VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD FRANCISCO
A LA REPÚBLICA DE COREA
CON OCASIÓN DE LA VI JORNADA DE LA JUVENTUD ASIÁTICA
DE SU SANTIDAD FRANCISCO
A LA REPÚBLICA DE COREA
CON OCASIÓN DE LA VI JORNADA DE LA JUVENTUD ASIÁTICA
(13-18 DE AGOSTO DE 2014)

SANTA MISA POR LA PAZ Y LA RECONCILIACIÓN
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Catedral de Myeong-dong (Seúl)
Lunes, 18 de agosto de 2014
Lunes, 18 de agosto de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Mi estancia en Corea llega a su
fin y no puedo dejar de dar gracias a Dios por las abundantes
bendiciones que ha concedido a este querido país y, de manera especial, a
la Iglesia en Corea. Entre estas bendiciones, cuento también la
experiencia vivida junto a ustedes estos últimos días, con la
participación de tantos jóvenes peregrinos, provenientes de toda Asia.
Su amor por Jesús y su entusiasmo por la propagación del Reino son un
modelo a seguir para todos.
Mi visita culmina con esta
celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la gracia de la paz y
de la reconciliación. Esta oración tiene una resonancia especial en la
península coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente una
oración por la reconciliación en esta familia coreana. En el Evangelio,
Jesús nos habla de la fuerza de nuestra oración cuando dos o tres nos
reunimos en su nombre para pedir algo (cf. Mt 18,19-20). ¡Cuánto más si es todo un pueblo el que alza su sincera súplica al cielo!
La
primera lectura presenta la promesa divina de restaurar la unidad y la
prosperidad de su pueblo, disperso por la desgracia y la división. Para
nosotros, como para el pueblo de Israel, esta promesa nos llena de
esperanza: apunta a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros.
Por otra parte, esta promesa va inseparablemente unida a un
mandamiento: el mandamiento de volver a Dios y obedecer de todo corazón a
su ley (cf. Dt 30,2-3). El don divino de la reconciliación, de
la unidad y de la paz está íntimamente relacionado con la gracia de la
conversión, una transformación del corazón que puede cambiar el curso de
nuestra vida y de nuestra historia, como personas y como pueblo.
Naturalmente,
en esta Misa escuchamos esta promesa en el contexto de la experiencia
histórica del pueblo coreano, una experiencia de división y de
conflicto, que dura más de sesenta años. Pero la urgente invitación de
Dios a la conversión pide también a los seguidores de Cristo en Corea
que revisen cómo es su contribución a la construcción de una sociedad
justa y humana. Pide a todos ustedes que se pregunten hasta qué punto,
individual y comunitariamente, dan testimonio de un compromiso
evangélico en favor de los más desfavorecidos, los marginados, cuantos
carecen de trabajo o no participan de la prosperidad de la mayoría. Les
pide, como cristianos y como coreanos, rechazar con firmeza una
mentalidad fundada en la sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y
promover, en cambio, una cultura modelada por las enseñanzas del
Evangelio y los más nobles valores tradicionales del pueblo coreano.
En
el Evangelio de hoy, Pedro pregunta al Señor: «Si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Y el Señor
le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete» (Mt 18,21-22). Estas palabras son centrales en el mensaje
de reconciliación y de paz de Jesús. Obedientes a su mandamiento,
pedimos cada día a nuestro Padre del cielo que nos perdone nuestros
pecados «como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Si no
estuviésemos dispuestos a hacerlo, ¿cómo podríamos rezar sinceramente
por la paz y la reconciliación?
Jesús nos pide que creamos que el
perdón es la puerta que conduce a la reconciliación. Diciéndonos que
perdonemos a nuestros hermanos sin reservas, nos pide algo totalmente
radical, pero también nos da la gracia para hacerlo. Lo que desde un
punto de vista humano parece imposible, irrealizable y, quizás, hasta
inaceptable, Jesús lo hace posible y fructífero mediante la fuerza
infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el poder de Dios que
supera toda división, sana cualquier herida y restablece los lazos
originarios del amor fraterno.
Éste es el mensaje que les dejo
como conclusión de mi visita a Corea. Tengan confianza en la fuerza de
la cruz de Cristo. Reciban su gracia reconciliadora en sus corazones y
compártanla con los demás. Les pido que den un testimonio convincente
del mensaje de reconciliación de Cristo en sus casas, en sus comunidades
y en todos los ámbitos de la vida nacional. Espero que, en espíritu de
amistad y colaboración con otros cristianos, con los seguidores de otras
religiones y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que se
preocupan por el futuro de la sociedad coreana, sean levadura del Reino
de Dios en esta tierra. De este modo, nuestras oraciones por la paz y la
reconciliación llegarán a Dios desde corazones más puros y, por el don
de su gracia, alcanzarán aquel precioso bien que todos deseamos.
Recemos
para que surjan nuevas oportunidades de diálogo, de encuentro, para que
se superen las diferencias, para que, con generosidad constante, se
preste asistencia humanitaria a cuantos pasan necesidad, y para que se
extienda cada vez más la convicción de que todos los coreanos son
hermanos y hermanas, miembros de una única familia, de un solo pueblo.
Hablan la misma lengua.
Antes de dejar Corea, quisiera dar las
gracias a la Señora Presidenta de la República, Park Geun-hye, a las
Autoridades civiles y eclesiásticas y a todos los que de una u otra
forma han contribuido a hacer posible esta visita. Especialmente,
quisiera expresar mi reconocimiento a los sacerdotes coreanos, que
trabajan cada día al servicio del Evangelio y de la edificación del
Pueblo de Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Les pido, como
embajadores de Cristo y ministros de su amor de reconciliación (cf. 2 Co
5,18-20), que sigan creando vínculos de respeto, confianza y armoniosa
colaboración en sus parroquias, entre ustedes y con sus obispos. Su
ejemplo de amor incondicional al Señor, su fidelidad y dedicación al
ministerio, así como su compromiso de caridad en favor de cuantos pasan
necesidad, contribuyen enormemente a la obra de la reconciliación y de
la paz en este país.
Queridos hermanos y hermanas, Dios nos llama
a volver a él y a escuchar su voz, y nos promete establecer sobre la
tierra una paz y una prosperidad incluso mayor de la que conocieron
nuestros antepasados. Que los seguidores de Cristo en Corea preparen el
alba de ese nuevo día, en el que esta tierra de la mañana tranquila
disfrutará de las más ricas bendiciones divinas de armonía y de paz.
Amén.
ORACIÓN DE LOS FIELES
Por el Cardenal Fernando Filoni, que debería estar aquí, pero no ha
podido venir porque ha sido enviado por el Papa al sufrido pueblo
Iraquí, para ayudar a los hermanos perseguidos y expoliados, y a todas
las minorías religiosas que sufren en aquella tierra. Para que el Señor
le acompañe en su misión
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LOS LÍDERES RELIGIOSOS
PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Palacio de la antigua Curia de la Arquidiócesis de Seúl
Lunes, 18 de agosto de 2014
Lunes, 18 de agosto de 2014
Quiero agradecer la gentileza y el amor de ustedes en venir acá para
poder encontrarme. La vida es un camino, un camino largo pero un camino
que no se puede caminar solo. Se tiene que caminar con los hermanos y en
la presencia de Dios. Por eso les agradezco a ustedes este gesto de
caminar juntos en la presencia de Dios que fue lo que le pidió Dios a
Abraham. Somos hermanos, nos reconocemos como hermanos y caminamos como
hermanos. Que Dios nos bendiga y por favor les pido que recen por mí.
Muchas gracias.
----- 0 -----
SANTA MISA CONCLUSIVA DE LA VI JORNADA DE LA JUVENTUD ASIÁTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Castillo de Haemi
Domingo, 17 de agosto de 2014
Domingo, 17 de agosto de 2014
Queridos amigos:
«La gloria de los mártires brilla sobre ti».
