosotros representáis un abierto y respetuoso diálogo y una colaboración constructiva. En esta perspectiva, desde el momento en que vuestra misión está oficialmente inaugurada, os expreso mis mejores deseos, asegurando el constante apoyo de las diversas oficinas de la Curia romana en la realización de vuestras tareas. Sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras familias y sobre vuestros colaboradores invoco abundantes bendiciones de Dios.


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APERTURA DE LA 69 ASAMBLEA GENERAL DE LA CEI


A LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Aula del Sínodo
Lunes 16 de mayo de 2016


Queridos hermanos:


El tema que habéis puesto como hilo conductor de los trabajos —La renovación del clero— con el propósito de sostener la formación a lo largo de las diversas etapas de la vida, hace que abra con vosotros esta Asamblea con especial felicidad.


Pentecostés que acabamos de celebrar coloca en la justa luz vuestro objetivo. El Espíritu Santo es, de hecho, el protagonista de la historia de la Iglesia: es el Espíritu que habita en plenitud en la persona de Jesús y nos introduce en el misterio del Dios vivo; es el Espíritu que animó la respuesta generosa de la Virgen Madre y de los santos; es el Espíritu que obra en los creyentes y en hombres de paz, y suscita la generosa disponibilidad y la alegría evangelizadora de muchos sacerdotes. Sin el Espíritu Santo —lo sabemos— no existe posibilidad de vida buena ni de reforma. Recemos y comprometámonos a custodiar su fuerza, para que «el mundo actual pueda así recibir la Buena Nueva […] de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80).


Esta tarde no quiero ofreceros una reflexión sistemática sobre la figura del sacerdote. Tratemos, más bien, de invertir la perspectiva y ponernos a la escucha, en contemplación. Acerquémonos, casi de puntillas, a cualquiera de los muchos párrocos que se entregan en nuestras comunidades; dejemos que el rostro de uno de ellos pase ante los ojos de nuestro corazón y preguntémonos con sencillez: ¿qué hace que su vida tenga sabor? ¿A quién y a qué dedica su servicio? ¿Cuál es la razón última de su entrega?


Espero que estas preguntas puedan reposar dentro de vosotros en el silencio, en la oración tranquila, en el diálogo franco y fraterno: las respuestas que aflorarán os ayudarán a individuar también las propuestas formativas sobre las cuales invertir con coraje.


1. Entonces, ¿qué da sabor a la vida de «nuestro» presbítero? El contexto cultural es muy diferente de aquel en el que dio sus primeros pasos en el ministerio. También en Italia muchas tradiciones, hábitos y visiones de la vida se han visto afectadas por un cambio profundo de época.


Nosotros, que a menudo nos lamentamos de este tiempo con tono amargo y acusador, también debemos sentir su dureza: en nuestro ministerio, ¡cuántas personas nos encontramos que tienen problemas por falta de referencias a las que mirar! ¡Cuántas relaciones heridas! En un mundo en el que cada uno se piensa la medida de todo, no hay más lugar para el hermano.


En este contexto, la vida de nuestro presbítero se vuelve elocuente, porque es diferente y alternativa. Al igual que Moisés, él es uno que se ha acercado al fuego y ha dejado que las llamas quemen sus ambiciones de carrera y poder. Ha hecho una hoguera también con las tentaciones de interpretarse como un «devoto», que se refugia en un intimismo religioso que tiene poco de espiritual.


Está descalzo, nuestro sacerdote, ante a una tierra que se obstina en creer y considerar santa. No se escandaliza por las fragilidades que sacuden el ánimo humano: consciente de ser él mismo un paralítico sanado, está lejos de la frialdad del rigorista, así como de la superficialidad del que quiere mostrarse condescendiente contentadizo. Por el contrario, acepta hacerse cargo del otro, sintiéndose partícipe y responsable de su destino.


Con el aceite de la esperanza y del consuelo, se hace prójimo de cada uno, atento a compartir con ellos el abandono y el sufrimiento. Habiendo aceptado no disponer de sí mismo, no tiene una agenda que defender, sino que cada mañana entrega al Señor su tiempo para dejarse encontrar por la gente y salir al encuentro. Por lo tanto, nuestro sacerdote no es un burócrata o un funcionario anónimo de la institución; no está consagrado a un rol clerical administrativo, ni se mueve por los criterios de la eficiencia.


Sabe que el Amor es todo. No busca seguridades terrenas o títulos honoríficos, que llevan a confiar en el hombre; de por sí en el ministerio no pide nada que vaya más allá de la necesidad real, ni está preocupado por atar a sí a las personas que se le encomiendan. Su estilo de vida sencillo y esencial, siempre disponible, lo presenta creíble a los ojos de la gente y lo acerca a los humildes, en una caridad pastoral que nos hace libres y solidarios. Siervo de la vida, camina con el corazón y el paso de los pobres; se hace rico por el trato frecuente con ellos. Es un hombre de paz y reconciliación, un signo y un instrumento de la ternura de Dios, atento a difundir el bien con la misma pasión con la que otros cuidan sus intereses.


El secreto de nuestro presbítero —¡vosotros lo sabéis bien!— está en esa zarza ardiente que marca a fuego la existencia, la conquista y la conforma a la de Jesucristo, verdad definitiva de su vida. Es la relación con Él la que lo custodia, haciéndolo ajeno a la mundanidad espiritual que corrompe, así como a cualquier compensación y mezquindad. Es la amistad con su Señor la que lo lleva a abrazar la realidad cotidiana con la confianza de quien cree que la imposibilidad del hombre no es así para Dios.


2. Se vuelve de esta forma más inmediato afrontar también las otras preguntas con las que hemos iniciado. ¿A quién dedica el servicio nuestro presbítero? La pregunta, tal vez, debería especificarse. De hecho, incluso antes de preguntarnos sobre los destinatarios de su servicio, hay que reconocer que el presbítero es tal en la medida en que se siente partícipe de la Iglesia, de una comunidad concreta con la que comparte el camino. El pueblo fiel de Dios es el seno del cual se le saca, la familia de la que forma parte, la casa a la cual es enviado. Esta pertenencia común, que brota del Bautismo, es el respiro que libra de la autorreferencialidad que aísla y aprisiona: «Cuando tu barco va a comenzar a echar raíces en la quietud del muelle —recordaba Dom Hélder Câmara— hazte a la mar». ¡Parte! Y, sobre todo, no porque tienes una misión que cumplir, sino porque estructuralmente eres un misionero: en el encuentro con Jesús has experimentado la plenitud de la vida y, por lo tanto, deseas con todo tu ser que otros se reconozcan en Él y puedan custodiar su amistad, nutrirse de su palabra y celebrarlo en la comunidad.


El que vive por el Evangelio, entra así en un modo de compartir virtuoso: al pastor lo convierte y confirma la fe sencilla del pueblo santo de Dios, con el que trabaja y en cuyo corazón vive. Esta pertenencia es la sal de la vida del presbítero; hace que su rasgo característico sea la comunión, vivida con los laicos en relaciones que saben valorar la participación de cada uno. En este tiempo pobre de amistad social, nuestra primera tarea es construir comunidad; la capacidad de relación es, por lo tanto, un criterio decisivo del discernimiento vocacional.


Del mismo modo, para un sacerdote es vital sentirse a gusto en el cenáculo del presbiterio. Esta experiencia —cuando no se vive de una manera ocasional, ni en virtud de una colaboración instrumental— libera de los narcisismos y de los celos clericales; hace crecer la estima, el apoyo y la benevolencia recíproca; favorece una comunión no sólo sacramental o jurídica, sino fraterna y concreta.


Al caminar juntos los presbíteros, de edades y sensibilidades diferentes, se expande un perfume de profecía que sorprende y fascina. La comunión es realmente uno de los nombres de la Misericordia.


En vuestra reflexión sobre la renovación del clero entra también el capítulo dedicado a la gestión de las estructuras y de los bienes: en una visión evangélica, evitad sobrecargaros en una pastoral de conservación, que obstaculice la apertura a la perenne novedad del Espíritu. Mantened sólo lo que puede servir para la experiencia de fe y de caridad del pueblo de Dios.


3. Por último, nos hemos preguntado cuál es la razón última de la entrega de nuestro presbítero. ¡Cuánta tristeza dan aquellos que en la vida están siempre un poco a la mitad, con el pie levantado! Calculan, sopesan, no arriesgan nada por miedo a perderse... ¡Son los más infelices! Nuestro presbítero, en cambio, con sus límites, es uno que se la juega hasta el final: en las condiciones concretas en las que la vida y el ministerio le han puesto, se ofrece con gratuidad, con humildad y alegría. Aun cuando nadie parece darse cuenta. Incluso cuando intuye que, humanamente, quizá nadie le agradecerá lo suficiente su entrega sin medida.


Pero —él lo sabe— no podría hacer otra cosa: ama la tierra, que reconoce visitada cada mañana por la presencia de Dios. Es hombre de la Pascua, de la mirada dirigida al Reino, hacia el cual percibe que camina la historia humana, a pesar de los retrasos, las oscuridades y las contradicciones. El Reino —la visión que tiene Jesús del hombre— es su alegría, el horizonte que le permite relativizar el resto, atemperar preocupaciones y ansiedades, permanecer libre de las ilusiones y del pesimismo; custodiar en el corazón la paz y difundirla con sus gestos, sus palabras y sus actitudes.


