HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
MAYO 2016
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 29 de mayo de 2016
«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta
expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los
Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por
voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y
servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras
de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el
que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil.
V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus
anunciadores, «llenos de misericordia, celantes, caminando según la
caridad del Señor que se hizo siervo de todos» (ibíd.). El
discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del
Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir
es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser
discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a
los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin
cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad.
El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a
disponer de sí como quiere. Se ejercita cada mañana en dar la vida, en
pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos
como una entrega de sí. En efecto, quien sirve no es un guardián celoso
de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia
jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don
recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente
fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que,
dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el
hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la
sorpresa cotidiana de Dios. El siervo está abierto a la sorpresa, a las
sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su
tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que
llaman fuera de horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el
descanso que se merece. El siervo rebasa los horarios. A mí me parte el
corazón cuando veo un horario en las parroquias: «de tal hora a tal
otra». Y después, la puerta está cerrada, no está el sacerdote, no está
el diácono, no está el laico que recibe a la gente… Esto hace mal. Ir
más allá de los horarios: hay que tener la valentía de rebasar los
horarios. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro
servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será
evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos
siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del
centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al
servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para
que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el
contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién
para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me
creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en
condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda
admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre.
Y la mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos. Cuando el
diácono es manso, es siervo y no juega a «imitar» al sacerdote, es
manso. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y
pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer
con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace
pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se
comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y
humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor,
llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente,
comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros
errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
Estos son
también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que
es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor
paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa,
en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el
que sirve (cf. Lc 22,26). Y jamás reprender, jamás. Así, queridos
diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de
la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay
un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice
que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe
cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos
reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy
querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero
tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser
capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón
restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni
duro. Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que
seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más
siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Queridos diáconos, podéis
pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se
presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas:
una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida.
Y cuando sirváis en la celebración eucarística, allí encontraréis la
presencia de Jesús, que se os entrega, para que vosotros os deis a los
demás.
Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.
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Plaza de San Juan de Letrán
Jueves 26 de mayo de 2016
Jueves 26 de mayo de 2016
«Haced esto en memoria mía» (1Co 11,24.25).
El apóstol Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto, refiere por
dos veces este mandato de Cristo en el relato de la institución de la
Eucaristía. Es el testimonio más antiguo de las palabras de Cristo en la
Última Cena.
«Haced esto». Es decir, tomad el pan, dad gracias y partidlo; tomad el cáliz, dad gracias y distribuidlo. Jesús manda repetir el gesto
con el que instituyó el memorial de su Pascua, por el que nos dio su
Cuerpo y su Sangre. Y este gesto ha llegado hasta nosotros: es el «hacer» la Eucaristía, que tiene siempre a Jesús como protagonista, pero que se realiza a través de nuestras pobres manos ungidas de Espíritu Santo.
«Haced esto». Ya en otras ocasiones, Jesús había pedido a sus
discípulos que «hicieran» lo que él tenía claro en su espíritu, en
obediencia a la voluntad del Padre. Lo acabamos de escuchar en el
Evangelio. Ante una multitud cansada y hambrienta, Jesús dice a sus
discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). En realidad,
Jesús es el que bendice y parte los panes, con el fin de satisfacer a
todas esas personas, pero los cinco panes y los dos peces fueron
aportados por los discípulos, y Jesús quería precisamente esto: que, en
lugar de despedir a la multitud, ofrecieran lo poco que tenían. Hay
además otro gesto: los trozos de pan, partidos por las manos sagradas y
venerables del Señor, pasan a las pobres manos de los discípulos para
que los distribuyan a la gente. También esto es «hacer» con Jesús, es
«dar de comer» con él. Es evidente que este milagro no va destinado sólo
a saciar el hambre de un día, sino que es un signo de lo que Cristo
está dispuesto a hacer para la salvación de toda la humanidad ofreciendo
su carne y su sangre (cf. Jn 6,48-58). Y, sin embargo, hay que
pasar siempre a través de esos dos pequeños gestos: ofrecer los pocos
panes y peces que tenemos; recibir de manos de Jesús el pan partido y
distribuirlo a todos.
Partir: esta es la otra palabra que explica el significado del
«haced esto en memoria mía». Jesús se ha dejado «partir», se parte por
nosotros. Y pide que nos demos, que nos dejemos partir por los demás.
Precisamente este «partir el pan» se ha convertido en el icono, en el
signo de identidad de Cristo y de los cristianos. Recordemos Emaús: lo
reconocieron «al partir el pan» (Lc 24,35). Recordemos la primera comunidad de Jerusalén: «Perseveraban [...] en la fracción del pan» (Hch
2,42). Se trata de la Eucaristía, que desde el comienzo ha sido el
centro y la forma de la vida de la Iglesia. Pero recordemos también a
todos los santos y santas –famosos o anónimos–, que se han dejado
«partir» a sí mismos, sus propias vidas, para «alimentar a los
hermanos». Cuántas madres, cuántos papás, junto con el pan de cada día,
cortado en la mesa de casa, se parten el pecho para criar a sus hijos, y
criarlos bien. Cuántos cristianos, en cuanto ciudadanos responsables,
se han desvivido para defender la dignidad de todos, especialmente de
los más pobres, marginados y discriminados. ¿Dónde encuentran la fuerza
para hacer todo esto? Precisamente en la Eucaristía: en el poder del
amor del Señor resucitado, que también hoy parte el pan para nosotros y
repite: «Haced esto en memoria mía».
Que el gesto de la procesión eucarística, que dentro de poco
vamos a hacer, responda también a este mandato de Jesús. Un gesto para
hacer memoria de él; un gesto para dar de comer a la muchedumbre actual;
un gesto para «partir» nuestra fe y nuestra vida como signo del amor de
Cristo por esta ciudad y por el mundo entero.
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Basílica Vaticana
Domingo 15 de mayo de 2016
Domingo 15 de mayo de 2016
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.
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