miércoles, 8 de marzo de 2017

FRANCISCO: Homilías de febrero 2017 [26, 19 y 2]

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
FEBRERO 2017 


ENCUENTRO CON LA COMUNIDAD ANGLICANA
EN LA IGLESIA DE "ALL SAINTS" DE ROMA


Domingo 26 de febrero de 2017


Queridos hermanos y hermanas:


Os doy las gracias por vuestra amable invitación para celebrar juntos este aniversario parroquial. Han pasado más de doscientos años desde que se celebró en Roma el primer servicio litúrgico público anglicano para un grupo de residentes ingleses que vivían en esta parte de la ciudad. Mucho, en Roma y en el mundo, ha cambiado desde entonces. Durante estos dos siglos ha cambiado mucho también entre anglicanos y católicos, que en el pasado se miraban con recelo y hostilidad; hoy, gracias a Dios, nos reconocemos como verdaderamente somos: hermanos y hermanas en Cristo, mediante nuestro bautismo común. Como amigos y peregrinos deseamos caminar juntos, seguir juntos a nuestro Señor Jesucristo.


Me habéis invitado a bendecir el nuevo icono de Cristo Salvador. Cristo nos mira, y su mirada posada en nosotros es una mirada de salvación, de amor y de compasión. Es la misma mirada misericordiosa que atravesó el corazón de los apóstoles, que iniciaron un camino de vida nueva para seguir y anunciar al Maestro. En esta santa imagen, Jesús, mirándonos, parece dirigirnos a nosotros también una llamada, un apelo: “¿Estás preparado para dejar algo de tu pasado por mí? ¿Quieres ser mensajero de mi amor, de mi misericordia?”. La misericordia divina es el manantial de todo el ministerio cristiano. Nos lo dice el apóstol Pablo, dirigiéndose a los Corintios, en la lectura que acabamos de escuchar. Él escribe: «Por esto, misericordiosamente investidos de este ministerio, no desfallecemos» (2 Corintios 4, 1). En efecto, san Pablo no siempre ha tenido una relación fácil con la comunidad de Corintio, como demuestran sus cartas. También hizo una visita dolorosa a esta comunidad y palabras acaloradas fueron intercambiadas por escrito. Pero este pasaje muestra al apóstol que supera las divergencias del pasado y, viviendo su ministerio según la misericordia recibida, no se resigna ante las divisiones sino que se bate por la reconciliación. Cuando nosotros, comunidad de cristianos bautizados, nos encontramos frente a desacuerdos y nos ponemos ante el rostro misericordioso de Cristo para superarlos, hacemos exactamente como ha hecho san Pablo en una de las primeras comunidades cristianas. ¿Cómo se prepara Pablo para esta tarea, por dónde comienza? Por la humildad, que no es solo una bella virtud, es una cuestión de identidad: Pablo se comprende como un servidor, que se no anuncia a sí mismo, sino a Cristo Jesús Señor (v. 5). Y cumple este servicio, este ministerio según la misericordia que le ha sido investida (v. 1); no en base a su capacidad y contando sobre sus fuerzas, sino con la confianza de que Dios le mira y le sostiene con misericordia en su debilidad. Hacerse humildes es descentrarse, salir del centro, reconocerse misericordiosos en Dios, mendicantes de misericordia: es el punto de salida para que sea Dios quien obre. Un presidente del Consejo Ecuménico de las Iglesias describió la evangelización cristiana como «un mendicante que dice a otro mendicante donde encontrar el pan» (Dr. D.T. Niles). Creo que san Pablo habría aprobado. Él se sentía “Llenado por la misericordia” y su prioridad era compartir con los demás su pan: la alegría de ser amados por el Señor y de amarlo. Este es nuestro bien más precioso, nuestro tesoro, y en este contexto Pablo presenta una de sus imágenes más conocidas, que podemos aplicar en todos nosotros: «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (v. 7). Somos sólo recipientes de barro, pero custodiamos dentro de nosotros el tesoro más grande del mundo. Los corintios sabían bien que era torpe preservar algo precioso en recipientes de barro, que eran baratos, pero se agrietaban fácilmente. Tener en su interior algo de precioso quería decir correr el riesgo de que se perdiera. Pablo, pecador agraciado, humildemente reconoce ser frágil como un recipiente de barro. Pero ha experimentado y sabe que está precisamente ahí, donde la miseria humana se abre a la acción misericordiosa de Dios, el Señor obra maravillas. Así obra la «extraordinaria potencia» de Dios (v. 7). Confiado en esta humilde potencia, Pablo sirve al Evangelio. Hablando de algunos de sus adversarios en Corinto, les llamará «súper apóstoles» (2 Corintios 12, 11), quizás, y con una cierta ironía, porque le habían criticado por sus debilidades, de las cuales ellos se retenían exentos. Pablo, en cambio, enseña que sólo reconociéndose débiles recipientes de creta, pecadores siempre necesitados de misericordia, el tesoro de Dios se derrama sobre nosotros y sobre los demás mediante nosotros. De no ser así, solamente estaremos llenos de tesoros nuestros, que se corrompen y se pudren en recipientes aparentemente bonitos. Si reconocemos nuestra debilidad y pedimos perdón, entonces la misericordia sanadora de Dios resplandecerá dentro de nosotros y será también visible fuera; los demás observarán de alguna manera, a través de nosotros, la belleza amable del rostro de Cristo.


