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CIUDAD DEL VATICANO (http://catolicidad.blogspot.com
– Agosto 16 de 2014). A las 10:00 horas, en la Puerta de
Gwanghwamun de Seúl, el Santo Padre FRANCISCO ha presidido la Santa
Misa de Beatificación de Paul Yun Ji-Chung y 123 compañeros
mártires, pertenecientes a la primera generación de católicos
coreanos, muertos en odio a la fe entre 1791 y 1888, durante las
persecuciones en contra de los cristianos.
Ante la presencia de 800,000 fieles, el Presidente de la Comisión
para la Beatificación, Monseñor Francis Xavier Ahn Myong-ok, Obispo
de Masan, ha pedido al Papa anuencia para proceder a la
beatificación, y el Postulador ha presentado la biografía de los
Siervos de Dios. Por lo tanto, el Santo Padre ha leído la fórmula
de Beatificación y fijó la fecha de su fiesta al 29 de mayo.
Este es el texto de la Homilía Papal pronunciada después dela
proclamación del Santo Evangelio:
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con
estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en
Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo,
sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida
eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123
compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos
mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los
que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y
ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo,
nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha
concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte,
ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni
potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro
Señor» (Rm 8,38-39).
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de
Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue
creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y
compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros
momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en
Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las
grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un
tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus
antepasados.
En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a
las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por
el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue
suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la
verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los
primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían
saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de
entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un
encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de
una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso
misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en
la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un
solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las
diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf.
Hch 4,32).
Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la
belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles
laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas,
que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en
el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a
los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso
ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las
pasadas generaciones de católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos
nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos
proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos
consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él
envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad
en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los
mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran
plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana
tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían
escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por
su causa (cf. Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para
muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las
montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a
grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles
de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque
sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.
En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona
nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas
con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y
acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires
nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás
en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si
hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la
importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su
testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual
dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma
de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de
su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a
Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte
por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que
decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a
inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante
pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde
Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos
tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra
del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría
con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la
celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires
anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el
siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes
persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado
del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud en la
búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de
la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y
solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo
coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una
sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la
paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este
país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de
Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la
perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la
pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de
Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de
la tierra. Amén.
(Fuente:
http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2014/08/16/0577/01281.html)
Al finalizar la Misa de Beatificación, después del agradecimento de
Arzobispo de Seúl, Cardenal Andrew Yeom Soo-jung, el Papa FRANCISCO
ha regresado en auto a la Nunciatura Apostólica.