HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
NOVIEMBRE 2016
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CAPILLA PAPAL
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Plaza de San Pedro
Domingo 20 de noviembre de 2016
Domingo 20 de noviembre de 2016
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico
y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza
de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera
sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37)
se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más
un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la
cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en
la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene
anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas
por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente
el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36);
pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda
lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col
1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo,
sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las
cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra
miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la
traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los
infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del
Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni
siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha
abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera,
todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue
venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el
miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria,
con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la
historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de
Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8).
Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su
señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en
resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la
historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano
si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo
de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy
presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el
grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado
junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc
23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta
lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias
necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia.
Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no
cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la
realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor
humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer
en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse
próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a
seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los
días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a
Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del
pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús.
Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc
23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a
Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13),
para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según
la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es
Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque
directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino
a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito.
Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero
ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona.
No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su
realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba
según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
ara acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra
esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez
más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan
las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos
sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del
éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el
Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de
la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo
esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero
rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir
el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es
acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor,
misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos
exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden
obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la
perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas
precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el
malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a
tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en
su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus
pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y
experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso»
(v. 43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros.
Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado,
porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no
lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado,
sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que
es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva.
Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y
del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias,
abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros,
infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos
llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque,
aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en
par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el
Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el
fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de
las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por
esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para
revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también
instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos
acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella
nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a
todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir
el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de
misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas
nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán
sin respuesta.
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CAPILLA PAPAL
Basílica Vaticana
Sábado 19 de noviembre de 2016
Sábado 19 de noviembre de 2016
Al texto del Evangelio que terminamos de escuchar (cf. Lc 6,27-36), muchos lo han llamado «el Sermón de la llanura». Después de la institución de los doce, Jesús bajó con sus discípulos a donde una muchedumbre lo esperaba para escucharlo y hacerse sanar. El llamado de los apóstoles va acompañado de este «ponerse en marcha» hacia la llanura, hacia el encuentro de una muchedumbre que, como dice el texto del Evangelio, estaba «atormentada» (cf. v. 18). La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus tormentos, en el llano de sus vidas. De esta forma, el Señor les y nos revela que la verdadera cúspide se realiza en la llanura, y la llanura nos recuerda que la cúspide se encuentra en una mirada y especialmente en una llamada: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (v. 36).
Una invitación acompañada de cuatro imperativos, podríamos decir de cuatro exhortaciones que el Señor les hace para plasmar su vocación en lo concreto, en lo cotidiano de la vida. Son cuatro acciones que darán forma, darán carne y harán tangible el camino del discípulo. Podríamos decir que son cuatro etapas de la mistagogia de la misericordia: amen, hagan el bien, bendigan y rueguen. Creo que en estos aspectos todos podemos coincidir y hasta nos resultan razonables. Son cuatro acciones que fácilmente realizamos con nuestros amigos, con las personas más o menos cercanas, cercanas en el afecto, en la idiosincrasia, en las costumbres.
El problema surge cuando Jesús nos presenta los destinarios de estas acciones, y en esto es muy claro, no anda con vueltas ni eufemismos: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman (cf. vv. 27-28).
Y estas no son acciones que surgen espontáneas con quien está delante de nosotros como un adversario, como un enemigo. Frente a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos «demonizarlos», a fin de tener una «santa» justificación para sacárnoslos de encima. En cambio, Jesús nos dice que al enemigo, al que te odia, al que te maldice o difama: ámalo, hazle el bien, bendícelo y ruega por él.
Nos encontramos frente a una de las características más propias del mensaje de Jesús, allí donde esconde su fuerza y su secreto; allí radica la fuente de nuestra alegría, la potencia de nuestro andar y el anuncio de la buena nueva. El enemigo es alguien a quien debo amar. En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios tiene hijos. Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y no precisamente para sacárselos de encima. El amor de Dios tiene sabor a fidelidad con las personas, porque es amor de entrañas, un amor maternal/paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan equivocado. Nuestro Padre no espera a amar al mundo cuando seamos buenos, no espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque eligió amarnos, nos ama porque nos ha dado el estatuto de hijos. Nos ha amado incluso cuando éramos enemigos suyos (cf. Rm 5,10). El amor incondicionado del Padre para con todos ha sido, y es, verdadera exigencia de conversión para nuestro pobre corazón que tiende a juzgar, dividir, oponer y condenar. Saber que Dios sigue amando incluso a quien lo rechaza es una fuente ilimitada de confianza y estímulo para la misión. Ninguna mano sucia puede impedir que Dios ponga en esa mano la Vida que quiere regalarnos.
