AUDIENCIAS GENERALES Y JUBILARES
DEL PAPA FRANCISCO
MAYO 2016
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de mayo de 2016
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
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Miércoles, 11 de mayo de 2016
Hoy en en esta Audiencia se desarrolla en dos lugares: ya que había peligro de lluvia, los enfermos están en el Aula Pablo VI y están en contacto con nosotros a través de las pantallas, dos lugares pero una sola Audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el Aula Pablo VI. Hoy reflexionaremos sobre la parábola del Padre misericordioso. Ella habla de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de Dios.
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de mayo de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cf. Lc 18,
1-8) contiene una enseñanza importante: «Es preciso orar siempre sin
desfallecer» (v. 1). Por lo tanto, no se trata de rezar alguna vez,
cuando tengo ganas. No, Jesús dice que hay que «rezar siempre, sin
desfallecer». Y presenta el ejemplo de la viuda y del juez.
El juez es un personaje poderoso, llamado a dar una sentencia según
la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los
jueces fuesen personas temerosas de Dios, dignas de fe, imparciales e
incorruptibles (cf. Ex 18, 21). Al contrario, este juez «ni temía
a Dios ni respetaba a los hombres» (v. 2). Era un juez inicuo, sin
escrúpulos, que no tenía en cuenta la ley sino que hacía lo que quería,
según su interés. A él se dirige una viuda para obtener justicia. Las
viudas, junto con los huérfanos y los extranjeros, eran las categorías
más débiles de la sociedad. Los derechos que les aseguraba la Ley podían
ser pisoteados con facilidad porque, al ser personas solas y sin
defensa, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola,
nadie la defendía, podían ignorarla, incluso no ofrecerle justicia. Así
también el huérfano, así el extranjero, el inmigrante: en esa época era
muy fuerte esta problemática. Ante la indiferencia del juez, la viuda
recurre a su única arma: continuar insistentemente a importunarlo,
presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta
perseverancia alcanza el objetivo. El juez, en efecto, a un cierto punto
la escucha, no por misericordia, ni porque la conciencia se lo impone;
sencillamente admite: «Como esta viuda me causa molestia, le voy hacer
justicia para que no venga continuamente a importunarme» (v. 5).
De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda logra
convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuánto más
Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que
están clamando a Él día y noche»; y además no «les hará esperar mucho
tiempo», sino que actuará «con prontitud» (cf. vv. 7-8).
Por esto Jesús exhorta a rezar «sin desfallecer». Todos
experimentamos momentos de cansancio y de desaliento, sobre todo cuando
nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia
del juez deshonesto, Dios escucha con prontitud a sus hijos, si bien
esto no significa que lo haga en los tiempos y en las formas que
nosotros quisiéramos. La oración no es una varita mágica. Ella ayuda a
conservar la fe en Dios, a encomendarnos a Él incluso cuando no
comprendemos la voluntad. En esto, Jesús mismo —¡que oraba mucho!— es un
ejemplo para nosotros. La carta a los Hebreos recuerda que «habiendo
ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por
su actitud reverente» (5, 7). A primera vista esta afirmación parece
inverosímil, porque Jesús murió en la cruz. Sin embargo, la carta a los
Hebreos no se equivoca: Dios salvó de verdad a Jesús de la muerte
dándole sobre ella la completa victoria, pero el camino recorrido para
obtenerla pasó a través de la muerte misma. La referencia a las súplicas
que Dios escuchó remiten a la oración de Jesús en Getsemaní. Asaltado
por la angustia inminente, Jesús ora al Padre que lo libre del cáliz
amargo de la Pasión, pero su oración está invadida por la confianza en
el Padre y se entrega sin reservas a su voluntad: «Pero —dice Jesús— no
sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). El objeto
de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa ante todo es la
relación con el Padre. He aquí lo que hace la oración: transforma el
deseo y lo modela según la voluntad de Dios, sea cual fuera, porque
quien reza aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor
misericordioso.
La parábola termina con una pregunta: «Pero, cuando el Hijo del
hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta
pregunta nos alerta a todos: no debemos renunciar a la oración incluso
si no se obtiene respuesta. La oración conserva la fe, sin la oración la
fe vacila. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración
incesante, perseverante, como la da la viuda de la parábola, una fe que
se nutre del deseo de su venida. Y en la oración experimentamos la
compasión de Dios, que como un Padre viene al encuentro de sus hijos
lleno de amor misericordioso.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular a los grupos provenientes de España y
Latinoamérica. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración
incesante que se nutra de la esperanza en su venida y que nos haga
experimentar la compasión de Dios.
