CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - 25 de octubre de 2016).- Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Ad resurgendum cum Christo”
acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas
en caso de cremación, publicada hoy y firmada por el Cardenal Gerhard
Ludwig Muller y por el Arzobispo Luis Francisco Ladaria Ferrer,
respectivamente Prefecto y Secretario de dicho dicasterio.
1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es
necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5,
8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el
entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la
piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó
que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o
sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a
los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no
obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la
religión católica y la Iglesia». Este cambio de la disciplina
eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983)
y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).
Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido
notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han
propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de
haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos
Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos
de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha
considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el
fin de reafirmar las razones doctrinales y pas-torales para la
preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a
la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe
cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde
los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo
que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la
Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la
Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce».
Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da
acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva
vida» .Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra
resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como
primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos,
así también todos revivirán en Cristo» .
Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo
es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el
Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de
Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el
bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que
le resucitó de entre los muertos» .Unidos a Cristo por el Bautismo, los
creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo
resucitado.
Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La
visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la
liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no
termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo». Por la muerte, el alma se
separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida
incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra
alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe
en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los
cristianos; somos cristianos por creer en ella».
3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia
recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean
sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados.
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor,
misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la
muerte, la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para
expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal.
La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación
terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará
sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la
gloria.
Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su
fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad
del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el
cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes
y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada
como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la
Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de
reencarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del
cuerpo.
Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados
responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos
de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en
templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos,
se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras
buenas».
Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por
haber sepultado a los muertos, y la Iglesia considera la sepultura de
los muertos como una obra de misericordia corporal.
Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los
cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración
por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad
cristiana, y la veneración de los mártires y santos.
Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las
iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha
custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a
la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el
significado que tiene para los cristianos.
4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a
optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa
o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones
doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver
no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo
y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina
cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con
ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la
cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones
contrarias a la doctrina cristiana».
En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la
Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la
cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo
un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o
indiferencia religiosa.
5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las
cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar
sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o
en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad
eclesiástica competente.
Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos
fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad
cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y
reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la
comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican
después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y
que todos se unen en una sola Iglesia».
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a
reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo
de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la
posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden
sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como
prácticas inconvenientes o supersticiosas.
6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la
conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y
excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales
de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal
o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede
conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas,
sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos
familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de
conservación.
7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o
nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en
la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las
cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros
artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se
pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden
motivar la opción de la cremación.
8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la
dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la
fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma
del derecho.
El Sumo Pontífice FRANCISCO, en audiencia concedida al infrascrito
Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente
Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2
de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.
Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de
agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.