A las 11.10 horas de esta mañana, en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico, el Papa FRANCISCO ha recibido en Audiencia a los participantes en la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, dedicada al tema "El futuro de la humanidad: nuevos retos a la antropología" (Vaticano , 15 - 18 de noviembre).
Discurso que el Santo Padre ha dirigido a los presentes en la Audiencia:
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA
 
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA
Sala del Consistorio
Sábado 18 de noviembre de 2017
Sábado 18 de noviembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida y agradezco al cardenal Gianfranco Ravasi su 
saludo y presentación. Esta Asamblea Plenaria ha elegido como tema la 
cuestión antropológica proponiéndose  entender las líneas futuras del 
desarrollo de la ciencia y la tecnología. Entre los muchos argumentos 
posibles de la discusión, vuestra atención se ha centrado en tres temas.
En primer lugar, la medicina y la genética  que nos permiten 
observar la estructura íntima del ser humano e incluso intervenir para 
modificarla. Nos hacen capaces de erradicar enfermedades dadas por 
 incurables hasta hace poco, pero también abren la posibilidad de 
determinar a los seres humanos "programando", por así decirlo, algunas 
cualidades.
En segundo lugar, la neurociencia ofrece cada vez más 
información sobre el funcionamiento del cerebro humano. A través de 
ella, las realidades fundamentales de la antropología cristiana, como el
 alma, la conciencia de sí mismo y la libertad, aparecen ahora bajo una 
luz inédita, e incluso pueden ser seriamente cuestionadas por algunos.
Finalmente, el increíble progreso de las máquinas autónomas y pensantes,
 que ya se han convertido en parte de nuestra vida cotidiana, nos lleva a
 reflexionar sobre lo que es específicamente humano y nos diferencia de 
las máquinas.
Todos estos avances científicos y técnicos han  llevado a algunos a 
pensar que estamos en un momento único en la historia de la humanidad, 
casi  el alba  de una nueva era y el nacimiento de un nuevo ser humano, 
superior al que  hemos conocido hasta ahora.
Efectivamente , las cuestiones  y los interrogantes que enfrentamos 
son graves  y serios. En parte han sido anticipados por la literatura y 
las películas de ciencia ficción, que se han hecho eco de los miedos y 
las expectativas de los hombres. Por esta razón, la Iglesia, que sigue 
de cerca las alegrías y las esperanzas, las angustias y los temores de 
los hombres de nuestro tiempo, quiere poner a la persona humana y los 
problemas que la conciernen en el centro de sus reflexiones.
La pregunta sobre el ser humano: "¿Qué es el hombre para que te acuerdas de él?" (Sal
 8,5) resuena en la Biblia desde sus primeras páginas y  ha acompañado 
todo el camino de Israel y de  la Iglesia. A esta pregunta, la Biblia 
misma ha dado  una respuesta antropológica que ya está delineada en el Génesis y recorre toda la Revelación, desarrollándose en torno a los elementos fundamentales de la relación y la libertad.
 La relación se ramifica en una triple dimensión: hacia la materia, la 
tierra y los animales; hacia la trascendencia divina; hacia otros seres 
humanos. La libertad se expresa en la autonomía  -naturalmente relativa-
 y en opciones morales. Esta estructura fundamental ha gobernado durante
 siglos la idea de gran parte de la humanidad y en la actualidad todavía
 mantiene su vigencia. Pero, al mismo tiempo, hoy  nos damos cuenta de 
que los grandes principios y los conceptos fundamentales de la 
antropología se ponen a menudo en tela de juicio, incluso sobre la base 
de una mayor conciencia de la complejidad de la condición humana y 
requieren una profundización adicional.
La antropología es el horizonte de la auto-comprensión en el que 
todos nos movemos y determina nuestra concepción del mundo y las 
decisiones existenciales y éticas. En nuestros días, se ha convertido, 
con frecuencia,  en un horizonte  cambiante y fluido en virtud de los 
cambios socio-económicos, de los movimientos de las  poblaciones y de 
las relativas confrontaciones culturales, pero también de la difusión de
 una cultura mundial y, sobre todo, de los increíbles descubrimientos de
 la ciencia y de la técnica.