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de mayo de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme con vosotros hoy en la parábola del hombre rico y del
pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos
paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo
incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre cerrada al
pobre, que yace allí afuera, buscando comer cualquier sobra de la mesa
del rico. Este lleva puestos vestidos de lujo, mientras que Lázaro está
cubierto de llagas; el rico cada día banquetea abundantemente, mientras
que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de él, y vienen a
lamer sus llagas. Esta escena recuerda la dura amonestación del Hijo del
hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y no me disteis de
comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba […] desnudo, y no me
vestisteis» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito
silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un
mundo en el que las inmensas riquezas y recursos están en las manos de
pocos.
Jesús dice que un día aquel hombre rico murió: los pobres y los ricos
mueren, tienen el mismo destino, como todos nosotros, no hay
excepciones a esto. Y entonces aquel hombre se dirigió a Abraham
suplicándole con el apelativo de «padre» (v. 24.27). Reivindica, por lo
tanto, ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en
vida no mostró ninguna consideración hacia Dios, más bien hizo de sí
mimo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de derroche.
Excluyendo a Lázaro, no tuvo en cuenta ni al Señor, ni a su ley.
¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Esto debemos aprenderlo bien:
ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un particular en la parábola
que cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sino sólo el adjetivo: «el
rico», mientras que el del pobre se repite cinco veces, y «Lázaro»
significa «Dios ayuda». Lázaro, que se halla ante la puerta, es una
llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no
acoge esta llamada. Será condenado por lo tanto no por sus riquezas,
sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y al rico
tras su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido:
el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el rico
en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y
vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Parece que ve a Lázaro
por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham —dice—
ten piedad de mí y manda a Lázaro a mojar en el agua la punta del dedo y
a humedecerme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama».
Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida
fingía no verlo. —¡Cuántas veces mucha gente finge no ver a los pobres!
Para ellos los pobres no existen— ¡Antes le negaba hasta las sobras de
su mesa, y ahora querría que le trajese algo para beber! Cree todavía
poder alegar derechos por su precedente condición social. Declarando
imposible cumplir su petición, Abraham en persona ofrece la clave de
todo el relato: él explica que bienes y males han sido distribuidos en
modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en
vida al rico del pobre, se transformó en «un gran abismo». Hasta que
Lázaro estuvo bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación,
abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos,
la situación se ha vuelto irreparable. Dios no es nunca llamado
directamente en causa, pero la parábola advierte claramente: la
misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra
misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no
encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no
abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta
permanece cerrada. También para Dios. Y esto es terrible.
A este
punto, el rico piensa en sus hermanos, que corren el riesgo de tener el
mismo final, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero
Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que les oigan».
Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos, sino abrir el
corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo.
La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón marchito y curarlo de
su ceguera. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejó entrar
en el corazón, no la escuchó, por eso fue incapaz de abrir los ojos y de
tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán
sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos
viene al encuentro el mismo Jesús: «Cuanto hicisteis a unos de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (
Mt 25, 40), dice Jesús. Así en el cambio de las suertes que la
parábola describe se esconde el misterio de nuestra salvación, en que
Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y hermanas,
escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la
tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los potentados de sus
tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y
despidió a los ricos sin nada» (
Lc 1, 52-53).
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a no
perder la oportunidad, que se presenta constantemente, de abrir la
puerta del corazón al pobre y necesitado, y a reconocer en ellos el
rostro misericordioso de Dios. Muchas gracias.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 14 de mayo de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
Uno de los aspectos de la misericordia consiste en apiadarse de los que sufren. La piedad (pietas)
es un concepto que, en el mundo greco-romano, indicaba la devoción
debida a los dioses, así como el respeto de los hijos hacia sus padres.
Hoy se debe estar atentos a no confundir la piedad con el pietismo, que
consiste sólo en una emoción superficial, que no se preocupa del otro.
Tampoco se puede confundir con la compasión hacia los animales, que
exagera en el interés hacia ellos, mientras deja indiferente ante el
sufrimiento del prójimo.
