CIUDAD DEL VATICANO, 2 de junio de 2016 (VIS).- La primera meditación del Papa FRANCISCO pronunciada en la Basílica
de San Juan de Letrán y de la que ofrecemos amplios extractos a
continuación tuvo como tema “De la distancia a la fiesta” y en ella, el
Santo Padre, a través sobre todo de la parábola del Padre
Misericordioso, explicó como la misericordia divina, “madre de
esperanza”, hace que nos sintamos no solo como pecadores perdonados sino
también como pecadores a los que se les ha otorgado dignidad.
“Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de
Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy, y
cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es
preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el
terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las
heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal
desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de
abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre
misericordioso Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me
viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en
medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que
quiso y, en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos
que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia. Nostalgia
por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su
padre, comen para el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un
sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos
ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde
salimos— y nos despierta la esperanza de volver.... En este horizonte
amplio de la nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se
sintió miserable.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a
ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó
efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. ...Da
vueltas en su dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas
en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como
nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y
ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia.
AVERGONZADA DIGNIDAD
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo y
predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos
dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de ellos,
quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre... Podemos
imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a
buscarnos —pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de
nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos. Su
sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de
misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el
perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo
de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo
único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica
todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre
que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto
por el pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de
la dignidad a la vergüenza,... pedimos la gracia de sentir esa
misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de
sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del
nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en
cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos
solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero,
como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice
que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no
perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo:
imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su
corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de
él primero recibió muchos dones y muchas mercedes». No obstante,
siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este
caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos,
el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y
vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al
frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este
caballero de ahora en adelante!
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el
caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno
se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos
pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores
dignificados.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El
Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse
así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y
debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce
a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de
pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de
alabarle por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le
recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu
al decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las
aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida
una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de
hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir
dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces
le confiará el pastoreo de sus ovejas.
Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra
miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta.... Sucios, impuros,
mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados,
llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por
nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace
soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o
nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos
endurece el corazón.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan
fecunda esta tensión? ...Diría que es fecunda porque mantenerla nace de
una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra
libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de
libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es
visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero los animales
desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar
algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su
dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que toca las entrañas,
pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda —directa
como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye muchas
cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el
otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede
sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par,
que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y
devastador que no se arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se
convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del
corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto sufrimiento como
vemos que hay en la vida de los seres humanos… Menos que eso, no
alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien
tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en
la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza
libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de
largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar
nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de
Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso, como le dijo a
Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la
nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir:
podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente.
Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con
amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba
tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible,
esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto
decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y
eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los
pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos,
uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida
y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la
misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y
dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide
que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una
enfermedad terminal.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de
Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y
el del Espíritu... Es un corazón que elige el camino más cercano y que
lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las
manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal
con lo más personal, no «se ocupa de un caso»... sino que se compromete
con una persona, con su herida. La misericordia excede la justicia y lo
hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al
dignificar,... la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y
vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure
todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto
posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no
tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita
poder sobre el futuro,... le quita poder sobre la vida que corre hacia
delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a
la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es
para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que
mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso
hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no
pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y en lo que se
perdió. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen
de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que
hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es
mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer
por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar
vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos
lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para
llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados,
frágiles y heridos.
Un cura... hablaba de una persona en situación de calle que terminó
viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura
que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después.
Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una
enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su
nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado
le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y
ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que
él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de
humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por
Dios... De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la
misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar
él: murió confesado y en paz.
Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que
nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se siente sucio y
revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su
padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser
misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a
traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende
la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la
excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar
abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que
toca las cosas con guantes.
LOS EXCESOS DE LA MISERICORDIA
El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en
recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra
muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el
paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio
donde estaba predicando el Señor; el leproso, que deja a sus nueve
compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces
y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor... el ciego Bartimeo,
que logra detener a Jesús con sus gritos; la mujer hemorroisa, que en su
timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y
que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que
salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que
enciende un fuego y desencadena la dinámica, la fuerza positiva de la
misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor
al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus
cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia,
y por eso lo expresa así... La gente más simple, los pecadores, los
enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor,
que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia
a la fiesta. . Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en
clave apostólica, en clave del que es misericordiado para
misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el
Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes.
Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado,
tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el
pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato
distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos
imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él....
Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad;
por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo
(también) reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una
voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa
tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve».
Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la
salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus
caminos, los pecadores volverán a ti».