CIUDAD DEL VATICANO, 3 de junio de 2016 (VIS).- La Basílica de San Pablo Extramuros fue la tarde de ayer sede de la última
de las meditaciones del Santo Padre FRANCISCO durante el retiro de los sacerdotes
que participan en el Jubileo. El título era “El buen olor de Cristo y la
luz de su misericordia” y en ella el Papa profundizó en el significado
de las obras de misericordia,en su dimensión social “fecunda e
inclusiva”. También habló del reencuentro que es el Sacramento de la
Reconciliación y del que los sacerdotes deben ser “signo e instrumento” y
por último, leyó la carta de un párroco italiano que atiende a tres
pueblos y lamentaba que a veces los curas se ven casi obligados a
renunciar a la paternidad espiritual a causa del aparato administrativo
que rodea la gestión de las parroquias y se convierten en burócratas de
lo sagrado. El sacerdote afirmaba que en ocasiones como ésas eran los
fieles los que les devolvían a su vida de hombres, de creyentes y de
curas. “El Señor -escribía- nos salva a través de su rebaño... ese
rebaño que nos ha sido confiado y constituye la verdadera gracia del
pastor”. FRANCISCO, terminada la lectura, dijo: “Este es un hermano
nuestro... que nos indica el camino... No perdáis la cercanía ni la
disponibilidad con vuestra gente”.
Sigue una amplia síntesis de la tercera meditación:
“En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras de
misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada
a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con
los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el
vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» ,
para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.
Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos
espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el
Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el
Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de
misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los
gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su
manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la
gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos
los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en
hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese
olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace
que se despierte una esperanza.
El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de
misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre
la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le
contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen
olor de Cristo» . Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es
distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su
encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y
Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» Esto
me recuerda algo que he contado otras veces Apenas me eligieron Papa se
me acercó un hermano cardenal ...y me dijo: “No te olvides de los
pobres”. Fue el primer mensaje que el Señor me hizo llegar en aquel
momento.. El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los
oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte
de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de
muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,
defenderlos y liberarlos».Y esto sin ideologías, solo con la fuerza del
Evangelio.
En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y
muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de
misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros
santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los
pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al
Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a
los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con
paciencia... Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo
el de estar apegados al dinero... Y no es tanto por la riqueza en
sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la
misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el
pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un
funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no
diría que pecados secundarios... pero sí pecados que se pueden
sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al
final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la
misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo
de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con
su pobreza» . Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo
de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de
nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se
lo regalamos al otro.
Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna
falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando
yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado.
La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar
por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos
con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y
obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando,
celebrando la Eucaristía..., la misericordia es la manera de convertir
toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es
sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser
sacerdote. El Cura Brochero, decía: «El sacerdote que no tiene mucha
lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que
llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho
la caridad, ni a cristiano llego».
Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún,
preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal
—del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que
nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se
debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los
planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que
aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de
misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y
gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque,
como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras,
nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor».
La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras
obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos
ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de
proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den
cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo,
enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no
funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en
detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa
misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con
una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra
un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con
una crítica puntual...
Les propongo una oración con la pecadora perdonada, para pedir la
gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión
social de las obras de misericordia.
Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo,
cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le
pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no
aplicó la ley. Se hizo el sordo-también en esto el Señor es un maestro
para todos nosotros- y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició
así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas
palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y
esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que
le cambió el corazón. El Señor tiende la mano a la hija de Jairo: “Dadle
de comer”. Al muchacho muerto en Nain: “Levántate” y se lo devuelve a
su madre. Y a esta pecadora: “Levántate”. El Señor nos vuelve a poner
como Dios quiso que estuviera el ser humano: de pie, levantado, nunca a
tierra. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se
apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y
utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que
se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un
todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos
veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y
luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se
toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su
interioridad y hace que los que juzgan se retiren.
En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el
espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha
quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a
nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar
alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te
“categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que
tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen...).
Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice
que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí
mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El
mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en
el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad
lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo
obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras
lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí»
de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado
de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la
que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. No
había otro tipo de cercanía social. Por eso, el Señor no sólo le
despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser
«objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no
se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que
no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de
Betesda: «No peques más» (Jn 5,14). Pero a este que se justificaba con
las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de
víctima— no a la mujer- lo pincha un poco con eso de que «no sea que te
suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que
teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos.
Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda,
personal.
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él
es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y
acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la
misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o
una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde
Dios los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se
pierda, o se quede atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado,
digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él
quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor que
no camine en la caridad.
EL ESPACIO DEL CONFESIONARIO, DONDE LA VERDAD NOS HACE LIBRES
Y, hablando de espacio, vayamos al del confesionario. El Catecismo de
la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el
que la verdad nos hace libres para un encuentro: «Cuando celebra el
sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen
Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las
heridas, del Padre que es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta,
del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la
vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y
el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» . Y nos
recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de
Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la
caridad de Cristo».
Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para
un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno
hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y
claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros
sólo para los especialistas y esos no sirven. Signo e
instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia, ¿sirve o no
sirve? en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa,
adecuada. Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el
Dios misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que
queden frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un
hijo pródigo en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la
terraza a ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a
buscarla; hay un herido tirado al borde del camino y un samaritano que
tiene buen corazón. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e
instrumento de que estos se encuentren. Tengamos claro que nosotros no
somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos del
lado de los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio tiene
que ser signo e instrumento de ese encuentro. Por eso, nos situamos en
el ámbito del misterio del Espíritu Santo, que es el que crea la
Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra vez el
encuentro.
La otra cosa propia de un signo y de un instrumento es su no
autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo
una vez que comprendió la cosa; nadie se queda mirando el
destornillador ni el martillo, sino que mira el cuadro que quedó bien
fijado. Siervos inútiles somos. Esto es, instrumento y signo que fueron
muy útiles para otros dos que se fundieron en un abrazo, como el padre
con su hijo.
La tercera característica propia del signo y del instrumento es su
disponibilidad. Que el instrumento esté a la mano, que el signo sea
visible. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores, disponibles. Quizás
aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la
misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un
término negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen
mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi
tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el
confesionario y, cuando no había gente, hacía dos cosas: una era
arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol, la otra
era leer un gran diccionario chino. Él decía que, cuando la gente lo
veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a
largo plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a
charlar un poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que
hacer». Estaba disponible para lo esencial. Quitaba el impedimento de
andar siempre con cara de muy ocupado.Y aquí está el problema. La gente
no se acerca cuando ve a su pastor muy ocupado, siempre ocupado.
Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay que aprender de
nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se les
acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta
lo que le pasa, como Jesús con Nicodemo.Es importante entender el
lenguaje de los gestos; no preguntar cosas que son ya evidentes con los
gestos. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya
hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene deseo de cambiar. O
al menos deseo de deseo, si la situación le parece imposible (ad
impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está obligado a
hacer lo imposible)...He leído en la vista de un santo de esta época,
que sufrió la guerra...que había un soldado al que iban a fusilar y él
fue a confesarlo. Y se ve que aquel soldado era algo libertino...se
divertía mucho con las mujeres.. “Pero, ¿tu te arrepientes de esto?”.
“No, padre, era tan bonito...” Y este santo no sabía que hacer. Ya
estaba el pelotón para fusilarlo y entonces le dijo: “Dime, pero por lo
menos, ¿te arrepientes de no haberte arrepentido?” “Eso sí”. “Ah,
entonces bien”. El confesor busca siempre el camino y el lenguaje de los
gestos es el lenguaje de las posibilidades para llegar al punto.
Hay que aprender de los buenos confesores, los que tienen delicadeza
con los pecadores y les basta media palabra para comprender todo, como
Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del
perdón. A mí me edificó mucho uno de los cardenales de la Curia, que a
priori yo creía que era muy rígido. Y el, cuando había un penitente que
tenía un pecado que se avergonzaba decir y empezaba con una palabra o
dos, enseguida entendía de que se trataba y le decía: “Siga, le he
entendido”. Y lo paraba porque lo había comprendido. Esta es delicadeza.
Pero esos confesores … que preguntan y preguntan :”Pero dime, por
favor...” ¿Te hacen falta tantos detalles para perdonar? o '¿te estás
haciendo una pelicula?' La integridad de la confesión no es
cuestión de matemáticas...¿Cuántas veces? ¿Cómo? ¿Donde? A veces la
vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado
mismo. Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la
gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de
condicionamientos imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al
ver a la gente, lo sentía en las entrañas, en las tripas y por eso
curaba y curaba, aunque el otro «no lo pidiera bien», como aquel
leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era como el tero:
chillaba en un lado pero tenía el nido en otro. Jesús era paciente.