Así se delinea, queridos hermanos, la triple pertenencia que nos constituye: pertenencia al Señor, a la Iglesia, al Reino. ¡Este tesoro en vasijas de barro debe ser custodiado y promovido! Asumid plenamente esta responsabilidad, haceos cargo con paciencia y disponibilidad de tiempo, de manos y de corazón.


Rezo con vosotros a la Santa Virgen, para que su intercesión os mantenga acogedores y fieles.


Que junto con vuestros presbíteros podáis completar el camino, el servicio que se os ha confiado y con el que participáis en el misterio de la Madre Iglesia. Gracias.
 

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A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DE LA FUNDACIÓN «CENTESIMUS ANNUS PRO PONTIFICE»


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 13 de mayo de 2016
 


 

Queridos amigos:


Os dirijo mi calurosa bienvenida y agradezco al presidente sus corteses palabras. En estos días de reflexión y de diálogo, habéis tomado en consideración la aportación de la comunidad económica en la lucha contra la pobreza, con particular referencia a la actual crisis de refugiados.


Os agradezco la prontitud con la que aportáis vuestras capacidades y experiencia en la discusión sobre estas delicadas cuestiones humanitarias y sobre las obligaciones morales que conllevan.


La crisis de los refugiados, cuyas proporciones están creciendo cada día, es una de aquellas con la que me siento muy cercano.


En mi reciente visita a Lesbos, fui testigo de experiencias de sufrimiento humano desgarradoras, sobre todo de familias y niños. Era mi intención, junto con mis hermanos ortodoxos el patriarca Bartolomé y el arzobispo Jerónimo, ofrecer al mundo una mayor toma de conciencia de estas «escenas de trágica y desesperada necesidad», y hacer que a las se «responda de un modo digno de nuestra humanidad común» (Visita al campo de refugiados de Moria, 16 de abril de 2016).


Más allá del aspecto inmediato y práctico de ofrecer ayuda material a nuestros hermanos y hermanas, la comunidad internacional está llamada a encontrar respuestas políticas, sociales y económicas de larga duración a problemáticas que superan los confines nacionales y continentales e involucran a toda la familia humana.


La lucha contra la pobreza no es solamente un problema económico, sino, sobre todo, un problema moral, que hace un llamamiento a una solidaridad global y al desarrollo de un acercamiento más equitativo en relación a las necesidades y las aspiraciones de las personas y los pueblos de todo el mundo.


A la luz de esta tarea comprometedora, la iniciativa de vuestra Fundación es particularmente inmediata. Inspirándose en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, esta Conferencia explora desde diversos puntos de vista las implicaciones prácticas y éticas de la actual economía mundial, mientras, al mismo tiempo, busca poner las bases para una cultura económica y de los negocios que sea más inclusiva y respetuosa de la dignidad humana. Como san Juan Pablo II destacó en varias ocasiones, la actividad económica no puede ser llevada a cabo con un vacío institucional y político (Carta encíclica Centesimus annus, 48), pero posee un componente ético esencial; debe, además, ponerse siempre al servicio de la persona humana y del bien común.


Una visión económica exclusivamente orientada al beneficio económico y al bienestar material es —como la experiencia cotidianamente nos muestra— incapaz de contribuir de modo positivo a una globalización que favorezca el desarrollo integral de los pueblos en el mundo, una justa distribución de los recursos, la garantía del trabajo digno y el crecimiento de la iniciativa privada, así como de las empresas locales.


Una economía de la exclusión y de la inequidad (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 53) ha creado a un número cada vez mayor de desheredados y de personas descartadas como improductivas e inútiles.


Los efectos se perciben también en las sociedades más desarrolladas, en las que el crecimiento en porcentaje respecto a la pobreza y a la decadencia social representan una seria amenaza para las familias, para la clase media que se reduce y, de modo particular, para los jóvenes. Los índices de desocupación juvenil son un escándalo que no sólo requiere ser afrontado sobre todo en términos económicos, sino que se debe afrontar también, y no menos urgentemente, como una enfermedad social, dado que a nuestra juventud se le roba la esperanza y se despilfarran sus grandes recursos de energía, de creatividad y de intuición.


Mantengo la esperanza de que vuestra Conferencia pueda contribuir a generar nuevos modelos de progreso económico más directamente orientados al bien común, a la inclusión, al desarrollo integral, al aumento de trabajo y a la inversión en los recursos humanos.


El Concilio Vaticano II ha destacado, justamente, que para los cristianos, la actividad económica, financiera y de negocios no se puede separar del deber de luchar por el perfeccionamiento del orden temporal en conformidad con los valores del Reino de Dios (cf. Const. past. Gaudium et spes, 72).


Vuestra vocación es, en efecto, una vocación al servicio de la dignidad humana y de la construcción de un mundo de auténtica solidaridad. Iluminados e inspirados por el Evangelio, y mediante una fructuosa cooperación con las Iglesias locales y sus pastores, así como con otros creyentes y hombres y mujeres de buena voluntad, pueda vuestro trabajo contribuir siempre al crecimiento de la civilización del amor que abraza a toda la familia humana en la justicia y la paz.


Sobre todos vosotros y vuestras familias invoco la bendición del Señor y sus dones de sabiduría, gozo y fortaleza.


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A LA UNIÓN INTERNACIONAL de SUPERIORES GENERALES (UISG)

Palacio Apostólico Vaticano
 Aula Pablo VI
Jueves 12 de mayo de 2016


[La primera pregunta se refiere a una mejor inserción de las mujeres en la vida de la Iglesia]


Papa Francisco, usted ha dicho que «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida de la Iglesia y de la sociedad», sin embargo a las mujeres se las excluye de los procesos de toma de decisiones en la Iglesia, sobre todo en los más altos niveles, y de la predicación en la Eucaristía. Un importante impedimento para que la Iglesia abrace plenamente el «genio femenino» es el vínculo que tanto los procesos de tomar decisiones como la predicación tienen con la ordenación sacerdotal. ¿Usted ve una forma para separar de la ordenación tanto los papeles de «leadership» como la predicación en la Eucaristía, de modo que nuestra Iglesia pueda ser más abierta a recibir el genio de las mujeres, en un futuro muy próximo?


Papa FRANCISCO


Son varias cosas que aquí debemos distinguir. La pregunta está relacionada a la funcionalidad, está muy vinculada a la funcionalidad, mientras que el papel de la mujer tiene otra dimensión. Pero yo ahora respondo a la pregunta, luego hablamos... He visto que hay otras preguntas más amplias.


Es verdad que a las mujeres se las excluye de los procesos en los que se toman decisiones en la Iglesia: excluidas no, pero es muy débil la inserción de las mujeres allí, en los procesos durante los cuales se toman decisiones. Tenemos que seguir adelante. Por ejemplo —de verdad, yo no veo dificultad—, creo que en el Consejo pontificio Justicia y paz quien lleva la secretaría es una mujer, una religiosa. Se había propuesto otra y yo la nombré, pero ella prefirió no aceptar, porque tenía que ir a otro sitio a realizar otros trabajos de su congregación. Se debe mirar más allá, porque en muchos aspectos de los procesos de toma de decisiones no es necesaria la ordenación. No es necesaria. En la reforma de la constitución apostólica Pastor Bonus, en lo referido a los dicasterios, cuando no existe la jurisdicción que viene de la ordenación —es decir la jurisdiccional pastoral— no se ve escrito que pueda ser una mujer, no sé si jefe de dicasterio, pero... Por ejemplo para los inmigrantes: en el dicasterio para lo inmigrantes una mujer podría ser. Y cuando hay necesidad de la jurisdicción —ahora que los inmigrantes entran en un dicasterio—, será el prefecto quien conceda este permiso. Pero en lo ordinario puede serlo, en la ejecución del proceso de toma de decisiones. Para mí es muy importante la elaboración de las decisiones: no sólo la ejecución, sino también la elaboración, es decir que las mujeres, tanto consagradas como laicas, entren en la reflexión del proceso y en el debate. Porque la mujer mira la vida con ojos propios y nosotros hombres no podemos mirarla así. Es el modo de ver un problema, de ver cualquier otra cosa, en una mujer es distinto en relación a lo que es para el hombre. Deben ser complementarios, y en las consultaciones es importante que haya mujeres.


He tenido la experiencia en Buenos Aires de un problema: viéndolo en el Consejo presbiteral —o sea, todos hombres— era bien abordado; luego, al verlo con un grupo de mujeres religiosas y laicas se enriqueció mucho, mucho, y se vio favorecida la decisión con una visión complementaria. Es necesario, es necesario esto. Y pienso que debemos seguir adelante sobre esto, luego llegará el proceso de toma de decisiones.


Está además la cuestión de la predicación en la celebración eucarística. No existe problema alguno para que una mujer —una religiosa o una laica— haga la predicación en una Liturgia de la Palabra. No existe problema. Pero en la celebración eucarística hay una cuestión litúrgico-dogmático, porque la celebración es una —la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística, es una unidad— y quien la preside es Jesucristo. El sacerdote o el obispo que preside lo hace en la persona de Jesucristo. Es una realidad teológico-litúrgica. En esa situación, al no existir la ordenación de las mujeres, no pueden presidir. Pero se puede estudiar mejor y explicar más esto que muy velozmente y un poco sencillamente he dicho ahora.


En cambio en la leadership no hay problema: en eso debemos seguir adelante, con prudencia, pero buscando las soluciones...


Hay dos tentaciones aquí, de las cuales debemos tener cuidado.


La primera es el feminismo: el papel de la mujer en la Iglesia no es feminismo, ¡es un derecho! Es un derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu ha dado. No hay que caer en el feminismo, porque esto reduciría la importancia de una mujer. Yo no veo, en este momento, un gran peligro respecto a esto entre las religiosas. No lo veo. Tal vez en otro tiempo, pero en general no existe.


