DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
NOVIEMBRE 2015
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO;
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LOS DECRETOS CONCILIARES
"OPTATAM TOTIUS" Y "PRESBYTERORUM ORDINIS"
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A LOS PARTICIPANTES EN LA XXX CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS AGENTES SANITARIOS
(PARA LA PASTORAL DE LA SALUD)
NOVIEMBRE 2015
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO;
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LOS DECRETOS CONCILIARES
"OPTATAM TOTIUS" Y "PRESBYTERORUM ORDINIS"
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Regia
Viernes 20 de noviembre de 2015
Viernes 20 de noviembre de 2015
Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:
Dirijo a cada uno un cordial saludo y expreso un sincero
agradecimiento a usted, cardenal Stella, y a la Congregación para el
clero, que me invitaron a participar en este congreso, a los cincuenta
años de la promulgación de los decretos conciliares Optatam totius y Presbyterorum ordinis.
Os pido disculpas por haber cambiado el primer proyecto, que
consistía en que yo vaya a vuestro congreso, pero habéis visto que no
había tiempo e incluso aquí llegué con retraso.
No se trata de una «nueva evocación histórica». Estos dos decretos
son una semilla, que el Concilio depositó en el campo de la vida de la
Iglesia; en el curso de estos cinco decenios han crecido, se
convirtieron en una planta frondosa, ciertamente con alguna hoja seca,
pero sobre todo con muchas flores y frutos que embellecen a la Iglesia
de hoy. Recorriendo el camino realizado, este congreso ha mostrado esos
frutos y ha sido una oportuna reflexión eclesial sobre el trabajo que
queda por hacer en este ámbito tan vital para la Iglesia. ¡Aún queda
trabajo por hacer!
Optatam totius y Presbyterorum ordinis
fueron recordados juntos, como las dos partes de una única realidad: la
formación de los sacerdotes, que distinguimos en inicial y permanente, y
que para ellos es una única experiencia de discipulado. No por
casualidad, el Papa Benedicto, en enero de 2013 (Motu proprio Ministrorum institutio),
dio una forma concreta, jurídica, a esta realidad, atribuyendo también a
la Congregación para el clero la competencia sobre los seminarios. De
este modo el mismo dicasterio puede comenzar a ocuparse de la vida y del
ministerio de los presbíteros desde el momento del ingreso en el
seminario, trabajando para que se promuevan y se cuiden las vocaciones, y
puedan culminar en la vida de santos sacerdotes. El camino de santidad
de un sacerdote comienza en el seminario.
Desde el momento que la vocación al sacerdocio es un don que Dios
concede a algunos para el bien de todos, quisiera compartir con vosotros
algunas reflexiones, precisamente a partir de la relación entre los
sacerdotes y las demás personas, siguiendo el n. 3 de Presbyterorum ordinis,
donde se encuentra como un pequeño compendio de teología del
sacerdocio, tomado de la Carta a los Hebreos: «Los presbíteros, tomados
de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas
que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados,
moran con los demás hombres como hermanos».
Consideremos estos tres momentos: «tomados de entre los hombres», «constituidos en favor de los hombres», presentes «en medio de los demás hombres».
El sacerdote es un hombre que nace en un determinado contexto humano;
allí aprende los primeros valores, asimila la espiritualidad del
pueblo, se acostumbra a las relaciones. También los sacerdotes tienen
una historia, no son «hongos» que surgen improvisamente en la catedral
el día de su ordenación. Es importante que los formadores y los
sacerdotes mismos recuerden esto y sepan tener en cuenta esa historia
personal a lo largo del camino de la formación. El día de la ordenación
digo siempre a los sacerdotes, a los neo-sacerdotes: recordad de dónde
habéis sido llamados, del rebaño, no os olvidéis de vuestra madre y de
vuestra abuela. Esto lo decía Pablo a Timoteo, y lo digo también yo hoy.
Esto quiere decir que no se puede ser sacerdote creyendo que uno fue
formado en un laboratorio, no; comienza en la familia con la «tradición»
de la fe y con toda la experiencia de la familia. Es necesario que la
misma sea personalizada, porque es la persona concreta la que está
llamada al discipulado y al sacerdocio, teniendo en cuenta en cada caso
que sólo Cristo es el Maestro a quien se sigue y se imita.
Me gusta recordar en este contexto ese fundamental «centro de
pastoral vocacional» que es la familia, iglesia doméstica y primer y
fundamental lugar de formación humana, donde puede germinar en los
jóvenes el deseo de una vida concebida como camino vocacional, que se ha
de recorrer con compromiso y generosidad.
En la familia y en todos los demás contextos comunitarios —escuela,
parroquia, asociaciones, grupos de amigos— aprendemos a estar en
relación con personas concretas, nos dejamos modelar por la relación con
ellos, y llegamos a ser lo que somos también gracias a ellos.
Un buen sacerdote, por lo tanto, es ante todo un hombre con su propia
humanidad, que conoce la propia historia, con sus riquezas y sus
heridas, y que ha aprendido a hacer las paces con ella, alcanzando la
serenidad profunda, propia de un discípulo del Señor. La formación
humana, por lo tanto, es una necesidad para los sacerdotes, para que
aprendan a no dejarse dominar por sus límites, sino más bien a
fructificar sus talentos.
Si un sacerdote es un hombre pacificado sabrá difundir serenidad a su
alrededor, incluso en los momentos difíciles, transmitiendo la belleza
de la relación con el Señor. No es normal en cambio que un sacerdote
esté con frecuencia triste, nervioso o con mal carácter; no está bien y
no hace bien, ni al sacerdote ni a su pueblo. Pero si tú tienes una
enfermedad, si eres neurótico, debes ir al médico. Al médico espiritual y
al médico clínico: te darán pastillas que te harán bien, los dos. Pero,
por favor, que los fieles no paguen la neurosis de los sacerdotes. No
tratar mal a los fieles; cercanía de corazón con ellos.
