lunes, 18 de agosto de 2014

FRANCISCO: Viaje Apostólico a Corea (Agosto 13-18, 2014)

VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD FRANCISCO
A LA REPÚBLICA DE COREA
CON OCASIÓN DE LA VI JORNADA DE LA JUVENTUD ASIÁTICA

(13-18 DE AGOSTO DE 2014)
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SANTA MISA POR LA PAZ Y LA RECONCILIACIÓN



HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Catedral de Myeong-dong (Seúl)
Lunes, 18 de agosto de 2014


Queridos hermanos y hermanas:


Mi estancia en Corea llega a su fin y no puedo dejar de dar gracias a Dios por las abundantes bendiciones que ha concedido a este querido país y, de manera especial, a la Iglesia en Corea. Entre estas bendiciones, cuento también la experiencia vivida junto a ustedes estos últimos días, con la participación de tantos jóvenes peregrinos, provenientes de toda Asia. Su amor por Jesús y su entusiasmo por la propagación del Reino son un modelo a seguir para todos.


Mi visita culmina con esta celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la gracia de la paz y de la reconciliación. Esta oración tiene una resonancia especial en la península coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente una oración por la reconciliación en esta familia coreana. En el Evangelio, Jesús nos habla de la fuerza de nuestra oración cuando dos o tres nos reunimos en su nombre para pedir algo (cf. Mt 18,19-20). ¡Cuánto más si es todo un pueblo el que alza su sincera súplica al cielo!


La primera lectura presenta la promesa divina de restaurar la unidad y la prosperidad de su pueblo, disperso por la desgracia y la división. Para nosotros, como para el pueblo de Israel, esta promesa nos llena de esperanza: apunta a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros. Por otra parte, esta promesa va inseparablemente unida a un mandamiento: el mandamiento de volver a Dios y obedecer de todo corazón a su ley (cf. Dt 30,2-3). El don divino de la reconciliación, de la unidad y de la paz está íntimamente relacionado con la gracia de la conversión, una transformación del corazón que puede cambiar el curso de nuestra vida y de nuestra historia, como personas y como pueblo.


Naturalmente, en esta Misa escuchamos esta promesa en el contexto de la experiencia histórica del pueblo coreano, una experiencia de división y de conflicto, que dura más de sesenta años. Pero la urgente invitación de Dios a la conversión pide también a los seguidores de Cristo en Corea que revisen cómo es su contribución a la construcción de una sociedad justa y humana. Pide a todos ustedes que se pregunten hasta qué punto, individual y comunitariamente, dan testimonio de un compromiso evangélico en favor de los más desfavorecidos, los marginados, cuantos carecen de trabajo o no participan de la prosperidad de la mayoría. Les pide, como cristianos y como coreanos, rechazar con firmeza una mentalidad fundada en la sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y promover, en cambio, una cultura modelada por las enseñanzas del Evangelio y los más nobles valores tradicionales del pueblo coreano.


En el Evangelio de hoy, Pedro pregunta al Señor: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Y el Señor le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Estas palabras son centrales en el mensaje de reconciliación y de paz de Jesús. Obedientes a su mandamiento, pedimos cada día a nuestro Padre del cielo que nos perdone nuestros pecados «como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Si no estuviésemos dispuestos a hacerlo, ¿cómo podríamos rezar sinceramente por la paz y la reconciliación?


Jesús nos pide que creamos que el perdón es la puerta que conduce a la reconciliación. Diciéndonos que perdonemos a nuestros hermanos sin reservas, nos pide algo totalmente radical, pero también nos da la gracia para hacerlo. Lo que desde un punto de vista humano parece imposible, irrealizable y, quizás, hasta inaceptable, Jesús lo hace posible y fructífero mediante la fuerza infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el poder de Dios que supera toda división, sana cualquier herida y restablece los lazos originarios del amor fraterno.


Éste es el mensaje que les dejo como conclusión de mi visita a Corea. Tengan confianza en la fuerza de la cruz de Cristo. Reciban su gracia reconciliadora en sus corazones y compártanla con los demás. Les pido que den un testimonio convincente del mensaje de reconciliación de Cristo en sus casas, en sus comunidades y en todos los ámbitos de la vida nacional. Espero que, en espíritu de amistad y colaboración con otros cristianos, con los seguidores de otras religiones y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el futuro de la sociedad coreana, sean levadura del Reino de Dios en esta tierra. De este modo, nuestras oraciones por la paz y la reconciliación llegarán a Dios desde corazones más puros y, por el don de su gracia, alcanzarán aquel precioso bien que todos deseamos.


Recemos para que surjan nuevas oportunidades de diálogo, de encuentro, para que se superen las diferencias, para que, con generosidad constante, se preste asistencia humanitaria a cuantos pasan necesidad, y para que se extienda cada vez más la convicción de que todos los coreanos son hermanos y hermanas, miembros de una única familia, de un solo pueblo. Hablan la misma lengua.


Antes de dejar Corea, quisiera dar las gracias a la Señora Presidenta de la República, Park Geun-hye, a las Autoridades civiles y eclesiásticas y a todos los que de una u otra forma han contribuido a hacer posible esta visita. Especialmente, quisiera expresar mi reconocimiento a los sacerdotes coreanos, que trabajan cada día al servicio del Evangelio y de la edificación del Pueblo de Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Les pido, como embajadores de Cristo y ministros de su amor de reconciliación (cf. 2 Co 5,18-20), que sigan creando vínculos de respeto, confianza y armoniosa colaboración en sus parroquias, entre ustedes y con sus obispos. Su ejemplo de amor incondicional al Señor, su fidelidad y dedicación al ministerio, así como su compromiso de caridad en favor de cuantos pasan necesidad, contribuyen enormemente a la obra de la reconciliación y de la paz en este país.


Queridos hermanos y hermanas, Dios nos llama a volver a él y a escuchar su voz, y nos promete establecer sobre la tierra una paz y una prosperidad incluso mayor de la que conocieron nuestros antepasados. Que los seguidores de Cristo en Corea preparen el alba de ese nuevo día, en el que esta tierra de la mañana tranquila disfrutará de las más ricas bendiciones divinas de armonía y de paz. Amén.


ORACIÓN DE LOS FIELES


Por el Cardenal Fernando Filoni, que debería estar aquí, pero no ha podido venir porque ha sido enviado por el Papa al sufrido pueblo Iraquí, para ayudar a los hermanos perseguidos y expoliados, y a todas las minorías religiosas que sufren en aquella tierra. Para que el Señor le acompañe en su misión


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ENCUENTRO CON LOS LÍDERES RELIGIOSOS


PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Palacio de la antigua Curia de la Arquidiócesis de Seúl
Lunes, 18 de agosto de 2014


Quiero agradecer la gentileza y el amor de ustedes en venir acá para poder encontrarme. La vida es un camino, un camino largo pero un camino que no se puede caminar solo. Se tiene que caminar con los hermanos y en la presencia de Dios. Por eso les agradezco a ustedes este gesto de caminar juntos en la presencia de Dios que fue lo que le pidió Dios a Abraham. Somos hermanos, nos reconocemos como hermanos y caminamos como hermanos. Que Dios nos bendiga y por favor les pido que recen por mí. Muchas gracias.


