AUDIENCIAS GENERALES Y JUBILARES
DEL PAPA FRANCISCO
DEL PAPA FRANCISCO
SEPTIEMBRE 2016
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 28 de septiembre de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culminación en el perdón.
Jesús perdona: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc
23, 34). No sólo son palabras, porque se convierten en un acto concreto
en el perdón ofrecido al «buen ladrón», que estaba junto a Él. San
Lucas escribe sobre dos delincuentes crucificados con Jesús, los cuales
se dirigen a Él con actitudes opuestas.
El primero le insulta, como le insultaba toda la gente, ahí, como
hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, llevado por la
desesperación dice: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti mismo y a
nosotros!» (Lc 23, 39). Este grito atestigua la angustia del
hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciencia de que sólo
Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el
Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para
salvarse. Y no entendían esto. No entendían el misterio del sacrificio
de Jesús. Y en cambio, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz.
Todos nosotros sabemos que no es fácil «permanecer en la cruz», en
nuestras pequeñas cruces de cada día. Él en esta gran cruz, con este
gran sufrimiento, ha permanecido así y les ha salvado; nos ha mostrado
su omnipotencia y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de
amor y surge para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz,
inocente entre dos criminales, Él testimonia que la salvación de Dios
puede llegar a cualquier hombre en cualquier condición, incluso en la
más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, nadie
excluido. Es un regalo para todos. Por eso el Jubileo es tiempo de
gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, para los que están
sanos y los que sufren. Acordaos de la parábola que narra cuando Jesús
en la fiesta de la boda del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los
invitados no quisieron ir dice a sus siervos: «Id, pues, a los cruces
de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (Mt
22,9). Estamos llamados todos: buenos y malos. La Iglesia no es
solamente para los buenos o para aquellos que parecen buenos o se creen
buenos; la Iglesia es para todos, y además preferiblemente para los
malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de
misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de
Cristo! (cf. Rm 8, 39). A quien está postrado en una cama de
hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están
atrapados por las guerras, yo digo: mirad el Crucifijo; Dios está con
vosotros, permanece con vosotros en la cruz y a todos se ofrece como
Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufrís tanto digo, Jesús ha
sido crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la
fuerza del Evangelio entre en vuestros corazones y os consuele, os dé
esperanza y la íntima certeza de que nadie está excluido de su perdón.
Pero vosotros podéis preguntarme: «Pero Padre dígame ¿El que ha hecho
las cosas más malas durante la vida, tiene la posibilidad de ser
perdonado?» — «¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios.
Solamente tiene que acercarse arrepentido a Jesús y con ganas de ser
abrazado por Él».
Este era el primer delincuente. El otro es el llamado «buen ladrón».
Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una
catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, él
se dirige a su compañero: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la
misma condena?» (Lc 23, 40). Así pone de relieve el punto de
partida del arrepentimiento: el temor a Dios. Pero no el miedo a Dios,
no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se
debe a Dios porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre.
El buen ladrón recuerda la actitud fundamental que abre a la confianza
en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Este
es el respeto confiado que ayuda a dejar espacio a Dios y a encomendarse
a su misericordia, incluso en la oscuridad más densa.
Después, declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su
propia culpa: «Y nosostros con razón porque nos lo hemos merecido con
nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho» (Lc 23, 41).
Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esta
cercanía, Él les ofrece la salvación. Lo cual es un escándalo para los
jefes y para el primer ladrón, para los que estaban ahí y se burlaban de
Jesús, sin embargo esto es el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón
se convierte en testigo de la Gracia; ha ocurrido lo impensable: Dios
me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma
de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en
el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era
ladrón, era un ladrón, había robado toda su vida. Pero al final,
arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y
misericordioso logró robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!
El buen ladrón se dirige directamente a Jesús, pidiendo su ayuda: «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc
23,42). Le llama por nombre, «Jesús», con confianza, y así confiesa lo
que este nombre indica: «el Señor salva», esto significa el nombre de
«Jesús». Ese hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura
en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de
no ser abandonado, de que Dios le esté siempre cerca. De este manera un
condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en
Jesús.
Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo para un
hombre, para un cristiano que confía en Jesús; y también un modelo de la
Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo:
«Acuérdate… Acuérdate… Acuérdate de tu amor…».
Mientras el buen ladrón habla del futuro: «cuando vengas con tu
reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla en presente:
dice «hoy estarás conmigo en el Paraíso» (v. 43). En la hora de la cruz,
la salvación de Cristo llega a su culmen; y su promesa al buen ladrón
revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores.
Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había
proclamado: «la liberación a los cautivos» (Lc 4, 18); en Jericó,
en la casa del público pecador Zaqueo, había declarado que «el hijo del
hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc
19, 9). En la cruz, el último acto confirma la realización de este
diseño salvífico. Desde el principio hasta el final Él se ha revelado
Misericordia, se ha revelado encarnación definitiva e irrepetible del
amor del Padre. Jesús es verdaderamente el rostro de la misericordia del
Padre. Y el buen ladrón le ha llamado por su nombre: «Jesús». Es una
invocación breve, y todos nosotros podemos hacerla durante el día muchas
veces: «Jesús». «Jesús», simplemente. Hacedla durante todo el día.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos
al Señor por todos los que sufren por cualquier motivo o se sienten
abandonados, para que mirando al crucificado, puedan descubrir y sentir
el consuelo y el perdón de Cristo, rostro de la misericordia del Padre.
Un especial pensamiento al pueblo mexicano, los invito a cantarle a la
Guadalupana, lo que cantaron al inicio, pidiendo por los sufrimientos de
este pueblo. Gracias.
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 21 de septiembre de 2016
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 36-38) en el cual se basa el lema de este Año Santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre.
La expresión completa es: «sed compasivos, como vuestro Padre es
compasivo» (v. 36) No se trata de un lema de impacto, sino de un
compromiso de vida. Para comprender bien esta expresión, podemos
compararla con la paralela del Evangelio de Mateo, en la cual Jesús
dice: «vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial» (5, 48). En el llamado discurso de la montaña, que inicia con
las Bienaventuranzas, el Señor enseña que la perfección consiste en el
amor, cumplimiento de todos los preceptos de la Ley. Desde esta misma
perspectiva, san Lucas especifica que la perfección es el amor
misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos.
¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona
que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección
radican en la misericordia. Cierto, Dios es perfecto. Sin embargo, si lo
consideramos así, se hace imposible para los hombres aspirar a esa
absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como
misericordioso, nos permite comprender mejor en qué consiste su
perfección y nos anima a ser como Él, llenos de amor, de compasión, de
misericordia.
Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son realistas? ¿Es
verdaderamente posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él?
Si observamos la historia de la salvación, vemos que toda la
revelación de Dios es un incesante e incansable amor por los hombres:
Dios es como un padre o como una madre que ama con amor infinito y lo
derrama con generosidad sobre cada criatura. La muerte de Jesús en la
cruz es la culminación de la historia de amor de Dios con el hombre. Un
amor tan grande que sólo Dios puede realizarlo. Es evidente que,
comparado con este amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será
insuficiente. Pero, cuando Jesús nos pide que seamos misericordiosos
como el Padre, ¡no piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos
convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia.
Y la Iglesia no puede ser si no sacramento de la misericordia de Dios
en el mundo, en todos los tiempos y para toda la humanidad. Cada
cristiano, por lo tanto, es llamado a ser testigo de la misericordia, y
esto sucede en el camino hacia la santidad. Pensemos en cuántos santos
se han vuelto misericordiosos porque se han dejado llenar el corazón por
la divina misericordia. Han dado forma al amor del Señor derramando
sobre las múltiples necesidades de la humanidad sufriente. En este
florecer de tantas formas de caridad es posible distinguir los reflejos
del rostro misericordioso de Cristo.
Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser
misericordiosos? Esto es explicado por Jesús con dos verbos: «perdonar»
(v. 37) y «donar» (v. 38).
