AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
SEPTIEMBRE 2015
Aula Pablo VI y
Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de septiembre de 2015
CATEQUESIS DEL SANTO PADRE
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Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de septiembre de 2015
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Plaza de San Pedro
Miércoles 9 de septiembre de 2015
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Plaza de San Pedro
Miércoles 2 de septiembre de 2015
Aula Pablo VI y
Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de septiembre de 2015
Palabras del Santo Padre a los enfermos y minusválidos reunidos en el Aula Pablo VI al comienzo de la Audiencia general
¡Buenos días!
Os saludo a todos. La audiencia de hoy tendrá lugar en dos sitios: aquí y en la plaza.
Como el tiempo parecía un poco inestable, hemos decidido que vosotros
estéis aquí, tranquilos, más cómodos, y que podáis ver la audiencia en
la pantalla gigante. Os agradezco mucho esta visita y os pido que recéis
por mí.
La enfermedad es algo feo, y están los médicos —¡son geniales!—, los
enfermeros, las enfermeras, las medicinas, todo, pero siempre es algo
feo.
Y está la fe, la fe que nos alienta, y ese pensamiento que a todos
nos viene: Dios se hizo enfermo por nosotros, es decir, envió a su Hijo,
que cargó sobre sí todas nuestras enfermedades, hasta la cruz. Mirando a
Jesús con su paciencia, nuestra fe se hace más fuerte. Y siempre con
nuestra enfermedad sigamos, con Jesús al lado, tomados de la mano de
Jesús.
Él sabe lo que significa el sufrimiento, Él nos comprende y Él nos consuela y nos da fuerza.
Ahora doy a todos vosotros la bendición, pido al Señor que os bendiga y os acompañe.
Pero antes recemos a la Virgen.
[Ave María... Bendición]
CATEQUESIS DEL SANTO PADRE
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La audiencia de hoy será en dos sitios: aquí en la plaza y también en
el aula Pablo VI, donde se encuentran numerosos enfermos que la siguen
por una pantalla gigante. Visto que el tiempo está un poco inestable
hemos pensado que ellos estén protegidos y más tranquilos allí. Unámonos
los unos a los otros y saludémonos.
Los días pasados realicé el viaje apostólico a Cuba y a Estados Unidos de América.
El mismo surgió de la iniciativa de participar en el Encuentro mundial
de las familias, programado desde hacía tiempo en Filadelfia. Este
«núcleo originario» se amplió a una visita a Estados Unidos de América y
a la sede central de las Naciones Unidas, y luego también a Cuba, que
se convirtió en la primera etapa del itinerario. Expreso nuevamente mi
agradecimiento al presidente Castro, al presidente Obama y al secretario
general Ban Ki-moon por la acogida que me brindaron. Agradezco de
corazón a los hermanos obispos y a todos los colaboradores el gran
trabajo realizado y el amor a la Iglesia que lo animó.
«Misionero de la Misericordia»: así me presenté en Cuba, una tierra
rica de belleza natural, de cultura y de fe. La misericordia de Dios es
más grande que toda herida, que todo conflicto, que toda ideología; y
con esa mirada de misericordia pude abrazar a todo el pueblo cubano, los
que están en la patria y los que están fuera, más allá de toda
división. Símbolo de esta unidad profunda del alma cubana es la Virgen
de la Caridad del Cobre, que precisamente hace cien años fue proclamada
Patrona de Cuba. Fui como peregrino al santuario de esta Madre de
esperanza, Madre que guía en el camino de justicia, paz, libertad y
reconciliación.
Pude compartir con el pueblo cubano la esperanza de la realización de
la profecía de san Juan Pablo ii: que Cuba se abra al mundo y que el
mundo se abra a Cuba. No más cerrazones, no más explotación de la
pobreza, sino libertad en la dignidad. Este es el camino que hace vibrar
el corazón de tantos jóvenes cubanos: no una senda de evasión, de
ganancias fáciles, sino de responsabilidad, servicio al prójimo y
atención a la fragilidad. Un camino que encuentra su fuerza en las
raíces cristianas de ese pueblo, que tanto ha sufrido. Un camino en el
que alenté de modo especial a los sacerdotes y a todos los consagrados, a
los estudiantes y a las familias. Que el Espíritu Santo, con la
intercesión de María Santísima, haga crecer las semillas que hemos
esparcido.