Estas palabras, que forman parte del lema de la VI Jornada de la
Juventud Asiática, nos dan consuelo y fortaleza. Jóvenes de Asia,
ustedes son los herederos de un gran testimonio, de una preciosa
confesión de fe en Cristo. Él es la luz del mundo, la luz de nuestras
vidas. Los mártires de Corea, y tantos otros incontables mártires de
toda Asia, entregaron su cuerpo a sus perseguidores; a nosotros, en
cambio, nos han entregado un testimonio perenne de que la luz de la
verdad de Cristo disipa las tinieblas y el amor de Cristo triunfa
glorioso. Con la certeza de su victoria sobre la muerte y de nuestra
participación en ella, podemos asumir el reto de ser sus discípulos hoy,
en nuestras circunstancias y en nuestro tiempo.
Esas palabras son una consolación. La otra parte del lema de la Jornada –«Juventud de Asia, despierta»– nos habla de una tarea, de una responsabilidad. Meditemos brevemente cada una de estas palabras.
En primer lugar, "Asia".
Ustedes se han reunido aquí en Corea llegados de todas las partes de
Asia. Cada uno tiene un lugar y un contexto singular en el que está
llamado a reflejar el amor de Dios. El continente asiático, rico en
tradiciones filosóficas y religiosas, constituye un gran horizonte para
su testimonio de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Como jóvenes que no sólo viven en Asia, sino que son hijos e hijas de este
gran continente, tienen el derecho y el deber de participar plenamente
en la vida de su sociedad. No tengan miedo de llevar la sabiduría de la
fe a todos los ámbitos de la vida social.
Además, como jóvenes
asiáticos, ustedes ven y aman desde dentro todo lo bello, noble y
verdadero que hay en sus culturas y tradiciones. Y, como cristianos,
saben que el Evangelio tiene la capacidad de purificar, elevar y
perfeccionar ese patrimonio. Mediante la presencia del Espíritu Santo
que se les comunicó en el bautismo y con el que fueron sellados en la
confirmación, en unión con sus Pastores, pueden percibir los muchos
valores positivos de las diversas culturas asiáticas. Y son además
capaces de discernir lo que es incompatible con la fe católica, lo que
es contrario a la vida de la gracia en la que han sido injertados por el
bautismo, y qué aspectos de la cultura contemporánea son pecaminosos,
corruptos y conducen a la muerte.
Volviendo al lema de la Jornada, pensemos ahora en la palabra "juventud".
Ustedes y sus amigos están llenos del optimismo, de la energía y de la
buena voluntad que caracteriza esta etapa de su vida. Dejen que Cristo
transforme su natural optimismo en esperanza cristiana, su energía en
virtud moral, su buena voluntad en auténtico amor, que sabe
sacrificarse. Éste es el camino que están llamados a emprender. Éste es
el camino para vencer todo lo que amenaza la esperanza, la virtud y el
amor en su vida y en su cultura. Así su juventud será un don para Jesús y
para el mundo.
Como jóvenes cristianos, ya sean trabajadores o
estudiantes, hayan elegido una carrera o hayan respondido a la llamada
al matrimonio, a la vida religiosa o al sacerdocio, no sólo forman parte
del futuro de la Iglesia: son también una parte necesaria y apreciada del presente
de la Iglesia. Ustedes son el presente de la Iglesia. Permanezcan
unidos unos a otros, cada vez más cerca de Dios, y junto a sus obispos y
sacerdotes dediquen estos años a edificar una Iglesia más santa, más
misionera y humilde –una Iglesia más santa, más misionera y humilde–,
una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a
los que están solos, a los enfermos y a los marginados.
En su
vida cristiana tendrán muchas veces la tentación, como los discípulos en
la lectura del Evangelio de hoy, de apartar al extranjero, al
necesitado, al pobre y a quien tiene el corazón destrozado. Estas
personas siguen gritando como la mujer del Evangelio: «Señor,
socórreme». La petición de la mujer cananea es el grito de toda persona
que busca amor, acogida y amistad con Cristo. Es el grito de tantas
personas en nuestras ciudades anónimas, de muchos de nuestros
contemporáneos y de todos los mártires que aún hoy sufren persecución y
muerte en el nombre de Jesús: «Señor, socórreme». Este mismo grito surge
a menudo en nuestros corazones: «Señor, socórreme». No respondamos como
aquellos que rechazan a las personas que piden, como si atender a los
necesitados estuviese reñido con estar cerca del Señor. No, tenemos que
ser como Cristo, que responde siempre a quien le pide ayuda con amor,
misericordia y compasión.
Finalmente, la tercera parte del lema de esta Jornada: «Despierta».
Esta palabra habla de una responsabilidad que el Señor les confía. Es
la obligación de estar vigilantes para no dejar que las seducciones, las
tentaciones y los pecados propios o los de los otros emboten nuestra
sensibilidad para la belleza de la santidad, para la alegría del
Evangelio. El Salmo responsorial de hoy nos invita repetidamente a
"cantar de alegría". Nadie que esté dormido puede cantar, bailar,
alegrarse. No me gusta ver a los jóvenes dormidos… ¡No! "¡Despierten!".
¡Vamos! ¡Vamos! ¡Adelante! Queridos jóvenes, «nos bendice el Señor
nuestro Dios» (Sal 67); de él hemos «obtenido misericordia» (Rm
11,30). Con la certeza del amor de Dios, vayan al mundo, de modo que
«con ocasión de la misericordia obtenida por ustedes» (v. 31), sus
amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus conciudadanos y
todas las personas de este gran continente «alcancen misericordia» (v.
31). Esta misericordia es la que nos salva.
Queridos jóvenes de
Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, sigan este camino que
sin duda les llenará de alegría. Y antes de acercarnos a la mesa de la
Eucaristía, dirijámonos a María nuestra Madre, que dio al mundo a Jesús.
Sí, María, Madre nuestra, queremos recibir a Jesús; con tu ternura
maternal, ayúdanos a llevarlo a los otros, a servirle con fidelidad y a
glorificarlo en todo tiempo y lugar, en este país y en toda Asia. Amén.
Juventud de Asia, ¡despierta!
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ASIA
DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO
Santuario de Haemi
Domingo, 17 de agosto de 2014
Domingo, 17 de agosto de 2014
Reciban mi saludo cordial y fraterno en el Señor ahora que estamos
reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos dieron sus vidas
por fidelidad a Cristo. Me han dicho que hay mártires sin nombre, porque
no conocemos sus nombres: son santos sin nombre. Pero esto me lleva a
pensar en tantos, tantos cristianos santos, en nuestras iglesias: niños,
jóvenes, hombres, mujeres, ancianos… ¡tantos! No conocemos sus nombres,
pero son santos. Nos hace mucho bien pensar en esta gente sencilla que
lleva adelante su vida cristiana, y sólo el Señor conoce su santidad. Su
testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones no sólo a la
Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus
oraciones nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a
nuestros cuidados. Agradezco al Cardenal Gracias sus amables palabras de
bienvenida y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales
de Asia en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral
en sus Iglesias locales.
En este vasto continente, en el que
conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia está llamada a ser
versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y
la apertura a todos. ¡Éste es su desafío! Verdaderamente, el diálogo es
una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia,
29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas,
¿cuál debe ser nuestro punto de partida y nuestro punto de referencia
fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de
nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos
comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra
identidad. Desde la nada, desde una autoconciencia nebulosa no se puede
dialogar, no se puede empezar a dialogar. Y, por otra parte, no puede
haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el
corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera
acogida. Se trata de atender, y en esa atención nos guía el Espíritu
Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por
tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los
otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien
claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de
nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos
de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a
las culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de estas aperturas.
No
siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que,
como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del
mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres. El
primero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el
esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos
lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una
tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas,
haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas
cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien
existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb
13,8). No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de
pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera
casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.
