AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
NOVIEMBRE DE 2015
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Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de noviembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con esta reflexión hemos llegado a los umbrales del Jubileo, ya se
acerca. Delante de nosotros se encuentra la puerta, pero no sólo la
Puerta santa, sino la otra: la gran puerta de la Misericordia de Dios —y
esa es una puerta hermosa—, que acoge nuestro arrepentimiento
ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta está generosamente abierta,
pero es necesario un poco de coraje por nuestra parte para cruzar el
umbral. Cada uno de nosotros tiene dentro de sí cosas que pesan. ¡Todos
somos pecadores! Aprovechemos este momento que viene y crucemos el
umbral de esta misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar,
¡nunca se cansa de esperarnos! Nos mira, está siempre a nuestro lado.
¡Ánimo! Entremos por esta puerta.
Del Sínodo de los obispos, que celebramos el pasado mes de octubre,
todas las familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran aliento
para encontrarse en el umbral de esta puerta. La Iglesia ha sido animada
a abrir sus puertas, para salir con el Señor al encuentro de sus hijos y
de sus hijas en camino, a veces indecisos, a veces perdidos, en estos
tiempos difíciles. A las familias cristianas, especialmente, se las
alentó a abrir la puerta al Señor que espera para entrar, trayendo su
bendición y su amistad. Y si la puerta de la misericordia de Dios está
siempre abierta, también las puertas de nuestras iglesias, comunidades,
parroquias, instituciones, de nuestras diócesis, deben estar abiertas,
para que así todos podamos salir a llevar esta misericordia de Dios. El
Jubileo se refiere a la gran puerta de la misericordia de Dios, pero
también a las pequeñas puertas de nuestras iglesias abiertas para dejar
entrar al Señor —o muchas veces dejar salir al Señor— prisionero de
nuestras estructuras, nuestro egoísmo y de muchas cosas.
El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para
entrar. El Libro del Apocalipsis dice: «Mira, estoy de pie a la puerta y
llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo» (3, 20). ¡Imaginemos al Señor que toca a la
puerta de nuestro corazón! Y en la última gran visión de este Libro del
Apocalipsis, así se profetiza sobre la Ciudad de Dios: «Sus puertas no
cerrarán, pues allí no habrá noche», lo que significa para siempre,
porque «allí no habrá noche» (21, 25). Existen lugares en el mundo donde
no se cierran las puertas con llave, todavía los hay. Pero existen
muchos donde las puertas blindadas se han convertido en normales. No
debemos rendirnos a la idea de tener que aplicar este sistema a toda
nuestra vida, a la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y
mucho menos a la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia
inhospitalaria, así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el
Evangelio y aridece el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia,
nada! ¡Todo abierto!
La gestión simbólica de las «puertas» —de los umbrales, de los
caminos, de las fronteras— se ha vuelto crucial. La puerta debe
proteger, claro, pero no rechazar. La puerta no se debe forzar, al
contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece en la
libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión.
La puerta se abre frecuentemente, para ver si afuera hay alguien que
espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de
tocar. Cuántas personas han perdido la confianza, no tienen el coraje de
llamar a la puerta de nuestro corazón cristiano, a las puertas de
nuestras iglesias... Y ellos están ahí, no tienen valor, hemos perdido
su confianza: por favor, que esto no vuelva a suceder. La puerta dice
muchas cosas de la casa, y también de la Iglesia. La gestión de la
puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe
inspirar gran confianza. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento
para todos los guardianes de las puertas: de nuestros edificios, de las
instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces la
sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una
imagen de humanidad y de acogida de toda la casa, ya desde el ingreso.
¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardianes de
los lugares de encuentro y de acogida de la ciudad del hombre! A todos
vosotros, guardianes de muchas puertas, sean éstas puertas de las casas o
puertas de la iglesia, ¡muchas gracias! Y siempre con una sonrisa,
mostrando siempre la hospitalidad de esa casa, de esa iglesia, para que
la gente se sienta feliz y acogida en ese lugar.
En verdad, sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los
servidores de la Puerta de Dios, y ¿cómo se llama la puerta de Dios?
¡Jesús! Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluidas la de
nuestro nacimiento y nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la
puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y
encontrará pastos» (Jn 10, 9). Jesús es la puerta que nos hace
entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un refugio, no una prisión!
La casa de Dios es un refugio, no una prisión, y la puerta se llama
Jesús. Y si la puerta está cerrada, decimos: «¡Señor, abre la puerta!».
Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones, los que
tratan de evitar la puerta: es curioso, los ladrones siempre tratan de
entrar por otro lado, por la ventana, por el tejado, pero evitan la
puerta, porque tienen malas intenciones, y se meten en el rebaño para
engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por
la puerta y escuchar la voz de Jesús: si escuchamos su tono de voz,
estamos seguros, estamos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin
peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del
guardián, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (cf. Jn 10,
2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y hace
entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluidas las
perdidas en el bosque, que el buen Pastor ha ido a buscar. Las ovejas no
las elige el guardián, no las elige el secretario parroquial o la
secretaria de la parroquia; las ovejas son todas invitadas, son elegidas
por el buen Pastor. El guardián —también él— obedece a la voz del
Pastor. Entonces, podemos decir que nosotros debemos ser como ese
guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña
de la casa del Señor.
La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta
abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene
refugio, para quien huye del peligro. Que las familias cristianas hagan
del umbral de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la
misericordia y de la acogida de Dios. Es precisamente así como deberá
ser reconocida la Iglesia, en cada rincón de la tierra: como la custodia
de un Dios que llama, como la acogida de un Dios que no te cierra la
puerta en la cara, con la excusa de que no eres de casa. Con este
espíritu nos acercamos al Jubileo: estará la puerta santa, y ¡la puerta
de la gran misericordia de Dios! También está la puerta de nuestro
corazón para recibir todos el perdón de Dios y dar, a su vez, nuestro
perdón, acogiendo a todos los que llaman a nuestra puerta.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a
la Sagrada Familia, que supo lo que significa encontrar una puerta
cerrada, que ayude a los hogares cristianos a ser un signo elocuente de
la Puerta de la Misericordia, que se abre al Señor que llama y al
hermano que viene. Que Dios los bendiga.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de noviembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivialidad,
es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y ser felices
de poderlo hacer. ¡Compartir y saber compartir es una virtud preciosa!
Su símbolo, su «icono», es la familia reunida alrededor de la mesa
doméstica. Compartir los alimentos —y por lo tanto, además de los
alimentos, también los afectos, las historias, los acontecimientos…— es
una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumpleaños, un
aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas culturas es
habitual hacerlo también por el luto, para estar cerca de quien se
encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las
relaciones: si en la familia hay algo que no va bien, o alguna herida
escondida, en la mesa se percibe inmediatamente. Una familia que no come
casi nunca junta, o en cuya mesa no se habla sino que se ve la
televisión, o el smartphone, es una familia «poco familia».
Cuando los hijos en la mesa están pegados al ordenador, al móvil, y no
se escuchan entre ellos, esto no es familia, es una pensión.
El cristianismo tiene una especial vocación a la convivialidad, todos
lo saben. El Señor Jesús enseñaba de buena gana en la mesa, y algunas
veces representaba el Reino de Dios como un banquete festivo. Jesús
también escogió el lugar para juntarse a comer para entregar a sus
discípulos su testamento espiritual —lo hizo durante la cena—
concentrado en el gesto memorial de su sacrificio: entrega de su cuerpo y
de su sangre como alimento y bebida de salvación, que nutren el amor
verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos decir que la familia es «de casa» en la
misa, precisamente porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de
convivialidad y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del
amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es
purificada de la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el
amor y en la fidelidad, y extiende los confines de su fraternidad según
el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos muros, la
convivialidad, generada por la familia y dilatada desde la Eucaristía,
se convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y las familias
que se nutren de ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes
de acogida y caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias,
capaces de restituir a la comunidad la levadura dinámica de la
convivialidad y la hospitalidad recíproca, ¡es una escuela de inclusión
humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos,
débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y
abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no pueda
nutrir, dar de comer, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros
mismos hemos conocido, y aún conocemos, los milagros que pueden suceder
cuando una madre se preocupa, atiende y cuida a los hijos de los demás, y
no sólo los suyos. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para todos los niños
del patio! Y además: sabemos bien la fuerza que adquiere un pueblo cuyos
padres están preparados para movilizarse con el fin de proteger a los
hijos de todos, porque consideran a los hijos un bien indiviso, que
están felices y orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad
familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de
recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de
silencio, ese silencio que no es el silencio de las monjas de clausura,
es el silencio del egoísmo donde cada uno se dedica a lo suyo, o la
televisión o el ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Hay que
recuperar esta convivialidad familiar, adaptándola a los tiempos. La
convivialidad parece que se haya convertido en una cosa que se compra y
se vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo
de un justo compartir de los bienes, capaz de llegar a quien no tiene
ni pan ni afectos. En los países ricos se nos induce a gastar en una
nutrición excesiva, y luego se nos induce de nuevo para remediar el
exceso. Y este «negocio» insensato desvía nuestra atención del hambre
verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay
egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Sobre todo porque la publicidad la
ha reducido a una debilidad por las golosinas y a un deseo de dulces.
