viernes, 3 de junio de 2016

FRANCISCO: Mensajes de mayo 2016 (25, 23 y 15)

MENSAJES DEL SANTO PADRE FRANCISCO
MAYO 2016


VIDEOMENSAJE PARA LA 100 JORNADA DE LOS CATÓLICOS ALEMANES EN LIPSIA


Miércoles 25 de mayo de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo de corazón a vosotros que participáis en la centésima jornada de los católicos en Lipsia. Estoy muy contento de que os hayáis reunido en gran número. Vosotros queréis mostrar a los hombres y a las mujeres de Lipsia y de toda Alemania, que vivís el gozo del Evangelio. Tenéis buenas relaciones con los cristianos de las otras confesiones y dais un auténtico testimonio de Cristo con vuestro compromiso concreto a favor de los más débiles y necesitados.


«¡He aquí al hombre!». Os habéis reunido bajo este lema. Esto muestra de un modo muy bello lo que vale. No es el hacer o el éxito exterior lo que cuenta, sino la capacidad de detenerse, de volver la mirada, de estar atentos con los demás y de ofrecerles lo que verdaderamente les falta. Cada persona humana desea la comunión y la paz. Tiene necesidad de una convivencia pacífica. Pero esto sólo puede crecer cuando construimos también la paz interior de nuestro corazón. Muchas personas viven con una aceleración constante. Así tienden a arrasar todo lo que tienen a su alrededor. Esto repercute también en el modo con el que se trata al medio ambiente. Se trata de concederse más tiempo para recuperar la serena armonía con el mundo, con la creación, pero también con el Creador (cf. Laudato si’, 225). Buscamos en la contemplación, en la oración, alcanzar cada vez más familiaridad con Dios. Y poco a poco descubrimos que el Padre celestial quiere nuestro bien, Él quiere vernos felices, llenos de alegría y serenos.


Es esta la familiaridad con Dios que anima también nuestra misericordia. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como es misericordioso Él, así también nosotros estamos llamados a ser misericordiosos, unos con otros (cf. Misericordiae vultus, 9). Dejémonos tocar por la misericordia de Dios también con una buena confesión, para llegar a ser cada vez más misericordiosos como el Padre.


«¡He aquí al hombre!». Muchas veces encontramos en la sociedad al hombre maltratado. Vemos cómo los demás juzgan el valor de su vida y les exigen, en la vejez y en la enfermedad, morir pronto. Vemos cómo los hombres se ven en dificultad, heridos por esto o por aquello y privados de la propia dignidad, porque no tienen trabajo o son refugiados. Vemos aquí a Jesús que sufre y martirizado, que fija la mirada en la maldad y la brutalidad en toda su extensión, que los hombres padecen o hacen padecer los unos a los otros en este mundo.


A cuantos os encontráis reunidos en Lipsia y a todos los fieles de Alemania os pido que deis cada vez más espacio en la vida a la voz de los pobres y los oprimidos. Sosteneos mutuamente compartiendo experiencias e ideas sobre cómo hacer llegar la Buena Noticia de Cristo a los hombres. Imploramos al Consolador divino, al Espíritu Santo, para que nos dé el coraje y la fuerza para ser testigos de esa esperanza, que es Dios en favor de toda la humanidad.


Y, por favor, orad también por mí. A todos vosotros que contribuís y participáis en esta fiesta de la fe, del gozo y de la esperanza, de corazón os imparto la bendición apostólica.

 
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AL SECRETARIO GENERAL DE LA ONU,
BAN-KI-MOON EN OCASIÓN DE LA
I CUMBRE HUMANITARIA MUNDIAL

Estambul, Turquía del 23 al 24 de mayo

"Lecciones de humanidad de las víctimas de las guerras y las persecuciones



“Deseo saludar a todos los participantes en esta primera Cumbre Humanitaria Mundial, al Presidente de Turquía, junto con los organizadores de este encuentro, y a Usted, señor Secretario General, que han solicitado que esta ocasión sea un punto de inflexión en la vida de millones de personas que necesitan protección, atención y asistencia, y que buscan un futuro digno.

 
Espero que sus esfuerzos contribuyan realmente a aliviar los sufrimientos de estos millones de personas, de modo que la Cumbre muestre sus frutos a través de una sincera solidaridad y un respeto verdadero y profundo por los derechos y la dignidad de las personas que sufren debido a los conflictos, la violencia, la persecución y los desastres naturales. En este contexto, las víctimas son aquellos que son más vulnerables, aquellos que viven en condiciones de miseria y explotación.