¿Cómo reaccionar ante estos desafíos? En primer lugar, debemos 
expresar nuestra gratitud a los hombres y mujeres de ciencia por sus 
esfuerzos y su compromiso en favor de  la humanidad. Este aprecio por  la ciencia,
 que no siempre hemos sabido  manifestar, encuentra su fundamento último
 en el plan de Dios que "nos ha elegido antes de la creación del mundo 
[...] nos ha destinado a ser hijos suyos " (Ef 1,3-5) y que  nos confió 
el cuidado de la creación: "cultivar y cuidar" la tierra (ver Gen 2.15).
 Precisamente porque el hombre es imagen y semejanza de un Dios que creó
 el mundo por  amor, el cuidado de toda la creación debe seguir la 
lógica de la gratuidad y del amor, del servicio, y no la del dominio y 
la intimidación.
La ciencia y la tecnología nos han ayudado a profundizar los límites 
del conocimiento de la naturaleza y, en particular, del ser humano. Pero
 una y otra no bastan, por sí solas,  para dar  todas las respuestas. 
Hoy  nos damos cuenta cada vez más de  que es necesario recurrir a los 
tesoros de la sabiduría que se conservan en las tradiciones religiosas, 
en la sabiduría popular, en la literatura y las artes, que llegan  
profundamente al misterio de la existencia humana, sin olvidar,  sino 
 al contrario, redescubriendo,  las contenidas en la filosofía y en la 
teología.
Como quise decir en la Encíclica  Laudato sì’ ''se vuelve actual la 
necesidad imperiosa del humanismo, que de por sí convoca a los distintos
 saberes,. [...] hacia una mirada más integral e integradora " (n. 141),
 a fin de superar la división trágica entre las "dos culturas", la 
humanista-literaria-teológica y la científica, que conduce al 
empobrecimiento mutuo, y   de fomentar un mayor diálogo entre la 
Iglesia, la comunidad de creyentes y la comunidad científica.
La Iglesia, por su parte, ofrece algunos grandes principios para sostener este diálogo. El primero es la centralidad de la persona humana
  que hay que considerar como un fin y no como un medio. Debe estar en 
relación armoniosa con la creación y,  por lo tanto, no debe comportarse
 como un déspota con  la herencia de Dios, sino como un custodio amoroso
 de la obra del Creador.
El segundo principio a recordar es el del destino universal de los bienes,
 que también atañe al  conocimiento y a la tecnología. El progreso 
científico y tecnológico sirve al bien de toda la humanidad, y  de sus 
beneficios no pueden disfrutar solamente  unos pocos. De esta forma, se 
evitará que el futuro agregue nuevas desigualdades basadas en el 
conocimiento y aumente la brecha entre ricos y pobres. Las grandes 
decisiones sobre la orientación de la investigación científica y la 
inversión en ella deben tomarse  por toda la sociedad y no estar 
dictadas únicamente por las reglas del mercado o el interés de unos 
pocos.
Finalmente,  sigue siendo válido el principio de que no todo lo que es técnicamente posible o factible es, por lo tanto, éticamente aceptable.
 La ciencia, como cualquier otra actividad humana, sabe que tiene 
límites que se deben observar por el bien de la humanidad misma, y 
requiere un sentido de responsabilidad ética. La verdadera medida del 
progreso, como  recordaba el beato Pablo VI, es lo que está dirigido al 
bien de cada hombre y de todo el hombre.
Os doy las gracias a todos, miembros, consultores y colaboradores 
del Pontificio Consejo de la Cultura, porque lleváis a cabo un 
 valioso servicio. Invoco sobre vosotros la abundancia de las 
bendiciones del Señor, y os pido, por favor, que recéis por mí. Gracias.
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