Un
segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de nuestra
identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a entretenernos
con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de
dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp
1,10). En una cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas
posibilidades de evasión y de escape, esto puede representar un serio
problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta
superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los
programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro directo y
fructífero con nuestros fieles, y también con los que no lo son,
especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida
catequesis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados
en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse,
la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda
reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el
desacuerdo. El acuerdo en el desacuerdo… para que las aguas no se
muevan… Esa superficialidad nos hace mucho daño.
Hay una tercera
tentación: la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas
fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús luchó mucho con esa
gente que se escondía detrás de las normas, los reglamentos, las
respuestas fáciles… Los llamó hipócritas. La fe, por su naturaleza, no
está centrada en sí misma, la fe tiende a "salir fuera". Quiere hacerse
entender, da lugar al testimonio, genera la misión. En este sentido, la
fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en nuestro testimonio de
esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar dispuestos
a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf. 1 P
3,15). Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el
compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al
servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no
sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en
quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).
Así
pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda, es
decir, estar enraizados en el Señor. Y si se da esto, lo demás es
secundario. A partir de esta identidad profundad, la fe viva en Cristo
en la que estamos radicados, a partir de esta realidad profunda,
comienza nuestro diálogo y eso es lo que debemos compartir, sincera y
honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida
cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más
formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp
1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo. La
sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida,
la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras
de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.
Quisiera
añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su
fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro
diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de
justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por los
frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las
comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de
sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas
de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y
los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus
desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida
religiosa? ¿Se manifiesta con esta fecundidad? És una pregunta que les
hago, y sobre la que cada uno de ustedes puede reflexionar.
Finalmente,
junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico
diálogo requiere también capacidad de empatía. Para que haya diálogo
tiene que darse esta empatía. Se trata de escuchar no sólo las palabras
que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus
experiencias, de sus esperanzas, de sus aspiraciones, de sus
dificultades y de lo que realmente le importa. Esta empatía debe ser
fruto de nuestro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia
personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y
"escuchar", en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus
corazones quieren decir. En este sentido, el diálogo requiere por
nuestra parte un auténtico espíritu "contemplativo": espíritu
contemplativo de apertura y acogida del otro. No puedo dialogar si estoy
cerrado al otro. ¿Apertura? Más: ¡Acogida! Ven a mi casa, tú, a mi
corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte. Esta capacidad de
empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras,
ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de
humanidad compartida. Si queremos llegar al fundamento teológico de
esto, vayamos al Padre: él nos ha creado a todos. Somos hijos del mismo
Padre. Esta capacidad de empatía lleva a un auténtico encuentro,
–tenemos que caminar hacia esta cultura del encuentro–, en que se habla
de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos
dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y
solidaridad. "Pero, hermano Papa, nosotros hacemos eso, pero
probablemente no convertiremos a ninguno o a unos pocos…". Por lo pronto
tú haz eso: con tu identidad, escucha al otro. ¿Cuál fue el primer
mandamiento de Dios Padre a nuestro padre Abrahán? "Camina en mi
presencia y sé irreprensible". Y así, con mi identidad y con mi empatía,
apertura, camino con el otro. No busco que se pase a mi bando, no hago
proselitismo. El Papa Benedicto nos dijo claramente: "La Iglesia no
crece mediante el proselitismo sino por atracción". Al mismo tiempo,
caminemos en la presencia del Padre, seamos irreprensibles: cumplamos
este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo.
Con la identidad, con la apertura. Se trata de un camino hacia un
conocimiento, una amistad y una solidaridad más profunda. Como dijo
justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso por el diálogo se basa
en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de
nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un
lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia, 29). En este espíritu de
apertura a los otros, tengo la total confianza de que los países de este
continente con los que la Santa Sede no tiene aún una relación plena
avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará. No me
refiero solamente al diálogo político, sino al diálogo fraterno… "Pero
estos cristianos no vienen como conquistadores, no vienen a quitarnos
nuestra identidad: nos traen la suya, pero quieren caminar con
nosotros". Y el Señor realizará la gracia: alguna vez moverá los
corazones, alguno pedirá el bautismo, otras veces no. Pero siempre
caminamos juntos. Éste es el núcleo del diálogo.
Queridos
hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Viendo este gran
continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas
y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de Dios, las
comunidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex, un
pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de
llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es
precisamente el grano de mostaza. Pequeño… El Buen Pastor, que conoce y
ama a cada una de sus ovejas, guíe y fortalezca sus desvelos por
congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño
extendido por el mundo. Ahora, todos juntos, confiemos a la Virgen sus
Iglesias, el Continente Asiático, para que como Madre nos enseñe lo que
sólo una mamá puede enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina
por la vida con los demás. Recemos juntos a la Virgen.
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LOS LÍDERES DEL APOSTOLADO LAICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Centro de Espiritualidad, Kkottongnae
Sábado 16 de agosto de 2014
Sábado 16 de agosto de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegro de tener la oportunidad de encontrarme con ustedes, que
representan las diversas manifestaciones del floreciente apostolado de
los laicos en Corea. Siempre ha sido floreciente. Es una flor
permanente. Agradezco al Presidente del Consejo del Apostolado
Seglar Católico, el señor Paul Kwon Kil-joog, sus amables palabras de
bienvenida en nombre de todos.
La Iglesia en Corea, como todos sabemos, ha heredado la fe de
generaciones de laicos que perseveraron en el amor a Jesucristo y en la
comunión con la Iglesia, a pesar de la escasez de sacerdotes y de la
amenaza de graves persecuciones. El beato Pablo Yun Ji-chung y los
mártires que hoy han sido beatificados constituyen un capítulo
extraordinario de esta historia. Dieron testimonio de la fe no sólo con
los tormentos y la muerte, sino también con su vida de afectuosa
solidaridad de unos con otros en las comunidades cristianas, que se
distinguían por una caridad ejemplar.
Este precioso legado sigue vivo en sus obras actuales de fe, de
caridad y de servicio. Hoy, como siempre, la Iglesia tiene necesidad del
testimonio creíble de los laicos sobre la verdad salvífica del
Evangelio, su poder para purificar y trasformar el corazón, y su
fecundidad para edificar la familia humana en unidad, justicia y paz.
Sabemos que no hay más que una misión en la Iglesia de Dios, y que todo
bautizado tiene un puesto vital en ella. Sus dones como hombres y
mujeres laicos son múltiples y sus apostolados variados, y todo lo que
hacen contribuye a la promoción de la misión de la Iglesia, asegurando
que el orden temporal esté informado y perfeccionado por el Espíritu de
Cristo y ordenado a la venida de su Reino.
De modo particular, me gustaría reconocer la labor de las numerosas
asociaciones que se ocupan directamente de la atención a los pobres y
necesitados. Como demuestra el ejemplo de los primeros cristianos
coreanos, la fecundidad de la fe se expresa en la práctica de la
solidaridad con nuestros hermanos y hermanas, independientemente de su
cultura o condición social, ya que en Cristo «no hay judío ni griego» (Ga
3,28). Quiero manifestar mi profundo agradecimiento a cuantos, con su
trabajo y su testimonio, llevan la presencia consoladora del Señor a los
que viven en las periferias de nuestra sociedad. Esta tarea no se puede
limitar a la asistencia caritativa, sino que debe extenderse también a
la consecución del crecimiento humano. No sólo la asistencia sino
también el desarrollo de la persona. Asistir a los pobres es bueno y
necesario, pero no basta. Los animo a multiplicar sus esfuerzos en el
ámbito de la promoción humana, de modo que todo hombre y mujer llegue a
conocer la alegría que viene de la dignidad de ganar el pan de cada día y
de sostener a su propia familia. En estos momentos, esa dignidad está
amenazada por la cultura del dinero, que deja sin trabajo a muchas
personas… Podemos decir: “Padre, nosotros les damos de comer”. Pero no
es suficiente. Aquel o aquella que no tienen trabajo deben sentir en su
corazón la dignidad de llevar el pan a casa, de ganarse el pan. Les
confío este compromiso.