A un cierto punto, quizás en el momento más difícil con la comunidad de Corintio, Pablo canceló una visita que había programado hacer, renunciando también a las ofertas que habría recibido (2 Corintios 1, 15-24). Existían tensiones en la comunión, pero no tenían la última palabra. La relación se reanudó y el apóstol aceptó la oferta de la Iglesia de Jerusalén. Los cristianos de Corinto volvieron a trabajar junto a las otras comunidades visitadas por Pablo, para sostener a quien estaba necesitado. Esta es una señal fuerte de comunión reanudada. También la obra que vuestra comunidad desarrolla junto a otras de lengua inglesa aquí en Roma puede ser vista de esta manera. Una comunión verdadera y sólida crece y se fortalece cuando actúa junta hacia quien está necesitado. A través del testimonio acorde de la caridad, el rostro misericordioso de Jesús se hace visible en nuestra ciudad. Católicos y anglicanos, estamos humildemente agradecidos porque, después de siglos de recíproca desconfianza, ahora somos capaces de reconocer que la fecunda gracia de Cristo está obrando también en los demás. Damos gracias al Señor porque entre los cristianos ha crecido el deseo de una mayor cercanía, que se manifiesta en el rezar juntos y en el común testimonio del Evangelio, sobre todo a través de las varias formas de servicio. A veces, el progreso en el camino hacia la plena comunión puede aparecer lento e incierto, pero hoy podemos sacar ánimo de nuestro encuentro. Por primera vez un Obispo de Roma visita vuestra comunidad. Es una gracia y también una responsabilidad: la responsabilidad de reforzar nuestras relaciones como alabanza a Cristo, al servicio del Evangelio y de esta ciudad.


Animémonos los unos a los otros a convertirnos en discípulos cada vez más fieles de Jesús, cada vez más libres de los respectivos prejuicios del pasado y siempre más deseosos de rezar por y con los demás. Un bonito signo de esta voluntad es el “hermanamiento” realizado entre vuestra parroquia de All Saints y la católica de Todos los Santos. Que los Santos de cada confesión cristiana, plenamente unidos en la Jerusalén de allí arriba, nos abran la vía para recorrer aquí abajo todas las posibles vías de un camino cristiano fraternal y común. Donde se reúne en el nombre de Jesús, Él está allí (cf. Mateo 18, 20), y dirigiendo su mirada de misericordia hace un llamamiento para batirse por la unidad y por el amor. ¡Que el rostro de Dios resplandezca sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre toda esta comunidad!




PREGUNTAS Y RESPUESTAS 


Durante nuestras liturgias, muchas personas entran en nuestra iglesia y se maravillan porque “¡parece una iglesia católica!”. Muchos católicos han oído hablar del rey Enrique VIII, pero ignoran las tradiciones anglicanas y del progreso ecuménico de este medio siglo. ¿Qué querría decirles sobre la relación entre católicos y anglicanos hoy?


Es verdad, la relación entre católicos y anglicanos hoy es buena, ¡nos queremos como hermanos! Es verdad que en la historia hay cosas feas por todos lados, y “sacar una pieza” de la historia y llevarlo como si fuera un “icono” de [nuestras] relaciones no es justo. Un hecho histórico debe ser leído en la hermenéutica de ese momento, no con otra hermenéutica. Y las relaciones de hoy son buenas, he dicho. Y han ido más allá, desde la visita del primado Michael Ramsey, y aún más... Pero también en los santos, nosotros tenemos una tradición común de los santos que vuestro párroco ha querido subrayar. Y nunca, nunca las dos Iglesias, las dos tradiciones han renegado de los santos, los cristianos que han vivido el testimonio cristiano hasta ese punto. Y esto es importante. Pero ha habido también relaciones de fraternidad en tiempos feos, en tiempos difíciles, donde estaban tan mezclados el poder político, económico, religioso, donde había esa regla “cuius regio eius religio” pero también en esos tiempos había algunas relaciones...
 

[se corta la conexión audio]


Yo conocí en Argentina un viejo jesuita, anciano, yo era joven y él anciano, padre Guillermo Furlong Cardiff, nacido en la ciudad de Rosario, de familia inglesa. Y él de niño había sido monaguillo —él es católico, de familia inglesa católica— él fue monaguillo en Rosario en el funeral de la reina Victoria, en la iglesia anglicana. También en esos tiempos había esta relación. Y las relaciones entre católicos y anglicanos son relaciones —no sé si históricamente se puede decir así, pero es una figura que nos ayudará a pensar— dos pasos adelante, medio paso atrás, dos pasos adelante, medio paso atrás... Es así. Son humanos. Y debemos continuar en esto.


Hay otra cosa que ha mantenido fuerte la unión entre nuestras tradiciones religiosas: están los monjes, los monasterios. Y los monjes, tanto católicos como anglicanos, son una gran fuerza espiritual de nuestras tradiciones.


Y las relaciones, como quisiera deciros, han mejorado aún más, y a mí me gusta, esto es bueno. “Pero no hacemos todas las cosas iguales...”. Pero caminamos juntos, vamos juntos. Por el momento va bien así. Cada día tiene la propia preocupación. No sé, esto me viene decirte. Gracias.


Su predecesor, el Papa Benedicto XVI, advirtió sobre el riesgo, en el diálogo ecuménico, de dar la prioridad a la colaboración de la acción social en vez de seguir el más exigente acuerdo teológico. Por lo que parece, usted prefiere lo contrario, es decir “caminar y trabajar” juntos para alcanzar la meta de la unidad de los cristianos. ¿Verdad?


Yo no conozco el contexto en el cual el Papa Benedicto dijo esto, no lo conozco y por eso es un poco difícil para mí, me pone en un aprieto para responder... Ha querido decir esto o no... Quizá puede haber sido en un coloquio con los teólogos... Pero no estoy seguro. Ambas cosas son importantes. Esto ciertamente. ¿Cuál de las dos tiene la prioridad?… Y por otro lado está la famosa broma del patriarca Atenágora —que es verdad porque yo se lo pregunté al patriarca Bartolomé y me dijo: “esto es verdad”—, cuando dijo al beato Papa Pablo VI: “¡Nosotros hacemos la unidad entre nosotros, y a todos los teólogos les metemos en una isla para que piensen!”. Era una broma, pero verdad, históricamente verdad, porque yo dudaba pero el patriarca Bartolomé me dijo que es verdad. Pero cuál es el núcleo de esto, por qué creo que eso que dijo el Papa Benedicto es verdad: se debe buscar el diálogo teológico para buscar también las raíces..., sobre los sacramentos..., sobre tantas cosas sobre las que todavía no estamos de acuerdo... Pero esto no se puede hacer en el laboratorio: se debe hacer caminando, a lo largo del camino.