El otro peligro, que es una tentación muy fuerte y he hablado de ello en diversas ocasiones, es el clericalismo. Y esto es muy fuerte. Pensemos que hoy más del 60 por ciento de las parroquias —de las diócesis no lo sé, pero sólo un poco menos— no tienen consejo para asuntos económicos y consejo pastoral. ¿Qué quiere decir esto? Que esa parroquia y esa diócesis está guiada con espíritu clerical, sólo por el sacerdote, que no pone en práctica la sinodalidad parroquial, la sinodalidad diocesana, la cual no es una novedad de este Papa. ¡No! Está en el derecho canónico, es una obligación que tiene el párroco de tener el consejo de los laicos, por y con laicos, laicas y religiosas para la pastoral y para los asuntos económicos. Y no lo hacen. Y este es el peligro del clericalismo hoy en la Iglesia. Tenemos que seguir adelante y quitar este peligro, porque el sacerdote es un servidor de la comunidad, el obispo es un servidor de la comunidad, pero no es el jefe de una empresa. ¡No! Esto es importante. En América Latina, por ejemplo, el clericalismo es muy fuerte, muy marcado. Los laicos no saben qué hacer si no se lo preguntan al sacerdote... Es muy fuerte. Y por esto la consciencia del papel de los laicos en América Latina está muy atrás. Se ha salvado un poco de esto sólo en la piedad popular: porque el protagonista es el pueblo y el pueblo ha hecho las cosas como venían; y a los sacerdotes ese aspecto no les interesaba mucho, y alguno no veía con buenos ojos ese fenómeno de la piedad popular. Pero el clericalismo es una actitud negativa. Y hay complicidad, porque se hace de a dos, como el tango que se baila entre dos... Es decir, el sacerdote que quiere clericalizar al laico, la laica, el religioso y la religiosa, y el laico que pide por favor ser clericalizado, porque es más cómodo. Es curioso esto. Yo, en Buenos Aires, experimenté esto tres o cuatro veces: un buen párroco viene y me dice: «Sabe, tengo un laico muy bueno en la parroquia: hace esto, hace esto, sabe organizar, tiene iniciativas, es verdaderamente un hombre valioso... ¿Lo ordenamos diácono?». Es decir: ¿lo «clericalizamos?». «¡No! Deja que siga siendo laico. No convertirlo en diácono». Esto es importante. A vosotros os sucede esto, que el clericalismo muchas veces os frena en el desarrollo lícito de la situación.


Pediré a la Congregación para el culto —y tal vez a la presidenta se lo haré llegar— que explique bien, de modo completo, lo que he dicho un poco ligeramente sobre la predicación en la celebración eucarística. Porque no tengo la teología y la claridad suficiente para explicarlo ahora. Pero hay que distinguir bien: una cosa es la predicación en una Liturgia de la Palabra, y esto se puede hacer; otra cosa es la celebración eucarística, aquí hay otro misterio. Es el Misterio de Cristo presente y es el sacerdote o el obispo quienes celebran in persona Christi.


Para la leadership está claro... Sí, creo que esta puede ser mi respuesta en general a la primera pregunta. Veamos la segunda.


[La segunda pregunta es sobre el papel de las mujeres consagradas en la Iglesia]


Las mujeres consagradas ya trabajan mucho con los pobres y con los marginados, enseñan la catequesis, asisten a los enfermos y a los moribundos, distribuyen la comunión, en muchos países guían las oraciones comunes en ausencia de sacerdotes y en esas circunstancia pronuncian la homilía. En la Iglesia existe la función del diaconado permanente, pero está abierto sólo a los hombres, casados y no. ¿Qué impide a la Iglesia incluir a las mujeres entre los diáconos permanentes, precisamente como sucedía en la Iglesia primitiva? ¿Por qué no constituir una comisión oficial que estudie la cuestión? ¿Nos puede poner algún ejemplo acerca de dónde usted ve la posibilidad de una mejor inserción de las mujeres y de las mujeres consagradas en la vida de la Iglesia?


Papa FRANCISCO


Esta pregunta se orienta en el sentido del «hacer»: las mujeres consagradas ya trabajan mucho con los pobres, hacen muchas cosas... en el «hacer». Y toca el problema del diaconado permanente. Alguien podría decir que las «diaconisas permanentes» en la vida de la Iglesia son las suegras [ríe, ríen]. En efecto esto está en la antigüedad: había un inicio... Recuerdo que era un tema que me interesaba bastante cuando venía a Roma para las reuniones, y me alojaba en la Domus Pablo VI; allí había un teólogo sirio, muy bueno, que hizo la edición crítica y la traducción de los Himnos de Efrén el Sirio. Y un día le pregunté sobre esto, y él me explicó que en los primeros tiempos de la Iglesia hubo algunas «diaconisas». ¿Pero qué son estas diaconisas? ¿Tenían la ordenación o no? Habla de ello el Concilio de Calcedonia (451), pero es un poco oscuro. ¿Cuál era el papel de las diaconisas en esos tiempos? Parece —me decía ese hombre, que ya murió, era un buen profesor, sabio, erudito—, parece que el papel de las diaconisas era ayudar en el bautismo de las mujeres, en la inmersión, las bautizaban ellas, por el decoro, también para hacer las unciones sobre el cuerpo de las mujeres, en el bautismo. Y también una cosa curiosa: cuando había un juicio matrimonial porque el marido golpeaba a la mujer y ella iba al obispo a lamentarse, las diaconisas eran las encargadas de ver las marcas en el cuerpo de la mujer por los golpes del marido e informar al obispo. Esto es lo que recuerdo. Hay algunas publicaciones sobre el diaconado en la Iglesia, pero no está claro cómo era en realidad. Creo que le pediré a la Congregación para la doctrina de la fe que me informe acerca de los estudios sobre este tema, porque os he respondido sólo a partir de lo que había escuchado de este sacerdote que era un investigador erudito y valioso, sobre el diaconado permanente. Y además quisiera constituir una comisión oficial que pueda estudiar la cuestión: creo que hará bien a la Iglesia aclarar este punto; estoy de acuerdo, y hablaré para hacer algo de este tipo.


Además decís: «Estamos de acuerdo con usted, Santo Padre, que en más de una ocasión habló de la necesidad de un papel más incisivo de las mujeres en las posiciones de toma de decisiones en la Iglesia». Esto está claro. «¿Nos puede poner algún ejemplo acerca de dónde usted ve la posibilidad de una mejor inserción de las mujeres y de las mujeres consagradas en la vida de la Iglesia?». Diré una cosa que viene luego, porque he visto que hay una pregunta general. A las consultaciones de la Congregación para los religiosos, a las asambleas, las consagradas tienen que ir: esto es seguro. En las consultaciones sobre tantos problemas que se presentan, las consagradas deben ir. Otra cosa: una mejor inserción. En este momento no me vienen a la mente cosas concretas, pero siempre lo que he dicho antes: buscar el juicio de la mujer consagrada, porque la mujer ve las cosas con una originalidad distinta de la de los hombres, y esto enriquece: tanto en la consultación, en las decisiones, como en la realidad concreta.


Estos trabajos que vosotras hacéis con los pobres, los marginados, enseñar la catequesis, asistir a los enfermos y los moribundos, son trabajos muy «maternales», donde la maternidad de la Iglesia se puede expresar mejor. Pero hay hombres que hacen lo mismo, y bien: consagrados, Órdenes hospitalarias... Y esto es importante.


Por lo tanto, sobre el diaconado, sí, acepto y me parece útil una comisión que aclare bien esto, sobre todo respecto a los primeros tiempos de la Iglesia.


Sobre una mejor inserción, repito lo que he dicho antes.


Si hay algo que expresar de forma más concreta, preguntadlo ahora. Sobre esto que he dicho, ¿hay alguna pregunta más, que me ayude a pensar? Adelante...


[La tercera pregunta es sobre el papel de la Unión internacional de superioras generales]


¿Qué papel podría tener la UISG, de modo que pueda tener una palabra en el pensamiento de la Iglesia, una palabra que sea escuchada, desde el momento que lleva en ella la voz de dos mil institutos de religiosas? ¿Cómo es posible que muy a menudo somos olvidadas y no se nos hace partícipes, por ejemplo de la asamblea general de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, allí donde se habla de la vida consagrada? ¿Puede permitirse la Iglesia seguir hablando de nosotras, en lugar de con nosotras?


Papa FRANCISCO


Hermana Teresina tenga un poco de paciencia, porque me ha venido a la mente lo que se había escapado en la otra pregunta, acerca de «¿qué puede hacer la vida consagrada femenina?». Es un criterio que vosotras debéis revisar, que también la Iglesia debe revisar. Vuestro trabajo, el mío y el de todos nosotros, es de servicio. Pero yo, muchas veces, encuentro mujeres consagradas que hacen un trabajo de servidumbre y no de servicio. Es un poco difícil de explicar, porque no quisiera que se pensase en casos concretos, que tal vez sería un mal pensamiento, porque nadie conoce bien las circunstancias. Pero pensemos en un párroco, un párroco que por seguridad imaginamos: «No, no, mi casa parroquial está en manos de dos religiosas». —«¿Y son ellas las que la gestionan?».  
—«¡Sí, sí». —«¿Y qué hacen de apostolado, catequesis?». —«No, no, sólo eso». ¡No! ¡Eso es servidumbre! Dígame señor párroco, si en su ciudad no hay buenas mujeres que necesitan trabajo. Llame a una, dos, que hagan ese servicio. Estas dos religiosas, que vayan a las escuelas, a los barrios, con los enfermos, con los pobres. Este es el criterio: trabajo de servicio y no de servidumbre. Y cuando, a vosotras superioras, os piden algo que es más servidumbre que servicio, sed valientes en decir «no». Este es un criterio que ayuda mucho, porque cuando se quiere que una consagrada haga un trabajo de servidumbre, se devalúa la vida y la dignidad de esa mujer. Su vocación es el servicio: servicio a la Iglesia, dondequiera que sea. Pero no servidumbre.