La misericordia se expresa, sobre todo, con el perdón: no
juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados;
perdonad y seréis perdonados» (v. 37). Jesús no pretende alterar el
curso de la justicia humana, no obstante, recuerda a los discípulos que
para tener relaciones fraternales es necesario suspender los juicios y
las condenas. Precisamente el perdón es el pilar que sujeta la vida de
la comunidad cristiana, porque en él se muestra la gratuidad del amor
con el cual Dios nos ha amado en primer lugar. ¡El cristiano debe
perdonar! pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros que
estamos aquí, hoy, en la plaza, hemos sido perdonados. Ninguno de
nosotros, en su propia vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. Y
para que nosotros seamos perdonados, debemos perdonar. Lo recitamos
todos los días en el Padre Nuestro: «Perdona nuestros pecados;
perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden». Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque
nosotros hemos sido perdonados por muchas, muchas ofensas, por muchos
pecados. Y así es fácil perdonar: si Dios me ha perdonado ¿Por qué no
debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? Este pilar del
perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que nos ha amado en
primer lugar. Juzgar y condenar al hermano que peca es equivocado. No
porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador
rompe el lazo de fraternidad con él y desprecia la misericordia de
Dios, que por el contrario no quiere renunciar a ninguno de sus hijos.
No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no
estamos por encima de él: tenemos más bien el deber de devolverlo a la
dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión.
A su Iglesia, a nosotros, Jesús indica un segundo pilar: «donar».
Perdonar es el primer pilar; donar es el segundo pilar. «Dad y se os
dará: [...] Porque con la medida con que midáis se os medirá» (v. 38).
Dios dona mucho más allá de nuestros méritos, pero será todavía más
generoso con cuantos en la tierra hayan sido generosos. Jesús no dice
qué ocurrirá a quienes no donan, pero la imagen de la «medida»
constituye una advertencia: con la medida del amor que damos, somos
nosotros mismos los que decidimos cómo seremos juzgados, cómo seremos
amados. Si miramos bien, hay una lógica coherente: en la medida en la
cual se recibe de Dios, se dona al hermano, y en la medida en la cual se
dona al hermano, ¡se recibe de Dios!
El amor misericordioso es por eso, el único camino que hay que
recorrer. Cuánta necesidad tenemos todos de ser un poco más
misericordiosos, de no hablar mal de los demás, de no juzgar, de no
«desplumar» a los demás con las críticas, con las envidias, con los
celos. Debemos perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el
amor. Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad
recibida por Él, y reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor
que ellos practican en la vida se refleja así esa Misericordia que nunca
tendrá fin (cf. 1 Cor 13,1-12). Pero no os olvidéis de esto:
misericordia y don; perdón y don. Así el corazón se ensancha, se
ensancha el amor. En cambio el egoísmo, la rabia, empequeñecen el
corazón, que se endurece como una piedra. ¿Qué preferís vosotros? ¿Un
corazón de piedra o un corazón lleno de amor? Si preferís un corazón
lleno de amor, ¡sed misericordiosos!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos
al Señor que no perdamos nunca nuestra identidad de hijos de un mismo
Padre, que nos une en su amor. Que Dios los bendiga.
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de septiembre de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante este Jubileo hemos reflexionado varias veces sobre el hecho
de que Jesús se expresa con una ternura única, símbolo de la presencia y
de la bondad de Dios. Hoy nos detenemos en un paso conmovedor del
Evangelio (cf. Mt 11, 28-30), en el cual Jesús dice: «Venid a mí,
vosotros todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os daré
descanso. […] Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas» (vv. 28-29). La invitación del
Señor es sorprendente: llama para que le sigan a personas sencillas y
sobrecargadas por una vida difícil, llama para que le sigan a personas
que tienen tantas necesidades y les prometen que en Él encontrarán
descanso y alivio. La invitación está dirigida de manera imperativa:
«venid a mí», «tomad mi yugo», «aprended de mí». ¡Ojalá todos los
líderes del mundo pudieran decir esto! Intentemos entender el
significado de estas expresiones.