De Cuba a Estados Unidos de América: fue un paso emblemático, un
puente que gracias a Dios se está reconstruyendo. Dios siempre quiere
construir puentes; somos nosotros quienes construimos muros. Y los muros
se derrumban, siempre.
Y en Estados Unidos realicé tres etapas: Washington, Nueva York y
Filadelfia. En Washington me reuní con las autoridades políticas, la
gente sencilla, los obispos, sacerdotes y consagrados, los más pobres y
marginados. He recordado que la riqueza más grande de ese país y de su
gente está en el patrimonio espiritual y ético. Y así quise animar para
que se lleve adelante la construcción social en la fidelidad a su
principio fundamental, es decir que todos los hombres son creados por
Dios iguales y dotados de inalienables derechos, como la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad. Estos valores, compartidos por
todos, encuentran en el Evangelio su realización plena, como lo puso de
relieve la canonización del padre Junípero Serra,
franciscano, gran evangelizador de California. San Junípero muestra el
camino de la alegría: ir y compartir con los demás el amor de Cristo.
Este es el camino del cristiano, pero también de cada hombre que ha
conocido el amor: no tenerlo para sí sino compartirlo con los demás.
Sobre esta base religiosa y moral surgieron y crecieron los Estados
Unidos de América, y sobre esta base pueden seguir siendo tierra de
libertad y de acogida y cooperar con un mundo más justo y fraterno.
En Nueva York pude visitar la sede central de la ONU y saludar al personal que allí trabaja. Mantuve coloquios con el secretario general y los presidentes de las últimas Asambleas generales y del Consejo de seguridad. Al hablar a los representantes de las Naciones,
siguiendo los pasos de mis predecesores, renové el aliento de la
Iglesia católica a esa Institución y a su papel en la promoción del
desarrollo y de la paz, recordando en especial la necesidad del
compromiso concorde y real para el cuidado de la creación. Recordé
también el llamamiento a detener y prevenir las violencias contra las
minorías étnicas y religiosas y contra las poblaciones civiles.
Por la paz y la fraternidad hemos rezado en el Memorial de la Zona Cero,
juntamente con los representantes de las religiones, los parientes de
muchos caídos y el pueblo de Nueva York, tan rico en diversidad
cultural. Y por la paz y la justicia celebré la Eucaristía en el «Madison Square Garden».
Tanto en Washington como en Nueva York puede reunirme con algunas
realidades caritativas y educativas, emblemáticas en el enorme servicio
que las comunidades católicas —sacerdotes, religiosas, religiosos,
laicos— ofrecen en estos ámbitos.
Vértice del viaje fue el Encuentro de las familias en Filadelfia,
donde el horizonte se amplió a todo el mundo, a través del «prisma», por
así decirlo, de la familia. La familia, es decir la alianza fecunda
entre el hombre y la mujer, es la respuesta al gran desafío de nuestro
mundo, que es un desafío doble: la fragmentación y la masificación, dos
extremos que conviven y se apoyan mutuamente, y juntos sostienen el
modelo económico consumista. La familia es la respuesta porque es la
célula de una sociedad que equilibra la dimensión personal y la
dimensión comunitaria, y que al mismo tiempo puede ser el modelo de una
gestión sostenible de los bienes y de los recursos de la creación. La
familia es el sujeto protagonista de una ecología integral, porque es el
sujeto social primario, que contiene en su seno los dos principios-base de la civilización humana sobre la tierra: el principio de comunión y el principio de fecundidad.
El humanismo bíblico nos presenta este icono: la pareja humana, unida y
fecunda, puesta por Dios en el jardín del mundo, para cultivarlo y
custodiarlo.