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SANTA MISA CONCLUSIVA DE LA VI JORNADA DE LA JUVENTUD ASIÁTICA


HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO



 Castillo de Haemi
Domingo, 17 de agosto de 2014


Queridos amigos:


«La gloria de los mártires brilla sobre ti». Estas palabras, que forman parte del lema de la VI Jornada de la Juventud Asiática, nos dan consuelo y fortaleza. Jóvenes de Asia, ustedes son los herederos de un gran testimonio, de una preciosa confesión de fe en Cristo. Él es la luz del mundo, la luz de nuestras vidas. Los mártires de Corea, y tantos otros incontables mártires de toda Asia, entregaron su cuerpo a sus perseguidores; a nosotros, en cambio, nos han entregado un testimonio perenne de que la luz de la verdad de Cristo disipa las tinieblas y el amor de Cristo triunfa glorioso. Con la certeza de su victoria sobre la muerte y de nuestra participación en ella, podemos asumir el reto de ser sus discípulos hoy, en nuestras circunstancias y en nuestro tiempo.


Esas palabras son una consolación. La otra parte del lema de la Jornada –«Juventud de Asia, despierta»– nos habla de una tarea, de una responsabilidad. Meditemos brevemente cada una de estas palabras.


En primer lugar, "Asia". Ustedes se han reunido aquí en Corea llegados de todas las partes de Asia. Cada uno tiene un lugar y un contexto singular en el que está llamado a reflejar el amor de Dios. El continente asiático, rico en tradiciones filosóficas y religiosas, constituye un gran horizonte para su testimonio de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Como jóvenes que no sólo viven en Asia, sino que son hijos e hijas de este gran continente, tienen el derecho y el deber de participar plenamente en la vida de su sociedad. No tengan miedo de llevar la sabiduría de la fe a todos los ámbitos de la vida social.


Además, como jóvenes asiáticos, ustedes ven y aman desde dentro todo lo bello, noble y verdadero que hay en sus culturas y tradiciones. Y, como cristianos, saben que el Evangelio tiene la capacidad de purificar, elevar y perfeccionar ese patrimonio. Mediante la presencia del Espíritu Santo que se les comunicó en el bautismo y con el que fueron sellados en la confirmación, en unión con sus Pastores, pueden percibir los muchos valores positivos de las diversas culturas asiáticas. Y son además capaces de discernir lo que es incompatible con la fe católica, lo que es contrario a la vida de la gracia en la que han sido injertados por el bautismo, y qué aspectos de la cultura contemporánea son pecaminosos, corruptos y conducen a la muerte.


Volviendo al lema de la Jornada, pensemos ahora en la palabra "juventud". Ustedes y sus amigos están llenos del optimismo, de la energía y de la buena voluntad que caracteriza esta etapa de su vida. Dejen que Cristo transforme su natural optimismo en esperanza cristiana, su energía en virtud moral, su buena voluntad en auténtico amor, que sabe sacrificarse. Éste es el camino que están llamados a emprender. Éste es el camino para vencer todo lo que amenaza la esperanza, la virtud y el amor en su vida y en su cultura. Así su juventud será un don para Jesús y para el mundo.


Como jóvenes cristianos, ya sean trabajadores o estudiantes, hayan elegido una carrera o hayan respondido a la llamada al matrimonio, a la vida religiosa o al sacerdocio, no sólo forman parte del futuro de la Iglesia: son también una parte necesaria y apreciada del presente de la Iglesia. Ustedes son el presente de la Iglesia. Permanezcan unidos unos a otros, cada vez más cerca de Dios, y junto a sus obispos y sacerdotes dediquen estos años a edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde –una Iglesia más santa, más misionera y humilde–, una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados.


En su vida cristiana tendrán muchas veces la tentación, como los discípulos en la lectura del Evangelio de hoy, de apartar al extranjero, al necesitado, al pobre y a quien tiene el corazón destrozado. Estas personas siguen gritando como la mujer del Evangelio: «Señor, socórreme». La petición de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, acogida y amistad con Cristo. Es el grito de tantas personas en nuestras ciudades anónimas, de muchos de nuestros contemporáneos y de todos los mártires que aún hoy sufren persecución y muerte en el nombre de Jesús: «Señor, socórreme». Este mismo grito surge a menudo en nuestros corazones: «Señor, socórreme». No respondamos como aquellos que rechazan a las personas que piden, como si atender a los necesitados estuviese reñido con estar cerca del Señor. No, tenemos que ser como Cristo, que responde siempre a quien le pide ayuda con amor, misericordia y compasión.


Finalmente, la tercera parte del lema de esta Jornada: «Despierta». Esta palabra habla de una responsabilidad que el Señor les confía. Es la obligación de estar vigilantes para no dejar que las seducciones, las tentaciones y los pecados propios o los de los otros emboten nuestra sensibilidad para la belleza de la santidad, para la alegría del Evangelio. El Salmo responsorial de hoy nos invita repetidamente a "cantar de alegría". Nadie que esté dormido puede cantar, bailar, alegrarse. No me gusta ver a los jóvenes dormidos… ¡No! "¡Despierten!". ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Adelante! Queridos jóvenes, «nos bendice el Señor nuestro Dios» (Sal 67); de él hemos «obtenido misericordia» (Rm 11,30). Con la certeza del amor de Dios, vayan al mundo, de modo que «con ocasión de la misericordia obtenida por ustedes» (v. 31), sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus conciudadanos y todas las personas de este gran continente «alcancen misericordia» (v. 31). Esta misericordia es la que nos salva.


Queridos jóvenes de Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, sigan este camino que sin duda les llenará de alegría. Y antes de acercarnos a la mesa de la Eucaristía, dirijámonos a María nuestra Madre, que dio al mundo a Jesús. Sí, María, Madre nuestra, queremos recibir a Jesús; con tu ternura maternal, ayúdanos a llevarlo a los otros, a servirle con fidelidad y a glorificarlo en todo tiempo y lugar, en este país y en toda Asia. Amén.
Juventud de Asia, ¡despierta!


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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ASIA


DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO



Santuario de Haemi
Domingo, 17 de agosto de 2014


Reciban mi saludo cordial y fraterno en el Señor ahora que estamos reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos dieron sus vidas por fidelidad a Cristo. Me han dicho que hay mártires sin nombre, porque no conocemos sus nombres: son santos sin nombre. Pero esto me lleva a pensar en tantos, tantos cristianos santos, en nuestras iglesias: niños, jóvenes, hombres, mujeres, ancianos… ¡tantos! No conocemos sus nombres, pero son santos. Nos hace mucho bien pensar en esta gente sencilla que lleva adelante su vida cristiana, y sólo el Señor conoce su santidad. Su testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones no sólo a la Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus oraciones nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a nuestros cuidados. Agradezco al Cardenal Gracias sus amables palabras de bienvenida y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral en sus Iglesias locales.