También quiero reconocer la valiosa contribución de las mujeres
católicas coreanas a la vida y la misión de la Iglesia en este país como
madres de familia, como catequistas y maestras y de tantas otras
formas. Asimismo, no puedo dejar de destacar la importancia del
testimonio dado por las familias cristianas. En una época de crisis de
la vida familiar, como todos sabemos, nuestras comunidades cristianas
están llamadas a ayudar a los esposos cristianos y a las familias a
cumplir su misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad. La familia
sigue siendo la célula básica de la sociedad y la primera escuela en la
que los niños aprenden los valores humanos, espirituales y morales que
los hacen capaces de ser faros de bondad, de integridad y de justicia en
nuestras comunidades.
Queridos hermanos, cualquiera que sea su colaboración con la misión
de la Iglesia, les pido que sigan promoviendo en sus comunidades una
formación cada vez más completa de los fieles laicos, mediante la
catequesis continua y la dirección espiritual. Les pido que todo lo
hagan en completa armonía de mente y corazón con sus pastores,
intentando poner sus intuiciones, talentos y carismas al servicio del
crecimiento de la Iglesia en unidad y en espíritu misionero. Su
colaboración es esencial, puesto que el futuro de la Iglesia en Corea,
como en toda Asia, dependerá en gran medida del desarrollo de una visión
eclesiológica basada en una espiritualidad de comunión, de
participación y de poner en común los dones (cf. Ecclesia in Asia, 45).
Una vez más les expreso mi gratitud por todo lo que hacen para la
edificación de la Iglesia en Corea en santidad y celo. Que encuentren
constante inspiración y fuerza para su apostolado en el Sacrificio
eucarístico, que comunica y alimenta “el amor a Dios y a los hombres,
alma de todo apostolado” (Lumen gentium, 33). Para ustedes, sus
familias y cuantos participan en las obras corporales y espirituales de
sus parroquias, de las asociaciones y de los movimientos, imploro la
alegría y la paz del Señor Jesucristo y la solícita protección de María,
nuestra Madre.
Les pido, por favor, que recen por mí. Y ahora todos juntos recemos a la Virgen, y luego les daré la bendición.
Dios te salve, María…
Muchas gracias y recen por mí. No lo olviden.
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS DE COREA
DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO
Training Center "School of Love", Kkottongnae
Sábado 16 de agosto de 2014
Sábado 16 de agosto de 2014
Buenas tardes. Tenemos un pequeño problema. Si hay algo que no se debe descuidar nunca es la oración, pero hoy la haremos cada uno por nuestra cuenta. Les explico por qué no podemos rezar juntos las Vísperas: tenemos un problema de horario con el despegue del helicóptero. Si no sale a tiempo, corremos el riesgo de “estrellarnos” en la montaña. Ahora haremos únicamente una oración a María, nuestra Madre. Todos juntos, rezamos a la Virgen todos juntos. Luego hablarán los presidentes y después hablaré yo.
Dios te salva, María...
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes
y compartir este momento de comunión. La gran variedad de carismas y
actividades apostólicas que ustedes representan enriquece
maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá. En este
marco de la celebración de las Vísperas, en la que hemos cantado
–¡deberíamos haber cantado!– las alabanzas de la bondad de Dios,
agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus desvelos por
construir el Reino de Dios. Doy las gracias al Padre Hwang Seok-mo y a
Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de las conferencias coreanas
de religiosos y religiosas.
Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios
es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a
reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza
en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma
manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran
dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de
la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6).
La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su
vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino
de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro
testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y
esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la
meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y
de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan,
surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que
sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.
Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría
hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en
el sacrificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto
esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa,
siempre están llamados a ser «expertos» en la misericordia divina,
precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la
vida en comunidad no siempre es fácil, pero es un campo de entrenamiento
providencial para el corazón. Es poco realista no esperar conflictos;
surgirán malentendidos y habrá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas
dificultades, es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer
en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.
La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y
la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que
hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del
amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su
misericordia. Ésta es la roca. Éste es ciertamente el caso de la
obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse
con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la
obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay
atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que
debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.
Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene
también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la
pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de
Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es
esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este
campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia, perseverancia y
apertura de corazón al hermano prudente o a la hermana prudente, que el
Señor pone en nuestro camino.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán
reconocer la misericordia de
Dios, no sólo como una fuente de fortaleza,
sino también como un tesoro. Parece una contradicción, pero ser pobres
significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos
ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en
los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos encontrarnos
con Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2
Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí
misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los
progresos que hagamos en la virtud. También debería manifestarse
concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en
particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles
y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada,
la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege
la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía
por el camino recto. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados
que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña
el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo
peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente
funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en
los medios humanos, destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro
Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y doy las gracias, a propósito de
este punto, al Padre presidente y a la Hermana presidenta, porque han
hablado justamente del peligro que la globalización y el consumismo
suponen para la pobreza religiosa. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que
puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la
Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes solos; compártanlo,
llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que
su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las
vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación
de los consagrados y consagradas que vendrán después de ustedes, el día
de mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida
apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo
de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el
Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y
enfermos de sus comunidades. Un saludo particular para ellos, de
corazón; los encomiendo a los cuidados amorosos de María, Madre de la
Iglesia, y les doy de corazón la bendición. Que los bendiga Dios
Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
----- 0 -----
SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN DE
PAUL YUN JI-CHUNG Y 123 COMPAÑEROS MÁRTIRES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Puerta de Gwanghwamun, Seúl
Sábado 16 de agosto de 2014
Sábado 16 de agosto de 2014
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123
compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires
Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he
venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y
ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos
dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido
la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni
ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni
altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de
Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo
gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros
nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la
infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes,
católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta
tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a
ustedes por sus antepasados.
En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las
costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el
corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por
la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras
un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos
abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que
sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús
pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros
bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al
comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades
que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran
verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por
las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf. Hch 4,32).
Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza
de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí
presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con
su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de
Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes
que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el
rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de
católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos
nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos
proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre
y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus
discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la
sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran
el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas
en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que
elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia
del Señor de que el mundo los odiaría por su causa (cf. Jn
17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó
persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas
católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de
todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras,
prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero
tesoro.
En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra
fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe,
diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu
de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a
Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con
su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que
estaríamos dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia
de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de
Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los
bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que
cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su
negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al
prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades
de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que
vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera
silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el
grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que
le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del
Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la
que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy
incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en
todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida
por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del
beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la
verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que
abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con
todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de
los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y
reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores
auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de
Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la
perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza
de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este
querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE ASIA
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Santuario de Solmoe
Viernes 15 de agosto de 2014
Viernes 15 de agosto de 2014
Queridos jóvenes:
«¡Qué bueno es que estemos aquí!» (Mt 17,4). Estas palabras
fueron pronunciadas por san Pedro en el Monte Tabor ante Jesús
transfigurado en gloria. En verdad es bueno para nosotros estar aquí
juntos, en este Santuario de los mártires coreanos, en los que la gloria
del Señor se reveló en los albores de la Iglesia en este país. En esta
gran asamblea, que reúne a jóvenes cristianos de toda Asia, casi podemos
sentir la gloria de Jesús presente entre de nosotros, presente en su
Iglesia, que abarca toda nación, lengua y pueblo, presente con el poder
de su Espíritu Santo, que hace nuevas, jóvenes y vivas todas las cosas.
Les doy las gracias por su calurosa bienvenida. Muy calurosa,
realmente calurosa. Y les agradezco el don de su entusiasmo, sus
canciones alegres, sus testimonios de fe y las hermosas manifestaciones
de sus variadas y ricas culturas. Gracias especialmente a Mai, Giovanni y
Marina, los tres jóvenes que han compartido sus esperanzas, inquietudes
y preocupaciones; las he escuchado con atención, y no las olvidaré.
