sábado, 3 de diciembre de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales y Jubilares de noviembre 2016 (30, 23, 16, 12 y 9)


AUDIENCIAS GENERALES Y JUBILARES DEL PAPA FRANCISCO
NOVIEMBRE 2016


AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de noviembre de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. Aunque las catequesis terminan, ¡la misericordia debe continuar! Damos las gracias al Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consolación y conforto.


La última obra de misericordia espiritual pide rogar a Dios por los vivos y por los difuntos. A esta podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a sepultar a los muertos. Esta última puede parecer una petición extraña; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que día y noche siembran miedo y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia tiene un hermoso ejemplo al respecto: el del viejo Tobías, quien, aun arriesgando su propia vida, sepultaba a los muertos no obstante la prohibición del rey (Cf. Tob 1, 17-19; 2, 2-4). También hoy hay quien arriesga la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Por lo tanto, esta obra de misericordia corporal no es lejana de nuestra existencia cotidiana. Y nos hace pensar a lo que sucede el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban ante la cruz de Jesús. Después de su muerte, fue José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín pero convertido en discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente donde Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valor (Cf. Mt 27, 57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (Cf. 1 Cor 15, 1-34). Este es un rito que perdura muy fuerte y sentido en nuestro pueblo, y que encuentra una resonancia especial este mes de noviembre dedicado, en particular, al recuerdo y a la oración por los difuntos.


Rogar por los difuntos es, sobre todo, una muestra de agradecimiento por el testimonio que han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos donado y por su amor y su amistad. La Iglesia ruega por los difuntos de manera particular durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo simple, eficaz, lleno de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Oremos con esperanza cristiana para que estén con Él en el paraíso, en la espera de encontrarnos juntos en ese misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdadero porque es una promesa que Jesús hizo. Todos resucitaremos y todos permaneceremos por siempre con Jesús, con Él.


El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar también rezar por los vivos, que junto a nosotros se enfrentan las pruebas de la vida cada día. La necesidad de esta oración es todavía más evidente si la enfocamos desde la profesión de fe que dice: «Creo en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos ha revelado. La comunión de los santos, precisamente, indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de los que se han nutrido del Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos de la misma familia, unidos. Y por eso rezamos los unos por los otros.


¡Cuántos maneras distintas hay para rezar por nuestro prójimo! Son todas válidas y aceptadas por Dios si se hacen con el corazón. Pienso en particular en las mamás y en los papás que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esa costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a verles y rezamos por ellos; en la intercesión silenciosa, a veces con lágrimas, en tantas situaciones difíciles por las que rezar. Ayer vino a Misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven tiene que cerrar su fábrica porque no puede y lloraba diciendo: «no soy capaz dejar sin trabajo a más de 50 familias. Podría declarar la bancarrota de la empresa: me voy a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por estas 50 familias». Este es un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa para rezar para que el Señor les dé una salida, no solo para él, sino para las 50 familias. Este es un hombre que sabe rezar, con el corazón y con los hechos, sabe rezar por el prójimo. Está en una situación difícil. Y no busca la salida más fácil: «que se las apañen». Este es un cristiano. ¡Me ha hecho mucho bien escucharle! Y quizás hay muchos así, hoy, en este momento en el cual tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bonita noticia que se refiere a un amigo, a un pariente, a un compañero…: «¡Gracias, Señor, por esta cosa bonita!, eso también es rezar por los demás. Dar las gracias al Señor cuando las cosas son bonitas. A veces, como dice San Pablo, «no sabemos rezar como es debido; pero es el Espíritu que intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Es el Espíritu que reza dentro de nosotros. Abramos, entonces, nuestro corazón, de manera que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más profundo, los pueda purificar y conseguir que se realicen. De todos modos, por nosotros y por los demás, siempre pidamos que se haga la voluntad de Dios, como en el Padre Nuestro, porque su voluntad es seguramente el bien más grande, el bien de un Padre que no nos abandona nunca: rezar y dejar que el Espíritu Santo rece por nosotros. Y esto es bonito en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como la de ese hombre. Pero que el corazón esté siempre abierto al Espíritu para que rece en nosotros, con nosotros y por nosotros.


Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, esforcémonos en rezar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan cada vez más en el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al principio, terminan aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercerla a través de estos 14 modos.


Gracias.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a rezar unos por otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan cada vez más en el estilo de nuestra vida. Muchas gracias.
 

