domingo, 2 de octubre de 2016

FRANCISCO: Discursos de septiembre 2016 (17, 9, 8 y 3)

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
SEPTIEMBRE 2016

A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO DE
REPRESENTANTES PONTIFICIOS

 Sala Clementina
Sábado 17 de septiembre de 2016


Queridos hermanos:


Me alegra este momento de oración jubilar, que, además de llamarnos como Pastores a redescubrir las raíces de la Misericordia, es ocasión para renovar, a través de vosotros, el vínculo entre el Sucesor de Pedro y las distintas Iglesias locales en las cuales sois portadores y artesanos de la comunión que es savia para la vida de la Iglesia y para el anuncio de su mensaje. Doy las gracias al cardenal Parolin por sus palabras y a la Secretaría de Estado por la generosidad con la que ha preparado estas jornadas de encuentro.


¡Bienvenidos a Roma! Volver a abrazarla en este momento jubilar tiene para vosotros un significado especial. Aquí están muchas de vuestras fuentes y de vuestras memorias. Aquí habéis llegado siendo aún jóvenes con el fin de servir a Pedro, aquí regresáis a menudo para reuniros con él, y desde aquí volvéis a partir como sus enviados llevando su mensaje, su cercanía, su testimonio. En efecto, Pedro está aquí desde los inicios de la Iglesia; Pedro está aquí hoy en el Papa que la providencia ha querido que sea; Pedro estará aquí mañana, estará siempre. Así lo ha querido el Señor: que la humanidad impotente, que por sí misma sería sólo piedra de tropiezo, se convirtiese por disposición divina en roca indestructible.


Agradezco a cada uno de vosotros el servicio que presta a mi ministerio. Gracias por la atención con la cual recogéis de los labios del Papa la confesión sobre la que se funda la Iglesia de Cristo. Gracias por la fidelidad con la cual interpretáis con el corazón indiviso, con la mente íntegra y con la palabra sin ambigüedad lo que el Espíritu Santo pide a Pedro que diga a la Iglesia en este momento. Gracias por la delicadeza con la cual «auscultate» mi corazón de Pastor universal y tratáis de que todo ello llegue a las Iglesias que estoy llamado a presidir en la caridad.


Os agradezco la entrega y la pronta y generosa disponibilidad de vuestra vida llena de compromisos y marcada por ritmos a menudo difíciles. Vosotros tocáis con la mano la carne de la Iglesia, el esplendor del amor que la hace gloriosa, pero también las llagas y las heridas que la hacen mendicante de perdón. Con genuino sentido eclesial y humilde búsqueda para llegar a conocer los diversos problemas y temáticas, hacéis que la Iglesia y el mundo estén presentes en el corazón del Papa. Leo diariamente, principalmente muy temprano por la mañana y por la tarde, vuestras «comunicaciones» con las noticias sobre las realidades de las Iglesias locales, las situaciones de los países en los cuales estáis acreditados y los debates que incumben a la vida de la Comunidad internacional. ¡Os agradezco mucho por todo esto! Sabedlo, os acompaño cada día —a menudo con nombre y rostro— con el recuerdo amistoso y la oración confiada. Os tengo presente en la Eucaristía. 
Como no sois Pastores diocesanos y vuestro nombre no se pronuncia en ninguna Iglesia particular, sabed que el Papa en cada Plegaria eucarística os recuerda como extensión de la propia persona, como enviados suyos para servir con sacrificio y competencia, acompañando a la Esposa de Cristo y a los pueblos en los cuales ella vive.


Quisiera deciros algunas cosas.


1. Servir con sacrificio como humildes enviados


El beato Pablo VI, al reformar el servicio diplomático de la Santa Sede, escribía así: «La actividad del representante pontificio presta ante todo un precioso servicio a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los católicos del lugar, quienes encuentran en él apoyo y protección, en cuanto que él representa a una Autoridad superior, que es un beneficio para todos. Su misión no se sobrepone al ejercicio de los poderes de los obispos, ni lo sustituye u obstaculiza, sino que lo respeta y, aún más, lo favorece y sostiene con el consejo fraterno y discreto» (Carta ap. Sollicitudo omnium Ecclesiarum: AAS 61 [1969], 476).


En vuestro obrar, por lo tanto, estáis llamados a llevar a cada uno la caridad atenta de quien representáis, convirtiéndoos así en quien sostiene y protege, en quien está dispuesto a sostener y no sólo a corregir, en quien está dispuesto a escuchar antes de decidir, a dar el primer paso para eliminar tensiones y favorecer la comprensión y la reconciliación.


Sin humildad ningún servicio es posible o fecundo. La humildad de un nuncio pasa a través del amor por el país y por la Iglesia donde está llamado a servir. Pasa por la actitud serena de estar donde el Papa lo ha querido y no con el corazón distraído esperando el próximo destino. Estar allí con todo el ser, con mente y corazón indivisos; deshacer las propias maletas para compartir las riquezas que se llevan consigo, pero también para recibir lo que aún no se posee.