Agradezco a monseñor Lazzaro You Heung-sik sus palabras de introducción y
les saludo a todos ustedes de corazón.
Esta tarde quisiera reflexionar con ustedes sobre un aspecto del lema de la Sexta Jornada de la Juventud Asiática: «La gloria de los mártires brilla sobre ti».
Así como el Señor hizo brillar su gloria en el heroico testimonio de
los mártires, también quiere que resplandezca en sus vidas y que, a
través de ustedes, ilumine la vida de este vasto Continente. Hoy, Cristo
llama a la puerta de sus corazones, de mi corazón. Él les llama a
ustedes y a mí a despertar, a estar bien despejados y atentos, a ver las
cosas que realmente importan en la vida. Y, más aún, les pide y me pide
que vayamos por los caminos y senderos de este mundo, llamando a las
puertas de los corazones de los otros, invitándolos a acogerlo en sus
vidas.
Este gran encuentro de los jóvenes asiáticos nos permite también ver
algo de lo que la Iglesia misma está destinada a ser en el eterno
designio de Dios. Junto con los jóvenes de otros lugares, ustedes
quieren construir un mundo en el que todos vivan juntos en paz y
amistad, superando barreras, reparando divisiones, rechazando la
violencia y los prejuicios. Y esto es precisamente lo que Dios quiere de
nosotros. La Iglesia pretende ser semilla de unidad para toda la
familia humana. En Cristo, todos los pueblos y naciones están llamados a
una unidad que no destruye la diversidad, sino que la reconoce, la
reconcilia y la enriquece.
Qué lejos queda el espíritu del mundo de esta magnífica visión y de
este designio. Cuán a menudo parece que las semillas del bien y de la
esperanza que intentamos sembrar quedan sofocadas por la maleza del
egoísmo, por la hostilidad y la injusticia, no sólo a nuestro alrededor,
sino también en nuestros propios corazones. Nos preocupa la creciente
desigualdad en nuestras sociedades entre ricos y pobres. Vemos signos de
idolatría de la riqueza, del poder y del placer, obtenidos a un precio
altísimo para la vida de los hombres. Cerca de nosotros, muchos de
nuestros amigos y coetáneos, aun en medio de una gran prosperidad
material, sufren pobreza espiritual, soledad y callada desesperación.
Parece como si Dios hubiera sido eliminado de este mundo. Es como si un
desierto espiritual se estuviera propagando por todas partes. Afecta
también a los jóvenes, robándoles la esperanza y, en tantos casos,
incluso la vida misma.
No obstante, éste es el mundo al que ustedes están llamados a ir y
dar testimonio del Evangelio de la esperanza, el Evangelio de
Jesucristo, y la promesa de su Reino. Éste es tu tema, Marina. Voy a
hablar sobre él. En las parábolas, Jesús nos enseña que el Reino entra
humildemente en el mundo, y va creciendo silenciosa y constantemente
allí donde es bien recibido por corazones abiertos a su mensaje de
esperanza y salvación. El Evangelio nos enseña que el Espíritu de Jesús
puede dar nueva vida al corazón humano y puede transformar cualquier
situación, incluso aquellas aparentemente sin esperanza. ¡Jesús puede
transformar cualquier situación! Éste es el mensaje que ustedes están
llamados a compartir con sus coetáneos: en la escuela, en el mundo del
trabajo, en su familia, en la universidad y en sus comunidades. Puesto
que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que tiene «palabras de
vida eterna» (Jn 6,68), y que su palabra tiene el poder de tocar cada corazón, de vencer el mal con el bien, y de cambiar y redimir al mundo.
Queridos jóvenes, en este tiempo el Señor cuenta con ustedes. Sí,
cuenta con ustedes. Él entró en su corazón el día de su bautismo; les
dio su Espíritu el día de su confirmación; y les fortalece
constantemente mediante su presencia en la Eucaristía, de modo que
puedan ser sus testigos en el mundo. ¿Están dispuestos a decir «sí»?
¿Están listos?
Muchas gracias. ¿Están cansados? [No] ¿De verdad? [Sí] Queridos
amigos, como alguien me dijo ayer: “Usted no puede hablar a los jóvenes
con papeles; tiene que hablar, dirigirse a los jóvenes espontáneamente,
desde el corazón”. Pero tengo una gran dificultad: mi inglés es pobre.
[No] Sí, sí. Pero, si quieren, puedo decirles otras cosas
espontáneamente. ¿Están cansados? [No] ¿Puedo continuar? [Sí] Pero lo
haré en italiano. [Volviéndose al traductor] ¿Puede usted traducir?
Gracias. Vamos.
Me ha llamado poderosamente la atención lo que ha dicho Marina: su
conflicto en la vida. ¿Qué hacer? Si ir por el camino de la vida
consagrada, la vida religiosa, o estudiar para estar mejor preparada
para ayudar a los otros.
Se trata de un conflicto aparente porque, cuando el Señor llama,
llama siempre a hacer el bien a los demás, sea en la vida religiosa, en
la vida consagrada, o sea en la vida laical, como padre y madre de
familia. La finalidad es la misma: adorar a Dios y hacer el bien a los
otros. ¿Qué tiene que hacer Marina y cuantos de ustedes se hacen esta
misma pregunta? También yo me la hice en su momento: ¿Qué camino he de
elegir? ¡Tú no tienes que elegir ningún camino! Lo tiene que elegir el
Señor. Jesús lo ha elegido. Tú tienes que escucharle a él y preguntarle:
Señor, ¿qué tengo que hacer?
Ésta es la oración que un joven debería hacer: “Señor, ¿qué quieres
de mí?”. Y con la oración y el consejo de algunos amigos de verdad
–laicos, sacerdotes, religiosas, obispos, papas… también el Papa puede
dar un buen consejo–, con su consejo, encontrar el camino que el Señor
quiere para mí.
Oremos juntos.
[Se dirige al sacerdote traductor] Pídales que repitan en coreano: Señor, ¿qué quieres de mi vida? Tres veces.
Oremos.
Estoy seguro que el Señor les va a escuchar. También a ti, Marina. Seguro. Gracias por tu testimonio.
Perdón. Me he equivocado de nombre: la pregunta la hizo Mai, no Marina.
Mai ha hablado de otra cosa: de los mártires, de los santos, de los
testigos. Y nos ha dicho, con un poco de dolor, un poco de pena, que en
su tierra, en Camboya, todavía no hay santos. Pero veamos… Santos hay y
muchos. La Iglesia todavía no ha reconocido, no ha beatificado, no ha
canonizado a ninguno. Muchas gracias, Mai, por esto. Te prometo que,
cuando vuelva a casa, voy a hablar con el encargado de estas cosas, que
es una gran persona, se llama Angelo, y le pediré que estudie esta
cuestión y se ocupe de ella. Gracias, muchas gracias.
Ya es hora de terminar. ¿Están cansados? [No] ¿Seguimos un poco más? [Sí]
Ocupémonos ahora de lo que ha dicho Marina. Marina ha hecho dos
preguntas… No dos preguntas; ha hecho dos reflexiones y una pregunta
sobre la felicidad. Nos ha dicho una cosa que es verdad: la felicidad no
se compra. Y, cuando compras una felicidad, después te das cuenta de
que esa felicidad se ha esfumado… La felicidad que se compra no dura.
Solamente la felicidad del amor, ésa es la que dura.
Y el camino del amor es sencillo: ama a Dios y ama al prójimo, tu
hermano, que está cerca de ti, que tiene necesidad de amor y de muchas
otras cosas. “Pero, padre, ¿cómo sé yo si amo a Dios?”. Simplemente si
amas al prójimo, si no odias, si no tienes odio en tu corazón, amas a
Dios. Ésa es la prueba segura.