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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de noviembre de 2016

 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Finalizado el Jubileo, hoy volvemos a la normalidad, pero quedan todavía algunas reflexiones sobre las obras de misericordia, y por eso continuaremos con esto.


La reflexión sobre las obras de misericordia espiritual se refiere hoy a dos acciones muy unidas entre sí: aconsejar a los dudosos y enseñar a los ignorantes, es decir, a los que no saben. La palabra ignorante es demasiado fuerte, pero quiere decir que no saben algo y a quien se debe enseñar. Son obras que se pueden vivir sea en una dimensión simple, familiar, al alcance de todos, que —especialmente la segunda, la de enseñar— desde un plano más institucional, organizado. Pensemos, por ejemplo, en cuántos niños sufren todavía el analfabetismo. Esto no se puede entender: ¡que en un mundo en el cual el progreso técnico científico ha llegado tan lejos, haya niños analfabetos! Es una injusticia. Cuántos niños sufren la falta de instrucción. Es una condición muy injusta que afecta a la misma dignidad de la persona. Sin educación además se convierte fácilmente en presa de la explotación y de varias formas de malestar social.


La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sentido la exigencia de esforzarse en el ámbito de la instrucción porque su misión de evangelización conlleva el compromiso de devolver la dignidad a los más pobres. Desde el primer ejemplo de una «escuela» fundada precisamente aquí en Roma por san Justino, en el siglo ii, para que los cristianos conocieran mejor la Sagrada Escritura, hasta san José de Calasanz, que abrió las primeras escuelas públicas gratuitas de Europa, tenemos una larga lista de santos y santas que en varias épocas han llevado instrucción a los más desfavorecidos, sabiendo que por este camino habrían podido superar la miseria y las discriminaciones. Cuántos cristianos laicos hermanos y hermanas consagradas, sacerdotes han dado su propia vida por la instrucción, por la educación de los niños y los jóvenes. Esto es grande: ¡yo os invito a rendirles homenaje con un gran aplauso! Estos pioneros de la instrucción habían comprendido a fondo la obra de misericordia y habían hecho de ello un estilo de vida tal hasta el punto de transformar la misma sociedad. A través de un trabajo simple y pocas estructuras ¡supieron devolver la dignidad a muchas personas! Y la instrucción que impartían a menudo estaba orientada también hacia el trabajo. Pero pensemos en san Juan Bosco, que preparaba para trabajar a chicos de la calle, en el oratorio y después en la escuela, las oficinas. És así como surgieron muchas y diversas escuelas profesionales, que habilitaban para trabajar mientras educaban con valores humanos y cristianos. La instrucción, por lo tanto, es verdaderamente una peculiar forma de evangelización.


Cuanto más crece la instrucción más personas adquieren las certezas y la conciencia, que todos necesitamos en la vida. Una buena instrucción nos enseña el método crítico, que comprende también un cierto tipo de duda, útil para plantear preguntas y verificar los resultados alcanzados, en vista de un conocimiento mayor. Pero la obra de misericordia de aconsejar a los dudosos no se refiere a este tipo de duda. Expresar la misericordia hacia los dudosos equivale, sin embargo, a aliviar ese dolor y ese sufrimiento que proviene del miedo y de la angustia que son las consecuencias de la duda. Por tanto es un acto de verdadero amor con el cual se pretende sostener a una persona ante la debilidad provocada por la incertidumbre.


Pienso que alguien podría preguntarme: «Padre, pero yo tengo muchas dudas sobre la fe ¿Qué tengo que hacer? ¿Usted nunca tiene dudas?». Tengo muchas... ¡Claro que en algunos momentos a todos nos entran dudas! Las dudas que tocan la fe, en sentido positivo, son la señal de que queremos conocer mejor y más a fondo a Dios, Jesús, y el misterio de su amor hacia nosotros. «Pero, yo tengo esta duda: busco, estudio, veo o pido consejo sobre cómo hacer». ¡Estas son dudas que hacen crecer! Es un bien entonces que nos planteemos preguntas sobre nuestra fe, porque de esa manera estamos impulsados a profundizar en ella. Las dudas, de todos modos, hay que superarlas. Por ello es necesario escuchar la Palabra de Dios, y comprender lo que nos enseña. Una vía importante que ayuda mucho en esto es la de la catequesis, con la cual el anuncio de la fe sale a nuestro encuentro en el aspecto concreto de la vida personal y comunitaria. Y hay, al mismo tiempo, otra senda igualmente importante, la de vivir lo más posible la fe. No hagamos de la fe una teoría abstracta donde las dudas se multipliquen. Hagamos más bien de la fe nuestra vida. Intentemos practicarla a través del servicio a los hermanos, especialmente de los más necesitados. Entonces muchas dudas desaparecen, porque sentimos la presencia de Dios y la verdad del Evangelio en el amor que, sin nuestro mérito, vive en nosotros y compartimos con los demás.