En este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos. ¡Éste es su desafío! Verdaderamente, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia, 29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida y nuestro punto de referencia fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad. Desde la nada, desde una autoconciencia nebulosa no se puede dialogar, no se puede empezar a dialogar. Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Se trata de atender, y en esa atención nos guía el Espíritu Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a las culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de estas aperturas.


No siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres. El primero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas, haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb 13,8). No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.


Un segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp 1,10). En una cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas posibilidades de evasión y de escape, esto puede representar un serio problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro directo y fructífero con nuestros fieles, y también con los que no lo son, especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida catequesis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo. El acuerdo en el desacuerdo… para que las aguas no se muevan… Esa superficialidad nos hace mucho daño.


Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús luchó mucho con esa gente que se escondía detrás de las normas, los reglamentos, las respuestas fáciles… Los llamó hipócritas. La fe, por su naturaleza, no está centrada en sí misma, la fe tiende a "salir fuera". Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión. En este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf. 1 P 3,15). Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).


Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda, es decir, estar enraizados en el Señor. Y si se da esto, lo demás es secundario. A partir de esta identidad profundad, la fe viva en Cristo en la que estamos radicados, a partir de esta realidad profunda, comienza nuestro diálogo y eso es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo. La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.


Quisiera añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por los frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa? ¿Se manifiesta con esta fecundidad? És una pregunta que les hago, y sobre la que cada uno de ustedes puede reflexionar.


Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía. Para que haya diálogo tiene que darse esta empatía. Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas, de sus aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa. Esta empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y "escuchar", en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir. En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu "contemplativo": espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro. No puedo dialogar si estoy cerrado al otro. ¿Apertura? Más: ¡Acogida! Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte. Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida. Si queremos llegar al fundamento teológico de esto, vayamos al Padre: él nos ha creado a todos. Somos hijos del mismo Padre. Esta capacidad de empatía lleva a un auténtico encuentro, –tenemos que caminar hacia esta cultura del encuentro–, en que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y solidaridad. "Pero, hermano Papa, nosotros hacemos eso, pero probablemente no convertiremos a ninguno o a unos pocos…". Por lo pronto tú haz eso: con tu identidad, escucha al otro. ¿Cuál fue el primer mandamiento de Dios Padre a nuestro padre Abrahán? "Camina en mi presencia y sé irreprensible". Y así, con mi identidad y con mi empatía, apertura, camino con el otro. No busco que se pase a mi bando, no hago proselitismo. El Papa Benedicto nos dijo claramente: "La Iglesia no crece mediante el proselitismo sino por atracción". Al mismo tiempo, caminemos en la presencia del Padre, seamos irreprensibles: cumplamos este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo. Con la identidad, con la apertura. Se trata de un camino hacia un conocimiento, una amistad y una solidaridad más profunda. Como dijo justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia, 29). En este espíritu de apertura a los otros, tengo la total confianza de que los países de este continente con los que la Santa Sede no tiene aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará. No me refiero solamente al diálogo político, sino al diálogo fraterno… "Pero estos cristianos no vienen como conquistadores, no vienen a quitarnos nuestra identidad: nos traen la suya, pero quieren caminar con nosotros". Y el Señor realizará la gracia: alguna vez moverá los corazones, alguno pedirá el bautismo, otras veces no. Pero siempre caminamos juntos. Éste es el núcleo del diálogo.


Queridos hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Viendo este gran continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de Dios, las comunidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex, un pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es precisamente el grano de mostaza. Pequeño… El Buen Pastor, que conoce y ama a cada una de sus ovejas, guíe y fortalezca sus desvelos por congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño extendido por el mundo. Ahora, todos juntos, confiemos a la Virgen sus Iglesias, el Continente Asiático, para que como Madre nos enseñe lo que sólo una mamá puede enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina por la vida con los demás. Recemos juntos a la Virgen.


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ENCUENTRO CON LOS LÍDERES DEL APOSTOLADO LAICO


DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Centro de Espiritualidad, Kkottongnae
Sábado 16 de agosto de 2014



Queridos hermanos y hermanas:


Me alegro de tener la oportunidad de encontrarme con ustedes, que representan las diversas manifestaciones del floreciente apostolado de los laicos en Corea. Siempre ha sido floreciente. Es una flor permanente. Agradezco al Presidente del Consejo del Apostolado Seglar Católico, el señor Paul Kwon Kil-joog, sus amables palabras de bienvenida en nombre de todos.


La Iglesia en Corea, como todos sabemos, ha heredado la fe de generaciones de laicos que perseveraron en el amor a Jesucristo y en la comunión con la Iglesia, a pesar de la escasez de sacerdotes y de la amenaza de graves persecuciones. El beato Pablo Yun Ji-chung y los mártires que hoy han sido beatificados constituyen un capítulo extraordinario de esta historia. Dieron testimonio de la fe no sólo con los tormentos y la muerte, sino también con su vida de afectuosa solidaridad de unos con otros en las comunidades cristianas, que se distinguían por una caridad ejemplar.


Este precioso legado sigue vivo en sus obras actuales de fe, de caridad y de servicio. Hoy, como siempre, la Iglesia tiene necesidad del testimonio creíble de los laicos sobre la verdad salvífica del Evangelio, su poder para purificar y trasformar el corazón, y su fecundidad para edificar la familia humana en unidad, justicia y paz. Sabemos que no hay más que una misión en la Iglesia de Dios, y que todo bautizado tiene un puesto vital en ella. Sus dones como hombres y mujeres laicos son múltiples y sus apostolados variados, y todo lo que hacen contribuye a la promoción de la misión de la Iglesia, asegurando que el orden temporal esté informado y perfeccionado por el Espíritu de Cristo y ordenado a la venida de su Reino.


De modo particular, me gustaría reconocer la labor de las numerosas asociaciones que se ocupan directamente de la atención a los pobres y necesitados. Como demuestra el ejemplo de los primeros cristianos coreanos, la fecundidad de la fe se expresa en la práctica de la solidaridad con nuestros hermanos y hermanas, independientemente de su cultura o condición social, ya que en Cristo «no hay judío ni griego» (Ga 3,28). Quiero manifestar mi profundo agradecimiento a cuantos, con su trabajo y su testimonio, llevan la presencia consoladora del Señor a los que viven en las periferias de nuestra sociedad. Esta tarea no se puede limitar a la asistencia caritativa, sino que debe extenderse también a la consecución del crecimiento humano. No sólo la asistencia sino también el desarrollo de la persona. Asistir a los pobres es bueno y necesario, pero no basta. Los animo a multiplicar sus esfuerzos en el ámbito de la promoción humana, de modo que todo hombre y mujer llegue a conocer la alegría que viene de la dignidad de ganar el pan de cada día y de sostener a su propia familia. En estos momentos, esa dignidad está amenazada por la cultura del dinero, que deja sin trabajo a muchas personas… Podemos decir: “Padre, nosotros les damos de comer”. Pero no es suficiente. Aquel o aquella que no tienen trabajo deben sentir en su corazón la dignidad de llevar el pan a casa, de ganarse el pan. Les confío este compromiso.


