AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
FEBRERO 2017
Plaza de San Pedro
Miércoles 22 de febrero de 2017
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Plaza de San Pedro
Miércoles 22 de febrero de 2017
Queridos hermanos:
A menudo nos tienta pensar que la creación sea una propiedad nuestra,
una posesión que podemos aprovechar como nos plazca y de la cual no
tenemos que rendir cuentas a nadie. En el pasaje de la Carta a los Romanos
(8, 19-27) de la cual acabamos de escuchar una parte, el apóstol Pablo
nos recuerda sin embargo que la creación es un don maravilloso que Dios
ha puesto en nuestras manos, para que podamos relacionarnos con ella y
podamos reconocer la huella de su diseño de amor, en cuya realización
estamos todos llamados a colaborar, día tras día.
Pero cuando se deja llevar por el egoísmo, el ser humano termina por
estropear también las cosas más bonitas que le han sido encomendadas. Y
así ocurrió también con la creación. Pensemos en el agua. El agua es una
cosa bellísima y muy importante; el agua nos da la vida, nos ayuda en
todo pero para explotar los minerales se contamina el agua, se ensucia
la creación y se destruye la creación. Esto es un ejemplo solamente. Hay
muchos. Con la experiencia trágica del pecado, rota la comunión con
Dios, hemos infringido la originaria comunión con todo aquello que nos
rodea y hemos terminado por corromper la creación, haciéndola de esta
manera esclava, sometida a nuestra caducidad. Y desgraciadamente la
consecuencia de todo esto está dramáticamente delante de nuestros ojos,
cada día. Cuando rompe la comunión con Dios, el hombre pierde la propia
belleza originaria y termina por deturpar entorno a sí cada cosa; y
donde todo antes recordaba al Padre Creador y a su amor infinito, ahora
lleva el signo triste y desolado del orgullo y de la voracidad humanas.
El orgullo humano, explotando la creación, destruye.
Pero el Señor no nos deja solos y también ante este cuadro desolador
nos ofrece una perspectiva nueva de liberación, de salvación universal.
Es lo que Pablo pone en evidencia con alegría, invitándonos a escuchar
los gemidos de la entera creación. Si prestamos atención, efectivamente,
a nuestro alrededor todo gime: gime la creación entera, gemimos
nosotros seres humanos y gime el Espíritu dentro de nosotros, en nuestro
corazón. Ahora, estos gemidos no son un lamento estéril, desconsolado,
sino —como precisa el apóstol— son los gritos de dolor de una
parturienta; son los gemidos de quien sufre, pero sabe que está por ver
la luz una vida nueva. Y en nuestro caso es verdaderamente así. Nosotros
estamos todavía afrontando las consecuencias de nuestro pecado y todo, a
nuestro alrededor, lleva todavía el signo de nuestras fatigas, de
nuestras faltas, de nuestra cerrazón. Pero al mismo tiempo, sabemos que
hemos sido salvados por el Señor y se nos permite contemplar y pregustar
en nosotros y en aquello que nos circunda los signos de la
Resurrección, de la Pascua, que obra una nueva creación.
Este es el contenido de nuestra esperanza. El cristiano no vive fuera
del mundo, sabe reconocer en la propia vida y en lo que le circunda los
signos del mal, del egoísmo y del pecado. Es solidario con quien sufre,
con quien llora, con quien está marginado, con quien se siente
desesperado... pero, al mismo tiempo, el cristiano ha aprendido a leer
todo esto con los ojos de la Pascua, con los ojos del Cristo Resucitado.
Y entonces sabe que estamos viviendo el tiempo de la espera, el tiempo
de un anhelo que va más allá del presente, el tiempo del cumplimiento.
En la esperanza sabemos que el Señor desea resanar definitivamente con
su misericordia los corazones heridos y humillados y todo lo que el
hombre ha deturpado en su impiedad, y que de esta manera Él regenera un
mundo nuevo y una humanidad nueva, finalmente reconciliados en su amor.