Nosotros sacerdotes somos apóstoles de la alegría, anunciamos el
Evangelio, es decir la «buena noticia» por excelencia; no somos
ciertamente nosotros quienes damos la fuerza al Evangelio —algunos lo
piensan—, pero podemos favorecer o crear dificultad en el encuentro
entre el Evangelio y las personas. Nuestra humanidad es la «vasija de
barro» en la que custodiamos el tesoro de Dios, una vasija que debemos
cuidar para transmitir bien su precioso contenido.
Un sacerdote no puede perder sus raíces, sigue siendo siempre un
hombre del pueblo y de la cultura que lo han engendrado; nuestras raíces
nos ayudan a recordar quiénes somos y de dónde nos ha llamado Cristo.
Nosotros sacerdotes no caemos desde lo alto, sino que somos llamados,
llamados por Dios, que nos toma de «entre los hombres», para
constituirnos «en favor de los hombres». Me permito una anécdota. En la
diócesis, hace años... No en la diócesis, no, en la Compañía había un
buen sacerdote, bueno, joven, dos años de sacerdocio. Y entró en un
período de crisis, habló con el padre espiritual, con sus superiores,
con los médicos y dijo: «Me marcho, no puedo más, me marcho». Y pensando
en estas cosas —yo conocía a su madre, gente humilde— le dije: «¿Por
qué no vas a ver a tu madre y hablas de esto?». Y fue, pasó todo el día
con su mamá y volvió cambiado. La mamá le dio dos «bofetadas»
espirituales, le dijo tres o cuatro verdades, lo puso en su lugar, y
siguió adelante. ¿Por qué? Porque fue a la raíz. Por ello es importante
no borrar la raíz de la que procedemos. En el seminario debes hacer la
oración mental... Sí, cierto, esto se debe hacer, aprender... Pero ante
todo reza como te enseñó tu mamá, y luego sigues adelante. Pero siempre
la raíz está allí, la raíz de la familia, como aprendiste a rezar siendo
niño, incluso con las mismas palabras, comienza a rezar así. Y así irás
adelante con la oración.
He aquí el segundo pasaje: «en favor de los hombres».
En esto hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los
presbíteros. Respondiendo a la vocación de Dios, se llega a ser
sacerdote para servir a los hermanos y a las hermanas. Las
imágenes de Cristo que tomamos como referencia para el ministerio de los
sacerdotes son claras: Él es el «Sumo Sacerdote», del mismo modo
cercano a Dios y cercano a los hombres; es el «Siervo», que lava los
pies y se hace cercano a los más débiles; es el «Buen Pastor», que
siempre tiene como objetivo la atención del rebaño.
Son las tres imágenes que debemos contemplar, pensando en el
ministerio de los sacerdotes, enviados a servir a los hombres, a
hacerles llegar la misericordia de Dios, a anunciar su Palabra de vida.
No somos sacerdotes para nosotros mismos y nuestra santificación está
estrechamente relacionada con la de nuestro pueblo, nuestra unción a su
unción: tú eres ungido para tu pueblo. Saber y recordar que fuimos
«constituidos para el pueblo» —pueblo santo, pueblo de Dios—, ayuda a
los sacerdotes a no pensar en sí mismo, a ser autoridad y no
autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en
definitiva, pastores, no funcionarios. Hoy, en ambas lecturas de la misa
se ve claramente la capacidad que tiene el pueblo de alegrarse, cuando
se restaura y se purifica el templo, y en cambio la incapacidad de
alegrarse que tienen los jefes de los sacerdotes y los escribas ante la
expulsión de los mercaderes del templo por parte de Jesús. Un sacerdote
debe aprender a alegrarse, nunca debe perder la capacidad de ser alegre:
si la pierde hay algo que no está bien. Y os digo sinceramente, tengo
miedo a las rigideces, tengo miedo. Los sacerdotes rígidos... ¡Lejos!
¡Te muerden! Y viene a mi mente la expresión de san Ambrosio, del siglo
IV: «Donde hay misericordia está el espíritu del Señor, donde hay
rigidez están sólo sus ministros». El ministro sin el Señor se hace
rígido, y esto es un peligro para el pueblo de Dios. Pastores, no
funcionarios.
El pueblo de Dios y la humanidad toda son destinatarios de la misión
de los sacerdotes, a la cual tiende toda la obra de la formación. La
formación humana, intelectual y espiritual confluyen naturalmente en la
formación pastoral, a la que aportan instrumentos, virtudes y
disposiciones personales. Cuando todo esto se armoniza y se une a un
genuino celo misionero, a lo largo del camino de toda la vida, el
sacerdote puede realizar la misión que Cristo le confió a su Iglesia.
Por último, lo que nació del pueblo, con el pueblo debe permanecer;
el sacerdote está siempre «en medio de los demás hombres», no es un
profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo
que debe —tal vez lo haga bien, pero como si fuese una profesión— y
luego se marcha para vivir una vida aparte. El sacerdote está para estar
en medio a la gente: la cercanía. Y me permito, hermanos obispos,
también nuestra cercanía de obispos a nuestros sacerdotes. ¡Esto es
también para nosotros! Cuántas veces escuchamos lamentos de los
sacerdotes: «Bah, llamé al obispo porque tengo un problema... El
secretario, la secretaria, me dijo que está muy ocupado, que ha salido,
que no puede recibirme antes de tres meses...». Dos cosas. La primera:
Un obispo siempre está ocupado, gracias a Dios, pero si tú obispo
recibes una llamada de un sacerdote y no puedes recibirlo porque tienes
mucho trabajo, al menos toma el teléfono, llámalo y dile: «¿Es urgente?