Sí, es necesario evaluar, confrontar, detectar aquellos que pueden ser los límites de un itinerario eclesial, de una cultura, de una religiosidad, de la vida social y política para formarse y poder expresar una idea exacta de la situación. Mirar, analizar e informar son verbos esenciales pero no suficientes en la vida de un nuncio. Es necesario también ir al encuentro, escuchar, dialogar, compartir, proponer y trabajar juntos, para que se transparente un amor sincero, simpatía y empatía con la población y la Iglesia local. Lo que los católicos, pero también la sociedad civil en sentido lato, quieren y deben percibir es que, en su país, el nuncio está bien, como en su casa; se siente libre y feliz de entablar relaciones constructivas, compartir la vida cotidiana del lugar (cocina, lengua, costumbres), expresar sus opiniones e impresiones con gran respeto y sentido de cercanía, acompañar con la mirada que ayuda a crecer.


No es suficiente señalar con el dedo o agredir a quien no piensa como nosotros. Esto es una mísera táctica de las actuales guerras políticas y culturales, pero no puede ser el método de la Iglesia. Nuestra mirada debe ser amplia y profunda. La formación de las conciencias es nuestro primordial deber de caridad, y esto requiere delicadeza y perseverancia al llevarlo a la práctica.


Ciertamente es aún actual la amenaza del lobo que desde fuera secuestra y agrede al rebaño, lo confunde, crea desorden, lo dispersa y lo destruye. El lobo tiene las mismas semblanzas: incomprensión, enemistad, maldad, persecución, eliminación de la verdad, resistencia a la bondad, cerrazón al amor, hostilidad cultural inexplicable, desconfianza, etc. Vosotros bien sabéis de qué material está hecha la insidia de los lobos de todo tipo. Pienso en los cristianos de Oriente, hacia quienes el asedio violento parece estar orientado, con el silencio cómplice de muchos, a su erradicación.


No se pide la ingenuidad de los corderos, sino la magnanimidad de las palomas y la astucia y la prudencia del siervo sabio y fiel. Es bueno tener los ojos abiertos para reconocer de dónde vienen las hostilidades y para discernir los caminos posibles para contrarrestar sus causas y afrontar sus insidias. Así, pues, os aliento a no quedarse en un clima de asedio, a no ceder a la tentación de deprimirse, de convertirse en víctimas de quien nos critica, nos atormenta y algunas veces también nos denigra. Emplead vuestras mejores energías para hacer resonar también hoy en el alma de las Iglesias que servís la alegría y la potencia de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 11).


Permanecer disponibles y felices de emplear (algunas veces también perder) tiempo con obispos, sacerdotes, religiosos, parroquias, instituciones culturales y sociales, en definitiva es lo que «hace el trabajo» del nuncio. En estas ocasiones se crean las condiciones para aprender, escuchar, hacer pasar mensajes, conocer problemas y situaciones personales o de gobiernos eclesiales que se deben afrontar y resolver. Y no hay nada que facilite el discernimiento y la posible corrección más que la cercanía, la disponibilidad y la fraternidad. Por ello para mí es muy importante: cercanía, disponibilidad y fraternidad con las Iglesias locales. No se trata de una supina estrategia para recoger informaciones y manipular realidades o personas, sino de una actitud de quien no es sólo un diplomático de carrera, o simplemente un instrumento de la solicitud de Pedro, sino también un Pastor dotado de la capacidad interior de testimoniar a Jesucristo. Superad la lógica de la burocracia que a menudo puede adueñarse de vuestro trabajo —se entiende, es natural— haciéndolo cerrado, indiferente e impermeable.


Que la sede de la nunciatura apostólica sea verdaderamente la «Casa del Papa», no sólo para su tradicional fiesta anual, sino como lugar permanente, donde todo el equipo eclesial pueda encontrar apoyo y consejo, y las autoridades públicas un punto de referencia, no sólo para la función diplomática, sino por el carácter propio y único de la diplomacia pontificia. Vigilad a fin de que vuestras nunciaturas nunca se conviertan en refugio de los «amigos y amigos de los amigos». Huid de los chismosos y de los trepas.


Que vuestra relación con la comunidad civil se inspire en la imagen evangélica del Buen Pastor, capaz de conocer y de representar las exigencias, las necesidades y la condición del rebaño, especialmente cuando los únicos criterios que los determinan son el desprecio, la precariedad y el descarte. No tengáis miedo de lanzaros hasta fronteras complejas y difíciles, porque sois Pastores a quienes importa de verdad el bien de las personas.


En la ingente tarea de garantizar la libertad de la Iglesia ante toda forma de poder que quiera hacer callar la Verdad, no os ilusionéis con que esta libertad sea sólo fruto de arreglos, acuerdos y negociaciones diplomáticas, por más que sean perfectos y bien logrados. La Iglesia será libre sólo si sus instituciones pueden actuar para «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23), incluso si se manifestara como verdadero signo de contradicción respecto a las modas actuales, a la negación de la Verdad evangélica y a las fáciles comodidades que con frecuencia contagian también a los Pastores y a su rebaño.


Recordad que representáis a Pedro, roca que sobrevive al desbordamiento de las ideologías, a la reducción de la Palabra por conveniencia, a la sumisión a los poderes de este mundo que pasa. Por lo tanto, no pactéis con líneas políticas o batallas ideológicas, porque la permanencia de la Iglesia no se funda en los acuerdos de los salones o de las plazas, sino en la fidelidad a su Señor que, al contrario de los zorros y los pájaros, no tiene guarida ni nido para apoyar su cabeza (Cf. Mt 8, 18-22).