 
No podemos negar que hoy en día muchos intereses impiden soluciones a los conflictos, y que las estrategias militares, económicas y geopolíticas desplazan a las personas y a los pueblos e imponen el dios del dinero, el dios del poder. Al mismo tiempo, los esfuerzos humanitarios son frecuentemente condicionados por limitaciones comerciales e ideológicas.
Por esta razón, lo que se necesita hoy en día es un compromiso renovado de proteger a cada persona en su vida diaria y de proteger su dignidad y sus derechos humanos, su seguridad y sus necesidades integrales. Al mismo tiempo, es necesario preservar la libertad y la identidad social y cultural de los pueblos, sin que comporte casos de aislamiento, sino favoreciendo también la cooperación, el diálogo, y sobre todo la paz.

 
"No dejar a nadie atrás" y "dar lo mejor de uno mismo" lleva aparejado el no darse por vencidos y la asunción de la responsabilidad de nuestras decisiones y acciones que conciernen a las víctimas. En primer lugar, hay que hacerlo de una manera personal, y luego juntos, coordinando nuestras fuerzas e iniciativas, con respeto mutuo de nuestras diferentes habilidades y áreas de especialización, no discriminando , sino acogiendo. En otras palabras: no debe haber ninguna familia sin hogar, ningún refugiado sin acogida, ninguna persona sin dignidad, ningún herido sin atención, ningún niño sin infancia, ningún hombre o mujer joven sin futuro, ninguna persona de edad avanzada sin vejez digna.

 
Que esta sea también la ocasión para reconocer la labor de los que sirven a sus vecinos y contribuyen a consolar los sufrimientos de las víctimas de la guerra y las calamidades, de los desplazados y refugiados, de los que se preocupan por la sociedad, especialmente a través de opciones valientes en favor de la paz , el respeto, la curación y el perdón. Así es como se salvan las vidas humanas.

 
Nadie ama un concepto, nadie ama una idea; amamos a las personas. El sacrificio de sí mismo, la entrega, brotan del amor hacia los hombres y las mujeres, los niños y los ancianos, los pueblos y las comunidades ... los rostros, esos rostros y nombres que llenan nuestros corazones.

 
Hoy propongo un reto a esta Cumbre: Escuchemos el grito de las víctimas y de los que sufren. Dejemos que nos enseñan una lección de humanidad. Cambiemos nuestro modo de vida, la política, las opciones económicas, las conductas y actitudes de superioridad cultural. Aprendiendo de las víctimas y de los que sufren, seremos capaces de construir un mundo más humano.

 
Les aseguro mis oraciones, e invoco sobre todos los presentes las bendiciones divinas de sabiduría, fortaleza y paz".


FRANCISCO   


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PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2016


Iglesia misionera, testigo de misericordia




Queridos hermanos y hermanas:


El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a «salir», como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familia humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y niño.


La misericordia hace que el corazón del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una criatura humana; desde el principio, él se dirige también con amor a las más frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en su capacidad de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos (cf. Dt 4,31; Sal 86,15; 103,8; 111,4). Él es el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la realidad humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20). El término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos, esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase, porque son el fruto de su vientre. Este es también un aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha engendrado y que quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad (cf. Os 11,8). Y, sin embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las criaturas (cf. Sal 144.8-9).


La manifestación más alta y consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él revela el rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio del Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad (cf. Bula Misericordiae vultus, 3). La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad que vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y elegida por él con amor misericordioso, y se inspira en este amor para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer a la gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones religiosas.


Muchos hombres y mujeres de toda edad y condición son testigos de este amor de misericordia, como al comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y creciente presencia de la mujer en el mundo misionero, junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad también muchas familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde el anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida, poniendo más interés en las personas que en las estructuras y empleando todos los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía, las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo, la colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones personales o en el más grande de la vida social y cultural; y de modo especial en la atención a los pobres.


En muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la paciencia de esperar el fruto después de años de lenta formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día a la fe en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su amor.


Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20) no está agotado, es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado también en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (20).


En este Año jubilar se cumple precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones, promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a recordar la sabias indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron que fueran destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial misionera. No permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan nuestro corazón, sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la humanidad.


Que Santa María, icono sublime de la humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la presencia viva y misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las relaciones entre las personas, las culturas y los pueblos.


Vaticano, 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés



FRANCISCO


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