Y, después, Marina ha hecho una pregunta –entiendo que se trata de
una pregunta dolorosa– y le agradezco que la haya hecho: la división
entre los hermanos de las Coreas. Pero, ¿hay dos Coreas? No, sólo hay
una, pero está dividida; la familia está dividida. Ahí está el dolor…
¿Cómo hacer para que esta familia se una? Digo dos cosas: en primer
lugar, un consejo, y luego una esperanza.
Antes que nada, el consejo: orar; orar por nuestros hermanos del
Norte: “Señor, somos una familia, ayúdanos, ayúdanos a lograr la unidad.
Tú puedes hacerlo. Que no haya vencedores ni vencidos, solamente una
familia, que haya sólo hermanos”. Ahora les invito a rezar juntos
–después de la traducción–, en silencio, por la unidad de las dos
Coreas.
Hagamos la oración en silencio.
[Silencio]
Ahora la esperanza. ¿Qué esperanza? Hay muchas esperanzas, pero hay
una preciosa. Corea es una, es una familia: ustedes hablan la misma
lengua, la lengua de familia; son hermanos que hablan la misma lengua.
Cuando [en la Biblia] los hermanos de José fueron a Egipto a comprar de
comer porque tenían hambre, tenían dinero, pero no tenían qué comer.
Fueron a comprar. Fueron a comprar alimento y encontraron a un hermano.
¿Por qué? Porque José se dio cuenta que hablaban su misma lengua.
Piensen en sus hermanos del Norte: hablan su misma lengua y, cuando en
familia se habla la misma lengua, hay también una esperanza humana.
Hace un momento hemos visto algo hermoso, el sketch del hijo
pródigo, ese hijo que se marchó, malgastó el dinero, todo, traicionó a
su padre, a su familia, traicionó todo. Y en un momento dado, por
necesidad, pero con mucha vergüenza, decidió regresar. Y tenía pensado
cómo pedir perdón a su papá. Había pensado: “Padre, he pecado, he hecho
esto mal, pero quiero ser un empleado, no tu hijo”, y tantas otras cosas
hermosas.
Nos dice el Evangelio que el padre lo vio a lo lejos. Y ¿por qué lo
vio? Porque todos los días subía a la terraza para ver si volvía su
hijo. Y lo abrazó: no le dejó hablar; no le dejó pronunciar aquel
discurso, y ni siquiera le dejó pedir perdón… e hizo fiesta. Hizo
fiesta. Y ésta es la fiesta que le gusta a Dios: cuando regresamos a
casa, cuando volvemos a él. “Pero, Padre, yo soy un pecador, una
pecadora…”. Mejor, ¡te espera! Es mejor y hará fiesta. Porque el mismo
Jesús nos dice que en el cielo se hace más fiesta por un pecador que
vuelve, que por cien justos que se quedan en casa.
Ninguno de nosotros sabe lo que le espera en la vida. Y ustedes
jóvenes: “¿Qué me espera?”. Podemos hacer cosas horribles, espantosas,
pero, por favor, no pierdan la esperanza; el Padre siempre nos espera.
Volver, volver. Ésta es la palabra. Regresar. Volver a casa porque me
espera el Padre. Y si soy un gran pecador, hará una gran fiesta. Ustedes
sacerdotes, por favor, acojan a los pecadores y sean misericordiosos.
Oír esto es hermoso. A mí me hace feliz, porque Dios no se cansa de perdonar; nunca se cansa de esperarnos.
Había escrito tres propuestas, pero ya he hablado de ellas: oración,
Eucaristía y trabajo por los otros, por los pobres, trabajo por los
demás.
Ahora me debo ir. [No] Espero contar con su presencia en estos días y
hablar de nuevo con ustedes cuando nos reunamos el domingo para la
Santa Misa. Mientras tanto, demos gracias al Señor por el don de haber
transcurrido juntos este tiempo, y pidámosle la fuerza para ser testigos
fieles y alegres, testigos fieles y alegres de su amor en todos los
rincones de Asia y en el mundo entero.
Que María, nuestra Madre, los cuide y mantenga siempre cerca de
Jesús, su Hijo. Y que los acompañe también desde el cielo san Juan Pablo
II, iniciador de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Con gran
afecto, les imparto a todos ustedes mi bendición.
Y, por favor, recen por mí, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.
----- 0 -----
ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
Daejeon
Viernes 15 de agosto de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Al final de la Misa, nos dirigimos de nuevo a María, Reina del Cielo.
Le ofrecemos nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Le confiamos
de modo especial a cuantos han perdido la vida en el naufragio del
ferry “Se Wol”, así como a los que todavía hoy sufren las
consecuencias de esta gran desgracia nacional. El Señor acoja a los
difuntos en su paz, consuele a los que lloran, y siga sosteniendo a
quienes han acudido generosamente en auxilio de sus hermanos y hermanas.
Que este trágico suceso, que ha unido a los coreanos en el dolor,
refuerce también su voluntad de colaborar solidariamente en el bien
común.
Pidamos también a la Virgen María que vuelva sus ojos misericordiosos
sobre cuantos sufren, en especial los enfermos, los pobres y los que
carecen de un trabajo digno.
Finalmente, en este día que Corea celebra su liberación, pedimos a la
Virgen María que proteja a esta noble nación y a sus ciudadanos.
Ponemos bajo su amparo a los jóvenes que, venidos de toda Asia, se han
reunido en estos días. Que se conviertan en heraldos gozosos del alba de
un mundo de paz, según el designio bendito de Dios.
----- 0 -----
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
World Cup Stadium, Daejeon
Viernes 15 de agosto de 2014
Viernes 15 de agosto de 2014
En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.
La “gran señal” que nos presenta la primera lectura nos invita a
contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos
invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor
resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta
fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa
intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del
pueblo.
En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que
Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha
destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el
reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La
verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del
Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana
es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos
permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la
libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir
en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.
Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como
Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la
libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe
nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y
que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su
Reino en medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación
sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos
de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga
los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de
competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen
modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y
marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que
devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la
dignidad de todo hombre, mujer y niño.
Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes
están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones
futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra
de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los
débiles de nuestra sociedad.
Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el
mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de
alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de
misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc
1,45). En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas.
Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y
también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.
Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos
ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación
que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica,
pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta
desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los
jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se
dejen nunca robar la esperanza.
Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar
de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría
para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos
signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el
Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén.
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE COREA
DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO
Sede de la Conferencia Episcopal Coreana, Seúl
Jueves 14 de agosto de 2014
Jueves 14 de agosto de 2014
Agradezco a Mons. Peter U-il Kang las fraternas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Es una bendición para mí estar aquí y conocer personalmente la vitalidad de la Iglesia coreana. A ustedes, como Pastores, corresponde la tarea de custodiar el rebaño del Señor. Son los custodios de las maravillas que él realiza en su pueblo. Custodiar es una de las tareas confiadas específicamente al Obispo: cuidar del Pueblo de Dios. Como hermano en el Episcopado, me gustaría reflexionar hoy con ustedes sobre dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo de Dios en este país: ser custodios de la memoria y ser custodios de la esperanza.
[T]
Ser custodios de la memoria. La beatificación de Pablo Yun
Ji-chung y de sus compañeros constituye una ocasión para dar gracias al
Señor que ha hecho que, de las semillas esparcidas por los mártires,
esta tierra produjera una abundante cosecha de gracia. Ustedes son los
descendientes de los mártires, herederos de su heroico testimonio de fe
en Cristo. Son además herederos de una extraordinaria tradición que
surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al
trabajo de generaciones de laicos. Ellos no tenían la tentación del
clericalismo: eran laicos, caminaban ellos solos. Es significativo que
la historia de la Iglesia en Corea haya comenzado con un encuentro
directo con la Palabra de Dios. Fue la belleza intrínseca y la
integridad del mensaje cristiano –el Evangelio y su llamada a la
conversión, a la renovación interior y a una vida de caridad– lo que
impresionó a Yi Byeok y a los nobles ancianos de la primera generación; y
la Iglesia en Corea mira ese mensaje, en su pureza, como un espejo,
para descubrirse auténticamente a sí misma.