La Iglesia esposa sólo puede apoyar su cabeza sobre el pecho traspasado de su Esposo. De allí brota su verdadero poder, el de la Misericordia. No tenemos el derecho de privar al mundo, también en los fórum de la acción diplomática bilateral y multilateral y en los grandes ámbitos del debate internacional, de esta riqueza que ningún otro puede donar. Ser conscientes de ello nos impulsa a dialogar con todos, y en muchos casos a hacernos voz profética de los marginados por su fe o su condición étnica, económica, social o cultural: «Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo» (Bula Misericordiae vultus, 15).


2. Acompañar a las Iglesias con el corazón de Pastores


La multiplicidad y complejidad de los problemas que se han de afrontar en la vida diaria no os debe distraer del corazón de vuestra misión apostólica, que consiste en acompañar a las Iglesias con la mirada del Papa, que no es otra que la de Cristo, Buen Pastor.


Y para acompañar hay que moverse. No es suficiente el frío papel de las misivas o de los informes. No es suficiente aprender de oídas. Es necesario ver in loco cómo se va difundiendo la buena semilla del Evangelio. No esperéis a que las personas vengan a vosotros para exponeros un problema o deseosas de resolver una cuestión. Visitad las diócesis, los institutos religiosos, las parroquias, los seminarios, para entender lo que vive, piensa y pide el Pueblo de Dios. Es decir, sed auténtica expresión de una Iglesia «en salida», de una Iglesia «hospital de campaña», capaces de vivir la dimensión de la Iglesia local, del país y de la institución a la cual sois enviados. Conozco la gran dimensión del trabajo que os espera, pero no dejéis que se ahogue vuestra alma de Pastores generosos y cercanos. Precisamente esta cercanía —¡cercanía!— es hoy condición esencial para la fecundidad de la Iglesia. Las personas necesitan ser acompañadas. Ellos necesitan una mano sobre los hombros para no equivocarse de camino o no desalentarse.


Acompañar a los obispos sosteniendo sus mejores fuerzas e iniciativas. Ayudarles a afrontar los desafíos y a encontrar las soluciones que no se encuentran en los manuales, sino que son fruto del discernimiento paciente y difícil. Alentar todo esfuerzo para la cualificación del clero. La profundidad es un desafío decisivo para la Iglesia: profundidad de la fe, de la adhesión a Cristo, de la vida cristiana, del seguimiento y del discipulado. No son suficiente vagas prioridades y programas pastorales teóricos. Hay que apostar por la realidad concreta de la presencia, de la compañía, de la cercanía, del acompañamiento.


Una seria preocupación mía es la selección de los futuros obispos. Os he mencionado esto en el año 2013. Hablando a la Congregación para los obispos hace poco, he trazado el perfil de los Pastores que considero necesarios para la Iglesia de hoy: testigos del Resucitado y no portadores de curriculum; obispos orantes, familiarizados con las cosas de lo «alto» y no aplastados por el peso de lo que viene desde «abajo»; obispos capaces de entrar «con paciencia» en la presencia de Dios, para poseer así la libertad de no traicionar el Kerygma que se les ha confiado; obispos pastores y no príncipes y funcionarios. ¡Por favor!


En la compleja tarea de buscar en medio de la Iglesia aquellos que Dios ya ha identificado en su corazón para guiar a su Pueblo, una parte sustancial os toca a vosotros. Sois los primeros en tener que explorar los campos para aseguraros acerca del lugar donde están escondidos los pequeños David (cf. 1 Sam 16, 11-13): están, Dios no permite que falten. Pero si vamos siempre a pescar en la pecera, no los encontraremos.


Hay que moverse para buscarlos. Dar vueltas por los campos con el corazón de Dios y no con algún preestablecido perfil de cazadores de cabezas. La mirada con la cual se busca, los criterios para evaluar, los rasgos de la fisonomía buscada no pueden ser establecidos por los vanos intentos con los cuales pensamos poder programar en nuestras mesas de trabajo la Iglesia que soñamos. Por ello, hay que lanzar las redes mar adentro. No nos podemos conformar con pescar en las peceras, en la reserva o en el criadero de los «amigos de los amigos». Está en juego la confianza en el Señor de la historia y de la Iglesia, que nunca descuida el bien de la misma, y es por ello que no debemos irnos por las ramas. La pregunta práctica, que ahora se me ocurre decir, es: pero, ¿no hay nadie más? Es la pregunta de Samuel al padre de David: «¿No hay nadie más?» (cf. 1 Sam 16, 11). Salir a buscar. ¡Y están! ¡Hay más!


3. Acompañar a los pueblos donde está presente la Iglesia de Cristo


Vuestro servicio diplomático es el ojo atento y lúcido del Sucesor de Pedro sobre la Iglesia y sobre el mundo. Os pido estar a la altura de tan noble misión, para la cual debéis prepararos continuamente. No se trata sólo de adquirir contenidos sobre temas, entre otras cosas cambiantes, sino de una disciplina de trabajo y de un estilo de vida que permita apreciar también las situaciones de rutina, de percibir los cambios actuales, de evaluar las novedades, saber interpretarlas con cautela y sugerir acciones concretas.