El primer imperativo es «Venid a mí». Dirigiéndose a los que están
cansados y oprimidos, Jesús se presenta como el Siervo del Señor
descrito en el libro del profeta Isaías. Así dice el pasaje de Isaías:
«El Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que haga saber al
cansado una palabra alentadora» (50, 4). Al lado de estos cansados de la
vida, el Evangelio pone a menudo también a los pobres (cf. Mt 11, 5) y a los pequeños (cf. Mt
18, 6). Se trata de aquellos que no pueden contar con medios propios,
ni con amistades importantes. Sólo pueden confiar en Dios. Conscientes
de su propia humilde y miserable condición, saben depender de la miseria
del Señor, esperando de Él la única ayuda posible. En la invitación de
Jesús encuentran finalmente la respuesta a su espera: al convertirse en
sus discípulos reciben la promesa de encontrar descanso durante el resto
de su vida. Una promesa que al finalizar el Evangelio es extendida a
todas las gentes: «Id, pues, —dice Jesús a los Apóstoles— y haced
discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). Al acoger la
invitación a celebrar este año de gracia del Jubileo, en todo el mundo
los peregrinos cruzan el umbral de la Puerta de la Misericordia abierta
en las catedrales, en los santuarios, en tantas iglesias del mundo, en
los hospitales, en las cárceles. ¿Por qué cruzan esta Puerta de la
Misericordia? Para encontrar a Jesús, para encontrar la amistad de
Jesús, para encontrar el descanso que sólo Jesús da. Este camino expresa
la conversión de todo discípulo que sigue la llamada de Jesús. Y la
conversión consiste siempre en descubrir la misericordia del Señor. Que
es infinita e inagotable: ¡es grande la misericordia del Señor! A través
de la Puerta Santa, por lo tanto, profesamos «que el amor está presente
en el mundo y que este amor es más potente que toda clase de mal, en el
cual el hombre, la humanidad, el mundo están incluidos» (Juan Pablo II,
Enc. Dives in misericordia, 7).
El segundo imperativo dice: «tomad mi yugo». En el contexto de la
Alianza, la tradición bíblica utiliza la imagen del yugo para indicar el
estrecho vínculo que une al pueblo con Dios y, en consecuencia, la
sumisión a su voluntad expresada en la Ley. En polémica con los escribas
y los doctores de la ley, Jesús pone sobre sus discípulos su yugo, en
el cual la Ley encuentra su cumplimiento. Desea enseñarles que
descubrirán la voluntad de Dios mediante su persona: mediante Jesús, no
mediante leyes y prescripciones frías que el mismo Jesús condena. ¡Basta
con leer el capítulo 23 de Mateo! Él está en el centro de su relación
con Dios, está en el corazón de las relaciones entre los discípulos y se
sitúa como fulcro de la vida de cada uno. Recibiendo el «yugo de Jesús»
cada discípulo entra así en comunión con Él y es hecho partícipe del
misterio de su cruz y de su destino de salvación.
Su consecuencia es el tercer imperativo: «aprended de mí». A sus
discípulos Jesús planea un camino de conocimiento y de imitación. Jesús
no es un maestro que con severidad impone a los demás pesos que el no
lleva: esta era la acusación que hacían los doctores de la ley. Él se
dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los necesitados
porque Él mismo se hizo pequeño y humilde. Comprende a los pobres y los
que sufren porque Él mismo es pobre y conoce el dolor. Para salvar a la
humanidad Jesús no ha recorrido un camino fácil; el contrario, su camino
hs sido doloroso y difícil. Como recuerda la carta a los Filipenses:
«se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz»
(2, 8). El yugo que los oprimidos soportan es el mismo yugo que Él llevó
antes que ellos: por eso es un yugo ligero. Él ha cargado sobre sus
hombros los dolores y pecados de la humanidad. Para el discípulo,
entonces, recibir el yugo de Jesús significa recibir su revelación y
acogerla: en Él la misericordia de Dios se hizo cargo de las pobrezas de
los hombres, donando así a todos la posibilidad de la salvación. Pero
¿por qué Jesús es capaz de decir estas cosas? ¡Porque Él se ha hecho
todo a todos, cerca de todos, de los más pobres! Era un pastor entre la
gente, entre los pobres: trabajaba todo el día con ellos. Jesús no era
un príncipe. Es malo para la Iglesia cuando los pastores se convierten
en príncipes, lejanos de la gente, lejanos de los más pobres: ese no es
el espíritu de Jesús. A estos pastores Jesús los regañaba, y de ellos
Jesús decía a la gente: «haced lo que ellos dicen pero no lo que hacen».
