CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - 25 de marzo de 2017).- Esta tarde a las 15.30 en el Parque de Monza, el Santo Padre
FRANCISCO ha presidido la concelebración eucarística para los fieles de
la Arquidiócesis de Milán.
A su llegada, el Santo Padre ha recorrido en automóvil los diversos
sectores en que estaba dividida la zona saludando a los fieles.
A su llegada, en el área utilizada como sacristía, el Papa fue
recibido por Giovanna Vilasi, Prefecto de Monza, Pietro Luigi Ponti,
Presidente de la Provincia y Roberto Scannagatti, alcalde de Monza. El
Santo Padre se encontró después brevemente con los obispos
concelebrantes y los organizadores de la visita.
Al final de la misa, el Arzobispo de Milán, Em.mo Cardenal Angelo
Scola, dirigió al Papa unas palabras de agradecimiento.
Durante el rito, después de la proclamación del Santo Evangelio, el Papa pronunció la homilía que publicamos a continuación:
Acabamos de escuchar el anuncio más importante de nuestra historia:
la anunciación a María (cf. Lc 1,26-38). Un texto de espesor, lleno de
vida, y que me gusta leer a la luz de otro anuncio: el del nacimiento de
Juan Bautista (cf. Lc 1,5 a 20). Dos anuncios que se suceden y que
están unidos; dos anuncios que, comparados, nos muestran lo que Dios
nos da en su Hijo.
La Anunciación de Juan Bautista sucede cuando el sacerdote
Zacarías, listo para comenzar la acción litúrgica entra en el Santuario
del templo, mientras toda la asamblea está esperando fuera. La Anunciación de Jesús,
sin embargo, se produce en un lugar remoto en Galilea, en una ciudad
periférica y con una reputación no muy buena (cf. Jn 1,46), en el
anonimato de la casa de una joven llamada María.
Un contraste no insignificante, que nos indica que el nuevo templo de
Dios, el nuevo encuentro de Dios con su pueblo se llevará a cabo en
lugares que normalmente no esperamos, en los márgenes, en las afueras.
Allí se darán cita, allí se encontrarán; allí Dios se hará carne, para
caminar con nosotros desde el seno de su madre. Ya no será un lugar
reservado a unos pocos mientras la mayoría espera fuera. Nada ni nadie
le serán indiferentes, ninguna situación será privada de su presencia:
la alegría de la salvación comienza en la vida diaria de la casa de una
joven de Nazaret.
Dios mismo es el que toma la iniciativa y elige insertarse, como hizo
con María, en nuestros hogares, en nuestras luchas diarias, llenas de
ansias y al mismo tiempo de deseos. Y es precisamente dentro de nuestras
ciudades, de nuestras escuelas y universidades, de las plazas y los
hospitales que se escucha el anuncio más bello que podemos oír: "¡Alégrate, el Señor está contigo!"
Una alegría que genera vida, que genera esperanza, que se hace carne en
la forma en que miramos al futuro, en la actitud con la que miramos a
los demás. Una alegría que se convierte en solidaridad, hospitalidad,
misericordia hacia todos.
Como María, también nosotros podemos ser presa del desconcierto. "¿Cómo sucederá esto en tiempos tan llenos de especulaciones?
Se especula sobre la vida, sobre el trabajo, sobre la familia. Se
especula sobre los pobres y sobre los migrantes; se especula sobre los
jóvenes y sobre su futuro. Todo parece reducirse a cifras, dejando, por
el contrario, que la vida cotidiana de muchas familias se tiña de
incertidumbre e inseguridad. Mientras el dolor llama a tantas puertas,
mientras en tantos jóvenes crece la insatisfacción por la falta real de
oportunidades, la especulación abunda en todas partes.
Ciertamente, el ritmo vertiginoso al que estamos sujetos
parecería robarnos la esperanza y la alegría. Las presiones y la
impotencia frente a tantas situaciones parecerían endurecernos el alma
y hacernos insensibles a los muchos desafíos. Y paradójicamente,
cuando todo se acelera para construir - en teoría - una sociedad mejor,
al final no se tiene tiempo para nada ni para nadie. Perdemos el tiempo
para la familia, el tiempo para la comunidad, perdemos el tiempo para la
amistad, para la solidaridad y para la memoria.
Nos hará bien preguntarnos: ¿Cómo se puede experimentar la alegría del Evangelio hoy en nuestras ciudades? ¿Es posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora?