Cuántas veces nosotros cristianos estamos tentados por la desilusión,
pesimismo... A veces nos dejamos llevar por el lamento inútil, o
permanecemos sin palabras y no sabemos ni siquiera qué cosa pedir, qué
cosa esperar... Pero una vez más viene para ayudarnos el Espíritu Santo,
respiración de nuestra esperanza, el cual mantiene vivos el gemido y la
espera de nuestro corazón. El Espíritu ve por nosotros más allá de las
apariencias negativas del presente y nos revela ya desde ahora los
cielos nuevos y la tierra nueva que el Señor está preparando para la
humanidad.
LLAMAMIENTO
Causa particular aprensión las dolorosas noticias que llegan del
martirizado Sudán del Sur, donde a un conflicto fratricida se une una
grave crisis alimenticia que afecta a la región del Cuerno de África y
que condena a la muerte por hambre a millones de personas, entre las
cuales muchos niños. En este momento es necesario más que nunca el
esfuerzo de todos para no limitarse sólo a las declaraciones, sino para
hacer concretas las ayudas alimenticias y permitir que puedan llegar a
las poblaciones que sufren. Que el señor sostenga a estos hermanos
nuestros y a los que están trabajando para ayudarles.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a pedir
con insistencia la presencia del Espíritu Santo en sus vidas. Él nos
asiste para que vayamos más allá de las apariencias negativas del
presente y aguardemos con esperanza los cielos nuevos y la tierra nueva,
que el Señor prepara para toda la humanidad. Muchas gracias.
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Aula Pablo VI
Miércoles 15 de febrero de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
Desde que somos pequeños nos enseñan que presumir no es algo bonito.
En mi tierra, a los que presumen les llamamos “pavos”. Y es justo,
porque presumir de lo que se es o de lo que se tiene, además de una
cierta soberbia, refleja también una falta de respeto hacia los otros,
especialmente hacia aquellos que son más desafortunados que nosotros. En
este pasaje de la Carta a los Romanos, sin embargo, la apóstol Pablo
nos sorprende, en cuanto que exhorta en dos ocasiones a presumir.
¿Entonces de qué es justo presumir? Porque si él exhorta a presumir, de
algo es justo presumir. Y ¿cómo es posible hacer esto, sin ofender a los
otros, sin excluir a nadie?
En el primer caso, somos invitados a presumir de la abundancia de la
gracia de la que estamos impregnados en Jesucristo, por medio de la fe.
Pablo quiere hacernos entender que, si aprendemos a leer cada cosa con
la luz del Espíritu Santo, ¡nos damos cuenta de que todo es gracia!
¡Todo es don! Si estamos atentos, de hecho, actuando —en la historia,
como en nuestra vida— no estamos solo nosotros, sino que sobre todo está
Dios. Es Él el protagonista absoluto, que crea cada cosa como un don de
amor, que teje la trama de su diseño de salvación y que lo lleva a
cumplimiento por nosotros, mediante su Hijo Jesús. A nosotros se nos
pide reconocer todo esto, acogerlo con gratitud y convertirlo en motivo
de alabanza, de bendición y de gran alegría. Si hacemos esto, estamos en
paz con Dios y hacemos experiencia de la libertad. Y esta paz se
extiende después a todos los ambientes y a todas las relaciones de
nuestra vida: estamos en paz con nosotros mismos, estamos en paz en
familia, en nuestra comunidad, al trabajo y con las personas que
encontramos cada día en nuestro camino.
Pablo exhorta a presumir también en las tribulaciones. Esto no es
fácil de entender. Esto nos resulta más difícil y puede parecer que no
tenga nada que ver con la condición de paz apenas descrita. Sin embargo
construye el presupuesto más auténtico, más verdadero. De hecho, la paz
que nos ofrece y nos garantiza el Señor no va entendida como la ausencia
de preocupaciones, de desilusiones, de necesidades, de motivos de
sufrimiento. Si fuera así, en el caso en el que conseguimos estar en
paz, ese momento terminaría pronto y caeríamos inevitablemente en el
desconsuelo. La paz que surge de la fe es sin embargo un don: es la
gracia de experimentar que Dios nos ama y que está siempre a nuestro
lado, no nos deja solo ni siquiera un momento de nuestra vida. Y esto,
como afirma el apóstol, genera la paciencia, porque sabemos que, también
en los momentos más duros e impactantes, la misericordia y la bondad
del Señor son más grandes que cualquier cosa y nada nos separará de sus
manos y de la comunión con Él.