La fecundidad del Evangelio en la tierra coreana y el gran legado
transmitido por sus antepasados en la fe, se pueden reconocer hoy en el
florecimiento de parroquias activas y de movimientos eclesiales, en
sólidos programas de catequesis, en la atención pastoral a los jóvenes y
en las escuelas católicas, en los seminarios y en las universidades. La
Iglesia en Corea se distingue por su presencia en la vida espiritual y
cultural de la nación y por su fuerte impulso misionero. De tierra de
misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros; y la Iglesia
universal se beneficia de los muchos sacerdotes y religiosos enviados
por el mundo.
[T]
Ser custodios de la memoria implica algo más que recordar o conservar
las gracias del pasado. Requiere también sacar de ellas los recursos
espirituales para afrontar con altura de miras y determinación las
esperanzas, las promesas y los retos del futuro. Como ustedes mismos han
señalado, la vida y la misión de la Iglesia en Corea no se mide en
último término con criterios exteriores, cuantitativos o
institucionales; más bien debe ser considerada a la clara luz del
Evangelio y de su llamada a la conversión a Jesucristo. Ser custodios de
la memoria significa darse cuenta de que el crecimiento lo da Dios (cf.
1 Co 3,6), y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y
perseverante, tanto en el pasado como en el presente. Nuestra memoria de
los mártires y de las generaciones anteriores de cristianos debe ser
realista, no idealizada ni “triunfalista”. Mirar al pasado sin escuchar
la llamada de Dios a la conversión en el presente no nos ayudará a
avanzar en el camino; al contrario, frenará o incluso detendrá nuestro
progreso espiritual.
[T]
Además de ser custodios de la memoria, queridos hermanos, ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza:
la esperanza que nos ofrece el Evangelio de la gracia y de la
misericordia de Dios en Jesucristo, la esperanza que inspiró a los
mártires. Ésa es la esperanza que estamos llamados a proclamar en un
mundo que, a pesar de su prosperidad material, busca algo más, algo más
grande, algo auténtico y que dé plenitud. Ustedes y sus hermanos
sacerdotes ofrecen esta esperanza con su ministerio de santificación,
que no sólo conduce a los fieles a las fuentes de la gracia en la
liturgia y en los sacramentos, sino que los alienta constantemente a
responder a la llamada de Dios hasta llegar a la meta (cf. Flp
3,14). Ustedes custodian esta esperanza manteniendo viva la llama de la
santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión
eclesial. Por esta razón les pido que estén siempre cerca de sus
sacerdotes, animándolos en su labor cotidiana, en la búsqueda de
santidad y en la proclamación del Evangelio de la salvación. Les pido
que les transmitan mi saludo afectuoso y mi gratitud por su generoso
servicio al Pueblo de Dios. Estén cerca de sus sacerdotes, por favor,
cercanía, cercanía con los sacerdotes. Que puedan acceder a su obispo.
Esa cercanía fraterna del obispo, y también paterna: la necesitan en
muchas circunstancias de su vida pastoral. No obispos lejanos o, lo que
es peor, que se alejan de sus sacerdotes. Lo digo con dolor. En mi
tierra, oía decir con frecuencia a algunos sacerdotes: «He llamado al
obispo; le he pedido audiencia; han pasado tres meses, y todavía no me
ha respondido”. Escucha, hermano, si un sacerdote te llama hoy para
pedirte audiencia, respóndele enseguida, hoy o mañana. Si no tienes
tiempo para recibirlo, díselo: “No puedo porque tengo esto, esto, esto.
Pero me gustaría escucharte y estoy a tu disposición”. Que sientan la
respuesta del padre, enseguida. Por favor, no se alejen de sus
sacerdotes.
[T]
Si aceptamos el reto de ser una Iglesia misionera, una Iglesia
constantemente en salida hacia el mundo y en particular a las periferias
de la sociedad contemporánea, tenemos que desarrollar ese “gusto
espiritual” que nos hace capaces de acoger e identificarnos con cada
miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
268). En este sentido, nuestras comunidades deberían mostrar una
solicitud particular por los niños y los ancianos. ¿Cómo podemos ser
custodios de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y
la experiencia de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes? A
este respecto quisiera pedirles que se ocupen especialmente de la
educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión no sólo de
las universidades, que son importantes, sino también de las escuelas
católicas desde los primeros niveles, donde la mente y el corazón de los
jóvenes se forman en el amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la
verdad y la belleza, para ser buenos cristianos y honestos ciudadanos.
[T]
Ser custodios de la esperanza implica también garantizar que el
testimonio profético de la Iglesia en Corea siga expresándose en su
solicitud por los pobres y en sus programas de solidaridad, sobre todo
con los refugiados y los inmigrantes, y con aquellos que viven al margen
de la sociedad. Esta solicitud debería manifestarse no sólo mediante
iniciativas concretas de caridad –que son necesarias– sino también con
un trabajo constante de promoción social, ocupacional y educativa.
Podemos correr el riesgo de reducir nuestro compromiso con los
necesitados solamente a la dimensión asistencial, olvidando la necesidad
que todos tienen de crecer como personas –el derecho a crecer como
personas–, y de poder expresar con dignidad su propia personalidad, su
creatividad y cultura. La solidaridad con los pobres está en el centro
del Evangelio; es un elemento esencial de la vida cristiana; mediante
una predicación y una catequesis basadas en el rico patrimonio de la
doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y las mentes
de los fieles y reflejarse en todos los aspectos de la vida eclesial. El
ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los pobres, una
Iglesia pobre para los pobres, quedó expresado elocuentemente en las
primeras comunidades cristianas de su nación. Espero que este ideal siga
caracterizando la peregrinación de la Iglesia en Corea hacia el futuro.
Estoy convencido de que si el rostro de la Iglesia es ante todo el
rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más atraídos hacia el
Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la comunión de su
Cuerpo Místico.
He dicho que los pobres están en el centro del Evangelio; están
también al principio y al final. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, habla
claro, al comienzo de su vida apostólica. Y cuando habla del último día
y nos da a conocer ese “protocolo” con el que todos seremos juzgados
–Mt 25–, también allí se encuentran los pobres. Hay un peligro, una
tentación, que aparece en los momentos de prosperidad: es el peligro de
que la comunidad cristiana se “socialice”, es decir, que pierda su
dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio y se
convierta en una organización espiritual, cristiana, con valores
cristianos, pero sin fermento profético. En tal caso, se pierde la
función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han
tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo
de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de
clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir vergüenza: les
da vergüenza entrar. Es la tentación del bienestar espiritual, del
bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una
Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los
acomodados. Y esto no es algo nuevo: empezó desde los primeros momentos.
Pablo se vio obligado a reprender a los Corintios, en la primera Carta,
capítulo 11, versículo 17; y el apóstol Santiago fue todavía más duro y
más explícito, en el capítulo 2, versículos 1 al 7: se vio obligado a
reprender a esas comunidades acomodadas, esas Iglesias acomodadas y para
acomodados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que
no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una
tentación de la prosperidad. Yo no les reprendo, porque sé que ustedes
trabajan bien. Pero como hermano que tiene que confirmar en la fe a sus
hermanos, les digo: estén atentos, porque su Iglesia es una Iglesia en
prosperidad, es una gran Iglesia misionera, es una Iglesia grande. Que
el diablo no siembre esta cizaña, esta tentación de quitar a los pobres
de la estructura profética de la Iglesia, y les convierta en una Iglesia
acomodada para acomodados, una Iglesia del bienestar… no digo hasta
llegar a la “teología de la prosperidad”, no, sino de la mediocridad.
