viernes, 3 de junio de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales y Jubilares de mayo (25, 18, 14, 11 y 4)


AUDIENCIAS GENERALES Y JUBILARES 
DEL PAPA FRANCISCO
MAYO 2016


AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 25 de mayo de 2016

 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cf. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: «Es preciso orar siempre sin desfallecer» (v. 1). Por lo tanto, no se trata de rezar alguna vez, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que hay que «rezar siempre, sin desfallecer». Y presenta el ejemplo de la viuda y del juez.


El juez es un personaje poderoso, llamado a dar una sentencia según la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los jueces fuesen personas temerosas de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (cf. Ex 18, 21). Al contrario, este juez «ni temía a Dios ni respetaba a los hombres» (v. 2). Era un juez inicuo, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta la ley sino que hacía lo que quería, según su interés. A él se dirige una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto con los huérfanos y los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Los derechos que les aseguraba la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, al ser personas solas y sin defensa, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola, nadie la defendía, podían ignorarla, incluso no ofrecerle justicia. Así también el huérfano, así el extranjero, el inmigrante: en esa época era muy fuerte esta problemática. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente a importunarlo, presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta perseverancia alcanza el objetivo. El juez, en efecto, a un cierto punto la escucha, no por misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; sencillamente admite: «Como esta viuda me causa molestia, le voy hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme» (v. 5).


De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda logra convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuánto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche»; y además no «les hará esperar mucho tiempo», sino que actuará «con prontitud» (cf. vv. 7-8).


Por esto Jesús exhorta a rezar «sin desfallecer». Todos experimentamos momentos de cansancio y de desaliento, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez deshonesto, Dios escucha con prontitud a sus hijos, si bien esto no significa que lo haga en los tiempos y en las formas que nosotros quisiéramos. La oración no es una varita mágica. Ella ayuda a conservar la fe en Dios, a encomendarnos a Él incluso cuando no comprendemos la voluntad. En esto, Jesús mismo —¡que oraba mucho!— es un ejemplo para nosotros. La carta a los Hebreos recuerda que «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (5, 7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús murió en la cruz. Sin embargo, la carta a los Hebreos no se equivoca: Dios salvó de verdad a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero el camino recorrido para obtenerla pasó a través de la muerte misma. La referencia a las súplicas que Dios escuchó remiten a la oración de Jesús en Getsemaní. Asaltado por la angustia inminente, Jesús ora al Padre que lo libre del cáliz amargo de la Pasión, pero su oración está invadida por la confianza en el Padre y se entrega sin reservas a su voluntad: «Pero —dice Jesús— no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa ante todo es la relación con el Padre. He aquí lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, sea cual fuera, porque quien reza aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.


La parábola termina con una pregunta: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta nos alerta a todos: no debemos renunciar a la oración incluso si no se obtiene respuesta. La oración conserva la fe, sin la oración la fe vacila. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración incesante, perseverante, como la da la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su venida. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre viene al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso.
 

Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración incesante que se nutra de la esperanza en su venida y que nos haga experimentar la compasión de Dios.


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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 18 de mayo de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Deseo detenerme con vosotros hoy en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre cerrada al pobre, que yace allí afuera, buscando comer cualquier sobra de la mesa del rico. Este lleva puestos vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico cada día banquetea abundantemente, mientras que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de él, y vienen a lamer sus llagas. Esta escena recuerda la dura amonestación del Hijo del hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba […] desnudo, y no me vestisteis» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el que las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.


Jesús dice que un día aquel hombre rico murió: los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, como todos nosotros, no hay excepciones a esto. Y entonces aquel hombre se dirigió a Abraham suplicándole con el apelativo de «padre» (v. 24.27). Reivindica, por lo tanto, ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en vida no mostró ninguna consideración hacia Dios, más bien hizo de sí mimo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de derroche. Excluyendo a Lázaro, no tuvo en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Esto debemos aprenderlo bien: ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un particular en la parábola que cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sino sólo el adjetivo: «el rico», mientras que el del pobre se repite cinco veces, y «Lázaro» significa «Dios ayuda». Lázaro, que se halla ante la puerta, es una llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no acoge esta llamada. Será condenado por lo tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.