Deseo dirigir un fraterno y caluroso agradecimiento a monseñor
Chaput, arzobispo de Filadelfia, por su compromiso, piedad, entusiasmo y
gran amor a la familia en la organización de este evento. Viéndolo
bien, no es una casualidad sino que es providencial que el mensaje, es
más, el testimonio del Encuentro mundial de las familias haya surgido en
este momento de Estados Unidos de América, es decir del país que en el
siglo pasado alcanzó el máximo desarrollo económico y tecnológico sin
negar sus raíces religiosas. Ahora estas mismas raíces piden que se
recomience desde la familia para repensar y cambiar el modelo de
desarrollo, para el bien de toda la familia humana.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos
provenientes de España y Latinoamérica. Encomendamos a Dios los frutos
de este viaje, y que el ejemplo de san Junípero Serra, nos haga a todos
auténticos evangelizadores, que vayan por el mundo compartiendo con
todos el amor de Cristo. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y
la familia. Estamos en vísperas de acontecimientos hermosos y arduos,
que están directamente relacionados con este gran tema: el Encuentro
mundial de las familias en Filadelfia y el Sínodo de los obispos aquí,
en Roma. Ambos tienen resonancia mundial, que corresponde a la dimensión
universal del cristianismo, pero también al alcance universal de esta comunidad humana fundamental e insustituible que es precisamente la familia.
El paso actual de la civilización parece marcado por los efectos a
largo plazo de una sociedad administrada por la tecnocracia económica.
La subordinación de la ética a la lógica del provecho dispone de medios
ingentes y de enorme apoyo mediático. En este escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer no solo es necesaria, sino también estratégica para la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero.
Esta alianza debe volver a orientar la política, la economía y la
convivencia civil. Decide la habitabilidad de la tierra, la transmisión
del sentimiento de la vida, los vínculos de la memoria y de la
esperanza. De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y
de la mujer es la gramática generativa, podríamos decir, el «lazo de
oro». Toma la fe de la sabiduría de la creación de Dios, que no ha confiado a la familia el cuidado de una intimidad que es fin en sí misma, sino el emocionante proyecto de hacer «doméstico» el mundo.
Precisamente la familia está al inicio, en la base de esta cultura
mundial que nos salva; nos salva de tantos, tantos ataques, de tantas
destrucciones, de tantas colonizaciones, como la del dinero o de las
ideologías que amenazan tanto al mundo. La familia es la base para
defenderse.
Precisamente en la Palabra bíblica de la creación hemos tomado
nuestra inspiración fundamental para nuestras breves meditaciones del
miércoles sobre la familia. A esta Palabra podemos y debemos recurrir
nuevamente con amplitud y profundidad. Es un gran trabajo el que nos
espera, pero también muy estimulante. La creación de Dios no es una
simple premisa filosófica: es el horizonte universal de la vida y de la
fe. No hay un designio divino diverso de la creación y de su salvación.
Por la salvación de la criatura —de toda criatura— Dios se hizo hombre:
«Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación», como dice el
Credo. Y Jesús resucitado es «primogénito de toda criatura» (Col
1, 15). El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que
sucede entre ellos deja la impronta en todo. Su rechazo de la bendición
de Dios desemboca fatalmente en un delirio de omnipotencia que arruina
todas las cosas. Es lo que llamamos «pecado original». Y todos venimos
al mundo con la herencia de esta enfermedad.
No obstante esto, no somos malditos ni estamos abandonados a nosotros
mismos. Al respecto, el antiguo relato del primer amor de Dios por el
hombre y la mujer ya tenía páginas escritas a fuego. «Pongo hostilidad
entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia» (Gn
3, 15 a). Son las palabras que Dios dirige a la serpiente engañadora,
encantadora. Mediante estas palabras Dios marca a la mujer con una
barrera protectora del mal, a la que puede recurrir —si quiere— para
cada generación. Quiere decir que la mujer lleva una bendición secreta y especial,
para la defensa de su criatura del Maligno. Como la Mujer del
Apocalipsis, que corre a esconder al hijo del Dragón. Y Dios la protege
(cf. Ap 12, 6).