La piedad verdadera es manifestación de la misericordia de Dios y uno
de los siete dones del Espíritu Santo, que el Señor da a sus discípulos
para que sean dóciles y sigan sus inspiraciones divinas. En los
Evangelios encontramos el grito espontáneo que muchas personas enfermas,
endemoniadas, pobres o afligidas dirigían a Jesús, expresando su fe en
Él, porque veían en su persona el amor salvador del mismo Dios. Jesús
respondía a todos con la mirada de la misericordiosa y con el consuelo
de su presencia, invitándolos a confiar en Él y en su Palabra, porque,
para Cristo, apiadarse del otro es compartir su tristeza para
convertirla en júbilo y alegría, sanándolo del mal.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que la
Virgen Santa, Madre de Piedad y Misericordia, interceda por nosotros
ante el Señor Jesús, para que nos conceda apiadarnos y compadecernos
amorosamente del prójimo y nos libre de la esclavitud de las cosas
materiales. Muchas gracias.
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AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 11 de mayo de 2016
18. El Padre Misericordioso (cfr Lc 15,11-32)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en en esta Audiencia se desarrolla en dos lugares: ya que había peligro de lluvia, los enfermos están en el Aula Pablo VI y están en contacto con nosotros a través de las pantallas, dos lugares pero una sola Audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el Aula Pablo VI. Hoy reflexionaremos sobre la parábola del Padre misericordioso. Ella habla de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de Dios.
Partamos del final, es decir de la alegría del corazón del Padre,
que dice:
«Hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha regresado a la
vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (vv. 23-24). Con estas
palabras el padre ha interrumpido a su hijo menor en el momento en el
cual estaba confesando su culpa: «No soy más digno de ser llamado tu
hijo…» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón
del padre, que se apresura a restituir al hijo los signos de su
dignidad: el ropaje bello, el anillo, los zapatos. Jesús no describe a
un
padre ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo:
“Me
las pagarás”: no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al
contrario, la única cosa que el padre tiene en su corazón es que este
hijo esté frente a él sano y salvo y esto lo hace feliz y hace fiesta.
La acogida del hijo que regresa es descrita de forma conmovedora:
«Cuando estaba todavía lejano, su padre lo ve, siente compasión, corre a
su encuentro, lo abraza y lo besa» (v. 20). Cuanta
ternura; lo ve desde lejos: ¿que cosa significa esto? Que el padre
subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo
regresaba; aquel hijo que había hecho de todo, pero el padre lo
esperaba. ¡Que cosa bella la ternura del padre! La misericordia del
padre es rebosante, incondicionada, y se manifiesta mucho antes que el
hijo hable. Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «He
pecado… trátame como a uno de tus asalariados» (v. 19). Pero estas
palabras se disuelven frente al perdón del padre. El abrazo y el
beso de su papá le hacen entender que siempre ha sido considerado hijo,
no obstante todo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra
condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del
Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por ello
nadie puede quitárnosla, ¡ni siguiera el diablo! Nadie puede quitarnos
esta dignidad.
Esta palabra de Jesús
nos anima a no desesperarnos jamás. Pienso en las mamás y en los papás
preocupados cuando ven a sus hijos alejarse tomando caminos peligrosos.
Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su
trabajo ha sido en vano. Pero pienso también a quien se encuentra en la
cárcel, y le parece que su vida ha terminado; a cuantos han realizado
elecciones equivocadas y no logran mirar al futuro; a todos aquellos
quienes tienen hambre de misericordia y de perdón y creen de no merecerlo…En cualquier situación
de la vida, no debo olvidar que no dejaré jamás de ser hijo de Dios, ser
hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en las
situaciones más brutales de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme,
Dios me espera.
En
la parábola existe
otro hijo, el mayor; también él tiene necesidad de descubrir la
misericordia del padre. Él siempre ha estado en casa, ¡pero es tan
diferente del padre! Sus palabras no tienen ternura: «Yo que te sirvo
desde hace tantos años y no he desobedecido jamás tus órdenes… ¡Y
ahora que ha regresado ese hijo tuyo…» (vv. 29-30) Vemos el desprecio: no
dice jamás “padre”, no dice jamás “hermano”, piensa solamente en sí
mismo, se jacta de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo
servido; a pesar de ello, jamás ha vivido con alegría esta cercanía. Y
ahora acusa al padre de no haberle dado jamás un cabrito para hacer
fiesta. ¡Pobre Padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro jamás había
estado cerca! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios,
el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o porque vamos
lejos o porque estamos cerca pero sin ser cercanos.