Es la velocidad de los tiempos lo que pide una formación permanente, sin dar nada por supuesto. A veces la repetición del trabajo, los numerosos compromisos, la ausencia de nuevos estímulos alimenta una pereza intelectual que no tarda en producir sus frutos negativos. Una profundización seria y continua aportaría como beneficio superar esa fragmentación por la cual se busca realizar individualmente lo mejor posible el propio trabajo, pero sin alguna, o bien poca, coordinación e integración con los demás. No creáis que el Papa no es consciente de la soledad (no siempre «bienaventurada» como lo es para los eremitas y los santos) en la que viven no pocos representantes pontificios. Pienso siempre en vuestro estado de «exiliados», y en mis oraciones pido continuamente que no se debilite en vosotros esa piedra angular que permite la unidad interior y el sentido de profunda paz y fecundidad.


La exigencia que deberíamos hacer cada vez más nuestra es la de trabajar en una red unitaria y coordinada, necesaria para evitar una visión personal que a menudo no se sostiene ante la realidad de la Iglesia local, del país o de la comunidad internacional. Se corre el riesgo de proponer una visión individual que ciertamente puede ser fruto de un carisma, de un profundo sentido eclesial y de capacidad intelectual, pero no es inmune a una cierta personalización, emotividad, sensibilidades diferentes y, también, situaciones personales que condicionan inevitablemente el trabajo y la colaboración.


Son grandes los desafíos que nos esperan en nuestros días y no quiero hacer una lista. Vosotros los conocéis. Tal vez es incluso más sabio intervenir en sus raíces. El modo en el cual se va progresivamente plasmando, la diplomacia pontificia no puede estar ajena a la urgencia de hacer palpable la misericordia en este mundo herido y destrozado. La misericordia debe ser la cifra de la misión diplomática de un nuncio apostólico, quien, además del esfuerzo ético personal, tiene que contar con la firme convicción de que la misericordia de Dios se introduce en las vicisitudes de este mundo, en las vicisitudes de la sociedad, de los grupos humanos, de las familias, de los pueblos, de las naciones. También en el ámbito internacional, ella comporta el hecho de no considerar jamás perdido nada ni nadie. El ser humano nunca es irrecuperable. Ninguna situación es impermeable al sutil e irresistible poder de la bondad de Dios que nunca desiste respecto al hombre y su destino.


Esta radical novedad de percepción de la misión diplomática libera al representante pontificio de intereses geopolíticos, económicos o militares inmediatos, llamándolo a discernir en sus primeros interlocutores gubernamentales, políticos y sociales y en las instituciones públicas el anhelo de servir el bien común y sacar lo mejor de este tramo, incluso si algunas veces se presenta obcecado o mortificado por intereses personales y corporativos o por derivas ideológicas, populistas o nacionalistas.


La Iglesia, incluso sin desvalorizar el hoy, está llamada a trabajar a largo plazo, sin la obsesión de los resultados inmediatos. Debe soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas o los cambios de proyecto que le impone el dinamismo de la realidad. Existirá siempre la tensión entre plenitud y límite, pero la Iglesia no necesita ocupar espacios de poder y de autoafirmación, sino hacer nacer y crecer la semilla buena, acompañar pacientemente su desarrollo, gozar con la cosecha precaria que se puede obtener, sin desalentarse cuando una inesperada y gélida tempestad arruina lo que parecía dorado y listo para la siega (cf. Jn 4, 35). Volver a comenzar con confianza nuevos procesos; reiniciar desde los pasos ya realizados, sin dar marcha atrás, favoreciendo lo que hace emerger lo mejor de las personas y de las instituciones, sin «nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 223).


No tengáis miedo de dialogar con confianza con las personas y las instituciones públicas. Afrontamos un mundo en el cual no es siempre fácil identificar los centros de poder y muchos se desalientan pensando que son anónimos e inalcanzables. Estoy convencido, en cambio, de que las personas aún son accesibles. Subsiste en el hombre el espacio interior donde puede resonar la voz de Dios. Dialogad con claridad y no tengáis miedo de que la misericordia pueda confundir o disminuir la belleza y la fuerza de la verdad. Sólo en la misericordia la verdad se realiza en plenitud. Y estad seguros de que la palabra última de la historia y de la vida no es el conflicto sino la unidad, la que anhela el corazón de todo hombre. Unidad conquistada transformando el dramático conflicto de la Cruz en la fuente de nuestra paz, porque allí fue derribado el muro de separación (cf. Ef 2, 14).


Queridos hermanos:


al enviaros de nuevo a vuestra misión, después de estos días de fraternos y gozosos encuentros, mi palabra conclusiva quiere encomendaros a la alegría del Evangelio. Nosotros no somos empleados del miedo y de la noche, sino custodios del alba y de la luz del Resucitado.


El mundo tiene mucho miedo —¡mucho miedo!— y lo difunde. A menudo hace de él la clave de lectura de la historia y no pocas veces lo adopta como estrategia para construir un mundo fundado en muros y fosas. Podemos incluso comprender las razones del miedo, pero no podemos abrazarlo, porque «no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza» (2 Tm 1, 7).


