ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
JULIO 2014
Plaza de San Pedro
Domingo 27 de julio de 2014
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JULIO 2014
Plaza de San Pedro
Domingo 27 de julio de 2014
“Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
este domingo, el
Evangelio nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes
y los pescados (Mt 14,13-21). Jesús lo realizó a lo largo del Mar
de Galilea, en un lugar aislado donde se había retirado con sus
discípulos después de enterarse de la muerte de Juan el Bautista.
Pero, muchas personas los siguieron y los alcanzaron; y Jesús, al
verlos, sintió compasión y curó a los enfermos hasta la noche.
Entonces los discípulos, preocupados por la hora tardía, le
sugirieron despedir a la muchedumbre para que ella pudiese ir a las
ciudades a comprarse lo necesario para comer. Pero Jesús,
tranquilamente, les respondió: «Denles de comer ustedes mismos»
(Mt 14,16); y haciéndose traer cinco panes y dos pescados, los
bendijo, y comenzó a partirlos y darlos a los discípulos, quienes
los distribuían a la gente. Todos comieron hasta saciarse e incluso,
¡sobró!
En este hecho
podemos captar tres mensajes. El primero es la compasión. Frente a
la multitud que lo busca y - por así decirlo – “no lo deja en
paz”, Jesús no reacciona con irritación. No dice “esta gente me
da fastidio”. No, no. Reacciona con un sentimiento de compasión,
porque sabe que no lo buscan por curiosidad, sino por necesidad. Pero
estemos atentos: compasión, lo que siente Jesús, no es simplemente
sentir piedad. ¡Es más! Significa “padecer con”, es decir,
compenetrarse en el sufrimiento del otro, al punto de tomarlo sobre
sí. Así es Jesús, sufre junto a nosotros, sufre con nosotros,
sufre por nosotros. Y el signo de esta compasión son las muchas
sanaciones que realizó. Jesús nos enseña a anteponer las
necesidades de los pobres a las nuestras. Nuestras exigencias, aunque
legítimas, nunca serán tan urgentes como las de los pobres, que
carecen de lo necesario para vivir. Nosotros hablamos seguido de los
pobres, pero cuando hablamos de los pobres, ¿oímos que aquel
hombre, aquella mujer, aquellos niños no tienen lo necesario para
vivir? ¿Que no tienen para comer, no tienen para vestirse, no tienen
la posibilidad de medicinas? También los niños que no tienen la
posibilidad de ir a la escuela… Y por eso, nuestras exigencias -
aún legítimas - no serán jamás tan urgentes como aquellas de los
pobres, que no tienen lo necesario para vivir.
El segundo
mensaje es el compartir. El primero es la compasión, aquello que
sentía Jesús, con el compartir. Es útil comparar la reacción de
los discípulos frente a la gente cansada y hambrienta, con la de
Jesús. Son diferentes. Los discípulos piensan que es mejor
despedirse de ellos, para que puedan ir a buscarse la comida. En
cambio, Jesús dice: denles de comer ustedes mismos. Dos reacciones
diferentes, que reflejan dos lógicas opuestas: los discípulos
razonan de acuerdo con el mundo, por lo que cada uno debe pensar en
sí mismo; reaccionan como si dijeran: “arréglenselas solos”.
Jesús razona en cambio de acuerdo a la lógica de Dios, que es
aquella del compartir. ¡Cuántas veces nosotros nos damos vuelta
hacia otro lado con tal de no ver a los hermanos necesitados! Y esto,
mirar hacia otro lado, es un modo educado de decir con guantes
blancos: “arréglenselas solos”. Y esto no es de Jesús: esto es
egoísmo. Si Él hubiera despedido a la gente, muchas personas se
habrían quedado sin comer. En cambio, aquellos pocos panes y
pescados, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para
todos. Y atención ¿eh?: no es una magia, ¡es un “signo”! Un
signo que invita a tener fe en Dios, el Padre providente, que no nos
hace faltar “el pan nuestro de cada día”, si nosotros sabemos
compartirlo como hermanos.