El
hijo mayor, también
él tiene necesidad de misericordia. Los justos, estos que se creen
justos, tienen también necesidad de misericordia. Este hijo nos
representa cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto sin
recibir nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre
no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la
dignidad de hijos corresponsables. No se trata de “baratear” con Dios,
sino de estar en el seguimiento de Jesús que se ha donado a sí mismo en
la cruz sin medidas.
«Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero se necesitaba hacer fiesta y
alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es aquella
de la misericordia! El hijo menor pensaba de merecer un castigo a causa
de sus propios pecados, el hijo mayor esperaba una recompensa por sus
servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias
diferentes, pero ambos razonan según una lógica extraña a Jesús: si
haces el bien recibes un premio, si haces el mal serás castigado; ¡y esta
no es la lógica de Jesús, no lo es!. Esta lógica es invertida por las
palabras del padre: «Necesitaba hacer fiesta y
alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha regresado a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 31). ¡El padre ha recuperado
al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano! Sin el
menor, también el hijo mayor deja de ser un “hermano”. La alegría más
grande para el padre es ver que sus hijos se reconozcan hermanos.
Los hijos pueden
decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarla. Deben
interrogarse sobre sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la
vida. La parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos qué
cosa había decidido hacer el hijo mayor. Y esto es un estímulo para
nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos tenemos necesidad de
entrar a la casa del Padre y participar de su alegría, a la fiesta de
la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas, ¡abramos
nuestro corazón, para ser “misericordiosos como el Padre”!.
Posteriormente saludó a los fieles en francés, inglés, alemán, español, portugués, árabe, polaco y eslovaco.
Estas fueron sus palabras en castellano:
"Queridos hermanos y hermanas:
La parábola del Padre misericordioso nos muestra la lógica de la
misericordia de Dios. Esta marca su modo de actuar con los hombres, abre
nuestros corazones a la esperanza y nos devuelve la dignidad de hijos
de Dios. La lógica de la misericordia usada por el padre es muy distinta
a la lógica usada por los dos hijos de la parábola, pues el hijo menor,
sumido en la tristeza, pensaba merecer un castigo por los pecados
cometidos, mientras que el hijo mayor, presumiendo de estar siempre con
el padre, esperaba una recompensa por los servicios prestados. Tanto el
uno como el otro necesitaban experimentar la misericordia, por eso el
padre invita a ambos a hacer fiesta, pues la lógica de la misericordia
no entiende de premios o castigos, sino de acoger a todo el que necesita
misericordia y perdón, y de que todos vuelvan a ser hermanos.
Precisamente en ver a los hijos juntos y reconociéndose como hermanos
consiste la alegría del padre.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acojamos
con gozo la invitación de Jesús a participar en la fiesta de la
misericordia y de la fraternidad, y abramos nuestro corazón para ser
misericordiosos como el Padre. Que Dios los bendiga".
La Audiencia General concluyó con el canto de Pater Noster y la Bendición Apostólica impartida por el Santo Padre FRANCISCO.
(Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx)
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de mayo de 2016
Conocemos todos la imagen del Buen Pastor que carga sobre sus hombros a la oveja perdida. Desde siempre esta imagen representa la solicitud de Jesús hacia los pecadores y la misericordia de Dios que no se resigna a perder a ninguno. Jesús cuenta la parábola para hacer comprender que su cercanía a los pecadores no debe escandalizar, sino, al contrario, provocar en todos una seria reflexión acerca de cómo vivimos nuestra fe. El relato presenta, por una parte, a los pecadores que se acercan a Jesús para escucharlo y, por otra, a los doctores de la ley, los escribas sospechosos que se alejan de Él por este comportamiento suyo. Se alejan porque Jesús se acercaba a los pecadores. Eran orgullosos, eran soberbios, se creían justos.