Estas dos preguntas atañen a nuestra identidad, a la vida de nuestras
familias, de nuestros países y de nuestras ciudades. Atañen a la vida
de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y requieren de nosotros una nueva
forma de situarnos en la historia. Si la alegría y la esperanza
cristianas siguen siendo posibles, no podemos, no queremos quedarnos
frente a tantas situaciones dolorosas como meros espectadores que miran
el cielo esperando a que "deje de llover." Todo lo que sucede nos
obliga a mirar al presente con audacia, con la audacia de aquellos que
saben que la alegría de la salvación asume forma en la vida cotidiana de
la casa de una joven de Nazaret.
Ante el desconcierto de María, frente a nuestro desconcierto, hay tres
claves que el Ángel nos da para ayudarnos a aceptar la misión que nos ha
confiado.
1. Evocar la memoria
Lo primero que hace el ángel es evocar la memoria, abriendo así el
presente de María a toda la historia de la salvación. Evoca la promesa
hecha a David como fruto de la alianza con Jacob. María es la hija de la
Alianza. También hoy, nosotros, estamos invitados a recordar, a mirar a
nuestro pasado para no olvidar de dónde venimos. Para no olvidar a
nuestros antepasados,a nuestros abuelos y todo lo que han pasado para
llegar a donde estamos hoy. Esta tierra y su gente han experimentado el
dolor de dos guerras mundiales; y, a veces han visto su merecida fama
de laboriosidad y civilización contaminada por ambiciones
desenfrenadas. La memoria nos ayuda a no permanecer prisioneros de
discursos que siembran fracturas y divisiones como la única manera de
resolver los conflictos. Evocar la memoria es el mejor antídoto del que
disponemos frente a las soluciones mágicas de la división y del
distanciamiento.
2.-La pertenencia al Pueblo de Dios.
La memoria permite a María apropiarse su pertenencia al Pueblo de
Dios. ¡Nos hace bien recordar que somos miembros del pueblo de Dios!
Milaneses, sí, Ambrosianos, por supuesto, pero parte del gran pueblo de
Dios. Un pueblo formado por millares de rostros, historias y orígenes,
un pueblo multicultural y multiétnico. Esta es una de nuestras
riquezas. Es un pueblo llamado a acoger las diferencias, a integrarlas
con respeto y creatividad y a celebrar la novedda que procede de los
demás; es un pueblo que no tiene miedo de abrazar los confines, las
fronteras; es un pueblo que no tiene miedo de acoger a aquellos que lo
necesitan, porque sabe que allí está presente su Señor.
3.- La posibilidad de lo imposible
"Nada es imposible para Dios" (Lc 1,37): así termina la respuesta del
ángel a María. Cuando creemos que todo depende exclusivamente de
nosotros permanecemos prisioneros de nuestras capacidades, de nuestras
fuerzas, de nuestros horizontes miopes. Cuando, en cambio, estamos
dispuestos a dejar que nos ayuden, a dejar que nos aconsejen, cuando nos
abrimos a la gracia, parece que lo imposible empieza a hacerse
realidad. ¡Bien lo saben estas tierras que, en el curso de su historia,
han generado tantos carismas, tantos misioneros, tanta riqueza para la
vida de la Iglesia! Tantos rostros que, superando el pesimismo estéril y
divisor, se han abierto a la iniciativa de Dios y se han convertido en
una señal de lo fecunda que puede ser una tierra que no se deja encerrar
en sus propias ideas, en sus propios límites y en sus propias
capacidades y se abre a los demás.
Como ayer, Dios sigue buscando aliados, sigue buscando hombres y
mujeres capaces de creer, capaces de hacer memoria, de sentirse parte
de su pueblo para cooperar con la creatividad del Espíritu. Dios sigue
recorriendo nuestros barrios y nuestras calles, va a todas partes en
busca de corazones capaces de escuchar su invitación y de hacerla
convertirse en carne aquí y ahora. Parafraseando a San Ambrosio en su
comentario sobre este pasaje, podemos decir: Dios sigue buscando
corazones como el María, dispuestos a creer incluso en condiciones
absolutamente excepcionales (cfr Esposizione del Vangelo secondo Luca
II., 17: PL 15, 1559). ¡Que el Señor aumente en nosotros esta fe y
esperanza!