Compasión,
compartir.
Y el tercer
mensaje: el milagro de los panes preanuncia la Eucaristía. Esto se
puede ver en el gesto de Jesús que “recita la bendición” (v.
19) antes de partir el pan y distribuirlo a la gente. Es el mismo
gesto que hará Jesús en la Última Cena, cuando instaura el
memorial perpetuo de su Sacrificio redentor. En la Eucaristía, Jesús
no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo,
ofreciéndose al Padre por amor a nosotros. Nosotros debemos ir a la
Eucaristía con aquel sentimiento de Jesús, es decir, la compasión,
y con aquel deseo de Jesús, compartir. Quien va a la Eucaristía sin
tener compasión por los necesitados y sin compartir, no se encuentra
bien con Jesús.
Compasión,
compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en
este Evangelio. Un camino que nos lleva a afrontar con fraternidad
las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de
este mundo, porque parte de Dios Padre y regresa a Él. Que la Virgen
María, Madre de la Divina Providencia, nos acompañe en este
Camino”-
(http://es.radiovaticana.va/news/2014/08/03/dios,_padre_providente_que_no_nos_hace_faltar_el_pan_de_cada_d%C3%ADa,/spa-817288)
(http://es.radiovaticana.va/news/2014/08/03/dios,_padre_providente_que_no_nos_hace_faltar_el_pan_de_cada_d%C3%ADa,/spa-817288)
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Plaza de San Pedro
Domingo 20 de julio de 2014
Domingo 20 de julio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos domingos la liturgia propone algunas parábolas
evangélicas, es decir, breves narraciones que Jesús utilizaba para
anunciar a la multitud el reino de los cielos. Entre las parábolas
presentes en el Evangelio de hoy, hay una que es más bien compleja, de
la cual Jesús da explicaciones a los discípulos: es la del trigo y la cizaña, que afronta el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mt
13, 24-30.36-43). La escena tiene lugar en un campo donde el dueño
siembra el trigo; pero una noche llega el enemigo y siembra la cizaña,
término que en hebreo deriva de la misma raíz del nombre «Satanás» y
remite al concepto de división. Todos sabemos que el demonio es un
«sembrador de cizaña», aquel que siempre busca dividir a las personas,
las familias, las naciones y los pueblos. Los servidores quisieran
quitar inmediatamente la hierba mala, pero el dueño lo impide con esta
motivación: «No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el
trigo» (Mt 13, 29). Porque todos sabemos que la cizaña, cuando crece, se parece mucho al trigo, y allí está el peligro que se confundan.
La enseñanza de la parábola es doble. Ante todo dice que el mal que hay en el mundo no proviene de Dios, sino de su enemigo, el Maligno.
Es curioso, el maligno va de noche a sembrar la cizaña, en la
oscuridad, en la confusión; él va donde no hay luz para sembrar la
cizaña. Este enemigo es astuto: ha sembrado el mal en medio del bien, de
tal modo que es imposible a nosotros hombres separarlos claramente;
pero Dios, al final, podrá hacerlo.
Y aquí pasamos al segundo tema: la contraposición entre la impaciencia de los servidores y la paciente espera
del propietario del campo, que representa a Dios. Nosotros a veces
tenemos una gran prisa por juzgar, clasificar, poner de este lado a los
buenos y del otro a los malos... Pero recordad la oración de ese hombre
soberbio: «Oh Dios, te doy gracias porque yo soy bueno, no soy como los
demás hombres, malos...» (cf. Lc 18, 11-12). Dios en cambio sabe
esperar. Él mira el «campo» de la vida de cada persona con paciencia y
misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve
también los brotes de bien y espera con confianza que maduren. Dios es
paciente, sabe esperar. Qué hermoso es esto: nuestro Dios es un padre
paciente, que nos espera siempre y nos espera con el corazón en la mano
para acogernos, para perdonarnos. Él nos perdona siempre si vamos a Él.