Queridos hermanos y hermanas, también para nosotros hay momentos de
cansancio y desilusión. Recordemos entonces estas palabras del Señor,
que nos dan tanto consuelo y nos ayudan a entender si estamos poniendo
nuestras fuerzas al servicio del bien. Efectivamente, a veces nuestro
cansancio está causado por haber depositado nuestra confianza en cosas
que no son lo esencial, porque nos hemos alejado de lo que vale
realmente en la vida. Que el Señor nos enseñe a no tener miedo de
seguirle, para que la esperanza que ponemos en Él no sea defraudada.
Estamos llamados a aprender de Él qué significa vivir de misericordia
para ser instrumentos de misericordia. Vivir de misericordia para ser
instrumentos de misericordia: vivir de misericordia es sentirse
necesitado de la misericordia de Jesús, y cuando nosotros nos sentimos
necesitados de perdón, de consolación, aprendemos a ser misericordiosos
con los demás. Tener la mirada fija en el Hijo de Dios nos hace entender
cuánto camino debemos recorrer aún; pero al mismo tiempo nos infunde la
alegría de saber que estamos caminando con Él y que no estamos nunca
solos. Ánimo, entonces, ¡ánimo! No nos dejemos quitar la alegría de ser
discípulos del Señor. «Pero, padre, yo soy pecador, ¿qué puedo hacer?» -
«déjate mirar por el Señor, abre tu corazón, siente en ti su mirada, su
misericordia, y tu corazón será colmado de alegría, de la alegría del
perdón, si tú te acercas a pedir el perdón». No nos dejemos robar la
esperanza de vivir esta vida junto a Él y con la fuerza de su consuelo.
Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a pedir
el don de la alegría, que es el de la gracia de sentirse discípulo de
Jesús; de vivir junto a él con la fuerza de su consuelo y misericordia.
Muchas gracias.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 10 de septiembre de 2016
Hemos reflexionado hoy sobre la relación entre la misericordia y la Redención. La palabra redención hace referencia a la salvación que Dios nos ha procurado mediante la sangre de su Hijo Jesús. Al hombre de hoy le cuesta aceptar la idea de tener que ser salvado por Dios. Piensa poder salvarse solo con el poder de su libertad. Pero esto, lo sabemos todos, no es más que una ilusión: nuestra vida está marcada por la fragilidad del pecado y por las numerosas esclavitudes que hemos creado en nombre de una falsa libertad. Necesitamos que Dios nos salve y libere de toda clase de indiferencia, egoísmo y autosuficiencia. Jesús se ha sacrificado por nosotros para darnos una nueva vida, llena de perdón, amor y alegría.
Para que tengamos la certeza de que Dios no nos abandona nunca, especialmente en los momentos de más necesidad.
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AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de septiembre de 2016
Hemos escuchado un pasaje del Evangelio de Mateo (11, 2-6). El intento del evangelista es hacernos entrar más profundamente en el misterio de Jesús, para recibir su bondad y su misericordia. El episodio es el siguiente: Juan Bautista envía a sus discípulos a Jesús —Juan estaba en la cárcel— para hacerle una pregunta muy clara: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (v. 3). Era justo en el momento de la oscuridad. El Bautista esperaba con ansia al Mesías que en su predicación había descrito muy intensamente, como un juez que habría instaurado finalmente el reino de Dios y purificado a su pueblo, premiando a los buenos y castigando a los malos. Él predicaba así: «ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10). Ahora que Jesús ha iniciado su misión pública con un estilo distinto; Juan sufre porque se encuentra sumergido en una doble oscuridad: en la oscuridad de la cárcel y de una celda, y en la oscuridad del corazón. No entiende este estilo de Jesús y quiere saber si verdaderamente es Él el Mesías, o si se debe esperar a otro.