[T]
Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico presenta
algunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve en
medio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y
materialista. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la
tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y
organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo
de vida y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito
e incluso del poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el
Evangelio. ¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para
juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a
ustedes y a sus hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas
sus modalidades. Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad
espiritual y pastoral que sofoca el Espíritu, sustituye la conversión
por la complacencia y termina por disipar todo fervor misionero (cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).
[T]
Queridos hermanos Obispos, gracias por todo lo que hacen: gracias. Y
con estas reflexiones sobre su misión como custodios de la memoria y de
la esperanza, he pretendido animarlos en sus esfuerzos por incrementar
la unidad, la santidad y el celo de los fieles en Corea. La memoria y la
esperanza nos inspiran y nos guían hacia el futuro. Los tengo presentes
a todos en mis oraciones y les pido que confíen siempre en la fuerza de
la gracia de Dios. No se olviden: «El Señor es fiel”. Nosotros no somos
fieles, pero él es fiel. Él “les dará fuerzas y los librará del
Maligno» (2 Ts 3,3). Que las oraciones de María, Madre de la
Iglesia, hagan florecer plenamente en esta tierra las semillas sembradas
por los mártires, regadas por generaciones de fieles católicos y
trasmitidas a ustedes como promesa de futuro para el país y el mundo. A
ustedes y a cuantos han sido confiados a su atención y custodia
pastoral, les imparto de corazón la Bendición. Y les pido, por favor,
que recen por mí. Gracias.
----- 0 -----
ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Salón Chungmu de la Casa Azul, Seúl
Jueves 14 de agosto de 2014
Jueves 14 de agosto de 2014
Señora Presidenta,
Excelentísimos Miembros del Gobierno y Autoridades,
Ilustres miembros del Cuerpo Diplomático,
Queridos amigos:
Es una gran alegría para mí venir a Corea, la “tierra de la mañana tranquila”, y descubrir no sólo la belleza natural del País, sino sobre todo de su gente así como su riqueza histórica y cultural. Este legado nacional ha sufrido durante años la violencia, la persecución y la guerra. Pero, a pesar de estas pruebas, el calor del día y la oscuridad de la noche siempre han dejado paso a la tranquilidad de la mañana, es decir, a una esperanza firme de justicia, paz y unidad. La esperanza es un gran don. No nos podemos desanimar en el empeño por conseguir estas metas, que son un bien, no sólo para el pueblo coreano, sino para toda la región y para el mundo entero.
Agradezco a la Presidenta, Señora Park Geun-hye, su cordial recibimiento. Mi saludo se dirige a ella y a los distinguidos miembros del Gobierno. Quiero dar las gracias también a los miembros del Cuerpo Diplomático, y a todos los presentes, que han colaborado activamente en la preparación de mi visita. Muchas gracias por su acogida, que me ha hecho sentir en casa desde el primer momento.
Mi visita a Corea tiene lugar con ocasión de la VI Jornada de la Juventud Asiática, que reúne a jóvenes católicos de todo este vasto continente para una gozosa celebración de la fe común. Durante esta visita, además, proclamaré beatos a algunos coreanos que murieron mártires de la fe cristiana: Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Estas dos celebraciones se complementan una a otra. La cultura coreana ha sabido entender muy bien la dignidad y la sabiduría de los ancianos y reconocer su puesto en la sociedad. Nosotros, los católicos, honramos a nuestros mayores que sufrieron el martirio a causa de la fe, porque estuvieron dispuestos a dar su vida por la verdad en que creían y que guiaba sus vidas. Ellos nos enseñan a vivir totalmente para Dios y haciendo el bien a los demás.
Un pueblo grande y sabio no se limita sólo a conservar sus antiguas tradiciones, sino que valora también a sus jóvenes, intentando transmitirles el legado del pasado aplicándolo a los retos del presente. Siempre que los jóvenes se reúnen, como en esta ocasión, es una preciosa oportunidad para escuchar sus anhelos y preocupaciones. Además, esto nos hace reflexionar sobre el modo adecuado de transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo y sociedad que estamos construyendo para ellos. En este sentido, considero particularmente importante en este momento reflexionar sobre la necesidad de transmitir a nuestros jóvenes el don de la paz.
Esta llamada tiene una resonancia especial aquí en Corea, una tierra que ha sufrido durante tanto tiempo la ausencia de paz. Por mi parte, sólo puedo expresar mi reconocimiento por los esfuerzos hechos a favor de la reconciliación y la estabilidad en la península coreana, y animar estos esfuerzos, porque son el único camino seguro para una paz estable. La búsqueda de la paz por parte de Corea es una causa que nos preocupa especialmente, porque afecta a la estabilidad de toda la región y de todo el mundo, cansado de las guerras.
La búsqueda de la paz representa también un reto para cada uno de nosotros y en particular para quienes entre ustedes tienen la responsabilidad de defender el bien común de la familia humana mediante el trabajo paciente de la diplomacia. Se trata del reto permanente de derribar los muros de la desconfianza y del odio promoviendo una cultura de reconciliación y de solidaridad. La diplomacia, como arte de lo posible, está basada en la firme y constante convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostraciones de fuerza.
La paz no consiste simplemente en la ausencia de guerra, sino que es “obra de la justicia” (cf. Is 32,17). Y la justicia, como virtud, requiere la disciplina de la paciencia; no se trata de olvidar las injusticias del pasado, sino de superarlas mediante el perdón, la tolerancia y la colaboración. Requiere además la voluntad de fijar y alcanzar metas ventajosas para todos, poner las bases para el respeto mutuo, para el entendimiento y la reconciliación. Me gustaría que todos nosotros podamos dedicarnos en estos días a la construcción de la paz, a la oración por la paz y a reforzar nuestra determinación de conseguirla.
Queridos amigos, sus esfuerzos como representantes políticos y ciudadanos están dirigidos en último término a construir un mundo mejor, más pacífico, más justo y próspero, para nuestros hijos. La experiencia nos enseña que en un mundo cada vez más globalizado, nuestra comprensión del bien común, del progreso y del desarrollo debe ser no sólo de carácter económico sino también humano. Como la mayor parte de los países desarrollados, Corea afronta importantes problemas sociales, divisiones políticas, inequidades económicas y está preocupada por la protección responsable del medio ambiente. Es importante escuchar la voz de cada miembro de la sociedad y promover un espíritu de abierta comunicación, de diálogo y cooperación. Es asimismo importante prestar una atención especial a los pobres, a los más vulnerables y a los que no tienen voz, no sólo atendiendo a sus necesidades inmediatas, sino también promoviendo su crecimiento humano y espiritual. Estoy convencido de que la democracia coreana seguirá fortaleciéndose y que esta nación se pondrá a la cabeza en la globalización de la solidaridad, tan necesaria hoy: esa solidaridad que busca el desarrollo integral de todos los miembros de la familia humana.
En su segunda visita a Corea, hace ya 25 años, san Juan Pablo II manifestó su convicción de que «el futuro de Corea dependerá de que haya entre sus gentes muchos hombres y mujeres sabios, virtuosos y profundamente espirituales» (8 octubre 1989). Haciéndome eco de estas palabras, les aseguro el constante deseo de la comunidad católica coreana de participar plenamente en la vida del país. La Iglesia desea contribuir a la educación de los jóvenes, al crecimiento del espíritu de solidaridad con los pobres y los desfavorecidos y a la formación de nuevas generaciones de ciudadanos dispuestos a ofrecer la sabiduría y la visión heredada de sus antepasados y nacida de su fe, para afrontar las grandes cuestiones políticas y sociales de la nación.
Señora Presidenta, Señoras y Señores, les agradezco de nuevo su bienvenida y su acogida. El Señor los bendiga a ustedes y al querido pueblo coreano. De manera especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes que, preservando la memoria e infundiéndonos ánimo, son nuestro tesoro más grande y nuestra esperanza para el futuro.
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana