HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
SEPTIEMBRE 2016
JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 25 de septiembre de 2016
Domingo 25 de septiembre de 2016
El Apóstol Pablo, en la segunda lectura, dirige a Timoteo, y también a
nosotros, algunas recomendaciones muy importantes para él. Entre otras,
pide que se guarde «el mandamiento sin mancha ni reproche» (1 Tm 6,14). Habla sencillamente de un mandamiento. Parece que quiere que tengamos nuestros ojos fijos en lo que es esencial
para la fe. San Pablo, en efecto, no recomienda una gran cantidad de
puntos y aspectos, sino que subraya el centro de la fe. Este centro,
alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es
el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el
Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu
lado y te espera todos los días. Nunca debemos olvidarlo. En este Jubileo de los catequistas,
se nos pide que no dejemos de poner por encima de todo el anuncio
principal de la fe: el Señor ha resucitado. No hay un contenido más
importante, nada es más sólido y actual. Cada aspecto de la fe es
hermoso si permanece unido a este centro, si está permeado por el
anuncio pascual. En cambio, si se le aísla, pierde sentido y fuerza.
Estamos llamados a vivir y a anunciar la novedad del amor del Señor:
«Jesús te ama de verdad, tal y como eres. Déjale entrar: a pesar de las
decepciones y heridas de la vida, dale la posibilidad de amarte. No te
defraudará».
El mandamiento del que habla San Pablo nos lleva a pensar también en
el mandamiento nuevo de Jesús: «Que os améis unos a otros como yo os he
amado» (Jn 15,12). A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza
de convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con
rigidez a alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia
encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino.
El Señor no es una idea, sino una persona viva: su mensaje llega a
través del testimonio sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con
la alegría que se difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está
triste; tampoco se transmite la belleza de Dios haciendo sólo bonitos
sermones. Al Dios de la esperanza se le anuncia viviendo hoy el
Evangelio de la caridad, sin miedo a dar testimonio de él incluso con
nuevas formas de anuncio.
El Evangelio de este domingo nos ayuda a entender qué significa amar,
sobre todo a evitar algunos peligros. En la parábola se habla de un
hombre rico que no se fija en Lázaro, un pobre que «estaba echado a su
puerta» (Lc 16,20). El rico, en verdad, no hace daño a nadie, no
se dice que sea malo. Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la de
Lázaro, que estaba «cubierto de llagas» (ibíd.): este rico sufre una fuerte ceguera,
porque no es capaz de ver más allá de su mundo, hecho de banquetes y
ricos vestidos. No ve más allá de la puerta de su casa, donde yace
Lázaro, porque no le importa lo que sucede fuera. No ve con los ojos
porque no siente con el corazón. En su corazón ha entrado la mundanidad
que adormece el alma. La mundanidad es como un «agujero negro» que
engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora todo en el propio
yo. Entonces se ve sólo la apariencia y no se fija en los demás, porque
se vuelve indiferente a todo. Quien sufre esta grave ceguera adopta con
frecuencia un comportamiento «estrábico»: mira con deferencia a las
personas famosas, de alto nivel, admiradas por el mundo, y aparta la
vista de tantos Lázaros de ahora, de los pobres y los que sufren, que
son los predilectos del Señor.
Pero el Señor mira a los que el mundo abandona y descarta. Lázaro es
el único personaje de las parábolas de Jesús al que se le llama por su
nombre. Su nombre significa «Dios ayuda». Dios no lo olvida, lo acogerá
en el banquete de su Reino, junto con Abraham, en una profunda comunión
de afectos. El hombre rico, en cambio, no tiene siquiera un nombre en la
parábola; su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no
construye la historia. Y un cristiano debe construir la historia. Debe
salir de sí mismo para construir la historia. Quien vive para sí no
construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos
infranqueables para siempre. Y nosotros hemos caído, en este mundo, en
este momento, en la enfermedad de la indiferencia, del egoísmo, de la
mundanidad.
En la parábola vemos otro aspecto, un contraste. La vida de este
hombre sin nombre se describe como opulenta y presuntuosa: es una
continua reivindicación de necesidades y derechos. Incluso después de la
muerte insiste para que lo ayuden y pretende su interés. La pobreza de
Lázaro, sin embargo, se manifiesta con gran dignidad: de su boca no
salen lamentos, protestas o palabras despectivas. Es una valiosa
lección: como servidores de la palabra de Jesús, estamos llamados a no
hacer alarde de apariencia y a no buscar la gloria; ni tampoco podemos
estar tristes y disgustados. No somos profetas de desgracias que se
complacen en denunciar peligros o extravíos; no somos personas que se
atrincheran en su ambiente, lanzando juicios amargos contra la sociedad,
la Iglesia, contra todo y todos, contaminando el mundo de negatividad.
El escepticismo quejoso no es propio de quien tiene familiaridad con la
Palabra de Dios.
El que proclama la esperanza de Jesús es portador de alegría y sabe
ver más lejos, tiene horizontes, no tiene un muro que lo encierra; ve
más lejos porque sabe mirar más allá del mal y de los problemas. Al
mismo tiempo, ve bien de cerca, pues está atento al prójimo y a sus
necesidades. El Señor nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que
vemos, estamos llamados a inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y
ayudar, sin delegar siempre en otros o decir: «Te ayudaré mañana, hoy
no tengo tiempo, te ayudaré mañana». Y esto es un pecado. El tiempo para
ayudar es tiempo regalado a Jesús, es amor que permanece: es nuestro
tesoro en el cielo, que nos ganamos aquí en la tierra.
En conclusión, queridos catequistas y queridos hermanos y hermanas,
que el Señor nos conceda la gracia de vernos renovados cada día por la
alegría del primer anuncio: Jesús ha muerto y resucitado, Jesús nos ama
personalmente. Que nos dé la fuerza para vivir y anunciar el mandamiento
del amor, superando la ceguera de la apariencia y las tristezas del
mundo. Que nos vuelva sensibles a los pobres, que no son un apéndice del
Evangelio, sino una página central, siempre abierta a todos.
----- 0 -----
SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 200 ANIVERSARIO DE LA GENDARMERÍA
Basílica Vaticana
Domingo 18 de septiembre de 2016
Domingo 18 de septiembre de 2016
Las lecturas bíblicas de domingo nos presentan tres tipos de persona: el explotador, el estafador y el hombre fiel.
El explotador es de quien habla el profeta Amós en la primera lectura
(cf. 8, 4-7): se trata de una persona obsesionada de forma maníaca por
la ganancia, hasta el punto de sentir fastidio e irritación por los días
litúrgicos de descanso, porque rompen el ritmo frenético del comercio.
Su única divinidad es el dinero, y su actuar está dominado por el fraude
y la explotación. Los que pagan las consecuencias son sobre todo los
pobres y los indigentes, esclavizados y cuyo precio es igual al de un
par de sandalias (v. 6).
Desgraciadamente es un modelo humano que se encuentra en cada época, hoy también hay muchos.
El estafador es el hombre que no tiene fidelidad. Su método es
cometer estafas. Nos habla de él el Evangelio con la parábola del
administrador deshonesto (cf. Lc 16, 1-8). ¿Cómo ha llegado este
administrador al punto de estafar, de robar a su dueño? ¿De un día para
otro? No. Poco a poco. Quizás repartiendo un día una propina aquí, otro
día un soborno por allá, y así poco a poco se llega a la corrupción. En
la parábola, el dueño alaba al administrador deshonesto por su astucia.
Pero esta es una astucia mundana y fuertemente pecadora, y ¡que hace
tanto daño! Existe, sin embargo, una astucia cristiana de hacer las
cosas con picardía, pero no con el espíritu del mundo: hacer las cosas
honestamente. Y esto es bueno. Es lo que dice Jesús cuando invita a ser
astutos como serpientes y simples como las palomas: poner juntas estas
dos dimensiones es una gracia del Espíritu Santo, una gracia que debemos
pedir. También hoy hay muchos de estos estafadores, corruptos... A mí
me impresiona ver cómo la corrupción está extendida por todas partes.