También quiero reconocer la valiosa contribución de las mujeres católicas coreanas a la vida y la misión de la Iglesia en este país como madres de familia, como catequistas y maestras y de tantas otras formas. Asimismo, no puedo dejar de destacar la importancia del testimonio dado por las familias cristianas. En una época de crisis de la vida familiar, como todos sabemos, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ayudar a los esposos cristianos y a las familias a cumplir su misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad. La familia sigue siendo la célula básica de la sociedad y la primera escuela en la que los niños aprenden los valores humanos, espirituales y morales que los hacen capaces de ser faros de bondad, de integridad y de justicia en nuestras comunidades.


Queridos hermanos, cualquiera que sea su colaboración con la misión de la Iglesia, les pido que sigan promoviendo en sus comunidades una formación cada vez más completa de los fieles laicos, mediante la catequesis continua y la dirección espiritual. Les pido que todo lo hagan en completa armonía de mente y corazón con sus pastores, intentando poner sus intuiciones, talentos y carismas al servicio del crecimiento de la Iglesia en unidad y en espíritu misionero. Su colaboración es esencial, puesto que el futuro de la Iglesia en Corea, como en toda Asia, dependerá en gran medida del desarrollo de una visión eclesiológica basada en una espiritualidad de comunión, de participación y de poner en común los dones (cf. Ecclesia in Asia, 45).


Una vez más les expreso mi gratitud por todo lo que hacen para la edificación de la Iglesia en Corea en santidad y celo. Que encuentren constante inspiración y fuerza para su apostolado en el Sacrificio eucarístico, que comunica y alimenta “el amor a Dios y a los hombres, alma de todo apostolado” (Lumen gentium, 33). Para ustedes, sus familias y cuantos participan en las obras corporales y espirituales de sus parroquias, de las asociaciones y de los movimientos, imploro la alegría y la paz del Señor Jesucristo y la solícita protección de María, nuestra Madre.


Les pido, por favor, que recen por mí. Y ahora todos juntos recemos a la Virgen, y luego les daré la bendición.


Dios te salve, María…


Muchas gracias y recen por mí. No lo olviden.


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ENCUENTRO CON LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS DE COREA


DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO

Training Center "School of Love", Kkottongnae
Sábado 16 de agosto de 2014




Buenas tardes. Tenemos un pequeño problema. Si hay algo que no se debe descuidar nunca es la oración, pero hoy la haremos cada uno por nuestra cuenta. Les explico por qué no podemos rezar juntos las Vísperas: tenemos un problema de horario con el despegue del helicóptero. Si no sale a tiempo, corremos el riesgo de “estrellarnos” en la montaña. Ahora haremos únicamente una oración a María, nuestra Madre. Todos juntos, rezamos a la Virgen todos juntos. Luego hablarán los presidentes y después hablaré yo.


Dios te salva, María...


Queridos hermanos y hermanas en Cristo:


Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá. En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que hemos cantado –¡deberíamos haber cantado!– las alabanzas de la bondad de Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus desvelos por construir el Reino de Dios. Doy las gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de las conferencias coreanas de religiosos y religiosas.


Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.


Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están llamados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es un campo de entrenamiento providencial para el corazón. Es poco realista no esperar conflictos; surgirán malentendidos y habrá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.


La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Ésta es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.
Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia, perseverancia y apertura de corazón al hermano prudente o a la hermana prudente, que el Señor pone en nuestro camino.


Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de 
Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece una contradicción, pero ser pobres significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos encontrarnos con Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debería manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el camino recto. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos, destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y doy las gracias, a propósito de este punto, al Padre presidente y a la Hermana presidenta, porque han hablado justamente del peligro que la globalización y el consumismo suponen para la pobreza religiosa. Gracias.


Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes solos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas que vendrán después de ustedes, el día de mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.


Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades. Un saludo particular para ellos, de corazón; los encomiendo a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les doy de corazón la bendición. Que los bendiga Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo.


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SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN DE
PAUL YUN JI-CHUNG Y 123 COMPAÑEROS MÁRTIRES



HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO



Puerta de Gwanghwamun, Seúl
Sábado 16 de agosto de 2014





«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.


Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).


La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.


En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf. Hch 4,32).


Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.


El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.


Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.


Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa (cf. Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.


En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.


Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.


Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.


Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.


Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.


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ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE ASIA


DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO



Santuario de Solmoe
Viernes 15 de agosto de 2014




Queridos jóvenes:


«¡Qué bueno es que estemos aquí!» (Mt 17,4). Estas palabras fueron pronunciadas por san Pedro en el Monte Tabor ante Jesús transfigurado en gloria. En verdad es bueno para nosotros estar aquí juntos, en este Santuario de los mártires coreanos, en los que la gloria del Señor se reveló en los albores de la Iglesia en este país. En esta gran asamblea, que reúne a jóvenes cristianos de toda Asia, casi podemos sentir la gloria de Jesús presente entre de nosotros, presente en su Iglesia, que abarca toda nación, lengua y pueblo, presente con el poder de su Espíritu Santo, que hace nuevas, jóvenes y vivas todas las cosas.


Les doy las gracias por su calurosa bienvenida. Muy calurosa, realmente calurosa. Y les agradezco el don de su entusiasmo, sus canciones alegres, sus testimonios de fe y las hermosas manifestaciones de sus variadas y ricas culturas. Gracias especialmente a Mai, Giovanni y Marina, los tres jóvenes que han compartido sus esperanzas, inquietudes y preocupaciones; las he escuchado con atención, y no las olvidaré. Agradezco a monseñor Lazzaro You Heung-sik sus palabras de introducción y les saludo a todos ustedes de corazón.


Esta tarde quisiera reflexionar con ustedes sobre un aspecto del lema de la Sexta Jornada de la Juventud Asiática: «La gloria de los mártires brilla sobre ti». Así como el Señor hizo brillar su gloria en el heroico testimonio de los mártires, también quiere que resplandezca en sus vidas y que, a través de ustedes, ilumine la vida de este vasto Continente. Hoy, Cristo llama a la puerta de sus corazones, de mi corazón. Él les llama a ustedes y a mí a despertar, a estar bien despejados y atentos, a ver las cosas que realmente importan en la vida. Y, más aún, les pide y me pide que vayamos por los caminos y senderos de este mundo, llamando a las puertas de los corazones de los otros, invitándolos a acogerlo en sus vidas.


Este gran encuentro de los jóvenes asiáticos nos permite también ver algo de lo que la Iglesia misma está destinada a ser en el eterno designio de Dios. Junto con los jóvenes de otros lugares, ustedes quieren construir un mundo en el que todos vivan juntos en paz y amistad, superando barreras, reparando divisiones, rechazando la violencia y los prejuicios. Y esto es precisamente lo que Dios quiere de nosotros. La Iglesia pretende ser semilla de unidad para toda la familia humana. En Cristo, todos los pueblos y naciones están llamados a una unidad que no destruye la diversidad, sino que la reconoce, la reconcilia y la enriquece.