Pensad qué profundidad se abre aquí. Existen muchos lugares comunes, a
veces incluso ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira el mal.
En cambio, hay espacio para una teología de la mujer que esté a la
altura de esta bendición de Dios para ella y para la generación.
En todo caso, la misericordiosa protección de Dios respecto al hombre y a la mujer
jamás se pierde para ambos. No olvidemos esto. El lenguaje simbólico de
la Biblia nos dice que antes de alejarlos del jardín del Edén, Dios les
hizo al hombre y a la mujer túnicas de piel y los vistió (cf. Gn
3, 21). Este gesto de ternura significa que, incluso en las dolorosas
consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que permanezcamos
desnudos y abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura
divina, esta solicitud por nosotros, la vemos encarnada en Jesús de
Nazaret, Hijo de Dios «nacido de mujer» (Gál 4, 4). Y el mismo san Pablo dice una vez más: «Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm
5, 8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios
sobre nuestras llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados.
Pero Dios nos ama como somos y quiere llevarnos adelante con este
proyecto, y la mujer es la más fuerte, la que lleva adelante este
proyecto.
La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, en el origen de la
historia, incluye a todos los seres humanos, hasta el fin de la
historia. Si tenemos suficiente fe, las familias de los pueblos de la tierra se reconocerán en esta bendición.
De todos modos, quienquiera que se deje conmover por esta visión,
independientemente del pueblo, la nación o la religión a la que
pertenezca, ¡póngase en camino con nosotros! Será nuestro hermano y
nuestra hermana, sin hacer proselitismo. Caminemos juntos con esta
bendición y con este objetivo de Dios de hacernos a todos hermanos en la
vida, en un mundo que va adelante y nace precisamente de la familia, de
la unión del hombre y la mujer.
¡Que Dios os bendiga, familias de todos los rincones de la tierra! ¡Que Dios os bendiga a todos!
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a Dios que avive
nuestra fe en la promesa que hizo al hombre y a la mujer, y tomando
conciencia de la importancia de esta alianza, que todas las familias de
la tierra se sientan bendecidas por Dios y protegidas por su ternura y
amor. Muchas gracias y que Dios los bendiga.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 9 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quiero centrar hoy nuestra atención en el vínculo entre la familia y la comunidad cristiana.
Es un vínculo, por decirlo así, «natural», porque la Iglesia es una
familia espiritual y la familia es una pequeña Iglesia (cf. Lumen gentium, 9).
La comunidad cristiana es la casa de quienes creen en Jesús como
fuente de la fraternidad entre todos los hombres. La Iglesia camina en
medio de los pueblos, en la historia de los hombres y las mujeres, de
los padres y las madres, de los hijos y las hijas: esta es la historia
que cuenta para el Señor. Los grandes acontecimientos de las potencias
mundanas se escriben en los libros de historia, y ahí quedan. Pero la
historia de los afectos humanos se escribe directamente en el corazón de
Dios; y es la historia que permanece para la eternidad. Es este el
lugar de la vida y de la fe. La familia es el ámbito de nuestra
iniciación —insustituible, indeleble— en esta historia. Una historia de
vida plena, que terminará en la contemplación de Dios por toda la
eternidad en el cielo, pero comienza en la familia. Este es el motivo
por el cual es tan importante la familia. El Hijo de Dios aprendió la
historia humana por esta vía, y la recorrió hasta el final (cf. Hb
2, 18; 5, 8). Es hermoso volver a contemplar a Jesús y los signos de
este vínculo. Él nació en una familia y allí «conoció el mundo»: un
taller, cuatro casas, un pueblito de nada. De este modo, viviendo
durante treinta años esta experiencia, Jesús asimiló la condición
humana, acogiéndola en su comunión con el Padre y en su misma misión
apostólica. Luego, cuando dejó Nazaret y comenzó la vida pública, Jesús
formó en torno a sí una comunidad, una «asamblea», es decir una
con-vocación de personas.