Nosotros estamos en camino y en camino hacemos también estas discusiones. Los teólogos las hacen. Pero mientras tanto nosotros nos ayudamos, nosotros, el uno al otro, en nuestras necesidades, en nuestra vida, también espiritualmente nos ayudamos. Por ejemplo en el hermanamiento estaba el hecho de estudiar juntos la Escritura, y nos ayudamos en el servicio de la caridad, en el servicio de los pobres, en los hospitales, en las guerras... Es muy importante, es muy importante esto. No se puede hacer el diálogo ecuménico parados. No. El diálogo ecuménico se hace en camino, porque el diálogo ecuménico es un camino, y las cosas teológicas se discuten en camino. Creo que con esto no traiciono la mente del Papa Benedicto, ni siquiera la realidad del diálogo ecuménico. Así lo interpreto yo. Si yo conociera el contexto en el cual ha sido dicha esta expresión, quizá diría otra cosa, pero esto es lo que me viene decir.


La iglesia de Todos los Santos comenzó con un grupo de fieles británicos, pero ahora es una congregación internacional con personas procedentes de diferentes países. En algunas regiones de África, Asia o el Pacífico, las relaciones ecuménicas entre las Iglesias son mejores y más creativas que aquí en Europa. ¿Qué podemos aprender del ejemplo de las Iglesias del sur del mundo?


Gracias. Es verdad. Las Iglesias jóvenes tienen una vitalidad diferente, porque son jóvenes. Y buscan una manera de expresarse diferente. Por ejemplo, una liturgia aquí en Roma, o piensa en Londres o en París, no es la misma que una liturgia en tu país, donde la ceremonia litúrgica, católica también, se expresa con una alegría, con la danza y muchas formas diferentes propias de esas Iglesias jóvenes. Las Iglesias jóvenes tienen más creatividad; y al inicio también aquí en Europa era lo mismo: se buscaba... Cuando tú lees, por ejemplo, en la Didaché, cómo se hacía la Eucaristía, el encuentro entre los cristianos, había una gran creatividad. Después creciendo, creciendo la Iglesia se ha consolidado bien, ha crecido hasta una edad adulta. Pero las Iglesias jóvenes tienen más vitalidad y también tienen la necesidad de colaborar, una necesidad fuerte. Por ejemplo yo estoy estudiando, mis colaboradores están estudiando la posibilidad de un viaje a Sudán del Sur. ¿Por qué? Porque vinieron los obispos, el anglicano, el presbiteriano y el católico, tres juntos a decirme: “Por favor, venga a Sudán del Sur, solamente un día, pero no venga solo, venga con Justin Welby”, es decir con el arzobispo de Canterbury. De ellos, Iglesia joven, ha venido esta creatividad. Y estamos pensando si se puede hacer, si la situación es demasiado fea allí... Pero lo tenemos hacer porque ellos, los tres, juntos quieren la paz, y trabajan juntos por la paz... Hay una anécdota muy interesante. Cuando el beato Pablo vi hizo la beatificación de los mártires de Uganda — Iglesia joven—, entre los mártires —había catequistas, todos, jóvenes— algunos eran católicos y otros anglicanos, y todos fueron martirizados por el mismo rey, en odio a la fe y porque ellos no quisieron seguir las propuestas sucias del rey. Y Pablo vi se sintió incómodo porque decía: “Yo debo beatificar a los unos y a los otros, son mártires los unos y los otros”. Pero, en ese momento de la Iglesia católica, no era muy posible hacer eso. Acababa de pasar el Concilio... Pero esa Iglesia joven hoy celebra a los unos y los otros juntos; también Pablo vi en la homilía, en el discurso, en la misa de beatificación quiso nombrar a los catequistas anglicanos mártires de la fe al mismo nivel de los catequistas católicos. Esto lo hace una Iglesia joven. Las Iglesias jóvenes tienen valentía, porque son jóvenes; como todos los jóvenes tienen más valentía que nosotros... ¡no tan jóvenes!


Y después, mi experiencia. Yo era muy amigo de los anglicanos en Buenos Aires, porque la parte de detrás de la parroquia de la Merced estaba comunicada con la catedral anglicana. Era muy amigo del obispo Gregory Venables, muy amigo. Pero hay otra experiencia: en el norte de Argentina están las misiones anglicanas con los aborígenes y las misiones católicas con los aborígenes, y el obispo anglicano y el obispo católico de allí trabajan juntos, y enseñan. Y cuando la gente no puede ir el domingo a la celebración católica va a la anglicana, y los anglicanos van a la católica, porque no quieren pasar el domingo sin una celebración; y trabajan juntos. Y aquí la Congregación para la Doctrina de la Fe lo sabe. Y hacen la caridad juntos. Y los dos obispos son amigos y las dos comunidades son amigas.


Creo que esta sea una riqueza que nuestras Iglesias jóvenes pueden llevar a Europa y a la Iglesia que tienen una gran tradición. Y ellos darnos a nosotros la solidaridad de una tradición muy, muy cuidada y muy pensada. Es más fácil, es verdad, el ecumenismo en las Iglesias jóvenes. Es verdad. Pero creo que —y vuelvo a la segunda pregunta— es quizá más sólido en la búsqueda teológica el ecumenismo en una Iglesia más madura, más envejecida en la búsqueda, en el estudio de la historia, de la teología, de la liturgia, como es la Iglesia en Europa. Y creo que nos haría bien, a ambas Iglesias: de aquí, de Europa enviar algunos seminaristas a hacer experiencias pastorales en las Iglesias jóvenes, se aprende mucho. Ellos vienen, de las Iglesias jóvenes, a estudiar a Roma, al menos los católicos, lo sabemos. Pero enviarles a ellos a ver, a aprender de las Iglesias jóvenes sería una gran riqueza en el sentido que usted ha dicho. Es más fácil el ecumenismo allí, es más fácil, que no quiere decir más superficial, no, no es superficial. Ellos no negocian la fe y la identidad. Ese aborigen te dice en el norte de Argentina: “Yo soy anglicano”. Pero no está el obispo, no está el pastor, no está el reverendo... “Yo quiero alabar a Dios el domingo y voy a la catedral católica”, y viceversa. Son riquezas de las Iglesias jóvenes. No lo sé, esto me viene decirte.
 

----- 0 -----


VISITA A LA PARROQUIA DE SANTA MARÍA JOSEFA 
DEL CORAZÓN DE JESÚS, EN CASTELVERDE



Domingo 19 de febrero de 2017


Hoy hay una mensaje que diría único en las Lecturas. En la primera lectura está la Palabra del Señor que nos dice: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Levítico 19,2). Dios Padre nos dice esto. Y el Evangelio termina con esa Palabra de Jesús: 
«Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo 5, 48). Lo mismo. Este es el programa de vida. Sed santos, porque Él es santo; sed perfectos, porque Él es perfecto.


Y vosotros podéis preguntarme: “Pero, padre, ¿cómo es el camino a la santidad, cuál es el camino para ser santos?”. Jesús lo explica bien en el Evangelio: lo explica con cosas concretas.


Antes que nada: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pues yo os digo: no resistáis al mal» (Mateo 5, 38 – 39), es decir nada de venganza. Si yo tengo en el corazón el rencor por algo que alguien me ha hecho y quiero vengarme, esto me aleja del camino hacia la santidad. Nada de venganza. “¡Me la has hecho: me la pagarás!”. ¿Esto es cristiano? No. “Me la pagarás” no entra en el lenguaje de un cristiano. Nada de venganza. Nada de rencor. “¡Pero ese me hace la vida imposible!...”. “¡Esa vecina de allí habla mal de mí todos los días! También yo hablaré mal de ella...”. No. ¿Qué dice el Señor? “Reza por ella” —“¿Pero por esa debo rezar yo?” —“Sí, reza por ella”. Es el camino del perdón, del olvidar las ofensas. ¿Te dan una bofetada en la mejilla derecha? Ponle también la otra. Al mal se vence con el bien, el pecado se vence con esta generosidad, con esta fuerza. El rencor es feo. Todos sabemos que no es algo pequeño. Las grandes guerras, nosotros vemos en los telediarios, en los periódicos, esta masacre de gente, de niños... ¡cuánto odio!, pero es el mismo odio —¡es lo mismo!— que tú tienes en tu corazón por ese, por esa o por aquel pariente tuyo o por tu suegra o por ese otro, lo mismo. Esto es más grande, pero es lo mismo. El rencor, las ganas de vengarme: “¡Me la pagarás!”, esto no es cristiano. “Sed santos como Dios es santo”, “sed perfecto como perfecto es vuestro Padre”, «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5, 45). Es bueno. Dios da sus bienes a todos. “Pero si ese habla mal de mí, si ese me la ha liado gorda, si ese me ha ….”. Perdonar.


En mi corazón. Este es el camino de la santidad; y esto aleja de las guerras. Si todos los hombres y las mujeres del mundo aprendieran esto, no habría guerras, no habría.


La guerra empieza aquí, en la amargura, en el rencor, en las ganas de venganza, de hacerla pagar. Pero eso destruye familias, destruye amistades, destruye barrios, destruye mucho, mucho. “¿Y qué debe hacer, padre, cuanto siento esto?”. Lo dice Jesús, no lo digo yo: «Amad a vuestros enemigos» (Mateo 5, 44). “¿Yo tengo que amar a ese?” —Sí —“No puedo” —Reza para que puedas—. «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (ibid.). “¿Rezar por los que me han hecho mal?” —Sí, para que cambie de vida, para que el Señor lo perdone. Esta es la magnanimidad de Dios, el Dios magnánimo, el Dios del corazón grande, que todo perdona, que es misericordioso. “Es verdad, padre, Dios es misericordioso”. ¿Y tú? ¿Eres misericordioso, eres misericordiosa, con las personas que te han hecho mal? ¿O que no te quieren? Si Él es misericordioso, si Él es santo, si Él es perfecto, nosotros debemos ser misericordiosos, santos y perfectos como Él. Esta es la santidad. Un hombre y una mujer que hacen esto, merecen ser canonizados: se hacen santos. Así de simple es la vida cristiana. Yo os sugiero comenzar por lo poco. Todos tenemos enemigos; todos sabemos que ese o esa habla mal de mí, todos lo sabemos. Y todos sabemos que ese o esa me odia. Todos sabemos. Y comenzamos por lo poco. “Pero yo sé que ese me ha calumniado, ha dicho cosas feas de mí”. Os sugiero: tómate un minuto, dirígete a Dios Padre: “Ese o esa es tu hijo, es tu hija: cambia su corazón. Bendícelo, bendícela”. Esto se llama rezar por los que no nos quieren, por los enemigos. Se puede hacer con sencillez. Quizá el rencor permanece; quizá el rencor permanece en nosotros, pero nosotros estamos haciendo el esfuerzo de ir en el camino de este Dios que es así de bueno, misericordioso, santo y perfecto que hace salir su sol sobre malos y buenos: es para todos, es bueno para todos. Debemos ser bueno con todos. Y rezar por los que no son buenos, por todos.


¿Nosotros rezamos por esos que matan a los niños en la guerra? Es difícil, está muy lejos, pero tenemos que aprender a hacerlo. Para que se conviertan. ¿Nosotros rezamos por esas personas que están más cerca de nosotros y nos odian o nos hacen mal? ¡Eh, padre, es difícil! ¡Yo tendría ganas de apretarles el cuello!” — Reza. Reza para que el Señor cambie sus vidas. La oración es un antídoto contra el odio, contra las guerras, estas guerras que comienzan en casa, que empiezan en el barrio, que empiezan en las familias... Pensad solamente en las guerras en las familias por la herencia: cuántas familias se destruyen, se odian por la herencia. Rezar para que haya paz. Y si yo sé que alguien no me quiere bien, no me quiere, debo rezar especialmente por él. La oración es poderosa, la oración vence al mal, la oración lleva la paz.


El Evangelio, la Palabra de Dios hoy es sencilla. Este consejo: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Y después: «sed perfectos como perfecto es vuestro Padre». Y por eso, pedir la gracia de no permanecer en el rencor, la gracia de rezar por los enemigos, de rezar por la gente que no nos quiere, la gracia de la paz.


Os pido, por favor, haced esta experiencia: todos los días una oración. “Ah, este no me quiere, pero, Señor, te pido...”. Uno al día. Así se vence, así iremos en este camino de la santidad y de la perfección.


Así sea.
 

----- 0 ----- 





Basílica Vaticana
Jueves 2 de febrero de 2017


Cuando los padres de Jesús llevaron al Niño para cumplir las prescripciones de la ley, Simeón «conducido por el Espíritu» (Lc 2,27) toma al Niño en brazos y comienza un canto de bendición y alabanza: «Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32). Simeón no sólo pudo ver, también tuvo el privilegio de abrazar la esperanza anhelada, y eso lo hace exultar de alegría. Su corazón se alegra porque Dios habita en medio de su pueblo; lo siente carne de su carne.


La liturgia de hoy nos dice que con ese rito, a los 40 días de nacer, el Señor «fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente» (Misal Romano, 2 de febrero, Monición a la procesión de entrada). El encuentro de Dios con su pueblo despierta la alegría y renueva la esperanza. 


El canto de Simeón es el canto del hombre creyente que, al final de sus días, es capaz de afirmar: Es cierto, la esperanza en Dios nunca decepciona (cf. Rm 5,5), él no defrauda. Simeón y Ana, en la vejez, son capaces de una nueva fecundidad, y lo testimonian cantando: la vida vale la pena vivirla con esperanza porque el Señor mantiene su promesa; y, más tarde, será el mismo Jesús quien explicará esta promesa en la Sinagoga de Nazaret: los enfermos, los detenidos, los que están solos, los pobres, los ancianos, los pecadores también están invitados a entonar el mismo canto de esperanza. Jesús está con ellos, él está con nosotros (cf. Lc 4,18-19).


Este canto de esperanza lo hemos heredado de nuestros mayores. Ellos nos han introducido en esta «dinámica». En sus rostros, en sus vidas, en su entrega cotidiana y constante pudimos ver cómo esta alabanza se hizo carne. Somos herederos de los sueños de nuestros mayores, herederos de la esperanza que no desilusionó a nuestras madres y padres fundadores, a nuestros hermanos mayores. Somos herederos de nuestros ancianos que se animaron a soñar; y, al igual que ellos, también nosotros queremos cantar hoy: Dios no defrauda, la esperanza en él no desilusiona. Dios viene al encuentro de su pueblo. Y queremos cantar adentrándonos en la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones» (3,1).


Nos hace bien recibir el sueño de nuestros mayores para poder profetizar hoy y volver a encontrarnos con lo que un día encendió nuestro corazón. Sueño y profecía juntos. Memoria de cómo soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y coraje para llevar adelante, proféticamente, ese sueño.