Por esto la esperanza cristiana es sólida, es por esto que no
decepciona. Nunca, decepciona. ¡La esperanza no decepciona! No está
fundada sobre eso que nosotros podemos hacer o ser, y tampoco sobre lo
que nosotros podemos creer. Su fundamento, es decir el fundamento de la
esperanza cristiana, es de lo que más fiel y seguro pueda estar, es
decir el amor que Dios mismo siente por cada uno de nosotros. Es fácil
decir: Dios nos ama. Todos lo decimos. Pero pensad un poco: cada uno de
nosotros es capaz de decir, ¿estoy seguro de que Dios me ama? No es tan
fácil decirlo. Pero es verdad. Es un buen ejercicio este, decirse a sí
mismo: Dios me ama Esta es la raíz de nuestra seguridad, la raíz de la
esperanza. Y el Señor ha derramado abundantemente en nuestros corazones
al Espíritu – que es el amor de Dios- como artífice, como garante,
precisamente para que pueda alimentar dentro de nosotros la fe y
mantener viva esta esperanza. Y esta seguridad: Dios me ama. “¿Pero en
este momento feo?” - Dios me ama. “¿Y a mío que he hecho esta cosa fea y
mala?” - Dios me ama. Esa seguridad no nos la quita nadie. Y debemos
repetirlo como oración: Dios me ama . Estoy seguro de que Dios me ama.
Estoy segura de que Dios me ama. Ahora comprendemos por qué el apóstol
Pablo nos exhorta a presumir siempre de todo esto. Yo presumo del amor
de Dios, porque me ama. La esperanza que se nos ha donado no nos separa
de los otros, ni tampoco nos lleva a desacreditarlos o marginarlos.
Se
trata más bien de un don extraordinario del cual estamos llamado a
hacernos “canales”, con humildad y sencillez, para todos. Y entonces
nuestro presumir más grande será el de tener como Padre un Dios que no
hace preferencias, que no excluye a nadie, pero que abre su casa a todos
los seres humanos, empezando por los últimos y los alejados, porque
como sus hijos aprendemos a consolarnos y a apoyarnos los unos a los
otros. Y no os olvidéis: la esperanza no decepciona.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En
particular a los formadores y alumnos del Seminario Diocesano de
Orihuela-Alicante, Monseñor Murgui tiene un buen seminario. Pidamos a
María, Madre de misericordia, que interceda por nosotros para que nos
ayudemos mutuamente con el testimonio de nuestra fe y perseverancia, y
así crezca nuestra esperanza. Que el Señor los bendiga. Muchas gracias.
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Aula Pablo VI
Miércoles 8 de febrero de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado
vimos que san Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses exhorta a
permanecer radicados en la esperanza de la resurrección (cf. 5, 4-11),
con esa bonita palabra «estaremos siempre con el Señor» (4, 17). En el
mismo contexto, el apóstol muestra que la esperanza cristiana no tiene
solo una respiración personal, individual, sino comunitaria, eclesial.
Todos nosotros esperamos; todos nosotros tenemos esperanza, incluso
comunitariamente.
Por esto, la mirada se extiende enseguida desde Pablo a todas las
realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndolas que recen
las unas por las otras y que se apoyen mutuamente. Ayudarnos mutuamente.
Pero no solo ayudarnos ante las necesidades, en las muchas necesidades
de la vida cotidiana, sino en la esperanza, ayudarnos en la esperanza. Y
no es casualidad que comience precisamente haciendo referencia a
quienes ha sido encomendada la responsabilidad y la guía pastoral. Son
los primeros en ser llamados a alimentar la esperanza, y esto no porque
sean mejores que los demás, sino en virtud de un ministerio divino que
va más allá de sus fuerzas. Por ese motivo, necesitan más que nunca el
respeto, la comprensión y el apoyo benévolo de todos.
La atención se centra después en los hermanos que mayormente corren
el riesgo de perder la esperanza, de caer en la desesperación. Nosotros
siempre tenemos noticias de gente que cae en la desesperación y hace
cosas feas... La desesperación les lleva a muchas cosas feas. Es una
referencia a quien ha sido desanimado, a quien es débil, a quien ha sido
abatido por el peso de la vida y de las propias culpas y no consigue
levantarse más. En estos casos, la cercanía y el calor de toda la
Iglesia deben hacerse todavía más intensos y cariñosos, y deben asumir
la forma exquisita de la compasión, que no es tener lástima: la
compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme a quien
sufre; una palabra, una caricia, pero que venga del corazón; esta es la
compasión. Para quien tiene necesidad del conforto y la consolación.
Esto es importante más que nunca: la esperanza cristiana no puede
prescindir de la caridad genuina y concreta. El mismo Apóstol de las
gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el corazón en la mano:
«Nosotros, los fuertes —que tenemos la fe, la esperanza, o no tenemos
muchas dificultades— debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y
no buscar nuestro propio agrado» (15, 1). Llevar, llevar las
debilidades de otros. Este testimonio después no permanecerá cerrado
dentro de los confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su
vigor incluso fuera, en el contexto social y civil, como un llamamiento a
no crear muros sino puentes, a no recambiar el mal con el mal, a vencer
al mal con el bien, la ofensa con el perdón —el cristiano nunca puede
decir: ¡me la pagarás!, nunca; esto no es un gesto cristiano; la ofensa
se vence con el perdón—, a vivir en paz con todos. ¡Esta es la Iglesia! Y
esto es lo que obra la esperanza cristiana, cuando asume las líneas
fuertes y al mismo tiempo tiernas del amor. El amor es fuerte y tierno.
Es bonito.
Se comprende entonces que no se aprenda a esperar solos. Nadie
aprende a esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse,
necesita un “cuerpo”, en el cual los varios miembros se sostienen y se
dan vida mutuamente. Esto entonces quiere decir que, si esperamos, es
porque muchos de nuestros hermanos y hermanas nos han enseñado a esperar
y han mantenido viva nuestra esperanza. Y entre estos, se distinguen
los pequeños, los pobres, los simples, los marginados. Sí, porque no
conoce la esperanza quien se cierra en el propio bienestar: espera
solamente su bienestar y esto no es esperanza: es seguridad relativa; no
conoce la esperanza quien se cierra en la propia gratificación, quien
se siente siempre bien... quienes esperan son en cambio los que
experimentan cada día la prueba, la precariedad y el propio límite.
Estos son nuestros hermanos que nos dan el testimonio más bonito, más
fuerte, porque permanecen firmes en su confianza en el Señor, sabiendo
que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la ineluctabilidad de
la muerte, la última palabra será suya, y será una palabra de
misericordia, de vida y de paz. Quien espera, espera sentir un día esta
palabra: “ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, para toda la
eternidad”.
Queridos amigos, si —como hemos dicho— el hogar natural de la
esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza cristiana
este cuerpo es la Iglesia, mientras el soplo vital, el alma de esta
esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede tener
esperanza. He aquí entonces por qué el apóstol Pablo nos invita al final
a invocarle continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es
esperar. Es más difícil esperar que creer, es más difícil. Pero cuando
el Espíritu Santo vive en nuestros corazones, es Él quien nos hace
entender que no debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de
nosotros; y es Él quien modela nuestras comunidades, en un perenne
Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia humana.
Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los animo a invocar
la presencia del Espíritu Santo en sus vidas, como también en medio de
sus familias y comunidades, para que se avive en nosotros la llama de la
caridad y nos haga signos vivos de la esperanza para toda la familia
humana. Gracias.
LLAMAMIENTOS
Ayer, en Osaka en Japón, fue proclamado beato Justo Takayama Ukon,
fiel laico japonés, muerto mártir en Manila en 1615. En vez de aceptar
concesiones renunció a honores y comodidades aceptando la humillación y
el exilio. Permaneció fiel a Cristo y al Evangelio; por esto representa
un admirable ejemplo de fortaleza en la fe y de dedicación en la
caridad.
Hoy se celebra la Jornada de oración y reflexión contra la trata de
personas, este año dedica en particular a los niños y adolescentes.
Animo a todos aquellos que de diferentes maneras ayudan a los menores
esclavizados y abusados a liberarse de tal opresión. Deseo que los que
tienen responsabilidad de gobierno combatan con decisión esta plaga,
dando voz a nuestros hermanos más pequeños, humillados en su dignidad.
Debemos hacer todo lo posible para erradicar este crimen vergonzoso e
inaceptable.
El próximo sábado, memoria de la Beata Virgen María de Lourdes, se
celebra la 25ª Jornada Mundial del Enfermo. La celebración principal
tendrá lugar en Lourdes y será presidida por el cardenal Secretario de
Estado. Invito a rezar, por intercesión de nuestra Santa Madre, por
todos los enfermos, especialmente por los más graves y que están más
solos, y también por todo aquellos que los cuidan.
Vuelvo a la celebración de hoy, la Jornada de oración y reflexión
contra la trata de personas, que se celebra hoy porque hoy es la fiesta
de santa Josefina Bakhita [muestra un folleto que habla de ella]. Esta
chica esclavizada en África, explotada, humillada, no perdió la
esperanza y llevó adelante la fe, y terminó llegando como migrante a
Europa. Y allí ella sintió la llamada del Señor y se hizo religiosa.
Recemos a santa Josefina Bakhita por todos los migrantes, los
refugiados, los explotados que sufren mucho, mucho.
Y hablado de migrantes expulsados, explotados, yo quisiera rezar con
vosotros, hoy, de forma especial por nuestros hermanos y hermanas
rohinyás: expulsados de Myanmar, van de una parte a otra porque no les
quieren... Es gente buena, gente pacífica. ¡No son cristianos, son
buenos, son hermanos y hermanas nuestros! Sufren desde hace años. Han
sido torturados, asesinados, sencillamente porque llevan adelante sus
tradiciones, su fe musulmana. Rezamos por ellos. Os invito a rezar por
ellos a nuestro Padre que está en los Cielos, todos juntos, por nuestros
hermanos y hermanas rohinyás. [Oración del Padre Nuestro] Santa
Josefina Bakhita – reza por nosotros. ¡Y un aplauso a santa Josefina
Bakhita!.
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Aula Pablo VI
Miércoles 1° de febrero de 2017
En las catequesis pasadas hemos empezado nuestro recorrido sobre el tema de la esperanza releyendo en esta perspectiva algunas páginas del Antiguo Testamento. Ahora queremos pasar a dar luz a la extraordinaria importancia que esta virtud asume en el Nuevo Testamento, cuando encuentra la novedad representada por Jesucristo y por el evento pascual.
Es lo que emerge claramente desde el primer texto que se ha escrito, es decir, la Primera Carta de san Pablo a los Tesalonicenses. En el pasaje que hemos escuchado, se puede percibir toda la frescura y la belleza del primer anuncio cristiano. La de Tesalónica era una comunidad joven, fundada desde hacía poco; sin embargo, no obstante las dificultades y las muchas pruebas, estaba enraizada en la fe y celebraba con entusiasmo y con alegría la resurrección del Señor Jesús. El Apóstol entonces se alegra de corazón con todos, en cuanto que renacen en la Pascua se convierten realmente en “hijos de la luz e hijos del día” (Tesalonicenses 5, 5), en fuerza de la plena comunión con Cristo.
Cuando Pablo les escribe, la comunidad de Tesalónica ha sido apenas fundada, y solo pocos años la separan de la Pascua de Cristo. Por esto, el Apóstol trata de hacer comprender todos los efectos y las consecuencias que este evento único y decisivo supone para la historia y para la vida de cada uno. En particular, la dificultad de la comunidad no era tanto reconocer la resurrección de Jesús, sino creer en la resurrección de los muertos. En tal sentido, esta Carta se revela más actual que nunca. Cada vez que nos encontramos frente a nuestra muerte, o a la de un ser querido, sentimos que nuestra fe es probada. Surgen todas nuestras dudas, toda nuestra fragilidad, y nos preguntamos: “¿Pero realmente habrá vida después de la muerte…? ¿Podré todavía ver y abrazar a las personas que he amado…?”. Esta pregunta me la hizo una señora hace pocos días en una audiencia, manifestado una duda: “¿Me encontraré con los míos?”. También nosotros, en el contexto actual, necesitamos volver a la raíz y a los fundamentos de nuestra fe, para tomar conciencia de lo que Dios ha obrado por nosotros en Jesucristo y qué significa nuestra muerte. Todos tenemos un poco de miedo por esta incertidumbre de la muerte. Me viene a la memoria un viejecito, un anciano, bueno, que decía: “Yo no tengo miedo de la muerte. Tengo un poco de miedo de verla venir”. Tenía miedo de esto.
Pablo, frente a los temores y a las perplejidades de la comunidad, invita a tener firme en la cabeza como un yelmo, sobre todo en las pruebas y en los momentos más difíciles de nuestra vida, “la esperanza de la salvación”. Es un yelmo. Esta es la esperanza cristiana. Cuando se habla de esperanza, podemos ser llevados a entenderla según la acepción común del término, es decir en referencia a algo bonito que deseamos, pero que puede realizarse o no. Esperamos que suceda, es como un deseo. Se dice por ejemplo: “¡Espero que mañana haga buen tiempo!”, pero sabemos que al día siguiente sin embargo puede hacer malo… La esperanza cristiana no es así. La esperanza cristiana es la espera de algo que ya se ha cumplido; está la puerta allí, y yo espero llegar a la puerta. ¿Qué tengo que hacer? ¡Caminar hacia la puerta! Estoy seguro de que llegaré a la puerta. Así es la esperanza cristiana: tener la certeza de que yo estoy en camino hacia algo que es, no que yo quiero que sea.
Esta es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es la espera de algo que ya ha sido cumplido y que realmente se realizará para cada uno de nosotros. También nuestra resurrección y la de los seres queridos difuntos, por tanto, no es algo que podrá suceder o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto está enraizada en el evento de la resurrección de Cristo. Esperar por tanto significa aprender a vivir en la espera. Cuando una mujer se da cuenta que está embaraza, cada día aprende a vivir en espera de ver la mirada de ese niño que vendrá. Así también nosotros tenemos que vivir y aprender de estas esperas humanas y vivir la espera de mirar al Señor, de encontrar al Señor. Esto no es fácil, pero se aprende: vivir en la espera. Esperar significa y requiere un corazón humilde, un corazón pobre. Solo un pobre sabe esperar. Quien está ya lleno de sí y de sus bienes, no sabe poner la propia confianza en nadie más que en sí mismo.
Escribe san Pablo: “Jesucristo, que murió por nosotros, para que, velando o durmiendo, vivamos juntos con él” (1 Tesalonicenses 5, 10). Estas palabras son siempre motivo de gran consuelo y paz. También para las personas amadas que nos han dejado, estamos por tanto llamados a rezar para que vivan en Cristo y estén en plena comunión con nosotros. Una cosa que a mí me toca mucho el corazón es una expresión de san Pablo, dirigida a los Tesalonicenses. A mí me llena de seguridad de la esperanza. Dice así: “permaneceremos con el Señor para siempre” (1 Tesalonicenses 4, 17). Una cosa bonita: todo pasa pero, después de la muerte, estaremos para siempre con el Señor. Es la certeza total de la esperanza, la misma que, mucho tiempo antes, hacía exclamar a Job: “Yo sé que mi Defensor está vivo […] y con mi propia carne veré a Dios”. (Job 19, 25-27). Y así para siempre estaremos con el Señor. ¿Creéis esto? Os pregunto: ¿creéis esto? Para tener un poco de fuerza os invito a decirlo conmigo tres veces: “Y así estaremos para siempre con el Señor”. Y allí, con el Señor, nos encontraremos.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús eduque nuestros corazones en la esperanza de la resurrección, para que aprendamos a vivir en la espera segura del encuentro definitivo con él y con todos nuestros seres queridos. Nos acompañe en este camino la presencia amorosa de María, Madre de la esperanza. Muchas gracias.
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