Recurrid a ese espíritu, y poneos en marcha: abrid puertas; construid puentes; estrechad vínculos; cultivad amistades; promoved unidad. Sed hombres de oración: no la descuidéis nunca, sobre todo la adoración silenciosa, verdadera fuente de todo vuestro trabajo.


El miedo habita siempre en la oscuridad del pasado, pero tiene una debilidad: es provisional. El futuro pertenece a la luz. El futuro es nuestro, porque pertenece a Cristo. ¡Gracias!


Os invito a rezar juntos el Ángelus. Es mediodía. [Ángelus... Bendición...]


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A LOS PARTICIPANTES EN EL SEMINARIO DE ACTUALIZACIÓN
PARA OBISPOS DE LOS TERRITORIOS DE MISIÓN


Sala Clementina
Viernes 9 de septiembre de 2016


Queridos hermanos:


El seminario de actualización para los obispos nombrados recientemente, promovido por la Congregación para la evangelización de los pueblos, me ofrece la grata ocasión de encontrarme con vosotros y saludaros uno por uno. Agradezco al cardenal Fernando Filoni sus palabras y todo el trabajo que realiza con los colaboradores del dicasterio.


Al venir a Roma en este Año Santo de la Misericordia, os habéis unido a muchos peregrinos de todas las partes del mundo: esta experiencia nos hace mucho bien, a todos; nos hace sentir que todos somos peregrinos, peregrinos de la misericordia, todos necesitamos la gracia de Cristo para ser misericordiosos como el Padre. Cada obispo experimenta en primera persona esta realidad y, como vicario del «Pastor grande de las ovejas» (cf. Heb 13, 20), está llamado a manifestar con la vida y el ministerio episcopal la paternidad de Dios, la bondad, la solicitud, la misericordia, la dulzura, y también la autoridad de Cristo, que vino para dar la vida y para hacer de todos los hombres una sola familia, reconciliada en el amor del Padre. Cada uno de vosotros ha sido puesto como Pastor en su diócesis para guiar a la Iglesia de Dios en el nombre del Padre, de quien hacéis presente su imagen; en el nombre de Jesucristo su Hijo, por quien habéis sido constituidos maestros, sacerdotes y guías, y en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis, 7).


Los lugares de los cuales provenís son diversos y distantes entre sí, y pertenecen a la gran constelación de los así llamados «territorios de misión». Por lo tanto, cada uno de vosotros tiene el gran privilegio y al mismo tiempo la responsabilidad de estar en primera fila en la evangelización. A imagen del Buen Pastor, estáis invitados a cuidar el rebaño e ir en busca de las ovejas, especialmente de las alejadas o perdidas; a buscar también nuevas modalidades para el anuncio, para ir al encuentro de las personas; a ayudar a quien ha recibido el don del Bautismo a crecer en la fe, para que los creyentes, incluso los «tibios» o no practicantes, descubran nuevamente la alegría de la fe y una fecundidad evangelizadora (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11). Por ello os aliento a ir al encuentro también de las ovejas que no pertenecen aún al rebaño de Cristo: en efecto, «la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado» (ibid., 14).


En la obra misionera podéis contar con diversos colaboradores. Muchos fieles laicos, inmersos en un mundo marcado por contradicciones e injusticias, están dispuestos a buscar al Señor y a dar testimonio de Él. Corresponde en primer lugar al obispo alentar, acompañar y estimular todos los intentos y los esfuerzos que ya se hacen para mantener viva la esperanza y la fe. Las Iglesias jóvenes de las cuales sois Pastores se caracterizan por la presencia de un clero local en muchas ocasiones numeroso, en otros casos escaso o incluso exiguo. En cada caso, os invito a prestar atención a la preparación de los presbíteros en los años de seminario, sin dejar de acompañarles en la formación permanente después de la ordenación. Ofrecedles un ejemplo concreto y tangible. Siempre que os sea posible, tratad de participar con ellos en los principales momentos formativos, prestando atención también a la dimensión personal. No os olvidéis de que el prójimo más próximo del obispo es el presbítero. Cada presbítero debe sentir la cercanía de su obispo. 
Cuando un obispo recibe una llamada telefónica del presbítero, o le llega una carta, debe responder de inmediato, inmediatamente. Ese mismo día, si es posible. Pero esa cercanía debe comenzar en el seminario, en la formación, y continuar. El prójimo más próximo del obispo es el presbítero.


El dinamismo del sacramento del Orden, la vocación misma y la misión episcopal, así como el deber de seguir atentamente los problemas y las cuestiones concretas de la sociedad por evangelizar, piden a cada obispo que tienda hacia la plenitud de la madurez de Cristo (cf. Ef 4, 13). Que también a través del testimonio de la propia madurez humana, espiritual e intelectual, centrada en la caridad pastoral, resplandezca cada vez más claramente en vosotros la caridad de Cristo y la solicitud de la Iglesia hacia todos los hombres.