Hay que aprender de los confesores que saben hacer que el penitente
sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que daba una
penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias, al
que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se
hacía rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le
importaba si después no le hacían caso, como el paralítico de Betesda, o
si contaban cosas que les había mandado que no contaran y luego parecía
que el leproso era él, porque no podía entrar en los poblados o sus
enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba
alivio, descanso, dejaba respirar a la gente un hálito del Espíritu
consolador.
...Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —un poco menor
que yo—que es un gran confesor. Siempre tiene delante del confesionario
una fila, mucha gente: gente humilde, gente rica, curas, monjas, más
y más gente, todo el día confesando. Y él es un gran perdonador.
Siempre encuentra el camino para perdonar y para dar un paso adelante. Y
perdona, pero, a veces, le agarran escrúpulos de haber perdonado mucho.
Y entonces, una vez, charlando, me dijo: «A veces, tengo esos
escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés esos
escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo:
“Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?,
que la culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La
misericordia la mejoraba con más misericordia.
Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan
nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita
de encima. La misericordia nos libra de ser un cura juez-funcionario,
digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad para las
personas, para los rostros. ..Recuerdo que cuando estudiaba Segundo de
Teología.. fui a escuchar un examen que se hacía en Tercero, antes de la
ordenación... Y una vez a un compañero le hicieron una pregunta sobre
la justicia...muy intrincada, muy artificial... Y aquel compañero
respondió con mucha humildad: “Pero padre, esto no se encuentra en la
vida”... !Pero se encuentra en los libros!...Esa moral de los libros,
sin experiencia. La regla de Jesús es «juzgar como queremos ser
juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron
con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a
ponerse en pie... —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es
tan subjetivamente personal— está la clave para juzgar a los demás. No
tanto porque esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a
partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo:
No sean curiosos en el confesionario. Cuenta santa Teresita que, cuando
recibía las confidencias de sus novicias, se cuidaba muy bien de
preguntar cómo había seguido la cosa. No curioseaba el alma de la gente.
Es propio de la misericordia «cubrir con su manto» el pecado para no
herir la dignidad. Es hermoso ese pasaje de los dos hijos de Noé, que cubrieron con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado.
DIMENSIÓN SOCIAL DE LAS OBRAS DE MISERICORDIA
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para
alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida
cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo
más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de
misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las
practicáramos» , las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien
común. A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos
de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa
misericordia que nos ha salvado a nosotros.
Les propongo meditar sobre esta dimensión social con alguno de
los párrafos finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece
esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos
finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo
de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae
nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada
cada día.
Al final del Evangelio Mateo nos dice que el Señor envía a los
apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» .
Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de
misericordia. Y se multiplica como la luz en las demás obras: en las de
Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales, y
en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar»,
«corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las
persecuciones...
Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los
apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan» .
Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia.
Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a
los malos espíritus .
Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» —praxeis— de
los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen,
guiados por el Espíritu.
Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» o «señales» que
hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino
que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se
muestra su amor y su misericordia.
Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la
imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En
esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de
la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale
diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.
Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello
personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete
corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así
numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que,
cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se
convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se
multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como
la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Es
verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y
en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores
para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación
de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y
la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón... Pero,
si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la
misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida
misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido,
casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede
darse a sí mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y
nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra
vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada,
corregida y alentada (consolada).
Necesitamos que otros nos aconsejen,
nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que
practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y
desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños
pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria
más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a
merced de los buitres.
Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de
«actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de
institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, que no es lo
mismo que una cultura de la beneficencia, hay que distinguir. Puestos a
obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y
lleva adelante estas obras. Y lo hace utilizando los signos e
instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí
mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el
Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e
insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de
la misericordia divina. Estos son los que mejor se dejan formar y
capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La
alegría de sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con
la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y
les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en
sus obras de misericordia.
A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de
misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas— como
en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y
pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque
fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más
abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros
santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso
de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que
los miran con misericordia, así como por la colaboración también
numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser
motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte.
Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber
dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por
su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus
Christi», con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.
Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para
pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con
su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos misericordee junto con su
pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos
«sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra
sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su
pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor
crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»... No permitas que tu
pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu
misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así
podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos
cuando nos mandes ir a ti”.