Como se puede ver, queridos hermanos y hermanas, estas dos obras de misericordia tampoco están lejos de nuestra vida. Cada uno de nosotros puede esforzarse en vivirlas para poner en práctica la palabra del Señor cuando dice que el misterio del amor de Dios no ha sido revelado a los sabios e inteligentes, sino a los pequeños (cf. Lc 10, 21; Mt 11. 25—26). Por lo tanto, la enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el cual hemos sido amados (cf. 1 Gv 4, 10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor! Sigue siempre hacia adelante y espera; dona su amor para siempre, del cual debemos sentir una fuerte responsabilidad, para ser testimonios ofreciendo misericordia a nuestros hermanos. Gracias.



Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a tener un corazón atento a las necesidades de las personas que nos rodean, para que también ellas puedan experimentar el amor que Dios les tiene. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de noviembre de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Dedicamos la catequesis de hoy a una obra de misericordia que todos conocemos muy bien, pero que quizás no la ponemos en práctica como deberíamos: soportar pacientemente a las personas molestas. Todos somos muy buenos para identificar una presencia que puede molestar: ocurre cuando encontramos a alguien por la calle, o cuando recibimos una llamada… Enseguida pensamos: «¿Cuánto tiempo tendré que escuchar las quejas, los chismes, las peticiones o las presunciones de esta persona?». También sucede, e veces, que las personas fastidiosas son las más cercanas a nosotros: entre los familiares hay siempre alguno; en el trabajo no faltan; y ni siquiera durante el tiempo libre estamos a salvo. ¿Qué debemos hacer con las personas molestas? Pero también nosotros somos molestos para los demás muchas veces. ¿Por qué entre las obras de misericordia también ha sido incluida esta? ¿Soportar pacientemente a las personas molestas?


En la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar las quejas de su pueblo. Por ejemplo, en el libro del Éxodo el pueblo resulta ser verdaderamente insoportable: primero llora porque es esclavo en Egipto, y Dios lo libera; luego, en el desierto, se queja porque no tiene qué comer (cf. 16, 3), y Dios envía las codornices y el maná (cf. 16, 13—16), no obstante las quejas no cesan. Moisés hacía de mediador entre Dios y el pueblo, y él también de vez en cuando habrá resultado molesto para el Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado también a Moisés y al pueblo esta dimensión esencial de la fe.


Entonces, surge espontánea una primera pregunta: ¿alguna vez hacemos un examen de conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar molestos para los demás? Es fácil señalar con el dedo los defectos y las faltas de otros pero debemos aprender a meternos en la piel de los demás.


Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta paciencia ha tenido que tener durante los tres años de su vida pública! Una vez, mientras estaba en camino con sus discípulos, fue parado por la madre de Santiago y Juan, la cual le dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino» (Mt 20, 21). La mamá hacía de lobby para sus hijos, pero era la mamá... Jesús se inspira también en esa situación para impartir una enseñanza fundamental: el suyo no es un reino de poder, no es un reino de gloria como los terrenos, sino de servicio y entrega a los demás. Jesús enseña a ir siempre a lo esencial y a mirar más allá para asumir con responsabilidad la propia misión. Podríamos ver aquí la referencia a otras dos obras de misericordia espiritual: la de advertir a los pecadores y la de enseñar a los ignorantes. Pensemos en el gran esfuerzo que se puede emplear cuando ayudamos a las personas a crecer en la fe y en la vida. Pienso, por ejemplo, en los catequistas —entre los cuales hay muchas madres y muchas religiosas— que dedican tiempo para enseñar a los chicos los elementos básicos de la fe. ¡Cuánto esfuerzo, sobre todo cuando los chicos preferirían más bien jugar antes que escuchar el catecismo!