Vigilad atentamente para que todo esto que se pone en práctica para la evangelización y las diversas actividades pastorales de las cuales sois promotores no sufra daños o se frustre a causa de divisiones ya presentes o que se pueden crear. Las divisiones son el arma que el diablo tiene más al alcance de la mano para destruir a la Iglesia desde dentro. Tiene dos armas, pero la principal es la división; la otra es el dinero. El diablo entra por los bolsillos y destruye con la lengua, con las habladurías que dividen, y el hábito de criticar es un hábito de «terrorismo». El que critica es un «terrorista» que lanza la bomba —la crítica— para destruir. Por favor, luchad contra las divisiones, porque es una de las armas que tiene el diablo para destruir la Iglesia local y la Iglesia universal. En particular, las diferencias debidas a las varias etnias presentes en un mismo territorio no deben penetrar en las comunidades cristianas hasta prevalecer sobre su bien. Hay desafíos difíciles de resolver, pero con la gracia de Dios, la oración y la penitencia, se puede. La Iglesia está llamada a saber situarse siempre por encima de las connotaciones tribales-culturales y el obispo, visible principio de unidad, tiene la tarea de edificar incesantemente la Iglesia particular en la comunión de todos sus miembros.


Queridos hermanos, estoy seguro de que cuanto habéis podido compartir durante estos días ayudará a cada uno a llevar adelante con entusiasmo el propio ministerio. Cuidad el pueblo de Dios que se os ha confiado, cuidad a los presbíteros, cuidad a los seminaristas. Este es vuestro trabajo. Que María nuestra Madre os proteja y os sostenga. De mi parte, os aseguro mi oración; y también vosotros, por favor, rezad por mí, también yo lo necesito.


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A LOS PARTICIPANTES EN «AMÉRICA EN DIÁLOGO - NUESTRA CASA COMÚN»


Sala del Consistorio
Jueves 8 de septiembre de 2016



Señoras y señores:


Me alegra darles la bienvenida a todos ustedes, que participan en este Primer encuentro: América en diálogo – Nuestra casa común. Agradezco a la Organización de los Estados Americanos y al Instituto del Diálogo Interreligioso de Buenos Aires sus esfuerzos para hacer realidad este evento, y así como la colaboración del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Sé que están trabajando conjuntamente en el proyecto de constituir un Instituto de Diálogo que abarque a todo el continente americano. Trabajar juntos es una loable iniciativa y los invito a seguir adelante para el bien no sólo de América, sino del mundo entero.


Este primer encuentro se ha centrado en el estudio de la Encíclica Laudato si’. En ella he querido llamar la atención sobre la importancia de amar, respetar y salvaguardar nuestra casa común. No podemos dejar de admirarnos por la belleza y la armonía que existe en todo lo creado; es ese regalo que Dios nos hace para que podamos hallarlo y contemplarlo en su obra. Es importante apostar por una «ecología integral», en el que el respeto por las criaturas valore la riqueza que encierran en sí mismas y ponga al ser humano como culmen de la creación.


Las religiones tienen un rol muy importante en esta tarea de promover el cuidado y el respeto del medio ambiente, sobre todo en esta ecología integral. La fe en Dios nos lleva a reconocerlo en su creación, que es fruto de su Amor hacia nosotros, y nos llama a cuidar y proteger la naturaleza. Para esto, es necesario que las religiones promuevan una verdadera educación, a todos los niveles, que ayude a difundir una actitud responsable y atenta hacia las exigencias del cuidado de nuestro mundo; y, de modo especial, proteger, promover, defender los derechos humanos (cf. Enc. Laudato si’, 201). Por ejemplo, una cosa interesante sería que cada uno de los participantes se preguntara cómo en su país, en su ciudad, en su medio ambiente, o en su creencia religiosa, en su comunidad religiosa, en las escuelas, han incorporado esto. Creo que todavía estamos a nivel de «escuela nido» en esto. O sea, incorporar la responsabilidad, no sólo como materia sino como conciencia, en una educación integral.


Nuestras tradiciones religiosas son una fuente necesaria de inspiración para fomentar una cultura del encuentro. Es fundamental la cooperación interreligiosa, basada en la promoción de un diálogo sincero y respetuoso. Si no existe respeto recíproco no existirá diálogo interreligioso. Yo recuerdo en mi ciudad, cuando yo era chico, algún párroco por allí mandaba quemar las carpas de los evangélicos, y gracias a Dios se ha superado eso; si no existe respeto recíproco no existirá un diálogo interreligioso, es la base para poder caminar juntos y afrontar desafíos. Este diálogo está fundado en la propia identidad y en la confianza mutua que nace cuando soy capaz de reconocer al otro como don de Dios y acepto que tiene algo que decirme. El otro tiene algo que decirme. Cada encuentro con el otro es una pequeña semilla que se deposita; si se riega con el trato asiduo y respetuoso, basado en la verdad, crecerá un árbol frondoso, con multitud de frutos, donde todos podrán cobijarse y alimentarse, y nadie estará excluido, y en él todos formarán parte de un proyecto común, uniendo sus esfuerzos y aspiraciones.


En este camino de diálogo, somos testigos de la bondad de Dios, que nos ha dado la vida; ésta es sagrada y debe ser respetada, no menospreciada. El creyente es un defensor de la creación y de la vida, no puede permanecer mudo o de brazos cruzados ante tantos derechos aniquilados impunemente; el hombre y la mujer de fe están llamados a defender la vida en todas sus etapas, la integridad física y las libertades fundamentales, como la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión. Es un deber que tenemos, pues creemos que Dios es el artífice de la creación y nosotros instrumentos en sus manos para lograr que todos los hombres y mujeres sean respetados en su dignidad y derechos, y puedan realizarse como personas.