He aquí, ahora [respondo a] Teresina: «¿Cuál es, según su parecer, el sitio de la vida religiosa apostólica femenina en el seno de la Iglesia? ¿Qué le faltaría a la Iglesia si no hubiese más religiosas?». Faltaría María el día de Pentecostés. No hay Iglesia sin María. No hay Pentecostés sin María. Pero María estaba allí, tal vez hablaba... Esto lo he dicho, pero me gusta repetirlo. La mujer consagrada es un icono de la Iglesia, es un icono de María. El presbítero, el sacerdote, no es icono de la Iglesia; no es icono de María: es icono de los apóstoles, de los discípulos que son enviados a predicar. Pero no de la Iglesia y de María. Cuando digo esto quiero haceros reflexionar sobre el hecho de que «la» Iglesia es femenina; la Iglesia es mujer: no es «el» Iglesia, es «la» Iglesia. Pero es una mujer casada con Jesucristo, tiene a su Esposo, que es Jesucristo. Y cuando se elige a un obispo para una diócesis, el obispo —en nombre de Cristo— se casa con esa Iglesia particular. La Iglesia es mujer. Y la consagración de una mujer la hace icono precisamente de la Iglesia e icono de la Virgen. Y esto nosotros hombres no podemos hacerlo. Esto os ayudará a profundizar, desde esta raíz teológica, un papel grande en la Iglesia. No quisiera que esto se escapase.


Estoy totalmente de acuerdo [acerca de la conclusión de la tercera pregunta]. La Iglesia: la Iglesia sois vosotras, somos todos. La jerarquía —digamos— de la Iglesia debe hablar de vosotras, pero primero y en el momento debe hablar con vosotras. Esto es seguro. En la asamblea de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica vosotras debéis estar presentes. Sí, sí. Esto se lo diré al prefecto: en la asamblea vosotras debéis estar presente. Está claro, porque hablar de un ausente no es ni siquiera evangélico: se debe poder oír, escuchar lo que se piensa, y luego hagamos juntos. Estoy de acuerdo. No imaginaba tanta separación, de verdad. Y gracias por haberlo dicho así valientemente y con esa sonrisa.


Me permito una broma. Usted lo hizo con una sonrisa, que en Piamonte se dice la sonrisa de la mugna quacia [con una cara ingenua]. ¡Qué buena! Sí, vosotras tenéis razón en esto. Creo que es fácil reformar, hablaré sobre esto con el prefecto. «Pero esta asamblea general no hablará de las religiosas, hablará de otra cosa...» – «Es necesario escuchar a las religiosas porque tienen otra visión de la situación». Es lo que os había dicho antes: es importante que estéis siempre integradas... Os agradezco la pregunta.


¿Alguna aclaración en relación a esto? ¿Algo más? ¿Está claro?


Recordad bien esto: ¿qué le faltaría a la Iglesia si no existiesen las religiosas? Faltaría María el día de Pentecostés. La religiosa es icono de la Iglesia y de María; y la Iglesia es femenina, elegida por Jesucristo como su esposa.


[La cuarta pregunta se refiere a los obstáculos que se encuentran como mujeres consagradas en el seno de la Iglesia]


Querido Santo Padre, muchos institutos están afrontando el desafío de traer novedad en la forma de vida y en las estructuras revisando las constituciones. Esto se está revelando difícil, porque nos encontramos bloqueadas por el derecho canónico. ¿Usted prevé cambios en el derecho canónico, de modo que se facilite esta novedad? Además, los jóvenes hoy tienen dificultad de pensar en un compromiso permanente, tanto en el matrimonio como en la vida religiosa. ¿Podremos estar abiertas a compromisos temporales? Y otro aspecto: desempeñando nuestro ministerio en solidaridad con los pobres y los marginados, a menudo se nos considera como activistas sociales o como si adoptáramos posiciones políticas. Algunas autoridades eclesiales quisieran que fuésemos más místicas y menos apostólicas. ¿Qué valor dan a la vida consagrada apostólica, y en especial a las mujeres, algunos sectores de la Iglesia jerárquica?


Papa FRANCISCO


Primero: los cambios que se deben hacer para asumir los nuevos desafíos. Usted ha hablado de novedad, novedad en sentido positivo, si lo entendí bien, cosas nuevas que llegan... Y la Iglesia es maestra en esto, porque ha tenido que cambiar mucho, mucho, mucho en la historia. Pero en cada cambio es necesario el discernimiento, y no se puede hacer discernimiento sin oración. ¿Cómo se hace el discernimiento? La oración, el diálogo, luego el discernimiento en común. Es necesario pedir el don del discernimiento, de saber discernir. Por ejemplo, un empresario debe hacer cambios en su empresa: evalúa de forma concreta, y aquello que su conciencia le dice, lo hace. En nuestra vida, cuenta otro personaje: el Espíritu Santo. Y para hacer un cambio, debemos considerar todas las circunstancias concretas, esto es verdad, pero para entrar en un proceso de discernimiento con el Espíritu Santo es necesario oración, diálogo y discernimiento común. Creo que sobre este punto nosotros no estamos bien formados —cuando digo «nosotros» hablo también de los sacerdotes—, en el discernimiento de las situaciones, y tenemos que tratar de tener experiencias y también buscar alguna persona que nos explique bien cómo se hace el discernimiento: un buen padre espiritual que conozca bien estas cosas y nos explique, que no es un simple «pro y contra», hacer la suma, y adelante. No, es algo más. Cada cambio que se debe hacer, requiere entrar en este proceso de discernimiento. Y esto os dará más libertad, más libertad. El derecho canónico: no existe ningún problema. El derecho canónico en el siglo pasado se ha cambiado —si no me equivoco— dos veces: en 1917 y luego con San Juan Pablo II. Pequeños cambios se pueden hacer, se hacen. Estos, en cambio, fueron dos cambios de todo el Código. El Código es una ayuda disciplinar, una ayuda para la salvación de las almas, para todo esto: es la ayuda jurídica de la Iglesia para los procesos, para muchas cosas, pero que en el siglo pasado dos veces se cambió totalmente, se re-hizo. Y así se pueden cambiar algunas partes. Hace dos meses llegó una petición para cambiar un canon, no recuerdo bien... Pedí que se haga un estudio; el secretario de Estado hizo las consultaciones y todos estaban de acuerdo que sí, esto se debía cambiar para el mayor bien, y se cambió. El Código es un instrumento, esto es muy importante. Pero insisto: nunca hacer un cambio sin hacer un proceso de discernimiento, personal y comunitario. Y esto os dará libertad, porque ponéis allí, en el cambio, al Espíritu Santo. Es esto lo que hizo san Pablo, san Pedro mismo, cuando percibió que el Señor lo impulsaba a bautizar a los paganos. Cuando nosotros leemos el libro de los Hechos de los apóstoles, nos maravillamos de tanto cambio, mucho cambio... ¡Es el Espíritu! Interesante esto: en el libro de los Hechos de los apóstoles, los protagonistas no son los apóstoles, es el Espíritu. «El Espíritu obliga a hacer eso»; «el Espíritu dijo a Felipe: dirígete allí y allá, busca al ministro de economía y bautízalo»; «el Espíritu hace», «el Espíritu dice: no, aquí no vengáis»... Es el Espíritu. Es el Espíritu quien da la valentía a los apóstoles para hacer este cambio revolucionario de bautizar a los paganos sin hacer el camino de la catequesis judía o de las prácticas judías. Es interesante: en los primeros capítulos está la Carta que los apóstoles, después del Concilio de Jerusalén, envían a los paganos convertidos. Relatan todo lo que hicieron: «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido esto». Es un ejemplo de discernimiento que hicieron. Todo cambio, hacedlo así, con el Espíritu Santo. Es decir: discernimiento, oración y también valoración concreta de las situaciones.


Y por el Código no hay problema, es un instrumento.