¿No es urgente? ¿Cuándo, vienes ese día...», así se siente cercano. Hay
obispos que parecen alejarse de los sacerdotes... Cercanía, al menos una
llamada telefónica. Esto es amor de padre, fraternidad. Y otra cosa.
«No, tengo una conferencia en tal ciudad y luego debo hacer un viaje a
América, y después...». Pero, escucha, el decreto de residencia de
Trento aún está vigente. Y si tú no te ves capaz de permanecer en la
diócesis, renuncia, y da vueltas por el mundo haciendo otro apostolado
muy bueno. Pero si tú eres obispo de esa diócesis, residencia. Estas dos
cosas, cercanía y residencia. Esto es para nosotros obispos. El
sacerdote es tal para estar en medio de la gente.
El bien que los sacerdotes pueden hacer nace sobre todo de su
cercanía y de un tierno amor a las personas. No son filántropos o
funcionarios, los sacerdotes son padres y hermanos. La paternidad de un
sacerdote hace mucho bien.
Cercanía, entrañas de misericordia, mirada amorosa: hacer
experimentar la belleza de una
vida vivida según el Evangelio y el amor
de Dios que se hace concreto también a través de sus ministros. Dios que
nunca rechaza. Y aquí pienso en el confesionario. Siempre se pueden
encontrar caminos para dar la absolución. Acoger bien. Pero algunas
veces no se puede absolver. Hay sacerdotes que dicen: «No, de esto no te
puedo absolver, márchate». Este no es el camino. Si no puedes dar la
absolución, explica diciendo: «Dios te ama inmensamente, Dios te quiere
mucho. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo dar la
absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, así
cada vez que vuelvas te daré la bendición como signo de que Dios te
ama». Y ese hombre o esa mujer se marcha lleno de alegría porque ha
encontrado el icono del Padre, que no rechaza nunca; de una forma o de
otra lo abrazó.
Un buen examen de conciencia para un sacerdote es también esto: si el
Señor volviese hoy, ¿dónde me encontraría? «Donde está tu tesoro, allí
estará también tu corazón» (Mt 6, 21). Y mi corazón, ¿dónde está?
¿En medio a la gente, rezando con y por la gente, rodeado de sus
alegrías y sufrimientos, o más bien en medio de las cosas del mundo, de
los negocios terrenos, de mis «espacios» privados? Un sacerdote no puede
tener un espacio privado, porque está siempre o con el Señor o con el
pueblo. Pienso en los sacerdotes que he conocido en mi ciudad, cuando no
había secretaría telefónica y dormían con el teléfono en la mesa de
noche, a cualquier hora que llamase la gente, ellos se levantaban a dar
la unción: nadie moría sin los sacramentos. Ni siquiera en el descanso
tenían un espacio de privacidad. Esto es celo apostólico. La respuesta a
esta pregunta: ¿dónde está mi corazón?, puede ayudar a cada sacerdote a
orientar su vida y su ministerio hacia el Señor.
El Concilio ha dejado a la Iglesia «perlas preciosas». Como el
comerciante del Evangelio de Mateo (13, 45), hoy vamos en busca de
ellas, para encontrar nuevo impulso y nuevos instrumentos para la misión
que el Señor nos confía.
Una cosa que quisiera añadir al texto —¡disculpadme!— es el
discernimiento vocacional, la admisión en el seminario. Buscar la salud
de ese joven, salud espiritual, salud material, física, psíquica. En una
ocasión, apenas nombrado maestro de novicios, en el año ’72, fui a
llevar a la psicóloga los resultados del test de personalidad, un test
sencillo que se hacía como uno de los elementos del discernimiento. Era
una buena mujer, y también una buena médica. Me decía: «Este tiene este
problema pero puede continuar si sigue así...». Era también una buena
cristiana, pero en algunos casos inflexible: «Este no puede». —«Pero
doctora, es muy bueno este muchacho». —«Ahora es bueno, pero debe saber
que hay jóvenes que saben inconscientemente, no son conscientes de ello,
pero perciben inconscientemente el hecho de estar psíquicamente
enfermos y buscan para su vida estructuras fuertes que los defiendan, y
poder así seguir adelante. Y marchan bien, hasta el momento en que se
sienten bien establecidos y allí comienzan los problemas». —«Me parece
un poco raro...». Y la respuesta no la olvido nunca, la misma del Señor a
Ezequiel: «Padre, ¿usted no ha pensado por qué hay tantos policías
torturadores? Entran jóvenes, parecen sanos pero cuando se sienten
seguros, comienza a manifestarse la enfermedad. Esas son las
instituciones fuertes que buscan estos enfermos inconscientes: la
policía, el ejército, el clero... Y luego muchas enfermedades que van
surgiendo y que todos nosotros conocemos». Es curioso. Cuando me doy
cuenta de que un joven es demasiado rígido, es demasiado
fundamentalista, no me da confianza; detrás hay algo que él mismo no
sabe. Pero cuando se siente seguro... Ezequiel 16, no recuerdo el
versículo, pero es cuando el Señor dice a su pueblo todo lo que ha
hecho por él: le salió al encuentro al nacer, luego lo vistió, contrajo
matrimonio... «Y más tarde, cuando te has sentido segura, te has
prostituido». Es una regla, una regla de vida. Ojos abiertos sobre la
misión en los seminarios. Ojos abiertos.