Este es el significado de la palabra «iglesia».
En los Evangelios, la asamblea de Jesús tiene la forma de una familia y de una familia acogedora,
no de una secta exclusiva, cerrada: en ella encontramos a Pedro y a
Juan, pero también a quien tiene hambre y sed, al extranjero y al
perseguido, la pecadora y el publicano, los fariseos y las multitudes.
Y Jesús no deja de acoger y hablar con todos, también con quien ya no
espera encontrar a Dios en su vida. Es una lección fuerte para la
Iglesia. Los discípulos mismos fueron elegidos para hacerse cargo de
esta asamblea, de esta familia de los huéspedes de Dios.
Para que esta realidad de la asamblea de Jesús esté viva en el hoy,
es indispensable reavivar la alianza entre la familia y la comunidad
cristiana. Podríamos decir que la familia y la parroquia son los
dos lugares en los que se realiza esa comunión de amor que encuentra su
fuente última en Dios mismo. Una Iglesia de verdad, según el Evangelio,
no puede más que tener la forma de una casa acogedora, con las
puertas abiertas, siempre. Las iglesias, las parroquias, las
instituciones, con las puertas cerradas no se deben llamar iglesias, se
deben llamar museos.
Y hoy, esta es una alianza crucial. «Contra los “centros de poder”
ideológicos, financieros y políticos, pongamos nuestras esperanzas en
estos centros del amor evangelizadores, ricos de calor humano, basados
en la solidaridad y la participación» (Consejo pontificio para la
familia, Gli insegnamenti di J.M. Bergoglio - Papa FRANCESCO sulla famiglia e sulla vita 1999-2014, LEV 2014, 189), y también en el perdón entre nosotros.
Reforzar el vínculo entre familia y comunidad cristiana es hoy
indispensable y urgente. Cierto, se necesita una fe generosa para volver
a encontrar la inteligencia y la valentía para renovar esta alianza.
Las familias a veces dan un paso hacia atrás, diciendo que no están a la
altura: «Padre, somos una pobre familia e incluso un poco desquiciada»,
«No somos capaces de hacerlo», «Ya tenemos tantos problemas en casa»,
«No tenemos las fuerzas».
Esto es verdad. Pero nadie es digno, nadie
está a la altura, nadie tiene las fuerzas. Sin la gracia de Dios, no
podremos hacer nada. Todo nos viene dado, gratuitamente dado. Y el Señor
nunca llega a una nueva familia sin hacer algún milagro. Recordemos lo
que hizo en las bodas de Caná. Sí, el Señor, si nos ponemos en sus
manos, nos hace hacer milagros —¡pero esos milagros de todos los días!—
cuando está el Señor, allí, en esa familia.
Naturalmente, también la comunidad cristiana debe hacer su parte. Por
ejemplo, tratar de superar actitudes demasiado directivas y demasiado
funcionales, favorecer el diálogo interpersonal y el conocimiento y la
estima recíprocos. Las familias tomen la iniciativa y sientan la
responsabilidad de aportar sus dones preciosos para la comunidad.
Todos tenemos que ser conscientes de que la fe cristiana se juega en
el campo abierto de la vida compartida con todos, la familia y la
parroquia tienen que hacer el milagro de una vida más comunitaria para
toda la sociedad.
En Caná, estaba la Madre de Jesús, la «madre del buen consejo». Escuchemos sus palabras: «Haced lo que Él os diga» (cf. Jn 2, 5).