Respecto al compromiso permanente de los jóvenes. Nosotros vivimos en una «cultura de lo provisional». Me contaba un obispo, hace tiempo, que había ido a verle un joven universitario, que había acabado la universidad, 23/24 años, y le dijo: «Yo quisiera ser sacerdote, pero sólo por diez años». Es la cultura de lo provisional. En los casos matrimoniales es así. «Me caso contigo hasta que dure el amor, luego adiós». Es el amor entendido en sentido hedonista, en el sentido de esta cultura de hoy. Obviamente que estos matrimonios son nulos, no son válidos. No tienen conciencia de la perpetuidad de un compromiso. En los matrimonios es así. En la exhortación apostólica Amoris laetitia leed la problemática, está en los primeros capítulos, y leed cómo preparar el matrimonio. Me decía una persona: «Yo esto no lo entiendo: para llegar a ser sacerdote tenéis que estudiar, prepararos durante ocho años, más o menos. Y luego, si la cosa no funciona, o si te enamoras de una hermosa joven, la Iglesia te lo permite: ve, cásate, comienza otra vida. Para casarse —que es para toda la vida, que es «para» la vida— la preparación en muchas diócesis son tres, cuatro charlas... ¡Esto no funciona! ¿Cómo puede un párroco firmar que están preparados para el matrimonio, con esta cultura de lo provisional, con sólo cuatro explicaciones? Es un problema muy serio. En la vida consagrada, a mí siempre me llamó la atención —positivamente— la intuición de san Vicente de Paúl: él vio que las Religiosas de la Caridad tenían que hacer un trabajo muy fuerte, muy «peligroso», precisamente en ámbitos de frontera, por lo cual cada año deben renovar los votos. Sólo por un año. Pero lo hizo como carisma, no como cultura de lo provisional: para dar libertad. Yo creo que en la vida consagrada los votos temporales facilitan en esto. Y, no lo sé, vosotras vedlo, pero yo sería más bien favorable tal vez de prolongar un poco los votos temporales, por esta cultura de lo provisional que tienen los jóvenes de hoy. Y... prolongar el noviazgo antes de llegar al matrimonio. Esto es importante.


[Ahora el Papa responde a una parte de la pregunta que no se había leído pero que estaba escrita]


Las peticiones de dinero en nuestras Iglesias locales. La cuestión del dinero es un problema muy importante, tanto en la vida consagrada como en la Iglesia diocesana. No debemos olvidar nunca que el diablo entra «por los bolsillos»: tanto por los bolsillos del obispo como por los bolsillos de la Congregación. Esto toca el problema de la pobreza, hablaré luego de esto. Pero la avidez de dinero es el primer escalón para la corrupción de una parroquia, de una diócesis, de una congregación de vida consagrada, es el primer escalón. Creo que fuese con este fin: el pago por los sacramentos. Mirad, si alguien os pide esto, denunciad el hecho. La salvación es gratuita. Dios nos ha enviado gratuitamente; la salvación es como un «derroche de gratuidad». No hay salvación por la que se deba pagar, no hay sacramentos que se deban pagar. ¿Está claro esto? Yo conozco, he visto en mi vida corrupción en esto. Recuerdo un caso, apenas nombrado obispo, tenía la zona más pobre de Buenos Aires, que está dividida en cuatro vicarías. Allí había muchos inmigrantes de países americanos, y sucedía que cuando venían a casarse los párrocos decían: «Esta gente no tiene el certificado de bautismo». Y cuando lo pedían en su país les decían: «Sí, pero manda primero 100 dólares —recuerdo un caso— y luego te lo envío». Hablé con el cardenal, el cardenal habló con el obispo del lugar... Pero mientras tanto la gente podía casarse sin el certificado de bautismo, con el juramento de los padres y de los padrinos. Y este es el pago, no sólo del sacramento sino de los certificados. Recuerdo una vez en Buenos Aires que un joven, que tenía que casarse, fue a la parroquia a pedir el «nulla osta» para casarse en otra: es algo sencillo. Le dijo la secretaria: «Sí, pase mañana, venga mañana que ya estará, y esto cuesta tanto»: una buena suma. Pero es un servicio: se trata sólo de constatar los datos y completar. Y él —es abogado, joven, muy bueno, muy fervoroso, muy buen católico— vino a verme: «¿Qué hago ahora?». —«Ve mañana y dile que has enviado el cheque al arzobispo, y que el arzobispo le dará el cheque». El comercio del dinero.


Pero aquí tocamos un problema serio, la cuestión de la pobreza. Os digo una cosa: cuando un instituto religioso —y esto es válido también para otras situaciones—, cuando un instituto religioso siente que se muere, siente que no tiene capacidad para atraer nuevos miembros, siente que tal vez pasó el tiempo para el cual el Señor había elegido esa congregación, la tentación es la avidez. ¿Por qué? Porque piensan: «Al menos tenemos dinero para nuestra vejez». Esto es grave. ¿Y cuál es la solución que da la Iglesia? La unión de varios institutos con carismas que se asemejen, y seguir adelante. Pero jamás, jamás el dinero es una solución para los problemas espirituales. Es una ayuda necesaria, pero un poco, no mucho. San Ignacio decía, sobre la pobreza, que es «madre» y «muro» de la vida religiosa. Nos hace crecer en la vida religiosa como madre, y la custodia. Y se comienza la decadencia cuando falta la pobreza. Recuerdo, en la otra diócesis, cuando un colegio de religiosas muy importante tenía que rehacer la casa de las hermanas porque era antigua, se tenía que rehacer; e hicieron un buen trabajo. Hicieron un buen trabajo. Pero en esos tiempos —estoy hablando del año 1993, 1994 más o menos— decían: «Pongamos todas las comodidades, la habitación con baño privado, todo, y también televisor...». En ese colegio, que era muy importante, de las 2 a las 4 de la tarde no veías ni a una religiosa en el colegio: estaban todas en la habitación mirando la telenovela. Porque se trata de falta de pobreza, y esto te lleva a la vida cómoda, a las fantasías... Es un ejemplo, tal vez es el único en el mundo, pero es para comprender el peligro de demasiada comodidad, de la falta de pobreza o de una cierta austeridad.


[Otra parte de la pregunta no leída pero que estaba escrita]


Las religiosas no reciben un sueldo por los servicios que prestan, como lo reciben los sacerdotes. ¿Cómo podemos mostrar un rostro atractivo de nuestra subsistencia? ¿Cómo podemos encontrar los recursos financieros necesarios para realizar nuestra misión?


Papa FRANCISCO


Os diré dos cosas. Primero: ver cómo es el carisma, la centralidad de vuestro carisma —cada uno tiene el propio— y cuál es el sitio de la pobreza, porque hay congregaciones que exigen una vida de pobreza muy, muy fuerte; otras, no tanto, y ambas están aprobadas por la Iglesia. Buscar la pobreza según el carisma. Luego: los ahorros. Es prudencia tener un ahorro; es prudencia tener una buena administración, tal vez con alguna inversión, eso es prudente: para las casas de formación, para poder llevar adelante las obras pobres, llevar adelante escuelas para los pobres, llevar adelante los trabajos apostólicos... Una fundación de la propia congregación: esto se debe hacer. Y como la riqueza puede hacer mal y corromper la vocación, la miseria también. Si la pobreza se convierte en miseria, también esto hace mal. Allí se ve la prudencia espiritual de la comunidad en el discernimiento común: la ecónoma informa, todos hablan, sí es demasiado, no es mucho...  

Es esa prudencia materna. Pero, por favor, no os dejéis engañar por los amigos de la congregación, que luego os «desplumarán» y os quitarán todo. He visto muchas casas de religiosas, o me han contado otros, que perdieron todo porque se fiaron de un tal... «muy amigo de la congregación». Hay tantos astutos, tantos astutos. La prudencia está en nunca consultar a una sola persona: cuando tenéis necesidad, consultar a varias personas, distintas. La administración de los bienes es una responsabilidad muy grande, muy grande, en la vida consagrada. Si no tenéis lo necesario para vivir, decidlo al obispo. Decir a Dios: «Danos hoy nuestro pan», el auténtico. Pero hablar con el obispo, con la superiora general, con la Congregación para los religiosos. Para lo necesario, porque la vida religiosa es un camino de pobreza, pero no es un suicidio. Y esto es la sana prudencia. ¿Está claro esto?
Y luego, donde hay conflictos por lo que las Iglesias locales os piden, hay que rezar, discernir y tener el valor, cuando se debe, de decir «no»; y tener la generosidad, cuando se debe, de decir «sí». Pero ved vosotras cuánto es necesario el discernimiento en cada caso.


Mientras desempeñamos nuestro ministerio, somos solidarias con los pobres y los marginados, a menudo somos erróneamente consideradas como activistas o como si adoptásemos posiciones políticas. Algunas autoridades eclesiales miran negativamente nuestro ministerio, destacando que deberíamos estar más concentradas en una forma de vida mística. En estas circunstancias, ¿cómo podemos vivir nuestra vocación profética?


Papa FRANCISCO


Sí. Todas las religiosas, todas las consagradas deben vivir místicamente, porque vuestra vida es un matrimonio; vuestra vocación es una vocación de maternidad, es una vocación de estar en el lugar de la Madre Iglesia y de la Madre María. Pero los que os dicen esto, piensan que ser místico es ser una momia, siempre rezando... No, no. Se debe rezar y trabajar según el propio carisma; y cuando el carisma te lleva a seguir adelante con los refugiados, con los pobres tú debes hacerlo, y te dirán «comunista»: es lo menos que te dirán. Pero debes hacerlo. Porque el carisma te lleva a eso. En Argentina, recuerdo a una religiosa: fue provincial de su congregación. Una buena mujer, y sigue trabajando... tiene casi mi edad, sí. Y trabaja contra los traficantes de jóvenes, de personas. Recuerdo, durante el gobierno militar en Argentina, querían mandarla a la cárcel, hacían presión sobre el arzobispo, hacían presión sobre la superiora provincial, antes de que ella sea provincial, «porque esta mujer es comunista». Y esta mujer ha salvado a muchas jóvenes, a muchas jóvenes. Y sí, es la cruz. De Jesús, ¿qué dijeron? Que era Beelzebul, que tenía el poder de Beelzebul. La calumnia, estad preparadas. Si hacéis el bien, con oración, ante Dios, asumiendo todas las consecuencia de vuestro carisma, seguid adelante, estad preparadas para la difamación y la calumnia, porque el Señor eligió este camino para Él mismo. Y nosotros, obispos, debemos custodiar a estas mujeres que son icono de la Iglesia, cuando hacen cosas difíciles y son calumniadas, y son perseguidas. Ser perseguidos es la última de las Bienaventuranzas. El Señor nos dijo: «Bienaventurados vosotros cuando seáis perseguidos, insultados» y todas esas cosas. Pero aquí el peligro puede ser: «Yo hago lo que me parece». No, no, escucha esto: te persiguen, habla. Con tu comunidad, con tu superiora, habla con todos, busca consejo, discierne: otra vez la palabra. Y esta religiosa de la que hablaba ahora, un día la encontré llorando, y decía: «Mira la carta que recibí de Roma —no diré de dónde—: ¿qué tengo que hacer?» . —«¿Tú eres hija de la Iglesia?». —«¡Sí!». —«¿Tú quieres obedecer a la Iglesia?». —«¡Sí!». —«Responde que tú serás obediente a la Iglesia, y luego dirígete a tu superiora, a tu comunidad, a tu obispo —que era yo— y la Iglesia dirá lo que debes hacer. Pero no una carta que viene de 12.000 km». Porque allí un amigo de los enemigos de la religiosa había escrito, había sido calumniada. Valientes, pero con humildad, discernimiento, oración, diálogo.