Qué lejos queda el espíritu del mundo de esta magnífica visión y de este designio. Cuán a menudo parece que las semillas del bien y de la esperanza que intentamos sembrar quedan sofocadas por la maleza del egoísmo, por la hostilidad y la injusticia, no sólo a nuestro alrededor, sino también en nuestros propios corazones. Nos preocupa la creciente desigualdad en nuestras sociedades entre ricos y pobres. Vemos signos de idolatría de la riqueza, del poder y del placer, obtenidos a un precio altísimo para la vida de los hombres. Cerca de nosotros, muchos de nuestros amigos y coetáneos, aun en medio de una gran prosperidad material, sufren pobreza espiritual, soledad y callada desesperación. Parece como si Dios hubiera sido eliminado de este mundo. Es como si un desierto espiritual se estuviera propagando por todas partes. Afecta también a los jóvenes, robándoles la esperanza y, en tantos casos, incluso la vida misma.


No obstante, éste es el mundo al que ustedes están llamados a ir y dar testimonio del Evangelio de la esperanza, el Evangelio de Jesucristo, y la promesa de su Reino. Éste es tu tema, Marina. Voy a hablar sobre él. En las parábolas, Jesús nos enseña que el Reino entra humildemente en el mundo, y va creciendo silenciosa y constantemente allí donde es bien recibido por corazones abiertos a su mensaje de esperanza y salvación. El Evangelio nos enseña que el Espíritu de Jesús puede dar nueva vida al corazón humano y puede transformar cualquier situación, incluso aquellas aparentemente sin esperanza. ¡Jesús puede transformar cualquier situación! Éste es el mensaje que ustedes están llamados a compartir con sus coetáneos: en la escuela, en el mundo del trabajo, en su familia, en la universidad y en sus comunidades. Puesto que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que su palabra tiene el poder de tocar cada corazón, de vencer el mal con el bien, y de cambiar y redimir al mundo.


Queridos jóvenes, en este tiempo el Señor cuenta con ustedes. Sí, cuenta con ustedes. Él entró en su corazón el día de su bautismo; les dio su Espíritu el día de su confirmación; y les fortalece constantemente mediante su presencia en la Eucaristía, de modo que puedan ser sus testigos en el mundo. ¿Están dispuestos a decir «sí»? ¿Están listos?


Muchas gracias. ¿Están cansados? [No] ¿De verdad? [Sí] Queridos amigos, como alguien me dijo ayer: “Usted no puede hablar a los jóvenes con papeles; tiene que hablar, dirigirse a los jóvenes espontáneamente, desde el corazón”. Pero tengo una gran dificultad: mi inglés es pobre. [No] Sí, sí. Pero, si quieren, puedo decirles otras cosas espontáneamente. ¿Están cansados? [No] ¿Puedo continuar? [Sí] Pero lo haré en italiano. [Volviéndose al traductor] ¿Puede usted traducir? Gracias. Vamos.


Me ha llamado poderosamente la atención lo que ha dicho Marina: su conflicto en la vida. ¿Qué hacer? Si ir por el camino de la vida consagrada, la vida religiosa, o estudiar para estar mejor preparada para ayudar a los otros.


Se trata de un conflicto aparente porque, cuando el Señor llama, llama siempre a hacer el bien a los demás, sea en la vida religiosa, en la vida consagrada, o sea en la vida laical, como padre y madre de familia. La finalidad es la misma: adorar a Dios y hacer el bien a los otros. ¿Qué tiene que hacer Marina y cuantos de ustedes se hacen esta misma pregunta? También yo me la hice en su momento: ¿Qué camino he de elegir? ¡Tú no tienes que elegir ningún camino! Lo tiene que elegir el Señor. Jesús lo ha elegido. Tú tienes que escucharle a él y preguntarle: Señor, ¿qué tengo que hacer?


Ésta es la oración que un joven debería hacer: “Señor, ¿qué quieres de mí?”. Y con la oración y el consejo de algunos amigos de verdad –laicos, sacerdotes, religiosas, obispos, papas… también el Papa puede dar un buen consejo–, con su consejo, encontrar el camino que el Señor quiere para mí.


Oremos juntos.


[Se dirige al sacerdote traductor] Pídales que repitan en coreano: Señor, ¿qué quieres de mi vida? Tres veces.


Oremos.


Estoy seguro que el Señor les va a escuchar. También a ti, Marina. Seguro. Gracias por tu testimonio.


Perdón. Me he equivocado de nombre: la pregunta la hizo Mai, no Marina.


Mai ha hablado de otra cosa: de los mártires, de los santos, de los testigos. Y nos ha dicho, con un poco de dolor, un poco de pena, que en su tierra, en Camboya, todavía no hay santos. Pero veamos… Santos hay y muchos. La Iglesia todavía no ha reconocido, no ha beatificado, no ha canonizado a ninguno. Muchas gracias, Mai, por esto. Te prometo que, cuando vuelva a casa, voy a hablar con el encargado de estas cosas, que es una gran persona, se llama Angelo, y le pediré que estudie esta cuestión y se ocupe de ella. Gracias, muchas gracias.


Ya es hora de terminar. ¿Están cansados? [No] ¿Seguimos un poco más? [Sí]


Ocupémonos ahora de lo que ha dicho Marina. Marina ha hecho dos preguntas… No dos preguntas; ha hecho dos reflexiones y una pregunta sobre la felicidad. Nos ha dicho una cosa que es verdad: la felicidad no se compra. Y, cuando compras una felicidad, después te das cuenta de que esa felicidad se ha esfumado… La felicidad que se compra no dura. Solamente la felicidad del amor, ésa es la que dura.


Y el camino del amor es sencillo: ama a Dios y ama al prójimo, tu hermano, que está cerca de ti, que tiene necesidad de amor y de muchas otras cosas. “Pero, padre, ¿cómo sé yo si amo a Dios?”. Simplemente si amas al prójimo, si no odias, si no tienes odio en tu corazón, amas a Dios. Ésa es la prueba segura.


Y, después, Marina ha hecho una pregunta –entiendo que se trata de una pregunta dolorosa– y le agradezco que la haya hecho: la división entre los hermanos de las Coreas. Pero, ¿hay dos Coreas? No, sólo hay una, pero está dividida; la familia está dividida. Ahí está el dolor… ¿Cómo hacer para que esta familia se una? Digo dos cosas: en primer lugar, un consejo, y luego una esperanza.


Antes que nada, el consejo: orar; orar por nuestros hermanos del Norte: “Señor, somos una familia, ayúdanos, ayúdanos a lograr la unidad. Tú puedes hacerlo. Que no haya vencedores ni vencidos, solamente una familia, que haya sólo hermanos”. Ahora les invito a rezar juntos –después de la traducción–, en silencio, por la unidad de las dos Coreas.


Hagamos la oración en silencio.