Nuestra parábola se desarrolla alrededor de tres personajes: el pastor, la oveja perdida y el resto del rebaño. Quien actúa, sin embargo, es sólo el pastor, no las ovejas. El pastor, por lo tanto, es el único auténtico protagonista y todo depende de él. Una pregunta introduce la parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar a la que se perdió hasta que la encuentra?» (v. 4). Se trata de algo paradójico que lleva a dudar acerca del modo de obrar del pastor: ¿es sabio abandonar a las noventa y nueve por una sola oveja? Y, por lo demás, sin la seguridad de un rebaño sino en el desierto. Según la tradición bíblica el desierto es lugar de muerte dónde es difícil encontrar alimento y agua, sin amparo y bajo la amenaza de las fieras y de los salteadores. ¿Qué pueden hacer noventa y nueve ovejas indefensas? La paradoja, de todos modos, sigue diciendo que el pastor, al encontrar a la oveja, «la pone contento sobre sus hombros, y llegando a casa convoca a los amigos y vecinos, y les dice: Alegraos conmigo» (vv. 5-6). Parece, por lo tanto, que el pastor no regresa al desierto para recuperar a todo el rebaño. Dedicado a esa única oveja parece olvidar a las otras noventa y nueve. Pero en realidad no es así. La enseñanza que Jesús quiere darnos es más bien que no se puede dejar que ninguna oveja se pierda. El Señor no puede resignarse ante el hecho de que incluso una sola persona pueda perderse. El modo de obrar de Dios es el de quien va en busca de los hijos perdidos para luego hacer fiesta y alegrarse con todos por haberlos encontrado. Se trata de un deseo incontenible: ni siquiera noventa y nueve ovejas pueden detener al pastor y tenerlo encerrado en el redil. Él podría razonar así: «Hago un cálculo: tengo noventa y nueve, he perdido una, pero no es una gran pérdida». Él, en cambio, va a buscar a esa misma, porque cada una es muy importante para él y esa es la más necesitada, la más abandonada, la más descartada; y él va a buscarla. Estamos todos avisados: la misericordia hacia los pecadores es el estilo con el cual obra Dios y a esa misericordia Él es muy fiel: nada ni nadie podrá apartarlo de su voluntad de salvación. Dios no conoce nuestra cultura actual del descarte, en Dios esto no tiene lugar. Dios no descarta a ninguna persona; Dios ama a todos, busca a todos: ¡uno por uno! Él no conoce la expresión «descartar a la gente», porque es todo amor y misericordia.
El rebaño del Señor está siempre en camino: no se posesiona del Señor, no puede ilusionarse con aprisionarlo en nuestros esquemas y en nuestras estrategias. Al pastor se lo encontrará allí donde está la oveja perdida. Así, pues, al Señor hay que buscarlo allí donde Él quiere encontrarnos, no donde nosotros pretendemos encontrarlo. De ninguna otra forma se podrá reconstituir el rebaño si no es siguiendo la senda trazada por la misericordia del pastor. Mientras busca a la oveja perdida, él provoca a las noventa y nueve para que participen en la reunificación del rebaño. Entonces no sólo la oveja que lleva sobre los hombres, sino todo el rebaño seguirá al pastor hasta su casa para hacer fiesta con «amigos y vecinos».
Deberíamos reflexionar con frecuencia sobre esta parábola, porque en la comunidad cristiana siempre hay alguien que falta y se ha marchado dejando un sitio vacío. A veces esto es desalentador y nos lleva a creer que se trate de una pérdida inevitable, una enfermedad sin remedio. Es entonces que corremos el peligro de encerrarnos dentro de un redil, donde no habrá olor de oveja, sino olor a encierro. ¿Y los cristianos? No debemos ser cerrados, porque tendremos el olor de las cosas cerradas. ¡Nunca! Hay que salir y no cerrarse en sí mismo, en las pequeñas comunidades, en la parroquia, considerándose «los justos». Esto sucede cuando falta el impulso misionero que nos lleva al encuentro de los demás. En la visión de Jesús no hay ovejas definitivamente perdidas, sino sólo ovejas que hay que volver a encontrar. Esto debemos entenderlo bien: para Dios nadie está definitivamente perdido. ¡Nunca! Hasta el último momento, Dios nos busca. Pensad en el buen ladrón; pero sólo en la visión de Jesús nadie está definitivamente perdido. La perspectiva, por lo tanto, es totalmente dinámica, abierta, estimulante y creativa. Nos impulsa a salir en búsqueda para emprender un camino de fraternidad. Ninguna distancia puede mantener alejado al pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un hermano. Encontrar a quien se ha perdido es la alegría del pastor y de Dios, pero es también la alegría de todo el rebaño. Todos nosotros somos ovejas encontradas y convocadas por la misericordia del Señor, llamados a recoger junto a Él a todo el rebaño.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la peregrinación interdiocesana de Mérida-Badajoz y Coria-Cáceres acompañados de sus Obispos Mons. Celso Morga y Francisco Cerro, así como a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Cada uno de nosotros es esa oveja que el Señor lleno de misericordia ha querido cargar sobre sus hombros para llevarla a casa y, al mismo tiempo, cada uno hemos sido llamados a recoger junto al Buen Pastor a toda la grey, para participar todos de su alegría. Que Dios los bendiga.
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