Una palabra de aliento a nosotras dirigentes, que soportamos el peso de la jornada.


Papa FRANCISCO


Pero permitiros también un respiro. El descanso, porque muchas enfermedades vienen por falta de un sano descanso, descanso en familia... Esto es importante para soportar el peso de la jornada.


Vosotras mencionáis aquí también a las hermanas ancianas y enfermas. Y estas hermanas son la memoria del instituto, estas religiosas son las que han sembrado, que han trabajado, y ahora están paralíticas o muy enfermas o dejadas de lado. Estas hermanas rezan por el Instituto. Esto es muy importante, que se sientan parte del Instituto con la oración. Estas hermanas tienen una experiencia muy grande: algunas más, otras menos. ¡Escucharlas! Ir a ellas: «Dígame, hermana, ¿qué piensa usted de esto, de esto?». Que se sientan consultadas, y de su sabiduría saldrá un buen consejo. Estad seguras.


Esto es lo que se me ocurre deciros. Sé que siempre repito lo que digo y digo las mismas cosas, pero la vida es así... A mí me gusta escuchar las preguntas, porque me hacen pensar y me siento como el portero, que está allí, esperando el balón de donde venga... Esto es bueno y esto haced también vosotras en el diálogo.


Estas cosas que he prometido hacer, las haré. Y rezad por mí, yo rezo por vosotras. Y sigamos adelante. Nuestra vida es para el Señor, para la Iglesia y para la gente, que sufre mucho y necesita la caricia del Padre, a través de vosotras. ¡Gracias!


Os propongo una cosa: concluyamos con la Madre. Cada una de vosotras, en su idioma, rece el Avemaría. Yo lo rezaré en español.


[Ave María...]


Después de la bendición:


Y rezad por mí, para que pueda servir bien a la Iglesia.


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DISCURSO A LA ORGANIZACIÓN "MÉDICOS CON ÁFRICA CUAMM"


Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Sábado 7 de mayo de 2016


Me complace, queridos hermanos y hermanas, dar la bienvenida a cada uno de vosotros, «Médicos con África CUAMM”, que trabajáis por la tutela de la salud de las poblaciones africanas; y me alegro aún más después de haber escuchado las palabras que me han acercado mucho a aquellos lugares lejanos, el testimonio de estos médicos ha llevado mi corazón a esos sitios, donde vosotros vais sencillamente para encontrarse con Jesús. Y eso me hizo mucho bien. Gracias. Vuestra organización, expresión de la misionariedad de la diócesis de Padua, a lo largo de los años ha implicado a muchas personas que, como voluntarios, se dispusieron a realizar proyectos a largo término con una visión de desarrollo. Os doy las gracias por lo que estáis haciendo en favor del derecho humano fundamental de la salud para todos. La salud, en efecto, no es un bien de consumo, sino un derecho universal, por lo cual el acceso a los servicios sanitarios no puede ser un privilegio.


La salud, sobre todo la de base, se niega —¡se niega!— en diversas partes del mundo y en muchas regiones de África. No es un derecho para todos, sino más bien es aún un privilegio para pocos, para aquellos que se lo pueden permitir. La accesibilidad a los servicios sanitarios, a los tratamientos y a las medicinas sigue siendo un espejismo. Los más pobres no llegan a pagar y se ven excluidos de los servicios hospitalarios, incluso de los más esenciales y primarios. De aquí la importancia de vuestra generosa actividad en apoyo de una red capilar de servicios, capaz de dar respuestas a las necesidades de las poblaciones.


Habéis elegido los países más pobres de África, los países subsaharianos, y las zonas más olvidadas, «la última milla» de los sistemas sanitarios. Son las periferias geográficas donde el Señor os manda a ser buenos samaritanos, a ir al encuentro del pobre Lázaro, atravesando la «puerta» que conduce del primero al tercer mundo. ¡Esta es vuestra «puerta santa»! Vosotros trabajáis entre los grupos más vulnerables de la población: las madres, para asegurarles un parto seguro y digno, y los niños, especialmente los recién nacidos. En África, demasiadas madres mueren durante el parto y demasiados niños no superan el primer mes de vida por la malnutrición y las grandes endemias. Os aliento a permanecer entre esta humanidad herida y que sufre: es Jesús. Vuestra obra de misericordia es la atención del enfermo, según el lema evangélico «Curad a los enfermos» (Mt 10, 8). Que podáis ser expresión de la Iglesia madre, que se inclina hacia los más débiles y se hace cargo de ellos.


Para favorecer procesos de desarrollo auténticos y duraderos se necesitan tiempos largos, en la lógica de sembrar con confianza y esperar con paciencia los frutos. Todo esto lo demuestra también la historia de vuestra Organización, que desde hace más de sesenta y cinco años está comprometida al lado de los más pobres en Uganda, Tanzania, Mozambique, Etiopía, Angola, Sudán del Sur y Sierra Leona. África necesita un acompañamiento paciente y continuativo, tenaz y competente. Las intervenciones necesitan planteamientos de trabajo serios, requieren investigación e innovación e imponen el deber de transparencia hacia los donantes y la opinión pública.


Sois médicos «con» África y no «para» África, y esto es muy importante. Estáis llamados a incorporar a la gente africana en el proceso de crecimiento, caminando juntos, compartiendo dramas y alegrías, dolores y entusiasmos. Los pueblos son los primeros artífices de su desarrollo, los primeros responsables. Sé que afrontáis los desafíos cotidianos con gratuidad y ayuda desinteresada, sin proselitismos y ocupación de espacios. Es más, colaborando con las Iglesias y los Gobiernos locales en la lógica de la participación y de compartir compromisos y responsabilidades recíprocas. Os exhorto a mantener vuestro peculiar modo de acercarse a las realidades locales, ayudándoles a crecer y dejándolas cuando son capaces de continuar solas, en una perspectiva de desarrollo y sostenibilidad. Es la lógica de la semilla, que desaparece y muere para dar un fruto duradero.


En vuestro precioso servicio a los pobres de África tenéis como modelos a vuestro fundador, el doctor Francesco Canova, y al histórico director, don Luigi Mazzucato. El doctor Canova maduró en la FUCI la idea de ir por el mundo socorriendo a los últimos, proyectando un «colegio para futuros médicos misioneros» y trazando la figura del médico misionero laico. Por su parte, don Mazzucato fue director del CUAMM durante 53 años, y falleció el pasado 26 de noviembre a la edad de 88 años. Él fue el auténtico inspirador de las elecciones de fondo, primera entre todas la pobreza. Así dejó escrito en su testamento espiritual: «Tras nacer pobre, siempre he tratado de vivir con lo mínimo indispensable. No tengo nada mío y no tango nada para dejar. Las pocas prendas que poseo que sean dadas a los pobres».


Siguiendo las huellas de estos grandes testigos de una misionariedad de proximidad y evangélicamente fecunda, vosotros lleváis adelante con valentía vuestra obra, siendo expresión de una Iglesia que no es una «super clínica para vip» sino más bien un «hospital de campaña». Una Iglesia con corazón grande, cercana a muchas heridos y humillados de la historia, al servicio de los más pobres.


Os aseguro mi cercanía y mi oración. Os bendigo a todos vosotros, a vuestros familiares y vuestro compromiso por el hoy y el mañana del continente africano. Y os pido, por favor, que recéis por mí, para que el Señor me haga cada día más pobre.


¡Gracias!


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A LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA
CON OCASIÓN DEL JURAMENTO DE LOS NUEVOS RECLUTAS


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 7 de mayo de 2016


Señor comandante,
reverendo capellán,
queridos Guardias,
queridos familiares y amigos de la Guardia Suiza pontificia:


Al día siguiente de vuestra fiesta me complace recibiros y festejar con vosotros, también para expresar mi aprecio y mi gratitud por vuestro servicio, vuestra disponibilidad y vuestra fidelidad a la Santa Sede. Un saludo particular dirijo a los reclutas y a sus familiares, así como a los representantes de las autoridades suizas aquí presentes. Es hermoso ver jóvenes, como vosotros, que dedican algunos años de su vida a la Iglesia, concretamente al Sucesor de Pedro: es una ocasión única para crecer en la fe, para experimentar la universalidad de la Iglesia, para tener una experiencia de fraternidad.