La actitud del propietario es la actitud de la esperanza fundada en
la certeza de que el mal no tiene ni la primera ni la última palabra. Y
es gracias a esta paciente esperanza de Dios que la cizaña misma,
es decir el corazón malo con muchos pecados, al final puede llegar a
ser buen trigo. Pero atención: la paciencia evangélica no es
indiferencia al mal; no se puede crear confusión entre bien y mal. Ante
la cizaña presente en el mundo, el discípulo del Señor está llamado a
imitar la paciencia de Dios, alimentar la esperanza con el apoyo de una
firme confianza en la victoria final del bien, es decir de Dios.
Al final, en efecto, el mal será quitado y eliminado: en el tiempo de
la cosecha, es decir del juicio, los encargados de cosechar seguirán la
orden del patrón separando la cizaña para quemarla (cf. Mt 13, 30). Ese día de la cosecha final el juez será Jesús, Aquél que ha sembrado el buen trigo en el mundo y que se ha convertido Él mismo en «grano de trigo», murió y resucitó. Al final todos seremos juzgados con la misma medida con la cual hemos juzgado: la misericordia que hemos usado hacia los demás será usada también con nosotros. Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos ayude a crecer en paciencia, esperanza y misericordia con todos los hermanos.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
He recibido con preocupación las noticias que llegan de las
comunidades cristianas en Mossul (Irak) y de otros lugares de Oriente
Medio, donde las mismas, desde el inicio del cristianismo, han vivido
con sus conciudadanos ofreciendo una significativa aportación al bien de
la sociedad. Hoy son perseguidas; nuestros hermanos son perseguidos,
son expulsados, deben dejar sus casas sin tener la posibilidad de llevar
nada con ellos. A estas familias y a estas personas quiero expresar mi
cercanía y mi constante oración. Queridos hermanos y hermanas que sois
perseguidos, sé cuánto sufrís, sé que estáis despojados de todo. Estoy
con vosotros en la fe en Aquél que ha vencido el mal. Y a vosotros, aquí
en la plaza y a quienes nos siguen por medio de la televisión, dirijo
la invitación a recordar en la oración a estas comunidades cristianas.
Os exhorto, además, a perseverar en la oración por las situaciones de
tensión y de conflicto que persisten en diversas zonas del mundo,
especialmente en Oriente Medio y en Ucrania. Que el Dios de la paz
suscite en todos un auténtico deseo de diálogo y de reconciliación. La
violencia no se vence con la violencia. ¡La violencia se vence con la
paz! Oremos en silencio, pidiendo la paz; todos, en silencio... María
Reina de la paz, ruega por nosotros.
Dirijo un cordial saludo a todos vosotros, peregrinos provenientes de Italia y de otros países.
Por favor, no olvidéis de rezar por mí. A todos deseo un feliz domingo y buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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Plaza de San Pedro
Domingo 13 de julio de 2014
Domingo 13 de julio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23) nos presenta a
Jesús predicando a orillas del lago de Galilea, y dado que lo rodeaba
una gran multitud, subió a una barca, se alejó un poco de la orilla y
predicaba desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas
parábolas: un lenguaje comprensible a todos, con imágenes tomadas de la
naturaleza y de las situaciones de la vida cotidiana.
La primera que relata es una introducción a todas las parábolas: es
la parábola del sembrador, que sin guardarse nada arroja su semilla en
todo tipo de terreno. Y la verdadera protagonista de esta parábola es
precisamente la semilla, que produce mayor o menor fruto según el
terreno donde cae. Los primeros tres terrenos son improductivos: a lo
largo del camino los pájaros se comen la semilla; en el terreno
pedregoso los brotes se secan rápidamente porque no tienen raíz; en
medio de las zarzas las espinas ahogan la semilla. El cuarto terreno es
el terreno bueno, y sólo allí la semilla prende y da fruto.