Confío en que el fruto de los trabajos de este congreso —con tantos
relatores autorizados, provenientes de regiones y culturas diversas— se
podrá ofrecer a la Iglesia como útil actualización de las enseñanzas del
Concilio, dando una aportación a la formación de los sacerdotes, los
que están y los que el Señor querrá donarnos, para que, configurados
cada vez más con Él, sean buenos sacerdotes según el corazón del Señor,
no funcionarios. Y gracias por la paciencia.
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A LOS PARTICIPANTES EN LA XXX CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS AGENTES SANITARIOS
(PARA LA PASTORAL DE LA SALUD)
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Regia
Jueves 19 de noviembre de 2015
Jueves 19 de noviembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestra acogida! Agradezco a monseñor Zygmunt Zimowski
el amable saludo que me ha dirigido en nombre también de todos los
presentes, y doy mi cordial bienvenida a vosotros, organizadores y
participantes en esta trigésima Conferencia internacional dedicada a «La
cultura de la salus y de la acogida al servicio del hombre y del planeta». Un afectuoso gracias a todos los colaboradores del dicasterio.
Múltiples son las cuestiones que se tratarán en esta cita anual, que
señala los treinta años de actividad del Consejo pontificio para la
pastoral de la salud y que coincide también con el vigésimo aniversario
de la publicación de la carta encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II.
Precisamente el respeto por el valor de la vida, y, aún más, el amor a
ella, encuentra una realización insustituible en hacerse prójimo,
acercarse, hacerse cargo de quien sufre en el cuerpo y en el espíritu:
son todas acciones que caracterizan la pastoral de la salud. Acciones y,
antes aún, actitudes que la Iglesia pondrá especialmente de relieve
durante el Jubileo de la misericordia, que nos llama a todos a estar
cerca de los hermanos y las hermanas que más sufren. En la Evangelium vitae podemos encontrar los elementos constitutivos de la «cultura de la salus»: es decir acogida, compasión, comprensión y perdón.
Son las actitudes habituales de Jesús hacia la multitud de personas
necesitadas que se le acercaban cada día: enfermos de todos los tipos,
pecadores públicos, endemoniados, marginados, pobres y extranjeros... Y,
curiosamente, en nuestra actual cultura del descarte ellos son
rechazados, son dejados de lado. No cuentan. Es curioso... ¿Qué quiere
decir esto? Que la cultura del descarte no es de Jesús. No es cristiana.
Tales actitudes son las que la encíclica llama «exigencias positivas»
del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida, que con Jesús
se manifiestan en toda su amplitud y profundidad, y que aún hoy pueden,
es más, deben caracterizar la pastoral de la salud: las mismas «van
desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo
pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del
forastero, hasta amar al enemigo» (n. 41).
Esta cercanía al otro —cercanía de verdad, no fingida— hasta
llegar a sentirlo como alguien que me pertenece —también el enemigo me
pertenece como hermano— supera toda barrera de nacionalidad, de clase
social, de religión..., como nos enseña el «buen samaritano» de la
parábola evangélica. Supera también esa cultura en sentido negativo
según la cual, tanto en los países ricos como en los países pobres, los
seres humanos son aceptados o rechazados según criterios utilitaristas,
en especial de utilidad social o económica. Esta mentalidad es pariente
de la así llamada «medicina de los deseos»: una costumbre cada vez más
difundida en los países ricos, caracterizada por la búsqueda a cualquier
precio de la perfección física, con la ilusión de la eterna juventud;
una costumbre que induce precisamente a descartar o marginar a quien no
es «eficiente», a quien es considerado como un peso, una molestia, o que
sencillamente es feo.
Igualmente, el «hacerse prójimo» —como recordaba en mi reciente encíclica Laudato si’— conlleva también asumir responsabilidades impostergables hacia la creación y la «casa común», que pertenece a todos y cuyo cuidado está confiado a todos, también para las generaciones que vendrán.
La preocupación manifestada por la Iglesia, en efecto, es por la
suerte de la familia humana y de toda la creación. Se trata de educarnos
todos en «custodiar» y «administrar» la creación en su conjunto, como
don entregado a la responsabilidad de cada generación para que la vuelva
a entregar más íntegra y humanamente habitable a las generaciones
venideras. Esta conversión del corazón al «Evangelio de la creación»
comporta que hagamos nuestra parte y seamos intérpretes del grito por la
dignidad humana, que se eleva sobre todo desde los más pobres y
excluidos, como lo son muchas veces las personas enfermas y las que
sufren. Que en el ya inminente Jubileo de la misericordia, este grito
pueda encontrar un eco sincero en nuestro corazón, para que también en
la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales,
según las diversas responsabilidades confiadas a cada uno, podamos
acoger el don de la gracia de Dios, mientras que nosotros mismos nos
convertimos en «canales» y testigos de la misericordia.
Deseo que en estas jornadas de profundización y debate, en las que
consideráis también el factor ambiental en sus aspectos mayormente
vinculados a la salud física, psíquica, espiritual y social de la
persona, podáis contribuir a un nuevo desarrollo de la cultura de la salus,
considerada también en sentido integral. Os aliento, en esta
perspectiva, a tener siempre presente, en vuestros trabajos, la realidad
de las poblaciones que sufren en mayor medida los daños provocados por
la degradación ambiental, daños graves y a menudo permanentes a la
salud. Y al hablar de estos daños que vienen de la degradación
ambiental, es una sorpresa para mí encontrar —cuando voy a la audiencia
de los miércoles o cuando voy a las parroquias— tantos enfermos, sobre
todo niños... Me dicen los padres: «Tiene una enfermedad rara. No saben
lo que es». Estas enfermedades raras son consecuencia de la enfermedad
que nosotros provocamos en el ambiente. ¡Y esto es grave!