Crecer en la fe. Estáis llamados a vivir vuestro trabajo como una misión que el Señor mismo os confía; a acoger el tiempo que pasáis aquí en Roma, en el corazón de la cristiandad, como oportunidad para profundizar la amistad con Jesús y caminar hacia la meta de cada vida cristiana auténtica: la santidad. Por ello os invito a alimentar vuestro espíritu con la oración y la escucha de la Palabra Dios; a participar con devoción en la santa misa y cultivar una filial devoción a la Virgen María, y realizar así vuestra peculiar misión, trabajando cada día «acriter et fideliter», con valentía y fidelidad.


Experimentar la universalidad de la Iglesia. Las tumbas de los Apóstoles y la sede del Obispo de Roma son encrucijada de peregrinos que proceden de todo el mundo. Vosotros tenéis así la posibilidad de tocar con la mano la maternidad de la Iglesia que acoge en sí, en su unidad, la diversidad de numerosos pueblos.


Podéis encontraros con personas de diversas lenguas, tradiciones y culturas, pero que se sienten hermanos al estar aunados por la fe en Jesucristo. Os hará bien descubrir su testimonio cristiano y ofrecer, vosotros, un sereno y gozoso testimonio evangélico.


Experimentar la fraternidad. También esto es importante: estar atentos unos de los otros, para apoyaros en el trabajo cotidiano y para enriqueceros recíprocamente, recordando siempre que «mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hech 20, 35). Sabed valorizar la vida comunitaria, el hecho de compartir momentos gozosos y los más difíciles, prestando atención a quien entre vosotros se encuentra en dificultad y a veces necesita una sonrisa y un gesto de aliento y de amistad. Asumiendo esta actitud, os veréis favorecidos también al afrontar con diligencia y perseverancia las pequeñas y grandes tareas del servicio cotidiano, testimoniando amabilidad y espíritu de acogida, altruismo y humanidad hacia todos.


Queridos Guardias, os deseo que viváis intensamente vuestras jornadas, firmes en la fe y generosos en la caridad hacia las personas que encontráis. Que os ayude nuestra Madre María, que honramos de modo especial en el mes de mayo, a experimentar cada día más esa comunión profunda con Dios, que para nosotros creyentes inicia en la tierra y será plena en el cielo. Estamos llamados, como recuerda san Pablo, a ser «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).


Os encomiendo a vosotros, a vuestras familias, a vuestros amigos y a quienes, con ocasión del juramento, han venido a Roma, a la intercesión de la Virgen, de vuestros patronos, san Martín y san Sebastián.


Os pido, por favor, que recéis por mí, y de corazón os imparto la bendición apostólica.

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ENTREGA AL PAPA DEL PREMIO CARLOMAGNO



Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Regia
Viernes 6 de mayo de 2016


Ilustres señoras y señores:


Les doy mi cordial bienvenida y gracias por su presencia. Agradezco especialmente sus amables palabras a los señores Marcel Philipp, Jürgen Linden, Martin Schulz, Jean-Claude Juncker y Donald Tusk. Deseo reiterar mi intención de ofrecer a Europa el prestigioso premio con el cual he sido honrado: no hagamos un gesto celebrativo, sino que aprovechemos más bien esta ocasión para desear todos juntos un impulso nuevo y audaz para este amado Continente.


La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de los propios límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella ha dado testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible que se recuerda, surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia. Las cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del otro, que ardían en el corazón de los padres fundadores del proyecto europeo. Ellos pusieron los cimientos de un baluarte de la paz, de un edificio construido por Estados que no se unieron por imposición, sino por la libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa, después de muchas divisiones, se encontró finalmente a sí misma y comenzó a construir su casa.


Esta «familia de pueblos»[1], que entretanto se ha hecho de modo meritorio más amplia, en los últimos tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa común, tal vez levantados apartándose del clarividente proyecto diseñado por los padres. Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño estamos tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y pensando en construir recintos particulares. Sin embargo, estoy convencido de que la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también «las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad»[2].


En el Parlamento Europeo me permití hablar de la Europa anciana. Decía a los eurodiputados que en diferentes partes crecía la impresión general de una Europa cansada y envejecida, no fértil ni vital, donde los grandes ideales que inspiraron a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción. Una Europa decaída que parece haber perdido su capacidad generativa y creativa. Una Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios más que de generar procesos de inclusión y de transformación; una Europa que se va «atrincherando» en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la sociedad; dinamismos capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas actuales, que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos; una Europa que, lejos de proteger espacios, se convierta en madre generadora de procesos (cf. Evangelii gaudium, 223).


¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?


El escritor Elie Wiesel, superviviente de los campos de exterminio nazis, decía que hoy en día es imprescindible realizar una «transfusión de memoria». Es necesario «hacer memoria», tomar un poco de distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria no sólo nos permitirá que no se cometan los mismos errores del pasado (cf. Evangelii gaudium, 108), sino que nos dará acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando. La transfusión de memoria nos libera de esa tendencia actual, con frecuencia más atractiva, a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas, que podrían producir «un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana» (ibíd. 224).


A este propósito, nos hará bien evocar a los padres fundadores de Europa. Ellos supieron buscar vías alternativas e innovadoras en un contexto marcado por las heridas de la guerra. Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes.


Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, dijo: «Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho»[3]. Precisamente ahora, en este nuestro mundo atormentado y herido, es necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la misma generosidad concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque —proseguía Schuman— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan»[4]. Los proyectos de los padres fundadores, mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido superados: inspiran, hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros. Parecen expresar una ferviente invitación a no contentarse con retoques cosméticos o compromisos tortuosos para corregir algún que otro tratado, sino a sentar con valor bases nuevas, fuertemente arraigadas. Como afirmaba Alcide De Gasperi, «todos animados igualmente por la preocupación del bien común de nuestras patrias europeas, de nuestra patria Europa», se comience de nuevo, sin miedo un «trabajo constructivo que exige todos nuestros esfuerzos de paciente y amplia cooperación»[5].


Esta transfusión de memoria nos permite inspirarnos en el pasado para afrontar con valentía el complejo cuadro multipolar de nuestros días, aceptando con determinación el reto de «actualizar» la idea de Europa. Una Europa capaz de dar a luz un nuevo humanismo basado en tres capacidades: la capacidad de integrar, capacidad de comunicación y la capacidad de generar.


Capacidad de integrar


Erich Przywara, en su magnífica obra La idea de Europa, nos reta a considerar la ciudad como un lugar de convivencia entre varias instancias y niveles. Él conocía la tendencia reduccionista que mora en cada intento de pensar y soñar el tejido social. La belleza arraigada en muchas de nuestras ciudades se debe a que han conseguido mantener en el tiempo las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones. Basta con mirar el inestimable patrimonio cultural de Roma para confirmar, una vez más, que la riqueza y el valor de un pueblo tiene precisamente sus raíces en el saber articular todos estos niveles en una sana convivencia. Los reduccionismos y todos los intentos de uniformar, lejos de generar valor, condenan a nuestra gente a una pobreza cruel: la de la exclusión. Y, más que aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca bajeza, pobreza y fealdad. Más que dar nobleza de espíritu, les aporta mezquindad.


Las raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron consolidando en el transcurso de su historia, aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural.


La actividad política es consciente de tener entre las manos este trabajo fundamental y que no puede ser pospuesto. Sabemos que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas», por lo que se tendrá siempre que trabajar para «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos» (Evangelii gaudium, 235). Estamos invitados a promover una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las cosas, el modo de construir la historia. Una solidaridad que nunca puede ser confundida con la limosna, sino como generación de oportunidades para que todos los habitantes de nuestras ciudades —y de muchas otras ciudades— puedan desarrollar su vida con dignidad. El tiempo nos enseña que no basta solamente la integración geográfica de las personas, sino que el reto es una fuerte integración cultural.


De esta manera, la comunidad de los pueblos europeos podrá vencer la tentación de replegarse sobre paradigmas unilaterales y de aventurarse en «colonizaciones ideológicas»; más bien redescubrirá la amplitud del alma europea, nacida del encuentro de civilizaciones y pueblos, más vasta que los actuales confines de la Unión y llamada a convertirse en modelo de nuevas síntesis y de diálogo. En efecto, el rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por llevar impresas las características de diversas culturas y la belleza de vencer todo encerramiento. Sin esta capacidad de integración, las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía del futuro: «El futuro de Occidente no está amenazado tanto por la tensión política, como por el peligro de la masificación, de la uniformidad de pensamiento y del sentimiento; en breve, por todo el sistema de vida, de la fuga de la responsabilidad, con la única preocupación por el propio yo»[6].


Capacidad de diálogo


Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado. Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii gaudium, 239). La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración.


Esta cultura de diálogo, que debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del diálogo y del encuentro.


Capacidad de generar


El diálogo, y todo lo que este implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a ser un espectador ni un mero observador. Todos, desde el más pequeño al más grande, tienen un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su elaboración y construcción. La situación actual no permite meros observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento a la responsabilidad personal y social.


En este sentido, nuestros jóvenes desempeñan un papel preponderante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una participación real como autores de cambio y de transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.


He reflexionado últimamente sobre este aspecto, y me he preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías? ¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos ofrecerles oportunidades y valores?


«La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral»[7]. Si queremos entender nuestra sociedad de un modo diferente, necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para nuestros jóvenes.


Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de mercado, alentada también por mis predecesores (cf. Juan Pablo II, Discurso al Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990). Pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de trabajo y cualificación.


Tenemos que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que “se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo […] para todos”[8]» (Laudato si’,127).


