''En
la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la Misericordia
recordé que ''hay momentos en los que de un modo mucho más intenso
estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser
también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre'' .
En efecto,
el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno, transformando a
aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y
se estrechan para que quien sea sepa que es amado como hijo y se sienta
''en casa'' en la única familia humana.
De este modo, la premura
paterna de Dios es solícita para con todos, como lo hace el pastor con
su rebaño, y es particularmente sensible a las necesidades de la oveja
herida, cansada o enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para
decirnos que él se inclina sobre el hombre llagado por la miseria física
o moral y, cuanto más se agravan sus condiciones, tanto más se
manifiesta la eficacia de la misericordia divina.
En
nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en
todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su
propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando
el modo tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte
cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez con mayor
frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando
sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas
humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después
sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con
realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que
se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en
práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y
largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos. Más
que en tiempos pasados, hoy el Evangelio de la misericordia interpela
las conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento del otro e indica
caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales de la fe,
de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de
misericordia espirituales y corporales.
Sobre
la base de esta constatación, he querido que la Jornada Mundial del
Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: ''Emigrantes y
refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la
misericordia''. Los flujos migratorios son una realidad estructural y la
primera cuestión que se impone es la superación de la fase de
emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de las
migraciones, de los cambios que se producen y de las consecuencias que
imprimen rostros nuevos a las sociedades y a los pueblos. Todos los
días, sin embargo, las historias dramáticas de millones de hombres y
mujeres interpelan a la Comunidad internacional, ante la aparición de
inaceptables crisis humanitarias en muchas zonas del mundo. La
indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuanto vemos
como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y
naufragios. Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son
tragedias cuando se pierde aunque sea sólo una vida.
Los
emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor
lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta
distribución de los recursos del planeta, que deberían ser divididos
ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno de ellos el
de mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un honesto y
legítimo bienestar para compartir con las personas que aman?
En
este momento de la historia de la humanidad, fuertemente marcado por
las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia
secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos
aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su
voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos
cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico
desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento
humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que
hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con
los otros y con la creación?
En
efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados interpela
seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben
afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no son
adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer de modo
que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que
abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la
discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?
La
revelación bíblica anima a la acogida del extranjero, motivándola con
la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y en el
rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas
instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos,
organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro y
la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la
solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: ''Mira, que
estoy a la puerta y llamo''. Y, sin embargo, no cesan de multiplicarse
los debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la
acogida, no sólo en las políticas de los Estados, sino también en
algunas comunidades parroquiales que ven amenazada la tranquilidad
tradicional.
Ante
estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia si no inspirándose en
el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del Evangelio
es la misericordia.
En
primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el Hijo: la
misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de alegre
gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la
redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la
solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor
gratuito de Dios, ''que fue derramado en nuestros corazones por medio
del Espíritu Santo'' . Así mismo, cada uno de nosotros es responsable de
su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde
quiera que vivan. El cuidar las buenas relaciones personales y la
capacidad de superar prejuicios y miedos son ingredientes esenciales
para cultivar la cultura del encuentro, donde se está dispuesto no sólo a
dar, sino también a recibir de los otros. La hospitalidad, de hecho,
vive del dar y del recibir.
En
esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente en
función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre
todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al
bienestar y al progreso de todos, de modo particular cuando asumen
responsablemente los deberes en relación con quien los acoge, respetando
con reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que los
hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de
todo, no se pueden reducir las migraciones a su dimensión política y
normativa, a las implicaciones económicas y a la mera presencia de
culturas diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son
complementarios a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la
cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio
de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y
transforman a toda la humanidad.
La
Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los derechos de
todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no tener
que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este
proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a
los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se confirma
que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y
la ecua distribución de los bienes de la tierra son elementos
fundamentales para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo
en las áreas de donde parten los flujos migratorios, de tal manera que
cesen las necesidades que inducen a las personas, de forma individual o
colectiva, a abandonar el propio ambiente natural y cultural. En todo
caso, es necesario evitar, posiblemente ya en su origen, la huida de los
prófugos y los éxodos provocados por la pobreza, por la violencia y por
la persecución.
Sobre
esto es indispensable que la opinión pública sea informada de forma
correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y especulaciones a
costa de los migrantes.
Nadie
puede fingir de no sentirse interpelado por las nuevas formas de
esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y compran
a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la construcción, en la
agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado. Cuántos menores
son aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman
en niños soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos,
de la mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de
nuestro tiempo escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la
Iglesia y a la comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las
manos abiertas de quien los acoge el rostro del Señor ''Padre
misericordioso y Dios de toda consolación'' .
Queridos
hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la raíz del Evangelio
de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con
el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a Dios en
persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría de vivir que brotan
de la experiencia de la misericordia de Dios, que se manifiesta en las
personas que encuentran a lo largo de su camino. Los encomiendo a la
Virgen María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a san José,
que vivieron la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo también a
su intercesión a quienes dedican energía, tiempo y recursos al cuidado,
tanto pastoral como social, de las migraciones. Sobre todo, les imparto
de corazón la Bendición Apostólica''.