En este caso, Jesús no se limitó a presentar la parábola, también la
explicó a sus discípulos. La semilla que cayó en el camino indica a
quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; así
llega el Maligno y se lo lleva. El Maligno, en efecto, no quiere que la
semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres. Esta es la
primera comparación. La segunda es la de la semilla que cayó sobre las
piedras: ella representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y
la acogen inmediatamente, pero con superficialidad, porque no tienen
raíces y son inconstantes; y cuando llegan las dificultades y las
tribulaciones, estas personas se desaniman enseguida. El tercer caso es
el de la semilla que cayó entre las zarzas: Jesús explica que se refiere
a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las
preocupaciones mundanas y de la seducción de la riqueza, se ahoga. Por
último, la semilla que cayó en terreno fértil representa a quienes
escuchan la Palabra, la acogen, la custodian y la comprenden, y la
semilla da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen
María.
Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a
quienes escuchaban a Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que nosotros
somos el terreno donde el Señor arroja incansablemente la semilla de su
Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos
plantearnos la pregunta: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se
parece: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende de nosotros
convertirnos en terreno bueno sin espinas ni piedras, pero trabajado y
cultivado con cuidado, a fin de que pueda dar buenos frutos para
nosotros y para nuestros hermanos.
Y nos hará bien no olvidar que también nosotros somos sembradores.
Dios siembra semilla buena, y también aquí podemos plantearnos la
pregunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra
boca? Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y también mucho mal;
pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir.
Recordadlo: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la
boca y del corazón.
Que la Virgen nos enseñe, con su ejemplo, a acoger la Palabra, custodiarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás.
Después del Ángelus
LLAMAMIENTO
Dirijo a todos vosotros un sentido llamamiento a seguir rezando con
insistencia por la paz en Tierra Santa, a la luz de los trágicos
acontecimientos de los últimos días. Conservo aún en la memoria el vivo
recuerdo del encuentro del pasado 8 de junio con el Patriarca Bartolomé,
el presidente Peres y el presidente Abbas, junto a quienes hemos
invocado el don de la paz y escuchado la llamada a romper la espiral de
odio y de violencia. Alguno podría pensar que ese encuentro se realizó
en vano. En cambio, ¡no! La oración nos ayuda a no dejarnos vencer por
el mal ni a resignarnos a que la violencia y el odio predominen sobre el
diálogo y la reconciliación. Exhorto a las partes implicadas y a todos
los que tienen responsabilidades políticas a nivel local e internacional
a no robar espacio a la oración y a no ahorrar esfuerzo alguno para
hacer que cese toda hostilidad y alcanzar la paz deseada por el bien de
todos. E invito a todos vosotros a uniros en la oración. En silencio,
todos, recemos. (Oración silenciosa). Ahora, Señor, ayúdanos Tú. Danos
Tú la paz, enséñanos Tú la paz, guíanos Tú hacia la paz. Abre nuestros
ojos y nuestro corazón y danos el valor de decir: «¡nunca más la
guerra!»; «¡con la guerra todo se destruye!». Infunde en nosotros el
valor de realizar gestos concretos para construir la paz... Haznos
disponibles para escuchar el grito de nuestros ciudadanos que nos piden
que nuestras armas se transformen en instrumentos de paz, nuestros
miedos en confianza y nuestras tensiones en perdón. Amén.
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos cordialmente, romanos y peregrinos.
Hoy se celebra el «Domingo del mar». Dirijo mi pensamiento a los
trabajadores del mar, a los pescadores y a sus familias. Exhorto a las
comunidades cristianas, en especial a las de la costa, a fin de que sean
atentas y sensibles con respecto a ellos. Invito a los capellanes y a
los voluntarios del Apostolado del mar a continuar con su compromiso en
la atención pastoral de estos hermanos y hermanas. Los encomiendo a
todos, especialmente a los que se encuentran en dificultad y están lejos
de su casa, a la protección maternal de María, Estrella del mar.