La nuestra es una época caracterizada por fuertes cuestionamientos e interrogantes a escala mundial. Nos toca transitar un tiempo donde resurgen epidémicamente, en nuestras sociedades, la polarización y la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos. Vemos, por ejemplo, cómo rápidamente el que está a nuestro lado ya no sólo posee el estado de desconocido o inmigrante o refugiado, sino que se convierte en una amenaza; posee el estado de enemigo. Enemigo por venir de una tierra lejana o por tener otras costumbres. Enemigo por su color de piel, por su idioma o su condición social, enemigo por pensar diferente e inclusive por tener otra fe. Enemigo por… Y sin darnos cuenta esta lógica se instala en nuestra forma de vivir, de actuar y proceder. Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad. Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza y violencia. Cuántas heridas crecen por esta epidemia de enemistad y de violencia, que se sella en la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de esta patología de la indiferencia. Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento se siembran por este crecimiento de enemistad entre los pueblos, entre nosotros. Sí, entre nosotros, dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros. El virus de la polarización y la enemistad se nos cuela en nuestras formas de pensar, de sentir y de actuar. No somos inmunes a esto y tenemos que velar para que esta actitud no cope nuestro corazón, porque iría contra la riqueza y la universalidad de la Iglesia que podemos palpar en este Colegio Cardenalicio. Venimos de tierras lejanas, tenemos diferentes costumbres, color de piel, idiomas y condición social; pensamos distinto e incluso celebramos la fe con ritos diversos. Y nada de esto nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas.
Queridos hermanos, Jesús no deja de «bajar del monte», no deja de querer insertarnos en la encrucijada de nuestra historia para anunciar el Evangelio de la Misericordia. Jesús nos sigue llamando y enviando al «llano» de nuestros pueblos, nos sigue invitando a gastar nuestras vidas levantando la esperanza de nuestra gente, siendo signos de reconciliación. Como Iglesia, seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad.
Querido hermano neo Cardenal, el camino al cielo comienza en el llano, en la cotidianeidad de la vida partida y compartida, de una vida gastada y entregada. En la entrega silenciosa y cotidiana de lo que somos. Nuestra cumbre es esta calidad del amor; nuestra meta y deseo es buscar en la llanura de la vida, junto al Pueblo de Dios, transformarnos en personas capaces de perdón y reconciliación.
Querido hermano, hoy se te pide cuidar en tu corazón y en el de la Iglesia esta invitación a ser misericordioso como el Padre, sabiendo que «si hay algo que debe inquietarnos santamente y preocupar nuestras conciencias es que tantos hermanos vivan sin la fuerza, sin la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido que dé vida» (Exhort. ap. Evangelii Gaudium, 49).
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
JUBILEO DE LAS PERSONAS SOCIALMENTE EXCLUIDAS
Basílica Vaticana
Domingo 13 de noviembre de 2016
Domingo 13 de noviembre de 2016
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21,5). La gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra» (v. 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (v. 7). Cuando y cuál… Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ―el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica― pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16,19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1 Co 13,8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres. A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros verdaderos tesoros.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Basílica Vaticana
Domingo 6 de noviembre de 2016
Domingo 6 de noviembre de 2016
Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M7,14). Estas palabras manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que, mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de alcanzar una vida nueva.
Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una respuesta sencilla pero perfecta elimina toda la casuística banal que los saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos. La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús.
La esperanza es don de Dios. Debemos pedirla. Está ubicada en lo más profundo del corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente, muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar, la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el mal que hemos cometido. No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación, paz.
Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos. Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1).
En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del «Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir también a nosotros que también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado (cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5). Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en él.
Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar. A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. Os digo: cada vez que entro en una cárcel, me pregunto: «¿Por qué ellos y no yo?». Todos tenemos la posibilidad de equivocarnos: todos. De una manera u otra, nos hemos equivocado. Y la hipocresía hace que no se piense en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación, en la reinserción en la sociedad. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta. Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones.
Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20).
La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles. Personas que han padecido violencias o abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia.
Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo.
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SANTA MISA EN CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
Cementerio de Prima Porta, Roma
Miércoles 2 de noviembre de 2016
Miércoles 2 de noviembre de 2016
Pero sentimos también que esta esperanza nos ayuda, porque también nosotros tenemos que recorrer este camino. Todos nosotros recorreremos este camino. Antes o después, pero todos. Con dolor, más o menos dolor, pero todos. Pero con la flor de la esperanza, con ese hilo fuerte que está anclado en el más allá. Es esta, esta ancla no decepciona: la esperanza de la resurrección.
Y quien recorrió en primer lugar este camino es Jesús. Nosotros recorremos el camino que hizo Él. Y quien nos abrió la puerta es Él mismo, es Jesús: con su Cruz nos abrió la puerta de la esperanza, nos abrió la puerta para entrar donde contemplaremos a Dios. «Yo sé que mi Redentor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo… Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, no ningún otro».
Volvemos hoy a casa con esta doble memoria: la memoria del pasado, de nuestros seres queridos que se han marchado; y la memoria del futuro, del camino que nosotros recorreremos. Con la certeza, la seguridad; con esa certeza que salió de los labios de Jesús: «Yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 40).
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