Si queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un futuro de paz para nuestras sociedades, solamente podremos lograrlo apostando por la inclusión real: «esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario»[9]. Este cambio (de una economía líquida a una economía social) no sólo dará nuevas perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido la cuna y la fuente.


La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa. En esto, el camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos, y también la exigencia urgente de responder al Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21).


Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo europeo, «un proceso constante de humanización», para el que hace falta «memoria, valor y una sana y humana utopía»[10]. Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida. Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y piden refugio. Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y a los ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte. Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano. Sueño una Europa donde los jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad, amen la belleza de la cultura y de una vida sencilla, no contaminada por las infinitas necesidades del consumismo; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo suficientemente estable. Sueño una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en los rostros más que en los números, en el nacimiento de hijos más que en el aumento de los bienes. Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos. Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía. 

 Gracias.


[1] Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014.

[2] Ibíd.

[3] Declaración del 9 de mayo de 1950, Salón de l’Horloge, Quai d’Orsay, Paris

[4] Ibíd.

[5] Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea, París, 21 de abril de 1954.

[6] Discurso a la Asamblea de los artesanos alemanes, Düsseldorf, 27 de abril de 1952.

[7] Discurso a los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 de julio de 2015.

[8] Benedicto XVI, Carta. Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666.

[9] Discurso a los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 de julio 2015.

[10] Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014. 


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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

 


MEDITACIÓN


Basílica Vaticana
Jueves 5 de mayo de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Después de los testimonios que hemos oído, y a la luz de la Palabra del Señor que ilumina nuestra situación de sufrimiento, invocamos ante todo la presencia del Espíritu Santo para que venga sobre nosotros. Que él ilumine nuestras mentes, para que podamos encontrar palabras adecuadas que den consuelo; que él abra nuestros corazones para que podamos tener la certeza de que Dios está presente y no nos abandona en las pruebas. El Señor Jesús prometió a sus discípulos que nunca los dejaría solos: que estaría cerca de ellos en cualquier momento de la vida mediante el envío del Espíritu Paráclito (cf. Jn 14,26), el cual los habría ayudado, sostenido y consolado.


En los momentos de tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, todo el mundo busca una palabra de consuelo. Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca y sienta compasión de nosotros. Experimentamos lo que significa estar desorientados, confundidos, golpeados en lo más íntimo, como nunca nos hubiéramos imaginado. Miramos a nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando encontrar a alguien que pueda realmente entender nuestro dolor. 
La mente se llena de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por sí sola no es capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que experimentamos y dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es cuando más necesitamos las razones del corazón, las únicas que pueden ayudarnos a entender el misterio que envuelve nuestra soledad.


Vemos cuánta tristeza hay en muchos de los rostros que encontramos. Cuántas lágrimas se derraman a cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras; y juntas forman como un océano de desolación, que implora piedad, compasión, consuelo. Las más amargas son las provocadas por la maldad humana: las lágrimas de aquel a quien le han arrebatado violentamente a un ser querido; lágrimas de abuelos, de madres y padres, de niños... Hay ojos que a menudo se quedan mirando fijos la puesta del sol y que apenas consiguen ver el alba de un nuevo día. Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del Señor. Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene a secar las lágrimas de nuestros ojos (cf. Is 25,8; Ap 7,17; 21,4).


En este sufrimiento nuestro no estamos solos. También Jesús sabe lo que significa llorar por la pérdida de un ser querido. Es una de las páginas más conmovedoras del Evangelio: cuando Jesús, viendo llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro, ni siquiera él fue capaz de contener las lágrimas. Experimentó una profunda conmoción y rompió a llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan, con esta descripción, muestra cómo Jesús se une al dolor de sus amigos compartiendo su desconsuelo. Las lágrimas de Jesús han desconcertado a muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo han lavado a muchas almas, han aliviado muchas heridas. Jesús también experimentó en su persona el miedo al sufrimiento y a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la traición de Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no abandona a los que ama» (Agustín, In Joh 49,5). Si Dios ha llorado, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me provoca para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que les han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no tienen ya ni siquiera un lugar donde encontrar consuelo. 
El llanto de Jesús no puede quedar sin respuesta de parte del que cree en él. Como él consuela, también nosotros estamos llamados a consolar.


En el momento del desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota en el corazón de Cristo la oración al Padre. La oración es la verdadera medicina para nuestro sufrimiento. También nosotros, en la oración, podemos sentir la presencia de Dios a nuestro lado. La ternura de su mirada nos consuela, la fuerza de su palabra nos sostiene, infundiendo esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro, oró: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11,41-42). Necesitamos esta certeza: el Padre nos escucha y viene en nuestra ayuda. El amor de Dios derramado en nuestros corazones nos permite afirmar que, cuando se ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que hemos amado. Lo recuerda el apóstol Pablo con palabras de gran consuelo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? […] Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39). El poder del amor transforma el sufrimiento en la certeza de la victoria de Cristo, y de nuestra victoria con él, y en la esperanza de que un día estaremos juntos de nuevo y contemplaremos para siempre el rostro de la Trinidad Santísima, fuente eterna de la vida y del amor.


Al lado de cada cruz siempre está la Madre de Jesús. Con su manto, ella enjuga nuestras lágrimas. Con su mano nos ayuda a levantarnos y nos acompaña en el camino de la esperanza.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LA ORDEN DE NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED (MERCEDARIOS)



Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Lunes 2 de mayo de 2016



Queridos hermanos y hermanas:


Les doy la bienvenida y agradezco al Padre Pablo Bernardo Ordoñe sus palabras. Encomiendo al Señor los trabajos de esta asamblea capitular y los proyectos de bien que se programan para este sexenio, confiando a la maternal protección de Nuestra Señora de la Merced el nuevo equipo de gobierno que surgirá de vuestra deliberación.


Con el lema «La Merced: memoria y profecía en las periferias de la libertad» están afrontando este Capítulo General que se abre a la próxima celebración del octavo centenario de la Orden. Una memoria que evoca las grandes gestas cumplidas en estos ocho siglos: la obra de la redención de cautivos, la audaz misión en el nuevo mundo, así como a tantos miembros ilustres por santidad y letras que engalanan su historia. Ciertamente, mucho hay que recordar, y nos hace bien recordar.


Pero este recuerdo no debe limitarse a una exposición del pasado, sino que ha de ser un acto sereno y consciente que nos permita evaluar nuestros logros, sin olvidar nuestros límites y, sobre todo, afrontar los desafíos que la humanidad nos plantea. Este capítulo puede ser una ocasión privilegiada para un diálogo sincero y provechoso que no se quede en un pasado glorioso, sino que examine las dificultades encontradas en ese camino, las vacilaciones y también los errores. La verdadera vida de la Orden ha de buscarse en el constante esfuerzo por adecuarse y renovarse, a fin de poder dar una respuesta generosa a las necesidades reales del mundo y de la Iglesia, siendo fieles al patrimonio perenne del que son depositarios.


Con este espíritu, podemos hablar realmente de profecía, no podemos hacerlo de otro modo. Porque ser profeta es prestar nuestra voz humana a la Palabra eterna, olvidarnos de nosotros mismos para que sea Dios quien manifieste su omnipotencia en nuestra debilidad. El profeta es un enviado, un ungido, ha recibido un don del Espíritu para el servicio del santo Pueblo fiel de Dios. Ustedes han recibido también un don y han sido consagrados para una misión que es una obra de misericordia: seguir a Cristo llevando la buena noticia del Evangelio a los pobres y la liberación a los cautivos (cf. Lc 4,18). Queridos hermanos, nuestra profesión religiosa es un don y una gran responsabilidad, pues lo llevamos en vasos de barro. No nos fiemos de nuestras propias fuerzas sino encomendémonos siempre a la misericordia divina. La vigilancia, la perseverancia en la oración, en el cultivo de la vida interior son los pilares que nos sostienen. Si Dios está presente en vuestras vidas, la alegría de llevar su Evangelio será vuestra fuerza y vuestro gozo. Dios nos ha llamado además a servirle dentro de la Iglesia y dentro de la Comunidad. Sosténganse en este camino común; que la comunión fraterna y la concordia en el bien obrar testimonien, antes que las palabras, el mensaje de Jesús y su amor a la Iglesia. 


El profeta sabe ir a las periferias, a las que hay que acercarse ligero de equipaje. El Espíritu es un viento ligero que nos impulsa hacia adelante. Evocar qué movió a vuestros Padres y hacia dónde los dirigió, los compromete a seguir sus pasos. Ellos fueron capaces de quedarse como rehenes junto al pobre, al marginado, al descartado de la sociedad, para llevarle consuelo, sufriendo con él, completando en carne propia lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Y esto un día y otro, en perseverancia, en el silencio de una vida entregada libre y generosamente. Seguirles es asumir que, para liberar, debemos hacernos pequeños, unirnos al cautivo, en la certeza que así no sólo cumpliremos nuestro propósito de redimir, sino que encontramos nosotros también la verdadera libertad, pues en el pobre y el cautivo reconocemos presente a nuestro Redentor.


En el octavo Centenario de la Orden, no dejen de «proclamar el año de gracia del Señor» a todos aquellos a los que son enviados: a los perseguidos por causa de su fe y a los privados de libertad, a las víctimas de la trata y a los jóvenes de sus escuelas, a los que atienden en sus obras de misericordia y a los fieles de las parroquias y las misiones que les han sido encomendadas por la Iglesia. Para cada uno de ellos y para la entera familia mercedaria va mi bendición y también mi ruego de que no se olviden de rezar por mí.


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