[Silencio]


Ahora la esperanza. ¿Qué esperanza? Hay muchas esperanzas, pero hay una preciosa. Corea es una, es una familia: ustedes hablan la misma lengua, la lengua de familia; son hermanos que hablan la misma lengua. Cuando [en la Biblia] los hermanos de José fueron a Egipto a comprar de comer porque tenían hambre, tenían dinero, pero no tenían qué comer. Fueron a comprar. Fueron a comprar alimento y encontraron a un hermano. ¿Por qué? Porque José se dio cuenta que hablaban su misma lengua. Piensen en sus hermanos del Norte: hablan su misma lengua y, cuando en familia se habla la misma lengua, hay también una esperanza humana.


Hace un momento hemos visto algo hermoso, el sketch del hijo pródigo, ese hijo que se marchó, malgastó el dinero, todo, traicionó a su padre, a su familia, traicionó todo. Y en un momento dado, por necesidad, pero con mucha vergüenza, decidió regresar. Y tenía pensado cómo pedir perdón a su papá. Había pensado: “Padre, he pecado, he hecho esto mal, pero quiero ser un empleado, no tu hijo”, y tantas otras cosas hermosas.


Nos dice el Evangelio que el padre lo vio a lo lejos. Y ¿por qué lo vio? Porque todos los días subía a la terraza para ver si volvía su hijo. Y lo abrazó: no le dejó hablar; no le dejó pronunciar aquel discurso, y ni siquiera le dejó pedir perdón… e hizo fiesta. Hizo fiesta. Y ésta es la fiesta que le gusta a Dios: cuando regresamos a casa, cuando volvemos a él. “Pero, Padre, yo soy un pecador, una pecadora…”. Mejor, ¡te espera! Es mejor y hará fiesta. Porque el mismo Jesús nos dice que en el cielo se hace más fiesta por un pecador que vuelve, que por cien justos que se quedan en casa.


Ninguno de nosotros sabe lo que le espera en la vida. Y ustedes jóvenes: “¿Qué me espera?”. Podemos hacer cosas horribles, espantosas, pero, por favor, no pierdan la esperanza; el Padre siempre nos espera. Volver, volver. Ésta es la palabra. Regresar. Volver a casa porque me espera el Padre. Y si soy un gran pecador, hará una gran fiesta. Ustedes sacerdotes, por favor, acojan a los pecadores y sean misericordiosos.


Oír esto es hermoso. A mí me hace feliz, porque Dios no se cansa de perdonar; nunca se cansa de esperarnos.


Había escrito tres propuestas, pero ya he hablado de ellas: oración, Eucaristía y trabajo por los otros, por los pobres, trabajo por los demás.


Ahora me debo ir. [No] Espero contar con su presencia en estos días y hablar de nuevo con ustedes cuando nos reunamos el domingo para la Santa Misa. Mientras tanto, demos gracias al Señor por el don de haber transcurrido juntos este tiempo, y pidámosle la fuerza para ser testigos fieles y alegres, testigos fieles y alegres de su amor en todos los rincones de Asia y en el mundo entero.


Que María, nuestra Madre, los cuide y mantenga siempre cerca de Jesús, su Hijo. Y que los acompañe también desde el cielo san Juan Pablo II, iniciador de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Con gran afecto, les imparto a todos ustedes mi bendición.
Y, por favor, recen por mí, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias. 


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ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO


Daejeon
Viernes 15 de agosto de 2014


 


Queridos hermanos y hermanas:


Al final de la Misa, nos dirigimos de nuevo a María, Reina del Cielo. Le ofrecemos nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Le confiamos de modo especial a cuantos han perdido la vida en el naufragio del ferry “Se Wol”, así como a los que todavía hoy sufren las consecuencias de esta gran desgracia nacional. El Señor acoja a los difuntos en su paz, consuele a los que lloran, y siga sosteniendo a quienes han acudido generosamente en auxilio de sus hermanos y hermanas. Que este trágico suceso, que ha unido a los coreanos en el dolor, refuerce también su voluntad de colaborar solidariamente en el bien común.


Pidamos también a la Virgen María que vuelva sus ojos misericordiosos sobre cuantos sufren, en especial los enfermos, los pobres y los que carecen de un trabajo digno.


Finalmente, en este día que Corea celebra su liberación, pedimos a la Virgen María que proteja a esta noble nación y a sus ciudadanos. Ponemos bajo su amparo a los jóvenes que, venidos de toda Asia, se han reunido en estos días. Que se conviertan en heraldos gozosos del alba de un mundo de paz, según el designio bendito de Dios.


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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN


HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO



World Cup Stadium, Daejeon
Viernes 15 de agosto de 2014





En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.


La “gran señal” que nos presenta la primera lectura nos invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.


En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.


Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre, mujer y niño.


Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.


Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45). En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.


Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen nunca robar la esperanza.


Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén.


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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE COREA


DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO


Sede de la Conferencia Episcopal Coreana, Seúl
Jueves 14 de agosto de 2014





Agradezco a Mons. Peter U-il Kang las fraternas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Es una bendición para mí estar aquí y conocer personalmente la vitalidad de la Iglesia coreana. A ustedes, como Pastores, corresponde la tarea de custodiar el rebaño del Señor. Son los custodios de las maravillas que él realiza en su pueblo. Custodiar es una de las tareas confiadas específicamente al Obispo: cuidar del Pueblo de Dios. Como hermano en el Episcopado, me gustaría reflexionar hoy con ustedes sobre dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo de Dios en este país: ser custodios de la memoria y ser custodios de la esperanza.


[T]


Ser custodios de la memoria. La beatificación de Pablo Yun Ji-chung y de sus compañeros constituye una ocasión para dar gracias al Señor que ha hecho que, de las semillas esparcidas por los mártires, esta tierra produjera una abundante cosecha de gracia. Ustedes son los descendientes de los mártires, herederos de su heroico testimonio de fe en Cristo. Son además herederos de una extraordinaria tradición que surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al trabajo de generaciones de laicos. Ellos no tenían la tentación del clericalismo: eran laicos, caminaban ellos solos. Es significativo que la historia de la Iglesia en Corea haya comenzado con un encuentro directo con la Palabra de Dios. Fue la belleza intrínseca y la integridad del mensaje cristiano –el Evangelio y su llamada a la conversión, a la renovación interior y a una vida de caridad– lo que impresionó a Yi Byeok y a los nobles ancianos de la primera generación; y la Iglesia en Corea mira ese mensaje, en su pureza, como un espejo, para descubrirse auténticamente a sí misma.


La fecundidad del Evangelio en la tierra coreana y el gran legado transmitido por sus antepasados en la fe, se pueden reconocer hoy en el florecimiento de parroquias activas y de movimientos eclesiales, en sólidos programas de catequesis, en la atención pastoral a los jóvenes y en las escuelas católicas, en los seminarios y en las universidades. La Iglesia en Corea se distingue por su presencia en la vida espiritual y cultural  de la nación y por su fuerte impulso misionero. De tierra de misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros; y la Iglesia universal se beneficia de los muchos sacerdotes y religiosos enviados por el mundo.