El mundo constantemente nos observa a nosotros, los creyentes, para comprobar cuál es nuestra actitud ante la casa común y ante los derechos humanos; además nos pide que colaboremos entre nosotros y con los hombres y mujeres de buena voluntad, que no profesan ninguna religión, para que demos respuestas efectivas a tantas plagas de nuestro mundo, como la guerra y el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, la corrupción y el degrado moral, la crisis de la familia, de la economía y, sobre todo, la falta de esperanza. El mundo de hoy sufre y necesita nuestra ayuda conjunta, así lo está pidiendo. ¿Se dan cuenta que esto está a años luz de cualquier concepción proselitista?


Además, constatamos con dolor que a veces el nombre de la religión es usado para cometer atrocidades, como el terrorismo, y sembrar miedo y violencia y, en consecuencia, las religiones son señaladas como responsables del mal que nos rodea. Es necesario condenar de forma conjunta y rotunda estas acciones abominables y tomar distancias de todo lo que busca envenenar los ánimos, dividir y destruir la convivencia; hace falta mostrar los valores positivos inherentes a nuestras tradiciones religiosas para lograr un sólido aporte de esperanza. Por este motivo, son importantes los encuentros, como el presente. Es necesario que compartamos los dolores como también las esperanzas, para poder caminar juntos, cuidando el uno del otro, y también de la creación, en defensa y promoción del bien común. Qué bueno sería dejar el mundo mejor que como lo encontramos. Es lindo eso, en un diálogo habido hace un par de años, un entusiasta del cuidado de la casa común decía: tenemos que dejar para nuestros hijos un mundo mejor. Y ¿habrá hijos para eso?, contestó el otro.


Por último, este encuentro se realiza en el año dedicado al Jubileo de la Misericordia; y esta tiene un valor universal que abarca tanto a los creyentes como a los que no lo son, porque el amor misericordioso de Dios no tiene límites: ni de cultura, ni de raza, ni de lengua, ni de religión; abraza a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Además, el amor de Dios envuelve a toda su creación; y nosotros como creyentes tenemos una responsabilidad de defender, cuidar y sanar al que lo necesita. Que esta circunstancia del Año Jubilar sea una ocasión para abrir posteriores espacios de diálogo, para salir al encuentro del hermano que sufre, como también para luchar para que nuestra casa común sea un hogar, donde todos tengamos cabida y nadie sea excluido ni eliminado. Cada ser humano es el regalo más grande que Dios nos puede dar.


Los invito a trabajar y a impulsar iniciativas de forma conjunta, para que entre todos tomemos conciencia del cuidado y protección de la casa común, construyendo un mundo cada vez más humano, donde nadie sobra y donde todos somos necesarios. Y pido a Dios que nos bendiga a todos nosotros.
 

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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

CATEQUESIS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LOS OPERADORES DE MISERICORDIA


Plaza de San Pedro
Sábado 3 de septiembre de 2016


Hemos escuchado el himno de la caridad que el apóstol Pablo escribió a la comunidad de Corinto, y que constituye una de las páginas más hermosas y más exigentes para el testimonio de nuestra fe (cf. 1 Co 13,1-13). San Pablo ha hablado muchas veces del amor y de la fe en sus escritos; sin embargo, en este texto se nos ofrece algo extraordinariamente grande y original. Él afirma que el amor, a diferencia de la fe y de la esperanza, «no pasará jamás» (v. 8): es para siempre. Esta enseñanza debe ser para nosotros una certeza inquebrantable; el amor de Dios no cesará nunca, ni en nuestra vida ni en la historia del mundo. Es un amor que permanece siempre joven, activo y dinámico, y que atrae hacia sí de un modo incomparable. Es un amor fiel que no traiciona, a pesar de nuestras contradicciones. Es un amor fecundo que genera y va más allá de nuestra pereza. En efecto, de este amor todos somos testigos. El amor de Dios nos sale al encuentro, como un río en crecida que nos arrolla pero sin aniquilarnos; más bien, es condición de vida: «Si no tengo amor, no soy nada», dice san Pablo (v. 2). Cuanto más nos dejamos involucrar por este amor, tanto más se regenera nuestra vida. Verdaderamente deberíamos decir con toda nuestra fuerza: soy amado, luego existo.


El amor del que nos habla el Apóstol no es algo abstracto ni vago; al contrario, es un amor que se ve, se toca y se experimenta en primera persona. La forma más grande y expresiva de este amor es Jesús. Toda su persona y su vida no es otra cosa que una manifestación concreta del amor del Padre, hasta llegar al momento culminante: «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Esto es amor. No son palabras, es amor. Del Calvario, donde el sufrimiento del Hijo de Dios alcanza su culmen, brota el manantial de amor que cancela todo pecado y que todo recrea en una vida nueva. Llevemos siempre con nosotros, de modo indeleble, esta certeza de la fe: Cristo «me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Esta es la gran verdad: Cristo me ha amado, y se ha entregado a sí mismo por mí, por ti, por ti, por ti, por todos, por cada uno de nosotros. Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8,35-39). Por tanto, el amor es la expresión más alta de toda la vida y nos permite existir.


Ante este contenido tan esencial de la fe, la Iglesia no puede permitirse actuar como lo hicieron el sacerdote y el levita con el hombre abandonado medio muerto en el camino (cf. Lc 10,25-36). No se puede mirar para otro lado y dar la espalda para no ver muchas formas de pobreza que piden misericordia. Dar la espalda para no ver el hambre, la enfermedad, las personas explotadas…, es un pecado grave; es también un pecado moderno, un pecado actual. Nosotros cristianos no nos lo podemos permitir. No sería digno de la Iglesia ni de un cristiano «pasar de largo» y pretender tener la conciencia tranquila sólo porque se ha rezado o porque se ha ido el domingo a Misa. El Calvario es siempre actual; no ha desaparecido ni permanece sólo como un hermoso cuadro en nuestras iglesias. Ese vértice de com-pasión, del que brota el amor de Dios hacia la miseria humana, nos sigue hablando hoy, animándonos a ofrecer nuevos signos de misericordia. No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien «de paso», es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica —humana y misericordia— hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: «Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.


Hermanos y hermanas, vosotros representáis el gran y variado mundo del voluntariado. Entre las realidades más hermosas de la Iglesia os encontráis vosotros que cada día, casi siempre de forma silenciosa y escondida, dais forma y visibilidad a la misericordia. Vosotros sois artesanos de misericordia: con vuestras manos, con vuestros ojos, con vuestro oído atento, con vuestra cercanía, con vuestras caricias… artesanos. Vosotros manifestáis uno de los deseos más hermosos del corazón del hombre: hacer que una persona que sufre se sienta amada. En las distintas condiciones de indigencia y necesidad de muchas personas, vuestra presencia es la mano tendida de Cristo que llega a todos. Vosotros sois la mano tendida de Cristo: ¿Lo habéis pensado? La credibilidad de la Iglesia pasa también de manera convincente a través de vuestro servicio a los niños abandonados, los enfermos, los pobres sin comida ni trabajo, los ancianos, los sintecho, los prisioneros, los refugiados y los emigrantes, así como a todos aquellos que han sido golpeados por las catástrofes naturales... En definitiva, dondequiera que haya una petición de auxilio, allí llega vuestro testimonio activo y desinteresado. Vosotros hacéis visible la ley de Cristo, la de llevar los unos los pesos de los otros (cf. Ga 6,2; Jn 13,24). Queridos hermanos y hermanas: vosotros tocáis la carne de Cristo con vuestras manos, no lo olvidéis. Tocáis la carne de Cristo con vuestras manos. Sed siempre diligentes en la solidaridad, fuertes en la cercanía, solícitos en generar alegría y convincentes en el consuelo. El mundo tiene necesidad de signos concretos de solidaridad, sobre todo ante la tentación de la indiferencia, y requiere personas capaces de contrarrestar con su vida el individualismo, el pensar sólo en sí mismo y desinteresarse de los hermanos necesitados. Estad siempre contentos y llenos de alegría por vuestro servicio, pero no dejéis que nunca sea motivo de presunción que lleva a sentirse mejores que los demás. Por el contrario, vuestra obra de misericordia sea humilde y elocuente prolongación de Jesucristo que sigue inclinándose y haciéndose cargo de quien sufre. De hecho, el amor «edifica» (1 Co 8,1) y, día tras día, permite a nuestras comunidades ser signo de la comunión fraterna.


Hablad al Señor de esto. Llamadlo. Haced como ha hecho la hermana Preyma, como nos ha contado la hermana: ha tocado a la puerta del sagrario. Qué valiente. El Señor nos escucha: llamadlo. Señor, mira esto. Mira cuánta pobreza, cuánta indiferencia, cuánto se mira para otro lado. «Esto, no me concierne a mí, no me importa». Hablad con el Señor: «Señor, ¿por qué? Señor, ¿por qué? ¿Por qué soy tan débil y tú me has llamado a este servicio? Ayúdame, dame fuerza y humildad». El núcleo de la misericordia es este diálogo con el corazón misericordioso de Jesús.


Mañana, tendremos la alegría de ver a Madre Teresa proclamada santa. Lo merece. Este testimonio de misericordia de nuestro tiempo se añade a la innumerable lista de hombres y mujeres que han hecho visible con su santidad el amor de Cristo. Imitemos también nosotros su ejemplo, y pidamos ser instrumentos humildes en las manos de Dios para aliviar el sufrimiento del mundo, y dar la alegría y la esperanza de la resurrección. Gracias.


Antes de daros la bendición, os invito a todos a rezar en silencio por tantas, tantas personas que sufren; por tanto sufrimiento, por todos los que viven excluidos de la sociedad. Rezad también por tantos voluntarios como vosotros, que salen al encuentro de la carne de Cristo para tocarla, curarla, experimentarla cercana. Y rezad también por tantos, tantos que ante la miseria miran para otra parte y en el corazón sienten una voz que les dice: «No me concierne, no me importa». Recemos en silencio.


Y recemos también a la Virgen: Dios te salve…


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