Pidamos a María santísima, Salud de los enfermos, que acompañe los
trabajos de esta Conferencia vuestra. A ella encomendamos el compromiso
que, cotidianamente, las diversas figuras profesionales del mundo de la
salud desempeñan en favor de los que sufren. Os bendigo de corazón a
todos vosotros, a vuestras familias, a vuestras comunidades, así como a
quienes encontráis en los hospitales y clínicas. Rezo por vosotros; y
vosotros, por favor, rezad por mí. ¡Gracias!
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VISITA A LA IGLESIA EVANGÉLICA Y LUTERANA DE ROMA
Domingo 15 de noviembre de 2015
El Papa FRANCISCO responde de forma espontánea a las preguntas de tres miembros de la comunidad evangélica luterana de Roma.
El pequeño Julius, de nueve años, preguntó: «¿Qué te gusta más de ser Papa?».
La respuesta es sencilla. Lo que me gusta... Si yo te pregunto qué
comida te gusta más, tú me dirás la tarta, lo dulce. ¿O no? Pero hay que
comer todo. La que me gusta, sinceramente, es ser párroco, ser pastor.
No me gustan los trabajos de oficina. No me gustan esos trabajos. No me
gusta hacer entrevistas de protocolo —esta no es protocolar, ¡es
familiar!—, pero tengo que hacerlo. Por ello, ¿qué es lo que más me
gusta? Ser párroco. Y en otra época, mientras era rector de la facultad
de teología, era párroco de la parroquia que estaba al lado de la
facultad. ¿Sabes? Me gustaba enseñar el catecismo a los niños y el
domingo celebrar la misa con los niños. Había más o menos 250 niños, era
difícil que todos estuviesen en silencio, era difícil. El diálogo con
los niños... Eso me gusta. Tú eres un muchacho y tal vez me comprendas.
Vosotros sois concretos, no hacéis preguntas sin fundamento, teóricas:
«¿Por qué esto es así? ¿Por qué?...». Es esto, me gusta ser párroco y,
siendo párroco, lo que más me gusta es estar con los niños, hablar con
ellos. Se aprende mucho. Me gusta ser Papa con estilo de párroco. El
servicio. Me gusta, en el sentido de que me siento bien, cuando visito a
los enfermos, cuando hablo con las personas que están un poco
desesperadas, tristes. Me gusta mucho ir a la cárcel, pero no que me
detengan en la prisión. Porque al hablar con los detenidos... cada vez
que entro en una cárcel —tú tal vez comprenderás lo que te diré—, me
pregunto a mí mismo: «¿Por qué ellos y yo no?». Y allí percibo la
salvación de Jesucristo, el amor de Jesucristo por mí. Porque es Él
quien me salvó. Yo no soy menos pecador que ellos, pero el Señor me tomó
de la mano. También esto percibo. Y cuando voy a la cárcel soy feliz.
Ser Papa es ser obispo, ser párroco, ser pastor. Si un Papa no se
comporta como obispo, si un Papa no se comporta como párroco, no es
pastor, será una persona muy inteligente, muy importante, tendrá mucha
influencia en la sociedad, pero pienso —¡pienso!— que en su corazón no
es feliz. No sé si respondí a lo que querías saber.
Anke de Bernardinis, casada con un católico romano, expresó su
dolor por «no poder participar juntos en la Cena del Señor», y preguntó:
«¿Qué podemos hacer para alcanzar, finalmente, la comunión en este
punto?».
Gracias, señora. La pregunta sobre el hecho de compartir la Cena del
Señor para mí no es fácil responderla, sobre todo ante a un teólogo como
el cardenal Kasper. ¡Me da miedo! Pienso que el Señor cuando nos dio
este mandato nos dijo: «Haced esto en memoria mía». Y cuando compartimos
la Cena del Señor, recordamos e imitamos, hacemos lo mismo que hizo el
Señor Jesús. Sí que habrá una Cena del Señor, habrá un banquete final en
la Nueva Jerusalén, pero será lo último. En cambio en el camino me
pregunto —y no sé cómo responder, pero su pregunta la hago mía—:
compartir la Cena del Señor, ¿es el final de un camino o es el viático
para caminar juntos? Dejo la pregunta a los teólogos, a los que
entienden. Es verdad que en cierto sentido compartir es afirmar que no
existen diferencias entre nosotros, que tenemos una misma doctrina
—destaco la palabra, palabra difícil de comprender—, pero me pregunto:
¿no tenemos el mismo Bautismo? Y si tenemos el mismo Bautismo debemos
caminar juntos. Usted es testigo de un camino incluso profundo porque es
un camino conyugal, un camino precisamente de familia, de amor humano y
de fe compartida. Tenemos el mismo Bautismo. Cuando usted se siente
pecadora —también yo me siento muy pecador—, cuando su marido se siente
pecador, usted va ante el Señor y pide perdón; su marido hace lo mismo y
va al sacerdote y pide la absolución. Son remedios para mantener vivo
el Bautismo. Cuando vosotros rezáis juntos, el Bautismo crece, se hace
fuerte; cuando vosotros enseñáis a vuestros hijos quién es Jesús, para
qué vino Jesús, qué hizo por nosotros Jesús, hacéis lo mismo, tanto en
lengua luterana como en lengua católica, pero es lo mismo. La pregunta:
¿y la Cena? Hay preguntas a las que sólo si uno es sincero consigo mismo
y con las pocas «luces» teológicas que tengo, se debe responder lo
mismo, vedlo vosotros. «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», dijo el
Señor, «haced esto en memoria mía»; es un viático que nos ayuda a
caminar. He tenido una gran amistad con un obispo episcopaliano, de
cuarenta y ocho años, casado, con dos hijos, y él tenía esta inquietud:
la esposa católica, los hijos católicos, él obispo. Él acompañaba los
domingos a su esposa y a sus hijos a misa y luego iba al culto con su
comunidad. Era un paso en la participación en la Cena del Señor. Y él
siguió adelante, era un hombre justo, y el Señor lo llamó. A su pregunta
le respondo sólo con una pregunta: ¿cómo puedo hacer con mi marido,
para que la Cena del Señor me acompañe en mi camino? Es una cuestión a
la cual cada uno debe responder. Pero me decía un pastor amigo:
«Nosotros creemos que el Señor está allí presente. Está presente.