[T]


Ser custodios de la memoria implica algo más que recordar o conservar las gracias del pasado. Requiere también sacar de ellas los recursos espirituales para afrontar con altura de miras y determinación las esperanzas, las promesas y los retos del futuro. Como ustedes mismos han señalado, la vida y la misión de la Iglesia en Corea no se mide en último término con criterios exteriores, cuantitativos o institucionales; más bien debe ser considerada a la clara luz del Evangelio y de su llamada a la conversión a Jesucristo. Ser custodios de la memoria significa darse cuenta de que el crecimiento lo da Dios (cf. 1 Co 3,6), y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y perseverante, tanto en el pasado como en el presente. Nuestra memoria de los mártires y de las generaciones anteriores de cristianos debe ser realista, no idealizada ni “triunfalista”. Mirar al pasado sin escuchar la llamada de Dios a la conversión en el presente no nos ayudará a avanzar en el camino; al contrario, frenará o incluso detendrá nuestro progreso espiritual.


[T]


Además de ser custodios de la memoria, queridos hermanos, ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza: la esperanza que nos ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo, la esperanza que inspiró a los mártires. Ésa es la esperanza que estamos llamados a proclamar en un mundo que, a pesar de su prosperidad material, busca algo más, algo más grande, algo auténtico y que dé plenitud. Ustedes y sus hermanos sacerdotes ofrecen esta esperanza con su ministerio de santificación, que no sólo conduce a los fieles a las fuentes de la gracia en la liturgia y en los sacramentos, sino que los alienta constantemente a responder a la llamada de Dios hasta llegar a la meta (cf. Flp 3,14). Ustedes custodian esta esperanza manteniendo viva la llama de la santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión eclesial. Por esta razón les pido que estén siempre cerca de sus sacerdotes, animándolos en su labor cotidiana, en la búsqueda de santidad y en la proclamación del Evangelio de la salvación. Les pido que les transmitan mi saludo afectuoso y mi gratitud por su generoso servicio al Pueblo de Dios. Estén cerca de sus sacerdotes, por favor, cercanía, cercanía con los sacerdotes. Que puedan acceder a su obispo. Esa cercanía fraterna del obispo, y también paterna: la necesitan en muchas circunstancias de su vida pastoral. No obispos lejanos o, lo que es peor, que se alejan de sus sacerdotes. Lo digo con dolor. En mi tierra, oía decir con frecuencia a algunos sacerdotes: «He llamado al obispo; le he pedido audiencia; han pasado tres meses, y todavía no me ha respondido”. Escucha, hermano, si un sacerdote te llama hoy para pedirte audiencia, respóndele enseguida, hoy o mañana. Si no tienes tiempo para recibirlo, díselo: “No puedo porque tengo esto, esto, esto. Pero me gustaría escucharte y estoy a tu disposición”. Que sientan la respuesta del padre, enseguida. Por favor, no se alejen de sus sacerdotes.


[T]


Si aceptamos el reto de ser una Iglesia misionera, una Iglesia constantemente en salida hacia el mundo y en particular a las periferias de la sociedad contemporánea, tenemos que desarrollar ese “gusto espiritual” que nos hace capaces de acoger e identificarnos con cada miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). En este sentido, nuestras comunidades deberían mostrar una solicitud particular por los niños y los ancianos. ¿Cómo podemos ser custodios de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y la experiencia de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes? A este respecto quisiera pedirles que se ocupen especialmente de la educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión no sólo de las universidades, que son importantes, sino también de las escuelas católicas desde los primeros niveles, donde la mente y el corazón de los jóvenes se forman en el amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la verdad y la belleza, para ser buenos cristianos y honestos ciudadanos.


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Ser custodios de la esperanza implica también garantizar que el testimonio profético de la Iglesia en Corea siga expresándose en su solicitud por los pobres y en sus programas de solidaridad, sobre todo con los refugiados y los inmigrantes, y con aquellos que viven al margen de la sociedad. Esta solicitud debería manifestarse no sólo mediante iniciativas concretas de caridad –que son necesarias– sino también con un trabajo constante de promoción social, ocupacional y educativa. Podemos correr el riesgo de reducir nuestro compromiso con los necesitados solamente a la dimensión asistencial, olvidando la necesidad que todos tienen de crecer como personas –el derecho a crecer como personas–, y de poder expresar con dignidad su propia personalidad, su creatividad y cultura. La solidaridad con los pobres está en el centro del Evangelio; es un elemento esencial de la vida cristiana; mediante una predicación y una catequesis basadas en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y las mentes de los fieles y reflejarse en todos los aspectos de la vida eclesial. El ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia pobre para los pobres, quedó expresado elocuentemente en las primeras comunidades cristianas de su nación. Espero que este ideal siga caracterizando la peregrinación de la Iglesia en Corea hacia el futuro. Estoy convencido de que si el rostro de la Iglesia es ante todo el rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más atraídos hacia el Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la comunión de su Cuerpo Místico.


He dicho que los pobres están en el centro del Evangelio; están también al principio y al final. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, habla claro, al comienzo de su vida apostólica. Y cuando habla del último día y nos da a conocer ese “protocolo” con el que todos seremos juzgados –Mt 25–, también allí se encuentran los pobres. Hay un peligro, una tentación, que aparece en los momentos de prosperidad: es el peligro de que la comunidad cristiana se “socialice”, es decir, que pierda su dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio y se convierta en una organización espiritual, cristiana, con valores cristianos, pero sin fermento profético. En tal caso, se pierde la función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir vergüenza: les da vergüenza entrar. Es la tentación del bienestar espiritual, del bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los acomodados. Y esto no es algo nuevo: empezó desde los primeros momentos. Pablo se vio obligado a reprender a los Corintios, en la primera Carta, capítulo 11, versículo 17; y el apóstol Santiago fue todavía más duro y más explícito, en el capítulo 2, versículos 1 al 7: se vio obligado a reprender a esas comunidades acomodadas, esas Iglesias acomodadas y para acomodados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una tentación de la prosperidad. Yo no les reprendo, porque sé que ustedes trabajan bien. Pero como hermano que tiene que confirmar en la fe a sus hermanos, les digo: estén atentos, porque su Iglesia es una Iglesia en prosperidad, es una gran Iglesia misionera, es una Iglesia grande. Que el diablo no siembre esta cizaña, esta tentación de quitar a los pobres de la estructura profética de la Iglesia, y les convierta en una Iglesia acomodada para acomodados, una Iglesia del bienestar… no digo hasta llegar a la “teología de la prosperidad”, no, sino de la mediocridad.


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Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico presenta algunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve en medio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y materialista. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo de vida y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito e incluso del poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el Evangelio. ¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a ustedes y a sus hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas sus modalidades. Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que sofoca el Espíritu, sustituye la conversión por la complacencia y termina por disipar todo fervor misionero (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).


