domingo, 17 de agosto de 2014

Papa se encuentra con los Obispos de Asia en el Santuario de Haemi


CIUDAD DEL VATICANO (http://catolicidad.blogspot.com – Agosto 17 de 2014). Para concluir con la apretada agenda Papal del sábado, FRANCISCO ha dejado la Nunciatura Apostólica de Seúl para dirigirse del helipuerto de Yongsan al Santuario de Haemi para encontrase con los Obispos de Asia.

A su arribo al Santuario de Haemi, también llamado "Santuario del mártire desconocido"- porque la identidad de la mayor parte de los 132 mártires muertos en ese lugar no se conoce – el Santo Padre fue recibido por el Rector en la entrada principal de la iglesia en cuyo interior se encontraban los Obispos provenientes de toda Asia y de los Obispos invitados.

Después de la oración de la Hora Media y de del saludo del Presidente de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia (FABC) y Arzobispo de Mumbay, Cardenal Oswald Gracias, el Papa ha pronunciado el siguiente discurso:


Reciban mi saludo cordial y fraterno en el Señor ahora que estamos reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos dieron sus vidas por fidelidad a Cristo. Me decían que hay mártires sin nombre, porque nosotros no conocemos los nombres: son santos sin nombres. Pero esto me hace pensar a tantos, tantos cristianos, santos en nuestras iglesias: niños, jóvenes, hombres, mujeres, ancianos: ¡tantos! No conocemos los nombres, pero son tantos. Nos hace bien pensar en esta gente simple que lleva adelante su vida cristiana y solamente el Señor conoce su santidad.


Su testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones no sólo a la Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus oraciones nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a nuestros cuidados. Agradezco al Cardenal Gracias sus amables palabras de bienvenida - es muy gentil le cardenal ¿eh? ¡Gracias! - y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral en sus Iglesias locales.


En este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa - ¡versátil y creativa! - en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos. ¡Pero este es su desafío! De hecho, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia, 29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida y el punto de referencia fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad. De la nada, de la neblina de la autoconciencia no se puede dialogar, no se puede comenzar a dialogar. Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Es una atención y en la atención nos sostiene el Espíritu Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a las culturas. Sin miedo. El miedo es enemigo de estas aperturas.


No siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres. El primero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas, haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb 13,8). No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.


Un segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp 1,10). En una cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas posibilidades de evasión y de escape, esto puede representar un serio problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro directo y fructífero con nuestros fieles, - y también con los “no fieles” - especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida catequesis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo. Aquel acuerdo en el desacuerdo, pero, porque las aguas no se mueven, ¿no? Esta superficialidad que nos hace tanto mal…


Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús ha luchado tanto con esa gente que se escondía detrás de las leyes, de los reglamentos, las respuestas fáciles: los ha llamado “hipócritas”. La fe, por su naturaleza, no está centrada en sí misma, la fe tiende a “salir fuera”. Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión. En este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf. 1 P 3,15). Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).


Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda. Es decir, estar radicados en el Señor. Y si está esto, todo lo demás es secundario. Es esto. Es de esta identidad profunda, la fe viva en Cristo en la cual estamos radicados, de esta realidad profunda que comienza nuestro diálogo y ella es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo. La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.

Quisiera añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por los frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa? ¿Aparece en esta fecundidad? Hago esta pregunta y cada uno de ustedes puede pensar.


Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía. Para que haya diálogo, debe estar también esta cosa. Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas y de sus aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa. Esta empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y “escuchar”, en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir. En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu “contemplativo”: espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro. ¡Yo no puedo dialogar si estoy cerrado al otro! ¿Apertura? Más: ¡acogida! Ven a mi casa, tú, en mi corazón. Mi corazón te recibe. Quiere escucharte. Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida. Si queremos ir al fundamento teológico de esto, vamos al Padre: nos ha creado a todos. Somos hijos del mismo Padre. Esa capacidad de empatía nos conduce a un auténtico encuentro: debemos ir hacia esa cultura del encuentro en que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y solidaridad. “Pero hermano Papa, nosotros hacemos esto, pero a lo mejor no convertimos a nadie o a pocos”. Pero tú haz esto. Desde tu identidad, escucha al otro. Pero, ¿cuál ha sido el primer mandamiento de nuestro Padre a nuestro padre Abraham? “Camina en mi esperanza y sé irreprensible”: cumplamos este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo. Desde la identidad, desde la apertura. Es un camino de un más profundo conocimiento, amistad y solidaridad.


Como dijo justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia, 29). En este espíritu de apertura a los otros, tengo la total confianza de que los países de este continente con los que la Santa Sede no tiene aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará. No me refiero solamente al diálogo político, sino al diálogo fraterno. Pero, estos cristianos no vienen como conquistadores, no vienen a sacarnos nuestra identidad: nos traen la de ellos, pero quieren caminar con nosotros. Y el Señor hará la gracia: algunas veces moverá los corazones, alguno pedirá el Bautismo, otras veces, no. Pero siempre, caminamos juntos. Este es el nudo de la cuestión.

Queridos hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Viendo este gran continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de Dios, las comunidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex, un pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es precisamente la semilla de mostaza, ¿eh? Chiquitita. El Buen Pastor, que conoce y ama a cada una de sus ovejas, guíe y fortalezca sus desvelos por congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño extendido por el mundo.

Ahora, todos juntos, confiemos a la Virgen sus Iglesias, el continente asiático, para que como Madre nos enseñe aquello que solamente una mamá sabe enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina con los otros en la vida. Recemos a la Virgen juntos.




Al terminar el encuentro, después de la presentación individual de los Obispos presentes, el Santo Padre se dirigió a la Residencia del Santuario donde almorzó con los Obispos de Asia y con los Miembros del Séquito Papal.