El tercer hombre es el hombre fiel. El perfil del hombre fiel lo podemos encontrar en la segunda lectura (cf. 1 Tm
2, 1-8). Él, efectivamente es quien sigue a Jesús, el cual se ha dado a
sí mismo como rescate de todos, ha dado su testimonio según la voluntad
del Padre (cf. vv. 5-6). El hombre fiel es un hombre de oración, en el
doble sentido que reza por los demás y confía en la oración de los demás
por él, para poder «vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad
y dignidad» (v. 2). El hombre fiel puede caminar con la cabeza alta.
También el Evangelio nos habla del hombre fiel: uno que sabe ser fiel tanto en las cosas pequeñas como en las grandes (cf. Lc 16, 10).
La Palabra de Dios nos conduce a una elección final: «ningún criado
puede servir a dos señores porque aborrecerá a uno y amará al otro; o
bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Lc 16, 13). El
estafador ama la estafa y odia la honestidad. El estafador ama los
sobornos los acuerdos oscuros, esos acuerdos que se hacen en la
oscuridad. Y la cosa peor es que él cree ser honesto. El estafador ama
el dinero, ama las riquezas: las riquezas son un ídolo. A él no le
importa —como dice el profeta— pisotear a los pobres. Son los que tienen
las grandes «industrias del trabajo esclavo» . Y hoy en el mundo, el
trabajo esclavo es un estilo de gestión.
Queridos hermanos, vosotros que hoy celebráis vuestra misión, ¿Cuál
es vuestra misión? Vosotros que hoy celebráis 200 años de servicio,
también contra la estafa, contra los estafadores... Con las palabras de
San Pablo podemos decir: «Que quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4). Vuestra
misión es evitar que se cometan cosas feas como las del estafador y el
explotador. Vuestra misión es defender y promover la honestidad, y
muchas veces mal pagados. Yo os agradezco vuestra vocación; os agradezco
el trabajo que hacéis. Sé que muchas veces debéis luchar contra las
tentaciones de quienes quieren compraros, y me siento orgulloso de saber
que vuestro estilo es decir: «no, en esto no entro». Os agradezco este
servicio de dos siglos, y espero para todos vosotros que la sociedad del
Estado del Vaticano, que la Santa Sede, desde el último hasta el más
alto, reconozcan vuestro servicio, un servicio que custodia, un servicio
que busca, no sólo hacer que las cosas vayan de la manera adecuada,
sino además hacerlo con caridad, con ternura, e incluso arriesgando la
propia vida. Que el Señor os bendiga por todo esto. Gracias.
----- 0 -----
JUBILEO DE LOS OPERADORES Y DE LOS VOLUNTARIOS DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 4 de septiembre de 2016
Domingo 4 de septiembre de 2016
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En muchas ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su mensaje encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40). En definitiva, hemos tocado la carne de Cristo.
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn 3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo del voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto hacia cada persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan; cuánto amor derramo en el servicio escondido, humilde y desinteresado. Este loable servicio da voz a la fe -da voz a la fe- y expresa la misericordia del Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más pobres y descartado de la vida y ponerse a su servicio. Por esto, los voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo esto porque han descubierto el verdadero amor y cada uno de puede decir: «Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado sobre mí en el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a sí mismos, como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza». Y, esto, hacerlo con la viva memoria de la mano extendida del Señor sobre mí cuando estaba por tierra.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño, el más pobre». Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes -ante los crímenes- de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro modelo de santidad. Pienso, quizás, que tendremos un poco de dificultad en llamarla Santa Teresa. Su santidad es tan cercana a nosotros, tan tierna y fecunda que espontáneamente continuaremos a decirle «Madre Teresa».
Esta incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de lengua, cultura, raza o religión. Madre Teresa amaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa humanidad desanimada y necesitada de comprensión y ternura.
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana