MENSAJES DEL SANTO PADRE FRANCISCO
FEBRERO 2017
CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS
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CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS
POPULARES EN MODESTO, CALIFORNIA
[16-19 DE FEBRERO DE 2017]
[16-19 DE FEBRERO DE 2017]
Queridos Hermanos:
Quisiera, ante todo, felicitarlos por el esfuerzo de reproducir a
nivel nacional el trabajo que vienen desarrollando en los Encuentros
Mundiales de Movimientos Populares. Quiero, a través de esta carta,
animar y fortalecer a cada uno de ustedes, a sus organizaciones y a
todos los que luchan por las tres T: “tierra, techo y trabajo”. Los
felicito por todo lo que hacen.
Quisiera agradecer a la Campaña Católica para el Desarrollo Humano, a
su presidente Mons. David Talley y a los Obispo anfitriones Stephen
Blaire, Armando Ochoa y Jaime Soto, por el decidido apoyo que han
prestado a este encuentro. Gracias Cardenal Turkson por seguir
acompañando a los movimientos populares desde el nuevo Dicasterio para
el Servicio del Desarrollo Humano Integral. ¡Me alegra tanto verlos
trabajar juntos por la justicia social! Cómo quisiera que en todas las
diócesis se contagie esta energía constructiva, que tiende puentes entre
los Pueblos y las personas, puentes capaces de atravesar los muros de
la exclusión, la indiferencia, el racismo y la intolerancia.
También quisiera destacar el trabajo de la Red Nacional PICO y las
organizaciones promotoras de este encuentro. Supe que PICO significa
“personas mejorando sus comunidades a través de la organización”. Qué
buena síntesis de la misión de los movimientos populares: trabajar en lo
cercano, junto al prójimo, organizados entre ustedes, para sacar
adelante nuestras comunidades.
Hace pocos meses,
en Roma, hemos hablado de los muros y del miedo; de los puentes y el
amor. No quiero repetirme: estos temas desafían nuestros valores más
profundos.
Sabemos que ninguno de estos males comenzó ayer. Hace tiempo
enfrentamos la crisis del paradigma imperante, un sistema que causa
enormes sufrimientos a la familia humana, atacando al mismo tiempo la
dignidad de las personas y nuestra Casa Común para sostener la tiranía
invisible del Dinero que sólo garantiza los privilegios de unos pocos.
“La humanidad vive un giro histórico”[1].
A los cristianos y a todas las personas de buena voluntad nos toca
vivir y actuar en este momento. Es “una responsabilidad grave, ya que
algunas realidades del mundo presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más
adelante”. Son los “signos de los tiempos” que debemos reconocer para
actuar. Hemos perdido tiempo valioso sin prestarles suficiente atención,
sin resolver estas realidades destructoras. Así los procesos de
deshumanización se aceleran. De la participación protagónica de los
pueblos y en gran medida de ustedes, los movimientos populares, depende
hacia dónde se dirige ese giro histórico, cómo se resuelve esta crisis
que se agudiza.
No debemos quedar paralizados por el miedo pero tampoco quedar
aprisionados en el conflicto. Hay que reconocer el peligro pero también
la oportunidad que cada crisis supone para avanzar hacia una síntesis
superadora. En el idioma chino, que expresa la ancestral sabiduría de
ese gran pueblo, la palabra crisis se compone de dos ideogramas: Wēi que representa el peligro y Jī que representa la oportunidad.
El peligro es negar al prójimo y así, sin darnos cuenta, negar su
humanidad, nuestra humanidad, negarnos a nosotros mismos, y negar el más
importante de los mandamientos de Jesús. Esa es la deshumanización.
Pero existe una oportunidad: que la luz del amor al prójimo ilumine la
Tierra con su brillo deslumbrante como un relámpago en la oscuridad, que
nos despierte y la verdadera humanidad brote con esa empecinada y
fuerte resistencia de lo auténtico.
Hoy resuena en nuestros oídos la pregunta que el abogado le hace a
Jesús en el Evangelio de Lucas «¿Y quién es mi prójimo?» ¿Quién es aquel
al cual se debe amar como a sí mismo? Tal vez esperaba una respuesta
cómoda para poder seguir con su vida “¿serán mis parientes? ¿Mis
connacionales? ¿Aquellos de mi misma religión?...”. Tal vez quería
llevar a Jesús a exceptuarnos de la obligación de amar a los paganos o
los extranjeros considerados impuros en aquel tiempo. Este hombre quiere
una regla clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y
“no prójimo”, en aquellos que pueden convertirse en prójimos y en
aquellos que no pueden hacerse prójimos[2].
Jesús responde con una parábola que pone en escena a dos figuras de
la élite de aquel entonces y a un tercer personaje, considerado
extranjero, pagano e impuro: el samaritano. En el camino de Jerusalén a
Jericó el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo,
que los ladrones han asaltado, robado, apaleado y abandonado. La Ley del
Señor en situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero
ambos pasan de largo sin detenerse. Tenían prisa. Pero el samaritano,
aquel despreciado, aquel sobre quien nadie habría apostado nada, y que
de todos modos también él tenía sus deberes y sus cosas por hacer,
cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que
estaban relacionados con el Templo, sino «lo vio y se conmovió» (v.33).
El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas
de aquel hombre, lo lleva a un albergue, lo cuida personalmente, provee a
su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un
sentimiento vago, sino significa cuidar al otro hasta pagar
personalmente. Significa comprometerse cumpliendo todos los pasos
necesarios para “acercarse” al otro hasta identificarse con él: «amaras a
tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor[3].
Las heridas que provoca el sistema económico que tiene al centro al
dios dinero y que en ocasiones actúa con la brutalidad de los ladrones
de la parábola, han sido criminalmente desatendidas. En la sociedad
globalizada, existe un estilo elegante de mirar para otro lado que se
practica recurrentemente: bajo el ropaje de lo políticamente correcto o
las modas ideológicas, se mira al que sufre sin tocarlo, se lo televisa
en directo, incluso se adopta un discurso en apariencia tolerante y
repleto de eufemismos, pero no se hace nada sistemático para sanar las
heridas sociales ni enfrentar las estructuras que dejan a tantos
hermanos tirados en el camino. Esta actitud hipócrita, tan distinta a la
del samaritano, manifiesta la ausencia de una verdadera conversión y un
verdadero compromiso con la humanidad.
Se trata de una estafa moral que, tarde o temprano, queda al
descubierto, como un espejismo que se disipa. Los heridos están ahí, son
una realidad. El desempleo es real, la violencia es real, la corrupción
es real, la crisis de identidad es real, el vaciamiento de las
democracias es real. La gangrena de un sistema no se puede maquillar
eternamente porque tarde o temprano el hedor se siente y, cuando ya no
puede negarse, surge del mismo poder que ha generado este estado de
cosas la manipulación del miedo, la inseguridad, la bronca, incluso la
justa indignación de la gente, transfiriendo la responsabilidad de todos
los males a un “no prójimo”. No estoy hablando de personas en
particular, estoy hablando de un proceso social que se desarrolla en
muchas partes del mundo y entraña un grave peligro para la humanidad.
Jesús nos enseña otro camino. No clasificar a los demás para ver
quién es el prójimo y quién no lo es. Tú puedes hacerte prójimo de quien
se encuentra en la necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes
compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro.
Tienes que hacerte samaritano. Y luego, también, ser como el hotelero al
que el samaritano confía, al final de la parábola, a la persona que
sufre. ¿Quién es este hotelero? Es la Iglesia, la comunidad cristiana,
las personas solidarias, las organizaciones sociales, somos nosotros,
son ustedes, a quienes el Señor Jesús, cada día, confía a quienes tienen
aflicciones, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir
derramando sobre ellos, sin medida, toda su misericordia y la salvación.
En eso radica la auténtica humanidad que resiste la deshumanización que
se nos ofrece bajo la forma de indiferencia, hipocresía o intolerancia.
Sé que ustedes han asumido el compromiso de luchar por la justicia
social, defender la hermana madre tierra y acompañar a los migrantes.
Quiero reafirmarlos en su opción y compartir dos reflexiones al
respecto.
La crisis ecológica es real. “Hay un consenso científico muy
consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante
calentamiento del sistema climático”[4].
La ciencia no es la única forma de conocimiento, es cierto. La ciencia
no es necesariamente “neutral”, también es cierto, muchas veces oculta
posiciones ideológicas o intereses económicos. Pero también sabemos qué
pasa cuando negamos la ciencia y desoímos la voz de la naturaleza. Me
hago cargo de lo que nos toca a los católicos. No caigamos en el
negacionismo. El tiempo se agota. Actuemos. Les pido, nuevamente, a
ustedes, a los pueblos originarios, a los pastores, a los gobernantes,
que defendamos la Creación.
La otra es una reflexión que ya la hice en nuestro último encuentro
pero me parece importante repetir: ningún pueblo es criminal y ninguna
religión es terrorista. No existe el terrorismo cristiano, no existe el
terrorismo judío y no existe el terrorismo islámico. No existe. Ningún
pueblo es criminal o narcotraficante o violento. “Se acusa de la
violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán
un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión”[5].
Hay personas fundamentalistas y violentas en todos los Pueblos y
religiones que, además, se fortalecen con las generalizaciones
intolerantes, se alimentan del odio y la xenofobia. Enfrentando el
terror con amor trabajamos por la paz.
Les pido firmeza y mansedumbre para defender estos principios; les
pido no intercambiarlos como mercancía barata y, como San Francisco de
Asís, demos todo de nosotros para que: “allí donde haya odio, que yo
ponga el amor, allí donde haya ofensa, que yo ponga el perdón; allí
donde haya discordia, que yo ponga la unión; allí donde haya error, que
yo ponga la verdad”[6].
Sepan que rezo por ustedes, que rezo con ustedes y quiero pedirle a
nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su
amor y los proteja. Les pido por favor que recen por mí y sigan
adelante.
Ciudad del Vaticano, 10 de febrero de 2017.
FRANCISCO
[1] Papa FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 52
[2] Papa FRANCISCO, Audiencia general del miércoles 27 de abril de 2016.
[3] Ibid.
[4] Papa FRANCISCO, Laudato si', 23
[5] Papa FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 52
[6] Oración de San Francisco de Asís (Fragmento)
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PARA LA CUARESMA 2017
La Palabra es un don. El otro es un don
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).
La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31). Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.
1. El otro es un don
La parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.
La escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).
Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.
2. El pecado nos ciega
La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).
El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.
La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).
El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación.
Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).
3. La Palabra es un don
El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática. El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).
También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.
El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.
La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).
De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.
Vaticano, 18 de octubre de 2016
Fiesta de San Lucas Evangelista.
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