En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y al rico tras su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Parece que ve a Lázaro por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham —dice— ten piedad de mí y manda a Lázaro a mojar en el agua la punta del dedo y a humedecerme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. —¡Cuántas veces mucha gente finge no ver a los pobres! Para ellos los pobres no existen— ¡Antes le negaba hasta las sobras de su mesa, y ahora querría que le trajese algo para beber! Cree todavía poder alegar derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su petición, Abraham en persona ofrece la clave de todo el relato: él explica que bienes y males han sido distribuidos en modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se transformó en «un gran abismo». Hasta que Lázaro estuvo bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos, la situación se ha vuelto irreparable. Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios. Y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa en sus hermanos, que corren el riesgo de tener el mismo final, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que les oigan». Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón marchito y curarlo de su ceguera. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejó entrar en el corazón, no la escuchó, por eso fue incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro el mismo Jesús: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» ( Mt 25, 40), dice Jesús. Así en el cambio de las suertes que la parábola describe se esconde el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» ( Lc 1, 52-53). 
 

Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a no perder la oportunidad, que se presenta constantemente, de abrir la puerta del corazón al pobre y necesitado, y a reconocer en ellos el rostro misericordioso de Dios. Muchas gracias.

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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 14 de mayo de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Uno de los aspectos de la misericordia consiste en apiadarse de los que sufren. La piedad (pietas) es un concepto que, en el mundo greco-romano, indicaba la devoción debida a los dioses, así como el respeto de los hijos hacia sus padres. Hoy se debe estar atentos a no confundir la piedad con el pietismo, que consiste sólo en una emoción superficial, que no se preocupa del otro. Tampoco se puede confundir con la compasión hacia los animales, que exagera en el interés hacia ellos, mientras deja indiferente ante el sufrimiento del prójimo.


La piedad verdadera es manifestación de la misericordia de Dios y uno de los siete dones del Espíritu Santo, que el Señor da a sus discípulos para que sean dóciles y sigan sus inspiraciones divinas. En los Evangelios encontramos el grito espontáneo que muchas personas enfermas, endemoniadas, pobres o afligidas dirigían a Jesús, expresando su fe en Él, porque veían en su persona el amor salvador del mismo Dios. Jesús respondía a todos con la mirada de la misericordiosa y con el consuelo de su presencia, invitándolos a confiar en Él y en su Palabra, porque, para Cristo, apiadarse del otro es compartir su tristeza para convertirla en júbilo y alegría, sanándolo del mal.


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que  la Virgen Santa, Madre de Piedad y Misericordia, interceda por nosotros ante el Señor Jesús, para que nos conceda apiadarnos y compadecernos amorosamente del prójimo y nos libre de la esclavitud de las cosas materiales. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 11 de mayo de 2016


18. El Padre Misericordioso (cfr Lc 15,11-32)


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy en en esta Audiencia se desarrolla en dos lugares: ya que había peligro de lluvia, los enfermos están en el Aula Pablo VI y están en contacto con nosotros a través de las pantallas, dos lugares pero una sola Audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el Aula Pablo VI. Hoy reflexionaremos sobre la parábola del Padre misericordioso. Ella habla de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de Dios.


Partamos del final, es decir de la alegría del corazón del Padre, que dice: «Hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha regresado a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (vv. 23-24). Con estas palabras el padre ha interrumpido a su hijo menor en el momento en el cual estaba confesando su culpa: «No soy más digno de ser llamado tu hijo…» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que se apresura a restituir al hijo los signos de su dignidad: el ropaje bello, el anillo, los zapatos. Jesús no describe a un padre ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: “Me las pagarás”: no, el padre lo abraza, lo espera con amor.  Al contrario, la única cosa que el padre tiene en su corazón es que este hijo esté frente a él sano y salvo y esto lo hace feliz y hace fiesta. La acogida del hijo que regresa es descrita de forma conmovedora: «Cuando estaba todavía lejano, su padre lo ve, siente compasión, corre a su encuentro, lo abraza y lo besa» (v. 20).  Cuanta ternura; lo ve desde lejos: ¿que cosa significa esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo regresaba; aquel hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. ¡Que cosa bella la ternura del padre! La misericordia del padre es rebosante, incondicionada, y se manifiesta mucho antes que el hijo hable. Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «He pecado… trátame como a uno de tus asalariados» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven frente al perdón del padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen entender que siempre ha sido considerado hijo, no obstante todo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por ello nadie puede quitárnosla, ¡ni siguiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad.
 

Esta palabra de Jesús nos anima a no desesperarnos jamás. Pienso en las mamás y en los papás preocupados cuando ven a sus hijos alejarse tomando caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también a quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su vida ha terminado; a cuantos han realizado elecciones equivocadas y no logran mirar al futuro; a todos aquellos quienes tienen hambre de misericordia y de perdón y creen de no merecerlo…En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré jamás de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en las situaciones más brutales de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera.