Acompañar en la búsqueda de lo esencial es bonito e importante, porque nos hace compartir la alegría de saborear el sentido de la vida. A menudo ocurre que nos encontremos a personas que se paran en las cosas superficiales, efímeras y banales; a veces porque no han encontrado a alguien que les estimule para buscar otra cosa, para apreciar a los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar lo esencial es una ayuda determinante, especialmente en un tiempo como el nuestro que parece haber tomado la orientación de seguir satisfacciones cortas de miras. Enseñar a descubrir qué es lo que el Señor quiere de nosotros y cómo podemos corresponder significa ponernos en camino para crecer en la propia vocación, el camino de la verdadera alegría. De ahí las palabras de Jesús a la madre de Santiago y Juan, y luego a todo el grupo de los discípulos, señalan la vía para evitar caer en la envidia, en la ambición, en la adulación, tentaciones que están siempre al acecho incluso entre nosotros los cristianos. La exigencia de aconsejar, advertir y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los demás, sino que nos obliga sobre todo a volver a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes con lo que pedimos a los demás. No olvidemos las palabras de Jesús: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6, 41). Que el Espíritu Santo nos ayude a ser pacientes para soportar y humildes y sencillos para aconsejar.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Les animo a poner en práctica las obras de misericordia, corporales y espirituales, para que todos puedan experimentar la presencia y ternura de Dios en sus vidas.
 

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AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 12 de noviembre de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


En esta última Audiencia Jubilar del sábado consideramos un aspecto importante de la misericordia: la inclusión, que refleja el actuar de Dios, que no excluye a nadie de su designio amoroso de salvación, sino QUE llama a todos. Esta es la invitación que hace Jesús en el Evangelio de Mateo que acabamos de escuchar: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados». Nadie está excluido de esta llamada, porque la misión de Jesús es revelar a cada persona el amor del Padre.


Por el sacramento del bautismo, nos convertimos en hijos de Dios y en miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por eso, como cristianos, estamos invitados a hacer nuestro este criterio de la misericordia, con el que tratamos de incluir en nuestra vida a todos, acogiéndolos y amándolos como los ama Dios. Así evitamos encerrarnos en nosotros mismos y en nuestras propias seguridades.


El Evangelio nos impulsa a reconocer en la historia de la humanidad el designio de una gran obra de inclusión que, respetando la libertad de cada uno, llama a todos a formar una única familia de hermanos y hermanas, y a ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo.


Saludos:


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús, que a todos acoge con sus brazos abiertos en la cruz, nos ayude a crecer como hermanos en su amor y a ser instrumentos de la misericordia y ternura del Padre. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de noviembre de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La vida de Jesús, sobre todo en los tres años de su ministerio público, fue un incesante encuentro con las personas. Entre ellas, un lugar especial lo tuvieron los enfermos. ¡Cuántas páginas de los Evangelios narran estos encuentros! El paralítico, el ciego, el leproso, el endemoniado, el epiléptico, e innumerables enfermos de todo tipo… Jesús se ha hecho cercano a cada uno de ellos y les ha sanado con su presencia y el poder de su fuerza sanadora. Por lo tanto, no puede faltar, entre las Obras de misericordia, la de visitar y atender a las personas enfermas.


Junto a esta podemos incluir también la de estar cerca de las personas que se encuentran en la cárcel. De hecho, tanto los enfermos como los encarcelados viven en una condición que limita su libertad. ¡Y precisamente cuando nos falta, nos damos cuenta de cuánto sea preciosa! Jesús nos ha donado la posibilidad de ser libres no obstante los límites de la enfermedad y de las restricciones. Él nos ofrece la libertad que proviene del encuentro con Él y del sentido nuevo que este encuentro da a nuestra condición personal.


Con estas Obras de misericordia el Señor nos invita a un gesto de gran humanidad: el compartir. Recordemos esta palabra: el compartir. Quien está enfermo, muchas veces se siente solo. No podemos esconder que, sobre todo en nuestros días, precisamente en la enfermedad se adquiere la experiencia más profunda de la soledad que atraviesa gran parte de la vida. Una visita puede hacer que una persona enferma se sienta menos sola, y un poco de compañía ¡es una estupenda medicina! Una sonrisa, una caricia, un apretón de manos son gestos simples, pero muy importantes para quien se siente abandonado. ¡Cuántas personas se dedican a visitar a los enfermos en los hospitales o en sus casas! Es una obra de voluntariado impagable. Cuando es realizada en el nombre del Señor, entonces se convierte también en expresión elocuente y eficaz de misericordia. ¡No dejemos a las personas enfermas solas! No les impidamos encontrar alivio y a nosotros ser enriquecidos por la cercanía, de quien sufre. Los hospitales son verdaderas «catedrales del dolor», donde sin embargo se hace evidente la fuerza de la caridad que sostiene y siente compasión.


De la misma manera, pienso en quienes están encerrados en la cárcel. Jesús ni siquiera se ha olvidado de ellos. Poniendo la visita a los encarcelados entre las obras de misericordia, ha querido invitarnos, ante todo, a no erigirnos jueces de nadie. Claro, si uno está en la cárcel es porque se ha equivocado, no ha respetado la ley y la convivencia civil. Por eso está cumpliendo su pena en la prisión. Pero sea lo que sea que haya hecho un preso, él siempre es amado por Dios. ¿Quién puede entrar en la intimidad de su conciencia para entender lo que siente? ¿Quién puede comprender el dolor y el remordimiento? Es demasiado fácil lavarse las manos afirmando que se ha equivocado. Un cristiano está llamado, más bien, a hacerse cargo, para que quien se haya equivocado comprenda el mal hecho y vuelva en sí mismo. La falta de libertad, es sin duda, una de las privaciones más grandes para el ser humano. Si a esta se añade el degrado por las condiciones, a menudo, carentes de humanidad en la cuales estas personas tienen que vivir, entonces, realmente es el caso en el que un cristiano se siente estimulado para hacer de todo para restituir su dignidad.


Visitar a las personas en la cárcel es una obra de misericordia que sobre todo hoy asume un valor particular por las distintas formas de justicialismo al cual estamos expuestos. Por ello, que nadie señale con el dedo a alguien. Sino, que todos nos volvamos instrumentos de misericordia, con actitudes de compartir y de respeto. Pienso a menudo en los presos... pienso a menudo, les llevo en el corazón. Me pregunto qué les ha llevado a delinquir y cómo han podido ceder a las diversas formas de mal. Y no obstante, junto a estos pensamientos siento que todos necesitan cercanía y ternura, porque la misericordia de Dios cumple prodigios. Cuántas lágrimas he visto caer por las mejillas de reclusos que quizás jamás habían llorado en su vida; y esto sólo porque se sintieron acogidos y amados.


Y no nos olvidemos que también Jesús y los apóstoles experimentaron la prisión. En las narraciones de la Pasión conocemos los sufrimientos a los que el Señor fue sometido: capturado, arrastrado como un malhechor, burlado, flagelado, coronado con espinas... Él, ¡el único inocente! Y también san Pedro y san Pablo estuvieron en la cárcel (cf At 12, 5; Fil 1,12-17). El domingo pasado —que fue el domingo del Jubileo de los reclusos— por la tarde vino a visitarme un grupo de reclusos padovanos. Les pregunté que harían al día siguiente, antes de volver a Padua. Me dijeron: «iremos a la cárcel Mamertino para compartir la experiencia de san Pablo». Es bonito, oír decir esto me hizo bien. Estos presos querían encontrar al Pablo prisionero. Es una cosa bonita, a mí me hizo bien. También ahí, en prisión, rezaron y evangelizaron. Es conmovedora la página de los Hechos de los Apóstolos en la cual se narra la reclusión de Pablo: se sentía solo y deseaba que alguno de sus amigos le visitase (cf 2 Tm 4,9-15). Se sentía solo porque la mayoría le había dejado solo... al gran Pablo.


Estas obras de misericordia, como se ve, son antiguas, y no obstante, siempre actuales. Jesús dejó lo que estaba haciendo para ir a visitar a la suegra de Pedro; una obra antigua de caridad. Jesús lo consiguió. No caigamos en la indiferencia, sino convirtámonos en instrumentos de la misericordia de Dios. Todos nosotros podemos ser instrumentos de la misericordia de Dios y esto hará más bien a nosotros que a los demás porque la misericordia pasa a través de un gesto, una palabra, una visita y esta misericordia es un acto para devolver alegría y dignidad a quien la ha perdido.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Los animo a que sean valientes y abran el corazón a Dios y a los hermanos, de modo que sean instrumentos de la misericordia y ternura de Dios, que restituye la alegría y la dignidad a quienes la han perdido. Muchas gracias.


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