Mientras tanto, muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa.
¡Es un poco vergonzoso!
Miremos el misterio del banquete eucarístico. El Señor entrega su
cuerpo y derrama su sangre por todos. De verdad no existe división que
pueda resistir a este sacrificio de comunión; sólo la actitud de
falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de él. Cualquier otra
distancia no puede resistir a la potencia indefensa de este pan partido y
de este vino derramado, sacramento del único cuerpo del Señor. La
alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede, sostiene y
abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las alegrías
cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de
crear comunión siempre nueva con su fuerza que incluye y que salva.
La familia cristiana mostrará precisamente de este modo, la amplitud
de su verdadero
horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de
todos los hombres, de todos los abandonados y de los excluidos, en todos
los pueblos. Recemos para que esta convivialidad familiar pueda crecer y
madurar en el tiempo de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española y a todos los grupos
provenientes de España y Latinoamérica. Roguemos para que cada familia
participando en la Eucaristía, se abra al amor de Dios y del prójimo,
especialmente para con quienes carecen de pan y de afecto. Que el
próximo Jubileo de la Misericordia nos haga ver la belleza del
compartir. Gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de noviembre de 2015
La Asamblea del Sínodo de los obispos, que concluyó hace poco, reflexionó en profundidad sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Ha sido un acontecimiento de gracia. Al finalizar, los padres sinodales me entregaron el texto de sus conclusiones. He querido que ese texto fuese publicado, para que todos sean partícipes del trabajo al que durante dos años nos hemos dedicado juntos.
No es este el momento de examinar dichas conclusiones, sobre las que debo meditar.
Pero, entretanto, la vida no se detiene; en especial la vida de las familias no se detiene. Vosotras, queridas familias, estáis siempre en camino. Y continuamente escribís en las páginas de la vida concreta la belleza del Evangelio de la familia. En un mundo que a veces llega a verse árido de vida y de amor, vosotras cada día habláis del gran don que son el matrimonio y la familia.
Hoy quisiera destacar este aspecto: que la familia es un gran gimnasio de entrenamiento en el don y en el perdón recíproco sin el cual ningún amor puede ser duradero. Sin entregarse y sin perdonarse el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos enseñó —es decir el Padrenuestro— Jesús nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y al final comenta: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 12.14-15). No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en la familia. Cada día nos ofendemos unos a otros. Tenemos que considerar estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos pide es curar inmediatamente las heridas que nos provocamos, volver a tejer de inmediato los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado, todo se hace más difícil. Y hay un secreto sencillo para curar las heridas y disipar las acusaciones. Es este: no dejar que acabe el día sin pedirse perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas... entre nuera y suegra. Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, se sanan las heridas, el matrimonio se fortalece y la familia se convierte en una casa cada vez más sólida, que resiste a las sacudidas de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y por esto no es necesario dar un gran discurso, sino que es suficiente una caricia: una caricia y todo se acaba, y se recomienza. Pero no terminar el día en guerra.
Si aprendemos a vivir así en la familia, lo hacemos también fuera, donde sea que nos encontremos. Es fácil ser escéptico en esto. Muchos —también entre los cristianos— piensan que se trate de una exageración. Se dice: sí, son hermosas palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero gracias a Dios no es así. En efecto, es precisamente recibiendo el perdón de Dios que, a su vez, somos capaces de perdonar a los demás. Por ello Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que rezamos la oración del Padrenuestro, es decir cada día. Es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya espacios, como la familia, donde se aprenda a perdonar los unos a los otros.
El Sínodo ha reavivado nuestra esperanza también en esto: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no sólo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa ante las grietas y consolida sus muros. La Iglesia, queridas familias, está siempre cerca de vosotras para ayudaros a construir vuestra casa sobre la roca de la cual habló Jesús. Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre». Y añade: «Muchos me dirán ese día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre? Entonces yo les declararé: Nunca os he conocido» (cf. Mt 7, 21-23). Es una palabra fuerte, no cabe duda, que tiene la finalidad de sacudirnos y llamarnos a la conversión.
Os aseguro, queridas familias, que si seréis capaces de caminar cada vez más decididamente por la senda de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonaros mutuamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. De otro modo, haremos predicaciones incluso muy bellas, y tal vez también expulsaremos algún demonio, pero al final el Señor no nos reconocerá como sus discípulos, porque no hemos tenido la capacidad de perdonar y de dejarnos perdonar por los demás.
Las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón mutuo. Recemos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado bajo el peso de sus ofensas.
Con esta intención, digamos juntos: «Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». [Digámoslo juntos: «Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»].
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a vivir cada vez más las experiencias del perdón y de la reconciliación. Muchas gracias.
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