 
En la parábola existe otro hijo, el mayor; también él tiene necesidad de descubrir la misericordia del padre. Él siempre ha estado en casa, ¡pero es tan diferente del padre! Sus palabras no tienen ternura: «Yo que te sirvo desde hace tantos años y no he desobedecido jamás tus órdenes… ¡Y ahora que ha regresado ese hijo tuyo…» (vv. 29-30) Vemos el desprecio: no dice jamás “padre”, no dice jamás “hermano”, piensa solamente en sí mismo, se jacta de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido; a pesar de ello, jamás ha vivido con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado jamás un cabrito para hacer fiesta. ¡Pobre Padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro jamás había estado cerca! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o porque vamos lejos o porque estamos cerca pero sin ser cercanos.


El hijo mayor, también él tiene necesidad de misericordia. Los justos, estos que se creen justos, tienen también necesidad de misericordia. Este hijo nos representa cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto sin recibir nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de “baratear” con Dios, sino de estar en el seguimiento de Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz sin medidas.


«Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero se necesitaba hacer fiesta y alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es aquella de la misericordia! El hijo menor pensaba de merecer un castigo a causa de sus propios pecados, el hijo mayor esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica extraña a Jesús: si haces el bien recibes un premio, si haces el mal serás castigado; ¡y esta no es la lógica de Jesús, no lo es!. Esta lógica es invertida por las palabras del padre: «Necesitaba hacer fiesta y alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha regresado a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 31). ¡El padre ha recuperado al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano! Sin el menor, también el hijo mayor deja de ser un “hermano”. La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se reconozcan hermanos.


Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarla. Deben interrogarse sobre sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la vida. La parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos qué cosa había decidido hacer el hijo mayor. Y esto es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos tenemos necesidad de entrar a la casa del Padre y participar de su alegría, a la fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas,  ¡abramos nuestro corazón, para ser “misericordiosos como el Padre”!.


Posteriormente saludó a los fieles en francés, inglés, alemán, español, portugués, árabe, polaco y eslovaco.


Estas fueron sus palabras en castellano:


"Queridos hermanos y hermanas:


La parábola del Padre misericordioso nos muestra la lógica de la misericordia de Dios. Esta marca su modo de actuar con los hombres, abre nuestros corazones a la esperanza y nos devuelve la dignidad de hijos de Dios. La lógica de la misericordia usada por el padre es muy distinta a la lógica usada por los dos hijos de la parábola, pues el hijo menor, sumido en la tristeza, pensaba merecer un castigo por los pecados cometidos, mientras que el hijo mayor, presumiendo de estar siempre con el padre, esperaba una recompensa por los servicios prestados. Tanto el uno como el otro necesitaban experimentar la misericordia, por eso el padre invita a ambos a hacer fiesta, pues la lógica de la misericordia no entiende de premios o castigos, sino de acoger a todo el que necesita misericordia y perdón, y de que todos vuelvan a ser hermanos. Precisamente en ver a los hijos juntos y reconociéndose como hermanos consiste la alegría del padre.


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acojamos con gozo la invitación de Jesús a participar en la fiesta de la misericordia y de la fraternidad, y abramos nuestro corazón para ser misericordiosos como el Padre. Que Dios los bendiga".


La Audiencia General concluyó con el canto de Pater Noster y la Bendición Apostólica impartida por el Santo Padre FRANCISCO. 

(Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx)


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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 4 de mayo de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Conocemos todos la imagen del Buen Pastor que carga sobre sus hombros a la oveja perdida. Desde siempre esta imagen representa la solicitud de Jesús hacia los pecadores y la misericordia de Dios que no se resigna a perder a ninguno. Jesús cuenta la parábola para hacer comprender que su cercanía a los pecadores no debe escandalizar, sino, al contrario, provocar en todos una seria reflexión acerca de cómo vivimos nuestra fe. El relato presenta, por una parte, a los pecadores que se acercan a Jesús para escucharlo y, por otra, a los doctores de la ley, los escribas sospechosos que se alejan de Él por este comportamiento suyo. Se alejan porque Jesús se acercaba a los pecadores. Eran orgullosos, eran soberbios, se creían justos.