Vosotros creéis que el Señor está presente. ¿Cuál es la diferencia?»
—«Eh, son las explicaciones, las interpretaciones...». La vida es más
grande que las explicaciones e interpretaciones. Haced siempre
referencia al Bautismo: «Una fe, un bautismo, un Señor», así nos dice
Pablo, y de allí sacad las consecuencias. No me atrevería nunca a dar
permiso para hacer esto porque no es mi competencia. Un Bautismo, un
Señor, una fe. Hablad con el Señor y seguid adelante. No me atrevo decir
más.
Luego, Gertrud Wiedmer, suiza, tesorera de la comunidad, describió
al Papa un proyecto de ayuda para los refugiados y preguntó: «¿Qué
podemos hacer, como cristianos, para que las personas no se resignen o
no levanten nuevos muros?».
Usted, al ser suiza, al ser la tesorera, tiene todo el poder en sus
manos. Un servicio... La miseria... Usted dijo esta palabra: la miseria.
Me surge decir dos cosas. La primera, los muros. El hombre, desde el
primer momento —si leemos las Escrituras— es un gran constructor de
muros, que separan de Dios. En las primeras páginas del Génesis vemos
esto. Y hay una fantasía detrás de los muros humanos, la fantasía de
llegar a ser como Dios. Para mí, el mito, por decirlo con palabras
técnicas, o la narración de la Torre de Babel, es precisamente la
actitud del hombre y de la mujer que construyen muros, porque construir
un muro es decir: «Nosotros somos potentes, vosotros fuera». Pero en
este «nosotros somos potentes y vosotros fuera» está la soberbia del
poder y la actitud propuesta en las primeras páginas del Génesis:
«Seréis como Dios» (cf. Gn 3, 5). Hacer un muro es para excluir,
va en esta línea. La tentación: «Si coméis de este fruto, seréis como
Dios». A propósito de la Torre de Babel —esto tal vez ya lo habéis
escuchado, porque lo repito, pero es tan «plástico»— hay un midrash
escrito por un rabino judío en el año 1200 más o menos, en el tiempo de
Tomás de Aquino, de Maimónides, más o menos en esa época, que explicaba
a los suyos en la Sinagoga la construcción de la Torre de Babel, donde
el poder del hombre se hacía sentir. Era muy difícil, muy costoso,
porque se tenía que hacer el barro y no siempre el agua estaba cerca,
había que buscar la paja, hacer la mezcla, luego cortarlos, dejarlos
secar, dejarlos reposar y cocinarlos en el horno, y al final salían y
los obreros los llevaban... Si se caía uno de estos ladrillos se
convertía en una catástrofe, porque eran un tesoro, eran costosos,
costaban. Si se caía un obrero, en cambio, no pasaba nada. El muro
siempre excluye, prefiere el poder —en este caso el poder del dinero
porque el ladrillo era costoso, o la torre que quería llegar hasta el
cielo—, y así siempre excluye a la humanidad. El muro es el monumento a
la exclusión. También nosotros, en nuestra vida interior, cuántas veces
las riquezas, la vanidad y el orgullo se convierten en un muro ante el
Señor, nos alejan del Señor. Construir muros. Para mí, la palabra que me
surge ahora, un poco espontánea, es la palabra de Jesús: ¿cómo hacer
para no construir muros? Servicio. Haced la parte del último, que lava
los pies. Él te dio el ejemplo. Servicio a los demás, servicio a los
hermanos, a las hermanas, servicio a los más necesitados. Con esta obra
de ayuda a 80 madres jóvenes, vosotros no levantáis muros, prestáis un
servicio. El egoísmo humano quiere defenderse, defender el propio poder,
el propio egoísmo, pero en ese acto de defensa se aleja de la fuente de
riqueza. Los muros, al final, son como un suicidio, te cierran. Es algo
feo tener el corazón cerrado. Y hoy lo vemos, el drama... Mi hermano
pastor hoy al hablar de París, habló de corazones cerrados. También el
nombre de Dios se usa para cerrar los corazones. Usted me pedía:
«Tratemos de ser una ayuda a la miseria, pero sepamos también que las
posibilidades tienen un final. ¿Qué podemos hacer como cristianos para
que las personas no se resignen o no levanten nuevos muros?». Hablar
claro, rezar —porque la oración es potente— y servir. Y servir. Un día, a
la Madre Teresa de Calcuta le hicieron esta pregunta: «Todo este
esfuerzo que usted realiza sólo para hacer morir con dignidad a esta
gente que está a tres o cuatro días de la muerte, ¿qué es?». Es una gota
de agua en el mar, pero después de esto el mar ya no es lo mismo. Y,
siempre con el servicio, los muros caerán solos; pero nuestro egoísmo,
nuestro deseo de poder busca siempre construir muros. No lo sé, esto se
ocurre decir. ¡Gracias!