Queridas familias, queridas comunidades parroquiales, dejémonos
inspirar por esta Madre, hagamos todo lo que Jesús nos diga y nos
encontraremos ante el milagro, el milagro de cada día. Gracias.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, a todos los grupos
provenientes de España y de otros países latinoamericanos, en particular
al grupo de la Academia Superior de la Policía de Colombia. Roguemos al
Señor, por intercesión de María, Madre del Buen Consejo, que renueve y
fortifique con su gracia el vínculo entre la familia y la comunidad
cristiana, para que sigan ofreciendo esperanza y alegría a nuestra
sociedad actual, que a menudo no les da el valor suficiente. Muchas
gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 2 de septiembre de 2015
En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre la familia, ampliemos la mirada acerca del modo en que ella vive la responsabilidad decomunicar la fe, de transmitir la fe, tanto hacia dentro como hacia fuera.
En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos de la familia y el hecho de seguir a Jesús. Por ejemplo, esas palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt10, 37-38).
Naturalmente, con esto Jesús no quiere cancelar el cuarto mandamiento, que es el primer gran mandamiento hacia las personas. Los tres primeros son en relación a Dios, y este en relación a las personas. Y tampoco podemos pensar que el Señor, tras realizar su milagro para los esposos de Caná, tras haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer, tras haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, nos pida ser insensibles a estos vínculos. Esta no es la explicación. Al contrario, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares. Y, por otro lado, estos mismos vínculos familiares, en el seno de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se «llenan» de un sentido más grande y llegan a ser capaces deir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas también a los que están al margen de todo vínculo. Un día, en respuesta a quien le dijo que fuera estaban su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús indicó a sus discípulos: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc3, 34-35).
La sabiduría de los afectos que no se compran y no se venden es la mejor dote del genio familiar. Precisamente en la familia aprendemos a crecer en ese clima de sabiduría de los afectos. Su «gramática» se aprende allí, de otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los daña; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los custodia de la degradación, los pone a salvo para la vida que no muere. La circulación de un estilo familiar en las relaciones humanases una bendición para los pueblos: vuelve a traer la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del Evangelio, llegan a ser capaces de cosas impensables, que hacen tocar con la mano las obras de Dios, las obras que Dios realiza en la historia, como las que Jesús hizo para los hombres, las mujeres y los niños con los que se encontraba. Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a vivir, nos explica el obrar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgar y sacrificarse por un hijo de otros, y no sólo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos científicos ya no comprenden. Y donde están estos afectos familiares, nacen esos gestos del corazón que son más elocuentes que las palabras. El gesto del amor... Esto hace pensar.
La familia que responde a la llamada de Jesús vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) se entregue —¡por fin!— a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta.
Si volvemos a dar protagonismo —a partir de la Iglesia— a la familia que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica, nos convertiremos en el vino bueno de las bodas de Caná, fermentaremos como la levadura de Dios.
En efecto, la alianza de la familia con Dios está llamada a contrarrestar la desertificación comunitaria de la ciudad moderna. Pero nuestras ciudades se convirtieron en espacios desertificados por falta de amor, por falta de una sonrisa. Muchas diversiones, muchas cosas para perder tiempo, para hacer reír, pero falta el amor. La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades. Y esta es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica y política es capaz de sustituir esta aportación de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos (cf. Is32, 15). Tenemos que salir de las torres y de las habitaciones blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los espacios abiertos de las multitudes, abiertos al amor de la familia.
La comunión de los carismas —los donados al Sacramento del matrimonio y los concedidos a la consagración por el reino de Dios— está destinada a transformar la Iglesia en un lugar plenamente familiar para el encuentro con Dios. Vamos hacia adelante por este camino, no perdamos la esperanza. Donde hay una familia con amor, esa familia es capaz de caldear el corazón de toda una ciudad con su testimonio de amor.
Rezad por mí, recemos unos por otros, para que lleguemos a ser capaces de reconocer y sostener las visitas de Dios. El Espíritu traerá el alegre desorden a las familias cristianas, y la ciudad del hombre saldrá de la depresión.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor nos ayude a que las familias sean fermento evangelizador de la sociedad, ese vino bueno que lleve la alegría del Evangelio a todas las gentes. Muchas gracias.
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