Nuestra parábola se desarrolla alrededor de tres personajes: el pastor, la oveja perdida y el resto del rebaño. Quien actúa, sin embargo, es sólo el pastor, no las ovejas. El pastor, por lo tanto, es el único auténtico protagonista y todo depende de él. Una pregunta introduce la parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar a la que se perdió hasta que la encuentra?» (v. 4). Se trata de algo paradójico que lleva a dudar acerca del modo de obrar del pastor: ¿es sabio abandonar a las noventa y nueve por una sola oveja? Y, por lo demás, sin la seguridad de un rebaño sino en el desierto. Según la tradición bíblica el desierto es lugar de muerte dónde es difícil encontrar alimento y agua, sin amparo y bajo la amenaza de las fieras y de los salteadores. ¿Qué pueden hacer noventa y nueve ovejas indefensas? La paradoja, de todos modos, sigue diciendo que el pastor, al encontrar a la oveja, «la pone contento sobre sus hombros, y llegando a casa convoca a los amigos y vecinos, y les dice: Alegraos conmigo» (vv. 5-6). Parece, por lo tanto, que el pastor no regresa al desierto para recuperar a todo el rebaño. Dedicado a esa única oveja parece olvidar a las otras noventa y nueve. Pero en realidad no es así. La enseñanza que Jesús quiere darnos es más bien que no se puede dejar que ninguna oveja se pierda. El Señor no puede resignarse ante el hecho de que incluso una sola persona pueda perderse. El modo de obrar de Dios es el de quien va en busca de los hijos perdidos para luego hacer fiesta y alegrarse con todos por haberlos encontrado. Se trata de un deseo incontenible: ni siquiera noventa y nueve ovejas pueden detener al pastor y tenerlo encerrado en el redil. Él podría razonar así: «Hago un cálculo: tengo noventa y nueve, he perdido una, pero no es una gran pérdida». Él, en cambio, va a buscar a esa misma, porque cada una es muy importante para él y esa es la más necesitada, la más abandonada, la más descartada; y él va a buscarla. Estamos todos avisados: la misericordia hacia los pecadores es el estilo con el cual obra Dios y a esa misericordia Él es muy fiel: nada ni nadie podrá apartarlo de su voluntad de salvación. Dios no conoce nuestra cultura actual del descarte, en Dios esto no tiene lugar. Dios no descarta a ninguna persona; Dios ama a todos, busca a todos: ¡uno por uno! Él no conoce la expresión «descartar a la gente», porque es todo amor y misericordia.


El rebaño del Señor está siempre en camino: no se posesiona del Señor, no puede ilusionarse con aprisionarlo en nuestros esquemas y en nuestras estrategias. Al pastor se lo encontrará allí donde está la oveja perdida. Así, pues, al Señor hay que buscarlo allí donde Él quiere encontrarnos, no donde nosotros pretendemos encontrarlo. De ninguna otra forma se podrá reconstituir el rebaño si no es siguiendo la senda trazada por la misericordia del pastor. Mientras busca a la oveja perdida, él provoca a las noventa y nueve para que participen en la reunificación del rebaño. Entonces no sólo la oveja que lleva sobre los hombres, sino todo el rebaño seguirá al pastor hasta su casa para hacer fiesta con «amigos y vecinos».


Deberíamos reflexionar con frecuencia sobre esta parábola, porque en la comunidad cristiana siempre hay alguien que falta y se ha marchado dejando un sitio vacío. A veces esto es desalentador y nos lleva a creer que se trate de una pérdida inevitable, una enfermedad sin remedio. Es entonces que corremos el peligro de encerrarnos dentro de un redil, donde no habrá olor de oveja, sino olor a encierro. ¿Y los cristianos? No debemos ser cerrados, porque tendremos el olor de las cosas cerradas. ¡Nunca! Hay que salir y no cerrarse en sí mismo, en las pequeñas comunidades, en la parroquia, considerándose «los justos». Esto sucede cuando falta el impulso misionero que nos lleva al encuentro de los demás. En la visión de Jesús no hay ovejas definitivamente perdidas, sino sólo ovejas que hay que volver a encontrar. Esto debemos entenderlo bien: para Dios nadie está definitivamente perdido. ¡Nunca! Hasta el último momento, Dios nos busca. Pensad en el buen ladrón; pero sólo en la visión de Jesús nadie está definitivamente perdido. La perspectiva, por lo tanto, es totalmente dinámica, abierta, estimulante y creativa. Nos impulsa a salir en búsqueda para emprender un camino de fraternidad. Ninguna distancia puede mantener alejado al pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un hermano. Encontrar a quien se ha perdido es la alegría del pastor y de Dios, pero es también la alegría de todo el rebaño. Todos nosotros somos ovejas encontradas y convocadas por la misericordia del Señor, llamados a recoger junto a Él a todo el rebaño. 



Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la peregrinación interdiocesana de Mérida-Badajoz y Coria-Cáceres acompañados de sus Obispos Mons. Celso Morga y Francisco Cerro, así como a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Cada uno de nosotros es esa oveja que el Señor lleno de misericordia ha querido cargar sobre sus hombros para llevarla a casa y, al mismo tiempo, cada uno hemos sido llamados a recoger junto al Buen Pastor a toda la grey, para participar todos de su alegría. Que Dios los bendiga. 


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