Homilía del Santo Padre
Jesús, durante su vida, hizo muchas elecciones. Esta que hoy hemos
escuchado será la última elección. Jesús hizo muchas elecciones: los
primeros discípulos, los enfermos que curaba, la multitud que lo
seguía... —lo seguía para escuchar porque hablaba como alguien que tiene
autoridad, no como sus doctores de la ley que se pavoneaban; pero
podemos leer quien era esta gente dos capítulos antes, en el capítulo 23
de Mateo; no, en Él veían autenticidad; y esa gente lo seguía. Jesús
hacía con amor las elecciones y también las correcciones. Cuando los
discípulos se equivocaban en los métodos: «¿Hacemos que descienda fuego
desde el cielo?...». –«Pero vosotros no sabéis cuál es vuestro
espíritu». O cuando la madre de Santiago y Juan fue a pedir al Señor:
«Señor, te quiero pedir un favor, que mis dos hijos, en el momento de tu
Reino, uno esté a la derecha y el otro a la izquierda...». Y Él
corregía estas cosas: siempre guiaba, acompañaba. Y también después de
la Resurrección causa mucha ternura ver cómo Jesús elige los momentos,
elige a las personas, no asusta. Pensemos en el camino hacia Emaús, cómo
los acompaña [a los dos discípulos]. Ellos tenían que ir a Jerusalén,
pero habían escapado de Jerusalén por miedo, y Él va con ellos, los
acompaña. Y luego se reveló a ellos, hizo que lo reconociesen. Es una
opción de Jesús. Y luego la gran opción que a mí siempre me emociona,
cuando prepara la boda del hijo y dice: «Id al cruce de los caminos y
traed aquí a los ciegos, los sordos, los cojos...». ¡Buenos y malos!
Jesús siempre elige. Y luego la elección de la oveja perdida. No hace un
cálculo financiero: «Tengo 99, y pierdo una de ellas...». No. La última
opción será la opción definitiva. Y, ¿cuáles serán las preguntas que el
Señor nos hará ese día: «¿Has ido a misa? ¿Has hecho una buena
catequesis?». No, las preguntas serán acerca de los pobres, porque la
pobreza está en el centro del Evangelio. Él siendo rico se hizo pobre
para enriquecernos con su pobreza. Él no considera un privilegio ser
como Dios, sino que se abajó, se humilló hasta el final, hasta la muerte
de Cruz (cf. Flp 2, 6-8). Es la opción del servicio. ¿Jesús es
Dios? Es verdad. ¿Es el Señor? Es verdad. Pero es el servidor, y la
elección la hará a partir de ello. Tú, ¿has usado tu vida para ti o para
servir? ¿Para defenderte de los demás con muros o para acogerlos con
amor? Y esta será la última opción de Jesús. Esta página del Evangelio
nos dice mucho acerca del Señor. Y puedo preguntarme: nosotros,
luteranos y católicos, ¿de qué parte estaremos, a la derecha o la
izquierda? Y hubo tiempos feos entre nosotros... Pensemos en las
persecuciones entre nosotros, con el mismo Bautismo. Pensemos en los
muchos que fueron quemados vivos.
Debemos pedirnos perdón por esto, por
el escándalo de la división, porque todos, luteranos y católicos,
estamos en esta elección, no en otras opciones, en esta opción, la
elección del servicio como Él nos indicó siendo siervo, el siervo del
Señor.
A mi me gusta, para acabar, cuando veo al Señor siervo que sirve, me
gusta pedirle que Él sea el servidor de la unidad, que nos ayude a
caminar juntos. Hoy hemos rezado juntos. Rezar juntos, trabajar juntos
por los pobres, por los necesitados; querernos, con verdadero amor de
hermanos. «Pero, padre, somos distintos, porque nuestros libros
dogmáticos dicen una cosa y los vuestros dicen otra». Pero uno de
vuestros grandes [un exponente] dijo una vez que existe la hora de la
diversidad reconciliada. Pidamos hoy esta gracia, la gracia de esta
diversidad reconciliada en el Señor, es decir en el Siervo de Yahvé, de
ese Dios que vino entre nosotros para servir y no para ser servido.
Os agradezco mucho esta hospitalidad fraterna. Gracias.
L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 47, viernes 20 de noviembre de 2015
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AL PERSONAL DEL INSTITUTO NACIONAL ITALIANO
DE LA SEGURIDAD SOCIAL (INPS)
Sábado 7 de noviembre de 2015
Con viva cordialidad dirijo mi saludo a vosotros, empleados y dirigentes del Instituto nacional italiano de la seguridad social, reunidos aquí en audiencia por primera vez en la historia secular del ente. ¡Muchas gracias! Gracias por vuestra presencia —¡de verdad que sois muchos!— y gracias a vuestro presidente por sus gentiles palabras.
Vosotros honráis, de varias formas, la delicada tarea de tutelar algunos derechos ligados al ejercicio del trabajo; derechos basados en la misma naturaleza de la persona humana y su trascendental dignidad. De manera especial, se os ha confiado la que quisiera definir como la custodia del derecho al descanso. Me refiero no solamente al descanso que es sostenido y legitimado por una amplia serie de prestaciones sociales (del día de reposo semanal a las vacaciones, a las que todo trabajador tiene derecho: cf. Juan Pablo II, carta enc. Laborem exercens, 19), sino también y sobre todo a una dimensión del ser humano que no carece de raíces espirituales y de la que también vosotros, en lo que os compete, sois responsables.
Dios llamó al hombre al descanso (cf. Ex 34, 21; Dt 5, 12.15) y Él mismo quiso ser partícipe de este el séptimo día (cf. Ex 31, 17; Gn 2, 2). Por lo tanto el descanso, en el lenguaje de la fe, es al mismo tiempo dimensión humana y divina. Pero con una prerrogativa única: la de no ser una simple abstención del esfuerzo y del compromiso ordinario, sino una ocasión para vivir plenamente la propia «creaturalidad», elevada a la dignidad filial por Dios mismo.