Saludo ahora con gran afecto a todos los hijos e hijas espirituales
de san Camilo de Lellis, de quien mañana se conmemora el 400°
aniversario de la muerte. Invito a la Familia camiliana, al final de
este año jubilar, a ser signo del Señor Jesús que, como buen samaritano,
se inclina sobre las heridas del cuerpo y del espíritu de la humanidad
que sufre, derramando el óleo del consuelo y el vino de la esperanza. A
vosotros, reunidos aquí en la plaza de San Pedro, así como a los agentes
sanitarios que prestan servicio en vuestros hospitales y residencias,
les deseo que crezcan cada vez más en el carisma de caridad, alimentado
por el contacto cotidiano con los enfermos. Y, por favor, no os olvidéis
de rezar por mí.
A todos os deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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Plaza de San Pedro
Domingo 6 de julio de 2014
Domingo 6 de julio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de este domingo encontramos la invitación de Jesús. Dice así: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos a las personas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gente sencilla, pobres, enfermos, pecadores, marginados... Esta gente lo ha seguido siempre para escuchar su palabra —¡una palabra que daba esperanza! Las palabras de Jesús dan siempre esperanza— y también para tocar incluso sólo un borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitudes cansadas y agobiadas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36) y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para curar a muchos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: «Venid a mí», y les promete alivio y consuelo.
Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vida, por situaciones existenciales difíciles y a veces privados de válidos puntos de referencia. En los países más pobres, pero también en las periferias de los países más ricos, se encuentran muchas personas cansadas y agobiadas bajo el peso insoportable del abandono y la indiferencia. La indiferencia: ¡cuánto mal hace a los necesitados la indiferencia humana! Y peor, ¡la indiferencia de los cristianos! En los márgenes de la sociedad son muchos los hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por la insatisfacción de la vida y la frustración. Muchos se ven obligados a emigrar de su patria, poniendo en riesgo su propia vida. Muchos más cargan cada día el peso de un sistema económico que explota al hombre, le impone un «yugo» insoportable, que los pocos privilegiados no quieren llevar. A cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, Jesús repite: «Venid a mí, todos vosotros». Lo dice también a quienes poseen todo, pero su corazón está vacío y sin Dios. También a ellos Jesús dirige esta invitación: «Venid a mí». La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.
Jesús promete dar alivio a todos, pero nos hace también una invitación, que es como un mandamiento: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El «yugo» del Señor consiste en cargar con el peso de los demás con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y el consuelo de Cristo, estamos llamados a su vez a convertirnos en descanso y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humildad del corazón nos ayudan no sólo a cargar con el peso de los demás, sino también a no cargar sobre ellos nuestros puntos de vista personales, y nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.
Invoquemos a María santísima, que acoge bajo su manto a todas las personas cansadas y agobiadas, para que a través de una fe iluminada, testimoniada en la vida, podamos ser alivio para cuantos tienen necesidad de ayuda, de ternura, de esperanza.
Después del Ángelus
Al término de la oración mariana el Papa recordó la visita que había realizado el día anterior a Molise y agradeció la calurosa acogida que le ofreció la «buena gente» de la región. De manera especial saludó también a los diversos grupos presentes en la plaza.
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos cordialmente, romanos y peregrinos
Saludo a los fieles de la parroquia de Salzano, diócesis de Treviso, donde fue párroco don Giuseppe Sarto, quien luego fue el Papa Pío X y proclamado santo, y del cual recordamos el centenario de su muerte.
Saludo a los Pequeños Misioneros de Santa Paula Frassinetti, a los fieles de Melìa y Sambatello (Reggio Calabria), a la escuela de la infancia de la parroquia de Verdellino, el grupo «Brenna 60» y a los participantes en la reunión de coches clásicos.
Quiero saludar de modo especial y afectuoso a toda la buena gente de Molise, que ayer me acogió en su bella tierra y también en su corazón. Fue una acogida cálida, calurosa: ¡no la olvidaré jamás! Muchas gracias.
Por favor, no os olvidéis de rezar por mí: yo lo hago también por vosotros.
A todos deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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