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Queridos hermanos Obispos, gracias por todo lo que hacen: gracias. Y con estas reflexiones sobre su misión como custodios de la memoria y de la esperanza, he pretendido animarlos en sus esfuerzos por incrementar la unidad, la santidad y el celo de los fieles en Corea. La memoria y la esperanza nos inspiran y nos guían hacia el futuro. Los tengo presentes a todos en mis oraciones y les pido que confíen siempre en la fuerza de la gracia de Dios. No se olviden: «El Señor es fiel”. Nosotros no somos fieles, pero él es fiel. Él “les dará fuerzas y los librará del Maligno» (2 Ts 3,3). Que las oraciones de María, Madre de la Iglesia, hagan florecer plenamente en esta tierra las semillas sembradas por los mártires, regadas por generaciones de fieles católicos y trasmitidas a ustedes como promesa de futuro para el país y el mundo. A ustedes y a cuantos han sido confiados a su atención y custodia pastoral, les imparto de corazón la Bendición. Y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias.
 
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ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES


DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO



Salón Chungmu de la Casa Azul, Seúl
Jueves 14 de agosto de 2014

 


Señora Presidenta,
Excelentísimos Miembros del Gobierno y Autoridades,
Ilustres miembros del Cuerpo Diplomático,
Queridos amigos:



Es una gran alegría para mí venir a Corea, la “tierra de la mañana tranquila”, y descubrir no sólo la belleza natural del País, sino sobre todo de su gente así como su riqueza histórica y cultural. Este legado nacional ha sufrido durante años la violencia, la persecución y la guerra. Pero, a pesar de estas pruebas, el calor del día y la oscuridad de la noche siempre han dejado paso a la tranquilidad de la mañana, es decir, a una esperanza firme de justicia, paz y unidad. La esperanza es un gran don. No nos podemos desanimar en el empeño por conseguir estas metas, que son un bien, no sólo para el pueblo coreano, sino para toda la región y para el mundo entero.


Agradezco a la Presidenta, Señora Park Geun-hye, su cordial recibimiento. Mi saludo se dirige a ella y a los distinguidos miembros del Gobierno. Quiero dar las gracias también a los miembros del Cuerpo Diplomático, y a todos los presentes, que han colaborado activamente en la preparación de mi visita. Muchas gracias por su acogida, que me ha hecho sentir en casa desde el primer momento.


Mi visita a Corea tiene lugar con ocasión de la VI Jornada de la Juventud Asiática, que reúne a jóvenes católicos de todo este vasto continente para una gozosa celebración de la fe común. Durante esta visita, además, proclamaré beatos a algunos coreanos que murieron mártires de la fe cristiana: Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Estas dos celebraciones se complementan una a otra. La cultura coreana ha sabido entender muy bien la dignidad y la sabiduría de los ancianos y reconocer su puesto en la sociedad. Nosotros, los católicos, honramos a nuestros mayores que sufrieron el martirio a causa de la fe, porque estuvieron dispuestos a dar su vida por la verdad en que creían y que guiaba sus vidas. Ellos nos enseñan a vivir totalmente para Dios y haciendo el bien a los demás.


Un pueblo grande y sabio no se limita sólo a conservar sus antiguas tradiciones, sino que valora también a sus jóvenes, intentando transmitirles el legado del pasado aplicándolo a los retos del presente. Siempre que los jóvenes se reúnen, como en esta ocasión, es una preciosa oportunidad para escuchar sus anhelos y preocupaciones. Además, esto nos hace reflexionar sobre el modo adecuado de transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo y sociedad que estamos construyendo para ellos. En este sentido, considero particularmente importante en este momento reflexionar sobre la necesidad de transmitir a nuestros jóvenes el don de la paz.


Esta llamada tiene una resonancia especial aquí en Corea, una tierra que ha sufrido durante tanto tiempo la ausencia de paz. Por mi parte, sólo puedo expresar mi reconocimiento por los esfuerzos hechos a favor de la reconciliación y la estabilidad en la península coreana, y animar estos esfuerzos, porque son el único camino seguro para una paz estable. La búsqueda de la paz por parte de Corea es una causa que nos preocupa especialmente, porque afecta a la estabilidad de toda la región y de todo el mundo, cansado de las guerras.


La búsqueda de la paz representa también un reto para cada uno de nosotros y en particular para quienes entre ustedes tienen la responsabilidad de defender el bien común de la familia humana mediante el trabajo paciente de la diplomacia. Se trata del reto permanente de derribar los muros de la desconfianza y del odio promoviendo una cultura de reconciliación y de solidaridad. La diplomacia, como arte de lo posible, está basada en la firme y constante convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostraciones de fuerza.


La paz no consiste simplemente en la ausencia de guerra, sino que es “obra de la justicia” (cf. Is 32,17). Y la justicia, como virtud, requiere la disciplina de la paciencia; no se trata de olvidar las injusticias del pasado, sino de superarlas mediante el perdón, la tolerancia y la colaboración. Requiere además la voluntad de fijar y alcanzar metas ventajosas para todos, poner las bases para el respeto mutuo, para el entendimiento y la reconciliación. Me gustaría que todos nosotros podamos dedicarnos en estos días a la construcción de la paz, a la oración por la paz y a reforzar nuestra determinación de conseguirla.


Queridos amigos, sus esfuerzos como representantes políticos y ciudadanos están dirigidos en último término a construir un mundo mejor, más pacífico, más justo y próspero, para nuestros hijos. La experiencia nos enseña que en un mundo cada vez más globalizado, nuestra comprensión del bien común, del progreso y del desarrollo debe ser no sólo de carácter económico sino también humano. Como la mayor parte de los países desarrollados, Corea afronta importantes problemas sociales, divisiones políticas, inequidades económicas y está preocupada por la protección responsable del medio ambiente. Es importante escuchar la voz de cada miembro de la sociedad y promover un espíritu de abierta comunicación, de diálogo y cooperación. Es asimismo importante prestar una atención especial a los pobres, a los más vulnerables y a los que no tienen voz, no sólo atendiendo a sus necesidades inmediatas, sino también promoviendo su crecimiento humano y espiritual. Estoy convencido de que la democracia coreana seguirá fortaleciéndose y que esta nación se pondrá a la cabeza en la globalización de la solidaridad, tan necesaria hoy: esa solidaridad que busca el desarrollo integral de todos los miembros de la familia humana.


En su segunda visita a Corea, hace ya 25 años, san Juan Pablo II manifestó su convicción de que «el futuro de Corea dependerá de que haya entre sus gentes muchos hombres y mujeres sabios, virtuosos y profundamente espirituales» (8 octubre 1989). Haciéndome eco de estas palabras, les aseguro el constante deseo de la comunidad católica coreana de participar plenamente en la vida del país. La Iglesia desea contribuir a la educación de los jóvenes, al crecimiento del espíritu de solidaridad con los pobres y los desfavorecidos y a la formación de nuevas generaciones de ciudadanos dispuestos a ofrecer la sabiduría y la visión heredada de sus antepasados y nacida de su fe, para afrontar las grandes cuestiones políticas y sociales de la nación.


Señora Presidenta, Señoras y Señores, les agradezco de nuevo su bienvenida y su acogida. El Señor los bendiga a ustedes y al querido pueblo coreano. De manera especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes que, preservando la memoria e infundiéndonos ánimo, son nuestro tesoro más grande y nuestra esperanza para el futuro.


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