La exigencia de «santificar» el descanso (cf. Ex 20, 8) —que se repite semanalmente el domingo— se une a la de de un tiempo que permita ocuparse de la vida familiar, cultural, social y religiosa (cf. Conc. Ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, 67).
Del justo descanso de los hijos de Dios, también vosotros sois en cierto sentido colaboradores. En la multiplicidad de servicios que prestáis a la sociedad, tanto en términos asistenciales cuanto de seguridad social, vosotros contribuís a poner las bases para que el descanso pueda ser vivido como una dimensión auténticamente humana, y por ello abierta a la posibilidad de un nuevo encuentro con Dios y con los demás.
Esto, que es un honor, se convierte al mismo tiempo en una responsabilidad. De hecho, estáis llamados a enfrentar desafíos cada vez más complejos. Estos provienen tanto de la sociedad actual, con la criticidad de sus equilibrios y la fragilidad de sus relaciones, como del mundo del trabajo, flagelado por la insuficiencia ocupacional y la precariedad de las garantías que logra ofrecer. Y si se vive así, ¿cómo se puede descansar? El descanso es el derecho que todos tenemos cuando tenemos trabajo; pero si la situación de desempleo, injusticia social, trabajo en negro y precariedad en el trabajo es tan fuerte, ¿cómo puedo descansar? ¿Qué decimos? Podemos decir —¡es vergonzoso!—: «Ah, ¿tú quieres trabajar?» —«Sí». —«Estupendo. Lleguemos a un acuerdo: tú comienzas a trabajar en septiembre, pero hasta julio, y después julio, agosto y parte de septiembre, no comes, no descansas…». ¡Esto sucede hoy! Pasa hoy en todo el mundo y aquí; ¡pasa hoy en Roma también! Descanso porque hay trabajo. De lo contrario, no se puede descansar.
Hasta hace poco era común asociar la meta de la jubilación con llegar a la llamada tercera edad, para gozar del merecido descanso y ofrecer sabiduría y consejos a las nuevas generaciones. La época contemporánea ha cambiado significativamente este ritmo. Por un lado, la eventualidad del descanso ha sido anticipada, a veces diluida en el tiempo, a veces renegociada hasta extremos aberrantes, como el que llega a desnaturalizar la hipótesis misma de un cese laboral. Por otra parte, no han disminuido las exigencias asistenciales, tanto para quien ha perdido o no ha tenido nunca un trabajo, como para quien se ha visto obligado a interrumpirlo por diferentes motivos. Tú interrumpes el trabajo y la asistencia sanitaria cae…
Vuestra difícil tarea es contribuir para que no falten los subsidios indispensables para la subsistencia de los trabajadores desempleados y sus familias. Que no falte entre vuestras prioridades una atención privilegiada al trabajo femenino, ni mucho menos a la asistencia a la maternidad que debe siempre tutelar la vida que nace y a quien la sirve cotidianamente. Tutelad a las mujeres, ¡el trabajo de las mujeres! Que no falte nunca la seguridad social para la ancianidad, la enfermedad, los accidentes de trabajo. Que no falte el derecho a la jubilación, y subrayo: el derecho —¡la pensión es un derecho!— porque de esto se trata. Sed conscientes de la altísima dignidad de cada trabajador, al cual prestáis servicio con vuestra obra. Sosteniendo el ingreso durante y después del periodo laboral, contribuís a la cualidad de su compromiso como inversión para una vida a la medida del hombre.
Trabajar, por lo demás, quiere decir prolongar la obra de Dios en la historia, contribuyendo a ella de manera personal, útil y creativa (cf. ibid., 34). Apoyando el trabajo vosotros sostenéis esta misma obra. Y también, garantizando una existencia digna a los que tienen que dejar la actividad laboral, afirmáis una realidad más profunda: el trabajo no puede ser un mero engranaje en el mecanismo perverso que pisotea los recursos para obtener ganancias siempre mayores; el trabajo no puede ser ampliado o reducido en función de la ganancia de unos pocos y de formas productivas que sacrifican valores, relaciones y principios. Esto vale para la economía en general, que «no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos», (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 204). Y vale, análogamente, para todas las instituciones sociales, cuyo principio, sujeto y fin es y debe ser la persona humana (cf. Conc. Ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, 25). Su dignidad no puede ser perjudicada nunca, ni cuando deja de ser económicamente productiva.
Alguno de vosotros puede pensar: «Pero qué extraño este Papa: primero nos habla del descanso, ¡y después dice todas estas cosas sobre el derecho al trabajo!». Son cosas enlazadas. El verdadero descanso viene justamente del trabajo. Tú puedes reposar cuando estás seguro de tener un trabajo estable, que te da una dignidad, a ti y a tu familia. Y tú puedes descansar cuando en la ancianidad estás seguro de tener la pensión que es un derecho. Están enlazados, los dos: el verdadero descanso y el trabajo.
No os olvidéis del hombre: éste es el imperativo. Amar y servir al hombre con conciencia, responsabilidad y disponibilidad. Trabajad para quien trabaja y, no menos importante, por quien quisiera hacerlo y no puede. Hacedlo no como obra de solidaridad, sino como un deber de justicia y de subsidiariedad. Apoyad a los más débiles, para que a nadie le falte la dignidad y la libertad de vivir una vida auténticamente humana.
Muchas gracias por este encuentro. Invoco la bendición del Señor sobre cada uno de vosotros y de vuestras familias. Os aseguro mi recuerdo en la oración y os pido por favor que recéis por mí.
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