Esta actitud nos hará a los consagrados fecundos, pero sobre todo nos protegerá de una tentación que puede hacer estéril nuestra vida consagrada: la tentación de la supervivencia. Un mal que puede instalarse poco a poco en nuestro interior, en el seno de nuestras comunidades. La actitud de supervivencia nos vuelve reaccionarios, miedosos, nos va encerrando lenta y silenciosamente en nuestras casas y en nuestros esquemas. Nos proyecta hacia atrás, hacia las gestas gloriosas —pero pasadas— que, lejos de despertar la creatividad profética nacida de los sueños de nuestros fundadores, busca atajos para evadir los desafíos que hoy golpean nuestras puertas. La psicología de la supervivencia le roba fuerza a nuestros carismas porque nos lleva a domesticarlos, hacerlos «accesibles a la mano» pero privándolos de aquella fuerza creativa que inauguraron; nos hace querer proteger espacios, edificios o estructuras más que posibilitar nuevos procesos. La tentación de supervivencia nos hace olvidar la gracia, nos convierte en profesionales de lo sagrado pero no padres, madres o hermanos de la esperanza que hemos sido llamados a profetizar. Ese ambiente de supervivencia seca el corazón de nuestros ancianos privándolos de la capacidad de soñar y, de esta manera, esteriliza la profecía que los más jóvenes están llamados a anunciar y realizar. En pocas palabras, la tentación de la supervivencia transforma en peligro, en amenaza, en tragedia, lo que el Señor nos presenta como una oportunidad para la misión. Esta actitud no es exclusiva de la vida consagrada, pero de forma particular estamos llamados a cuidar de no caer en ella.


Volvamos al pasaje evangélico y contemplemos nuevamente la escena. Lo que despertó el canto en Simeón y Ana no fue ciertamente mirarse a sí mismos, analizar y rever su situación personal. No fue el quedarse encerrados por miedo a que les sucediese algo malo. Lo que despertó el canto fue la esperanza, esa esperanza que los sostenía en la ancianidad. Esa esperanza se vio recompensada en el encuentro con Jesús. Cuando María pone en brazos de Simeón al Hijo de la Promesa, el anciano empieza a cantar, hace una verdadera «liturgia», canta sus sueños. Cuando pone a Jesús en medio de su pueblo, este encuentra la alegría. Y sí, sólo eso podrá devolvernos la alegría y la esperanza, sólo eso nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Sólo eso hará fecunda nuestra vida y mantendrá vivo nuestro corazón. Poniendo a Jesús en donde tiene que estar: en medio de su pueblo.


Todos somos conscientes de la transformación multicultural por la que atravesamos, ninguno lo pone en duda. De ahí la importancia de que el consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la vida, en el corazón de estas grandes transformaciones. La misión —de acuerdo a cada carisma particular— es la que nos recuerda que fuimos invitados a ser levadura de esta masa concreta. Es cierto, podrán existir «harinas» mejores, pero el Señor nos invitó a leudar aquí y ahora, con los desafíos que se nos presentan. No desde la defensiva, no desde nuestros miedos, sino con las manos en el arado ayudando a hacer crecer el trigo tantas veces sembrado en medio de la cizaña. Poner a Jesús en medio de su pueblo es tener un corazón contemplativo capaz de discernir cómo Dios va caminando por las calles de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, en nuestros barrios. Poner a Jesús en medio de su pueblo, es asumir y querer ayudar a cargar la cruz de nuestros hermanos. Es querer tocar las llagas de Jesús en las llagas del mundo, que está herido y anhela, y pide resucitar.


Ponernos con Jesús en medio de su pueblo. No como voluntaristas de la fe, sino como hombres y mujeres que somos continuamente perdonados, hombres y mujeres ungidos en el bautismo para compartir esa unción y el consuelo de Dios con los demás.


Nos ponemos con Jesús en medio de su pueblo porque «sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que [con el Señor], puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. […] Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87) no sólo hace bien, sino que transforma nuestra vida y esperanza en un canto de alabanza. Pero esto sólo lo podemos hacer si asumimos los sueños de nuestros ancianos y los transformamos en profecía.


Acompañemos a Jesús en el encuentro con su pueblo, a estar en medio de su pueblo, no en el lamento o en la ansiedad de quien se olvidó de profetizar, porque no se hace cargo de los sueños de sus mayores, sino en la alabanza y la serenidad; no en la agitación, sino en la paciencia de quien confía en el Espíritu, Señor de los sueños y de la profecía. Y así compartamos lo que no nos pertenece: el canto que nace de la esperanza.


© Copyright - Libreria Editrice Vaticana