Y la respuesta de Jesús parece, a simple vista, no corresponder a la pregunta del Bautista. Jesús, de hecho, dice: «id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!». (vv. 4-6). Aquí se vuelve clara la intención del Señor Jesús: Él responde ser el instrumento concreto de la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos llevando la consolación y la salvación, y de esta manera manifiesta el juicio de Dios. Los ciegos, los cojos, los leprosos, los sordos recuperan su dignidad y ya no son excluidos por su enfermedad, los muertos vuelven a vivir, mientras que a los pobres se les anuncia la Buena Nueva. Y esta se convierte en la síntesis del actuar de Jesús, que de este modo hace visible y tangible el actuar mismo de Dios.
El mensaje que la Iglesia recibe de esta narración de la vida de Cristo es muy claro. Dios no ha mandado a su Hijo al mundo para castigar a los pecadores ni para acabar con los malvados. Sino que es a ellos a quienes se dirige la invitación a la conversión para que, viendo los signos de la bondad divina, puedan volver a encontrar el camino de regreso. Como dice el Salmo: «Si en cuenta tomas las culpas, oh Yahveh, ¿quién, Señor, resistirá? Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido» (Salmo 130, 3-4).
La justicia que el Bautista ponía al centro de su predicación, en Jesús se manifiesta en primer lugar como misericordia. Y las dudas del Precursor sólo anticipan el desconcierto que Jesús suscitará después con sus obras y con sus palabras. Se comprende, entonces, el final de la respuesta de Jesús. Dice: «¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!» (v. 6). Escándalo significa «obstáculo». Por eso Jesús advierte sobre un peligro en particular: si el obstáculo para creer son sobre todo sus obras de misericordia, eso significa que se tiene una falsa imagen del Mesías. Dichosos en cambio aquellos que, ante los gestos y las palabras de Jesús, rinden gloria al Padre que está en los cielos.
La advertencia de Jesús es siempre actual: hoy también el hombre construye imágenes de Dios que le impiden disfrutar de su presencia real. Algunos se crean una fe «a medida» que reduce a Dios en el espacio, limitado por los propios deseos y las propias convicciones. Pero esta fe no es conversión al Señor que se revela, es más, impide estimular nuestra vida y nuestra conciencia. Otros reducen a Dios a un falso ídolo; usan su santo nombre para justificar sus propios intereses o incluso el odio y la violencia. Aun más, para otros, Dios es solamente un refugio psicológico en el cual ser tranquilizados en los momentos difíciles: se trata de una fe plegada en sí misma, impermeable a la fuerza del amor misericordioso de Jesús que impulsa hacia los hermanos. Otros consideran a Cristo sólo un buen maestro de enseñanzas éticas, uno de los muchos que hay en la historia. Y por último, hay quien ahoga la fe en una relación puramente intimista con Jesús, anulando su impulso misionero capaz de transformar el mundo y la historia. Nosotros cristianos creemos en el Dios de Jesucristo, y nuestro deseo es el de crecer en la experiencia viva de su misterio de amor.
Esforcémonos entonces en no anteponer obstáculo alguno al actuar misericordioso del Padre, y pidamos el don de una fe grande para convertirnos también nosotros en señales e instrumentos de misericordia.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Esforcémonos en no ser obstáculo de la misericordia del Padre, sino al contrario, pidamos al Señor que incremente nuestra fe, para ser signos e instrumentos de su misericordia. Que Dios los bendiga.
Un especial saludo dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El domingo pasado celebramos la canonización de Madre Teresa de Calcuta.
Queridos jóvenes, volveos como ella, artesanos de la misericordia; queridos enfermos, sentid su cercanía compasiva especialmente en la hora de la cruz; y vosotros, queridos recién casados, sed generosos: invocadla para que no falte nunca en las familias el cuidado y la atención hacia los más pequeños.
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